29

Los doscientos kilómetros que separan Los Ángeles de Palm Springs se recorren en su totalidad por una enorme autopista interestatal, la número Diez.

El primer trozo del trazado atraviesa el centro de Los Angeles, Boyle Heights y los suburbios orientales —Azusa, Claremont, Upland, Rancho Cucamonga—, adentrándose luego en el condado de San Bernardino, donde el aire fluctúa entre fragante y tóxico, dependiendo del viento y del capricho divino. Desde la autopista se divisa un homogéneo panorama de centros comerciales, avenidas, estacionamientos y viviendas ultramodernas. Después, cerca de Fontana, campos de labranza y apartaderos ferroviarios. A partir de Yucaipa desaparece casi todo el tráfico y el aire se vuelve seco y limpio. Desde los cerezales de Beaumont, se inicia una llanura de tierra gris y rocas blancas. Arboles de yuca y mezquite. A la derecha, los montes de San Bernardino, coronados de nieve.

La despejada carretera constituye una tentación de correr en la que casi todo el mundo cae. Durante las vacaciones de Semana Santa, bronceados chicos embriagados de cerveza, marihuana y sueños de inmortalidad, circulan por la autopista en camionetas o pequeños descapotables. Aunque corren como exhalaciones, la mayor parte de ellos llega a Palm Springs, pero no faltan los que se quedan al borde de la carretera, entre los restos de sus vehículos. La policía de tráfico se mantiene alerta y vigilante, y hace lo posible para que el número de muertos no rebase un límite aceptable.

A Milo sólo lo detuvieron una vez, ya de noche, poco antes del paso de San Gorgonio. A partir de Riverside, habíamos ido a ciento cincuenta por hora, sin que el Porsche lo notase apenas. El coche es un 928 blanco, tenía cinco años e iba como una seda. El joven agente de la patrulla de caminos contempló el Porsche con admiración y, luego, inspeccionó las credenciales de Milo. Sólo parpadeó una vez, cuando mi amigo le dijo que estaba trabajando en un caso de homicidio y que necesitaba atrapar por sorpresa a un testigo importante.

El agente le devolvió los papeles al tiempo que prevenía a Milo de que en la carretera había muchos locos y de que debía andarse con ojo. Luego, se quedó mirándonos mientras nos alejábamos.

A las diez de la noche, y ya a velocidad moderada, entramos en Palm Springs. Pasamos unas cuantas manzanas de viviendas baratas y llegamos a las estribaciones del distrito comercial. A diferencia de Bakersfield, allí los cambios eran casi imperceptibles. La misma mescolanza de tiendas de segunda mano con aspiraciones a comercios de antigüedades, moteles, boutiques, espantosas galerías de arte. El auténtico dinero estaba en Palm Desert y en Rancho Mirage, en calles bautizadas en honor de Dinah Shore y Bob Hope.

—Está pendiente de Palm Grove Way —dijo Milo—. El Casino Sun Palace.

—Esto no parece una reserva india.

—¿Qué esperabas, tipis y tótems? Los de aquí son los indios afortunados. Los desterraron al desierto, pero de los terrenos de su reserva brota un líquido negro y brillante, así que se hicieron ricos y aprendieron a buscarles las vueltas a las leyes. Partiendo de la base de que constituyen una nación, defendieron ante los tribunales su derecho a organizar juegos de azar. El estado les concedió al fin bingos, pero se mantuvo inamovible en su oposición a otros juegos inmorales.

—Pero luego el estado comenzó a organizar loterías —dije—, así que el argumento perdió mucha de su consistencia.

—Exacto. En todo el estado, los indios han decidido aprovechar la oportunidad. Hay un casino nuevo en Santa Inés. Las autoridades continúan incordiando, eternizándose en la concesión de permisos, negándoles a los indios el derecho de fabricar máquinas tragaperras y de importar de fuera del estado. Lo cual es grave, ya que las tragaperras son el juego más productivo. Así que meten de contrabando las máquinas en camiones de productos agrícolas y, una vez están en la reserva, nadie puede tocarlas.

—No me diga que aprueba usted esas infracciones de la ley, detective Sturgis.

—Hay leyes y leyes.

—Palm Grove —anuncié, señalando el siguiente cruce.

Milo giró a la derecha y se metió por otra calle comercial. Más moteles, una lavandería, un gimnasio abandonado, restaurantes de comida rápida atestados de gente atiborrándose de grasa y respirando el cálido aire nocturno. Más allá, en las alturas, parpadeantes luces color turquesa y amarillo daban forma al enorme sombrero vaquero que coronaba una torre de quince metros.

—Elegante, ¿no?

—Así que todo el centro de la ciudad es una reserva india —dije.

—No. La cosa varía, dependiendo del lugar. La clave es buscar entre los títulos de propiedad hasta encontrar unos cuantos metros de tierra que en uno u otro momento fuera propiedad de un indio. Luego, basta con encontrar un socio capitalista. Bueno, ya llegamos.

Se metió en el enorme estacionamiento de tierra que rodeaba el casino. Tras la torre del sombrero había un edificio de un solo piso sorprendentemente pequeño, engalanado también con luces azules y amarillas y unas enormes letras que anunciaban SUN PALACE con resplandecientes luces naranja de neón rodeadas de rayos escarlata.

Entre la torre y el edificio, había una plataforma brillante iluminada, y sobre ella un Chevrolet Camaro color púrpura nuevecito, con un gran lazo rosa sobre la capota. En el parabrisas, un cartel anunciaba: ¡ESTE COCHE SERÁ PARA EL QUE SAQUE CUATRO BLACKJACKS SEGUIDOS!

Otro cartel situado en la torre del sombrero prometía: ¡SERVICIO DE APARCACOCHES!, pero, como no se veía a nadie, Milo estacionó en el primer puesto vacío que encontró. Cuando nos apeábamos, vino hacia nosotros un fornido muchacho de morena tez vestido con camisa blanca y pantalones negros.

—Oiga, yo se lo hubiese aparcado —dijo, tendiendo la mano.

Milo le mostró su placa.

—Y yo habría sido de los Beatles si mi apellido fuese McCartney.

El chico cerró la boca. Se nos quedó mirando por unos instantes y luego corrió a abrir las portezuelas de un descomunal Cadillac color amarillo que llegaba con un cargamento de bronceados optimistas otoñales.

Atravesamos las dobles puertas de cristal del casino y nos cruzamos con un tipo que salía. Un hombre muy alto vestido de negro, a lo Johnny Cash. Tras él iba una mujer de unos ciento ochenta kilos con traje floreado y sandalias de playa. Ella parecía a punto de soltarle al hombre un sermón y él se mantenía a prudente distancia.

Las puertas se cerraron a nuestra espalda, y nos envolvió el ruido y el deslumbrante brillo de las luces fluorescentes. Nos encontrábamos en una pequeña plataforma elevada con barandillas de latón, cubierta por una moqueta industrial verdiazul de la que a caprichosos intervalos surgían columnas de madera bruñida. A uno y otro lado, unos peldaños conducían a la sala de juego. Esta era un amplio espacio de treinta por quince más o menos. Más moqueta verdiazul y más columna. Techo con placas insonorizantes. Paredes blancas, sin ventanas ni relojes.

A la derecha había una única mesa de stud poker: hombres encorvados, con camisas a cuadros y cazadoras, gafas de lentes oscuros, rostros paralizados. Luego, fila tras fila de máquinas tragaperras, quizá hasta diez docenas, dando vueltas, parpadeando, lanzando jingles y pareciendo más vivas que los humanos que accionaban sus palancas. Las mesas de blackjack ocupaban el lado izquierdo de la sala, y estaban tan juntas que uno, o se sentaba, o seguía circulando. Los crupieres, ataviados con camisas de color rojo intenso con blancas placas de identificación, permanecían espalda contra espalda, cantando las cartas, recogiendo las fichas, sacando naipes del zapato.

Ruido de tragaperras, nicotina en el aire. La ventanilla para el canje de fichas por dinero estaba en la parte trasera de la sala, pero nadie quería hacer efectivas sus ganancias ahora tan temprana. Entre los jugadores se veían jubilados, turistas japoneses, obreros de vacaciones, motociclistas, indios y atildados jovencitos que pretendían dárselas de mundanos. Todos demostrando que ganar era su costumbre, todos simulando que aquello era Las Vegas. Chicas que lucían microvestidos blancos, con cuerpos perfectos y rostros algo menos que perfectos, traían y llevaban bandejas con bebidas. Fornidos hombres vestidos de blanco y negro como el aparcacoches patrullaban la sala, escrutándolo todo y sin hacer nada por disimular el bulto de las enfundadas pistolas bajo las chaquetas.

Desde un rincón de la plataforma, alguien pareció a punto de avanzar hacia nosotros, pero cambió de idea. Era un hombre de cabello y bigote grises, ataviado con traje gris marengo y corbata roja. El tipo tendría unos cincuenta y cinco años. Rostro largo e inexpresivo y labios finísimos. Llevaba un walkietalkie en una mano e hizo ver que ni siquiera nos miraba. Pero debió de enviar algún tipo de señal, porque dos de los guardas armados se aproximaron para detenerse luego junto a la plataforma. Uno era un indio, y otro un pelirrojo con la cara llena de pecas. Ambos tenían brazos gruesos, amplios hombros y firmes estómagos. En el cinturón del indio, escrito con letras rojas, se leía: GARRETT.

Había un flujo constante de gente que entraba y salía del edificio. Milo se aproximó a la barandilla de latón y el tipo del bigote gris se le acercó. Garrett se volvió a mirar.

—¿Puedo servirles en algo, caballeros? —Voz grave e inexpresiva. En la chapa de identificación se leía: LARRY GIOVANNE, GERENTE.

Milo le mostró disimuladamente su identificación.

—Busco a Ted Barnaby.

Giovanne no reaccionó. La placa regresó al bolsillo de Milo.

—Barnaby trabaja esta noche, ¿no?

—¿Se metió en algún lío?

—Sólo queremos hacerle unas preguntas.

—Es nuevo.

—El miércoles hizo dos semanas que comenzó a trabajar aquí —dijo Milo.

Giovanne alzó la vista, escrutó el rostro de mi amigo y luego bajó los ojos a la camisa verde que caía sobre los pantalones marrones. Buscaba el bulto de la pistola.

—¿Seguro que no pasa nada malo? —preguntó.

—Nada en absoluto. ¿Dónde está Barnaby?

—¿Tiene usted autorización de la policía de la reserva?

—No.

—Entonces, técnicamente, ésta no es su jurisdicción.

Milo sonrió.

—Técnicamente, nada me impide deambular por la sala hasta que encuentre a Barnaby, sentarme a su mesa, ponerme a jugar lo que se dice despacio, derramar una y otra vez mi copa, hacer preguntas idiotas. Y nadie me podrá impedir que lo siga cuando lo cambien de mesa.

Giovanne meneó la cabeza.

—¿Qué quiere de él?

—Su novia murió asesinada hace seis meses. No es que él sea sospechoso, pero quiero hacerle unas preguntas.

—Nosotros también somos nuevos en el negocio —dijo Giovanne—. Abrimos hace sólo tres meses y no queremos espantar a los clientes, no sé si me entiende.

—Claro que le entiendo —dijo Milo—. Le propongo una cosa: envíenos al chico cuando se tome su descanso, y yo no molestaré a nadie.

Giovanne se estiró los puños de la camisa y miró su reloj de oro.

—A Barnaby le toca descansar dentro de una hora. Si no causa usted problemas, le diré que se retire antes de tiempo.¿Le parece bien?

—Perfecto. Gracias.

—Aguarde cinco minutos. ¿Les apetece jugar?

Milo sonrió.

—No, esta noche no.

—Entonces, vayan fuera y esperen junto al Camaro. Yo les mandaré al chico. ¿Algo de beber?

—No, gracias. ¿Han regalado ustedes muchos coches?

—Hasta el momento, tres. Cuando acabe con las preguntas, entre y pruebe suerte.

—Tal vez lo haga.

—¿Qué juego le gusta?

—Policías y ladrones —dijo Milo.

Una chica con microvestido nos llevó dos cervezas. Nos las bebimos apoyados contra la fresca pared del casino, aguardando tras el Camaro color púrpura, observando las entradas y salidas, oyendo de fondo el rumor de la sala de juego. El terreno del estacionamiento parecía prolongarse kilómetros, hasta fundirse con el cielo tachonado de estrellas. Se escuchaba el distante rumor de una autopista, y a lo lejos se veían faros de coches, pero casi todos los movimientos se producían en torno al casino.

Apenas habíamos vaciado nuestros vasos, cuando salió un hombre alto y flaco con camisa roja. Miró a uno y otro lado. No dejaba de abrir y cerrar los largos dedos.

Alrededor de treinta años, pelo rubio y poblado. Replanchados pantalones negros y botas grises de cuero. Sus brazos eran delgados pero musculosos. Una pulsera de plata y turquesas rodeaba una muñeca casi lampiña, y una cadena de oro parecía constreñir un largo cuello dotado de una nuez sumamente móvil. Aunque el chico era de facciones atractivas, su piel estaba tan maltratada por el acné que, por comparación, la de Milo parecía una maravilla de tersura. La luz hacía resaltar dos grandes espinillas, y también permitía ver los furiosos latidos de su sien derecha. Bajo la oreja izquierda llevaba una pequeña tirita redonda. Su cuello estaba surcado por profundas cicatrices.

Milo dejó su vaso y salió de detrás del coche.

—Señor Barnaby.

Barnaby respingó y cerró los puños. Milo le puso la identificación ante la cara y el chico retrocedió un paso.

Milo le tendió una mano y Barnaby la estrechó de mala gana, como si tuviera las palmas húmedas. Milo hizo intención de apartarlo de la luz, pero Barnaby se resistió. Luego vio que se aproximaba el aparcacoches y se dejó llevar.

Ya detrás del Camaro púrpura, nos miró airadamente a los dos.

—¿Se puede saber a qué demonios viene todo esto? Han conseguido que me echen.

—Mandy Wright.

Los ojos color avellana dejaron de moverse.

—¿Qué tiene que ver con eso la policía de Los Ángeles?

Milo apoyó un pie en el parachoques del Camaro.

—Cuidado —dijo Barnaby—. Es nuevo.

—No pareces demasiado hecho polvo por la muerte de Mandy.

—Claro que estoy hecho polvo, pero… ¿qué quiere que haga al cabo de tanto tiempo? ¿Y por qué tengo que perder mi trabajo?

—Hablaré con Giovanne.

—Muchas gracias. Mierda. ¿Por qué han tenido que venir aquí? ¿Por qué no me llamaron a mi casa?

—¿Por qué te ha despedido Giovanne?

—No me ha despedido, pero la mirada que me ha echado ya me la conozco. Están tomando todo tipo de precauciones para no tener problemas, y ustedes acaban de convertirme en un problema.

Se tocó la tirita, apretó e hizo una mueca.

—Maldita sea. Acabo de alquilar un apartamento en Cathedral City.

Milo señaló hacia la entrada del casino con un movimiento de cabeza.

—Esto no es exactamente el Caesar’s Palace, Ted. ¿Por qué te fuiste de Las Vegas después del asesinato de Mandy?

—Pues… estaba jodido y no me apetecía ver a nadie.

—Así que te largaste.

—Sí.

—¿Adónde?

—A Reno.

—¿Y después?

—A Utah.

—¿Por qué Utah?

—Soy de allí.

—¿Mormón?

—En tiempos lo fui. Escuche, ya le dije a la policía de Las Vegas todo lo que sé. Es decir: nada. Lo más probable es que a Mandy la matara algún cliente. Nunca me gustó el trabajo que hacía, pero estaba loco por ella y me aguanté. Ahora, ¿qué quiere que le diga? ¿Y por qué se interesa la policía de Los Angeles en el caso?

—¿Por qué no volviste a Las Vegas, Ted?

—Me traía malos recuerdos.

—¿Fue el único motivo?

—Fue motivo suficiente. Recuerde que a mí me tocó identificar el cuerpo. —Meneó la cabeza y se humedeció los labios.

—¿No sería que deseabas eludir a alguien?

—¿A alguien, como a quién?

—Como al asesino de Mandy.

—¿A un cliente? ¿Por qué iba a querer eludirlo?

—¿Cómo sabes que fue un cliente?

—No lo sé: lo supongo. Pero, ¿quién iba a ser? Las chicas de la vida no dejan de meterse en líos, no necesito decírselo. Usted lo sabe. Riesgos ocupacionales. Se lo repetí hasta cansarme.

—¿La habían maltratado otras veces?

—A veces venía con alguna señal. Nada serio. Hasta que ocurrió lo que ocurrió. —Se tocó de nuevo la tirita, y se frotó el picado cuello.

—¿Tienes idea de quién la había maltratado antes?

—No. Ella nunca mencionaba nombres. Eso formaba parte de nuestro acuerdo.

—¿Qué acuerdo?

—Yo no la molestaba y ella me dedicaba su tiempo libre. —Sonrió torcidamente—. Yo estaba mucho más por ella que ella por mí. ¿Ha visto usted alguna foto suya? En vida, quiero decir.

—Sí —dijo Milo.

—Preciosa, ¿verdad?

—¿Vivían juntos?

—No, nunca. Eso intentaba decirle. Ella quería su propio apartamento, su propio espacio.

—Su propio lugar de trabajo.

—Sí —dijo Barnaby, alzando la voz. Chasqueó los nudillos y luego se miró tristemente los dedos—. Mandy era increíble. Mitad hawaiana, mitad polinesia. Son las mujeres más bellas del mundo. Yo me volví totalmente loco por ella. Al principio quise sacarla de la vida… Le dije: pequeña, hazte crupier, con ese aspecto, ganarías una fortuna en propinas. Ella se echó a reír y dijo que le gustaba ser su propio jefe. Le encantaba el dinero, comprar cosas…

—¿Qué cosas?

—Ropa, joyas, coches. Se compraba un automóvil cada pocos meses, luego lo vendía y se compraba otro. Tuvo un Corvette, un Firebird, un BMW… El último fue un Ferrari descapotable. Lo consiguió en una de esas tiendas de las afueras, donde los perdedores venden sus coches a cualquier precio. Paseaba en él por el Strip. Yo le decía que nunca había conocido una chica a la que le gustaran tanto los coches. Ella se echó a reír y me dijo: me atraen los motores grandes, Teddy. Por eso me gustas tú. —Las manos comenzaron a moverse de nuevo—. Y mire dónde terminó.

Frente al casino acababa de detenerse una furgoneta de la que se apearon unos soldados con el pelo cortado a cepillo que se reían como chiquillos. Barnaby enderezó la espalda y miró hacia las puertas de cristales.

—Eso es todo lo que sé, ¿está bien? Han venido a verme porque el mismo cabrón se cargó a una chica en Los Angeles, ¿a que sí? La mató igual que a Mandy.

Milo no respondió.

—Uno de esos asesinos en serie, ¿no? —dijo Barnaby—. Es lógico.

—¿Por qué es lógico?

—Porque siempre eligen como víctimas a prostitutas. —Frunció el entrecejo—. Eso es lo que era Mandy, aunque ella se consideraba una actriz.

—¿Te decía que era actriz?

—Sí, medio en broma. —Barnaby bajó la vista al suelo, y se tocó un zapato con la punta del otro.

—Explíquese.

—Me decía: simulo ser lo que el cliente busca, Teddy. Soy una actriz.

—¿Trabajó en alguna película porno?

—Que yo sepa, no.

—¿No?

—¡No!

—¿Te especificó alguna vez qué tipo de simulaciones hacía?

—No.

—¿Ni tampoco te dijo para quién simulaba?

—Mis preguntas la cabreaban, así que dejé de hacerlas. Ya le digo que ella mantenía las cosas separadas.

Un vínculo psíquico entre la callgirl y el profesor. Milo me dirigió una mirada.

—¿Ella tenía su casa y tú la tuya, Ted?

—Eso es.

—¿Dónde se veían?

—Normalmente, en mi casa.

—¿Nunca en la de ella?

—Sólo los martes. Era su día libre. —Se humedeció los labios—. Ahora tengo otra novia. Ella no sabe nada de Mandy. —Flexionó los dedos—. Menuda sorpresa se va a llevar la pobre.

—¿A qué se dedica tu novia?

—Su trabajo no tiene nada que ver con el de Mandy. —Las manos volvían a ser puños—. Cajera, ¿vale? Trabaja en el Thrifty Drug. En cuanto a aspecto, ni siquiera se acerca a Mandy, pero no me importa. Ella ahora reside en Indio, y pensábamos irnos a vivir juntos en mi nuevo apartamento.

—¿Dónde se conocieron?

—Aquí. ¿Qué importa eso? En una fiesta.

—¿Dónde conociste a Mandy?

—En la sala de juegos del casino. Como yo era uno de los mejores crupieres, me pusieron en la mesa de quinientos dólares, y ella solía andar por allí. De vez en cuando, jugaba, pero yo sabía lo que buscaba.

—¿Qué buscaba?

—Atrapar a un ganador. Buscaba al tipo que tenía el montón de fichas más grande, se acercaba a la mesa con un vestido muy escotado, se inclinaba sobre él, le soplaba en la oreja… ya sabe.

—¿Y solía tener éxito?

—¿Usted qué cree?

—¿Tenía clientes fijos?

—No lo sé. ¿Puedo irme ya?

—En seguida, Ted —dijo Milo—. O sea que, en la relación de ustedes, la que llevaba la voz cantante era ella.

—A mí no me importaba —dijo Barnaby—. Mandy era preciosa. Pero aprendí la lección. Ya conoce el dicho: si quieres ser feliz, cásate con una fea.

—¿Mandy y tú hablasteis de matrimonio?

—Pues sí. Una casa rodeada por una bonita cerca de troncos, dos hijos y una puñetera ranchera. Ya se lo he dicho: le encantaba comprar cosas.

—Ropa, joyas y coches.

—Sí.

—Y cocaína.

Las manos de Barnaby volvieron a crisparse. Bajando la vista, dijo:

—De eso no voy a hablar.

—¿Por qué no?

—Usted no tiene jurisdicción en la reserva. Sólo he accedido a hablar con usted porque quería a Mandy. Si deseo largarme, tengo derecho a hacerlo.

—Desde luego —dijo Milo—. Pero… ¿qué tal si me acerco a Cathedral City y le hablo de tu pasado a la policía de allí?

—¿Qué pasado?

—Según la policía de Las Vegas, Mandy y tú eran grandes consumidores y tú eras quien le conseguía la droga.

—Cuentos.

—Dicen que, después de la muerte de Mandy, tú comenzaste a consumir cada vez más. Por eso nadie te quiso en Las Vegas.

El sudor daba al rostro de Barnaby el aspecto de un donut recién glaseado. Se volvió, dándonos la espalda. Las cicatrices de su cuello resaltaban como braille.

—¿Por qué me hace esto?

—No te hago nada, Ted. Únicamente quiero averiguar lo más posible acerca de Mandy.

—¡Pero si ya le he dicho todo lo que sé!

—He hablado de la droga porque me interesa conocer la clase de vida que hacía Mandy.

—¿Qué clase de vida cree que hacía? ¡Se acostaba con hombres por dinero!

—Droga significa mala gente, y la mala gente hace daño a las personas.

Barnaby no respondió.

—¿Le debía dinero a alguien? —preguntó Milo.

—Nunca vi su libro de caja.

—¿Se cabreó con ella alguno de los tipos a los que les comprabas droga?

—Lo de que yo compraba droga lo dice usted.

—¿Había algún tipo peligroso cabreado con ella?

—Que yo sepa, no.

—¿Cambiaba ella sexo por cocaína?

—Que yo sepa, no.

—Y supongo que tú nunca le organizaste un cambalache de ese tipo.

—No soy ningún chulo.

—No, simplemente eras su distracción para las horas libres.

—Mire —dijo Barnaby—, las cosas no eran así. Yo no tenía la menor influencia sobre ella, Mandy era su propio jefe. Yo le gustaba porque sabía escucharla. Soy buen oyente, ¿de acuerdo? Trabajando en los casinos, uno no para de escuchar historias tristes.

—¿Qué problemas tenía Mandy?

—Que yo sepa, ninguno.

—Una chica feliz.

—Eso parecía.

—Y tú no tienes ni idea de quiénes eran sus clientes fijos.

—No.

—La noche que la mataron, ¿dijo Mandy a quién iba a ver?

Barnaby se frotó el cuello.

—Se lo digo y usted no lo entiende. Ella nunca me hablaba de sus clientes.

—Le dijiste a la policía de Las Vegas que aquella noche estuviste trabajando.

—No hacía falta que lo dijese. Me vieron montones de personas. Ni siquiera me enteré de que la habían matado hasta el día siguiente, cuando la llamé y se puso al teléfono un policía. Me pidieron que me acercara a la comisaría. Cuando llegué, me pidieron que fuera al depósito de cadáveres a identificarla.

—¿Trabajaba Mandy en algún sitio que no fuera su apartamento?

—Probablemente.

—¿Probablemente?

—Si se enrollaba con un jugador alojado en el casino, supongo que subían a la habitación del tipo.

—¿Mandy hacía la calle?

—Qué va. Tenía demasiada categoría para eso.

—¿Se te ocurre algún motivo para que la asesinaran en la calle?

—Probablemente, acompañó a un cliente y al tipo le dio la locura.

—¿Tenía Mandy la costumbre de acompañar a los clientes después del… servicio?

—No tengo ni idea.

—¿Nunca fuiste a verla mientras trabajaba?

—¿Para qué? ¿Para que ella agarrase un cabreo monumental conmigo?

—Así que siempre era ella la que llevaba la voz cantante.

—Mandy era la estrella, amigo. —Débil sonrisa—. Una vez que estábamos… que ella estaba de buen humor, me dijo: «Ya sé que te jode lo que hago, Teddy, pero intenta sobreponerte. En realidad, no es tan grave. Una simple actuación.» Sí, dije, un día te van a dar un Oscar. Ella se echó a reír y dijo: «Justo. Debería haber un Oscar para lo que hago: mejor actriz de reparto con las piernas separadas.» A mí… la cosa me incomodaba muchísimo. Pero a ella le parecía divertidísimo y se reía como loca.

—¿Cuándo se hizo esterilizar?

Barnaby dejó caer las manos.

—¿Cómo?

—¿Cuándo la esterilizaron? ¿Cuándo le ligaron las trompas?

—Antes de que nos conociéramos.

—¿Mucho antes?

—No sé.

—Pero Mandy te habló de ello, ¿no?

—Sólo me lo dijo porque yo me puse tonto y comencé a hablar de lo mucho que me gustaban los niños, y de que sería estupendo que un día tuviéramos una parejita. Ella se dio un buen hartón de reír. —Barnaby se humedeció de nuevo los labios.

»Yo le pregunté dónde estaba la gracia. Ella me dijo: eres un encanto, Teddy. Adelante, ve y hazle un par de ratas de alfombra a alguna buena chica. Y paren una más por mí, porque a mí me arreglaron. Le pregunté qué quería decir. Y ella dijo: me arreglaron, me operaron. Le pregunté cómo se le había ocurrido hacer una cosa así. Ella me dijo que así se quitaba problemas y no tenía que tomar píldoras que provocaban cáncer. Se echó a reír de nuevo y dijo que ella consideraba la ligadura como un gasto de explotación, y añadió que debería ser deducible de los impuestos. Le pareció un chiste buenísimo. A mí no me hizo gracia, pero a Mandy, o la aceptabas tal como era o la dejabas. Si le seguías la corriente y te reías de lo que ella se reía, todo iba bien.

—¿Y cuando no le seguías la corriente?

—Te daba con la puerta en las narices.

—Así que se hizo esterilizar antes de que la conocieras. Es decir, hace más de un año.

—Yo la conocí año y medio antes de su muerte, y la cosa ya estaba hecha.

—¿Te mencionó dónde la operaron?

Un levísimo titubeo.

—No.

—¿Nunca mencionó el nombre del médico?

—No.

—No, ¿qué, Ted?

—Mandy nunca mencionó su nombre.

—Pero te contó algo sobre él.

—No, pero yo lo vi.

—¿Dónde?

—En el casino.

—¿Cuándo?

—Cosa de un mes antes.

—¿Un mes antes de que la mataran?

—Sí.

—Cuenta.

—¿Por qué? ¿Acaso el tipo…?

Milo alzó una mano.

—Cuenta, Ted.

—Vale, vale. Una noche yo estaba trabajando y la vi haciendo su ronda. Yendo de un lado a otro con un traje negro muy ceñido y escotado, con el pelo arreglado, y con unos pendientes de diamantes falsos. —Cerró los ojos un segundo, evocando la imagen, acariciándola. Luego los abrió y se estiró la camisa—. Traté de llamar su atención, por si podíamos vernos más tarde. Ella mostró una gran sonrisa, pero no iba dirigida a mí, sino a otro.

—Al médico —dijo Milo.

—Yo no sabía que el tipo era médico. Más tarde, ella me lo dijo. Mandy pasó de largo frente a mí. El tipo estaba sentado a otra de las mesas de quinientos dólares, y tenía un enorme montón de fichas ante sí. Ella lo saludó a él y a otro tipo. Se abrazaron y besaron como si fueran viejos amigos. Él recogió las fichas y los tres se fueron. Al día siguiente le dije: bonito caso me hiciste. Ella contestó: no te enfades, es alguien a quien conozco de hace mucho. Es el médico que me arregló. Estoy en deuda con él.

—¿Por qué estaba en deuda con él?

—Quizá le hizo la operación gratis, quién sabe.

—¿Un intercambio de favores?

Barnaby se encogió de hombros.

—¿Qué aspecto tenía el doctor? —quiso saber Milo.

—Nada especial. Treinta y cinco o cuarenta años. Más bien bajo, pero muy ancho de hombros. Como una rata de gimnasio. Cabello corto, casi a cepillo, ojos como de japonés. Buenas ropas: traje, corbata… todo impecable.

—¿Y el otro?

—¿Qué otro?

—Dijiste que había otro tipo.

—Ah, sí, pero era un viejo sin importancia. Parecía enfermo. Tenía la piel amarilla e iba en silla de ruedas. El médico la empujaba. Quizá fuera un paciente adinerado corriéndose la última juerga. Eso en Las Vegas es frecuente verlo. Gente muy, pero muy jodida, parapléjicos, tipos con respiración asistida, desgraciados que han perdido las dos piernas. Los llevan en sillas de ruedas por el casino y ellos sostienen ante sí un plato lleno de fichas. Ya le digo: una última juerga.

—¿Qué más te contó Mandy acerca de ellos?

—Del viejo no me dijo nada.

—¿Y del médico?

—Sólo que fue el que la arregló.

—Y que ella estaba en deuda con él.

—Sí. ¿Qué pasa con el tipo? ¿Es un psicópata o algo así?

—No —dijo Milo—. Es un héroe.

Barnaby pareció confuso.

Milo dijo:

—¿Recuerdas algo más?

—No.

—Muy bien, gracias.

—De nada.

—¿Tu domicilio actual es la dirección de Vista Chino?

—Sí.

—¿Cuál es la dirección del apartamento que acabas de alquilar?

—¿Para qué la quiere? Me van a poner de patitas en la calle, así que ni siquiera podré instalarme.

—Por si acaso.

Barnaby recitó la calle y el número. Luego hundió las manos en los bolsillos y comenzó a alejarse.

—¿Quieres que hable con Giovanne? —preguntó Milo.

—No servirá para nada.

—Como quieras.

Barnaby se detuvo.

—Bueno, si desea hablar con él, hágalo. Si usted también quiere sentirse un héroe, yo no tengo inconveniente.