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Un pegajoso calor sofocaba la ciudad como una manta de lana húmeda mientras la luna se elevaba sobre los balcones. El pavimento relucía con sus destellos en los charcos salinos. Sindbad y Radi abandonaron la cubierta de El Viajero y caminaron por callejuelas en las que empezaba a brillar la luz amarilla de algunas lámparas de aceite.

—Intenta que nadie te vea —le dijo Sindbad al muchacho—, pero deja la carta que ha escrito Yahiz en un lugar donde tu madre pueda encontrarla. Así sabrá que estás bien y que vas a permanecer escondido con amigos hasta que las cosas se calmen.

—Sí, capitán, y te agradezco mucho lo que haces por mí.

—Pues ve y no pierdas más el tiempo.

Sindbad se dirigió a la zona oeste del puerto, donde la luz de la luna hacía destellar el casco de la extraña nave de metal. En el muelle se habían reunido un nutrido grupo de descargadores. Hacían turno esperando que llegase la mañana por si eran contratados por los tripulantes de la nave de metal. Estaban bastante organizados y habían encendido un fuego para calentarse mientras cenaban. El aroma del humo y su guiso cargado de especias empapaba el aire. Se abrió paso entre ellos y contempló el barco atracado. Calculó que tendría unos treinta metros1 de eslora. Era de fondo plano, con la proa ancha y la popa casi vertical. Su poco calado la hacía ideal para remontar cursos fluviales. Un rastro de humo seguía escapando por su chimenea y se elevaba lentamente hacia el cielo.

Cuatro luces amarillas deambulaban como luciérnagas por su cubierta.

—Guardias —musitó para sí.

¿Serían los mismos extranjeros de los que le había hablado Radi? Probablemente, pues no había visto una nave como esa en ninguno de los países que había visitado en sus viajes por el Índico. Aquellos guardias estarían vigilando la pasarela, así que tenía que encontrar otro modo de subir a bordo. Se le acercó un hombre con la tez curtida y el cuello cuarteado por el sol, y le ofreció un tazón humeante.

Sindbad se lo llevó a los labios. Era sopa de tapioca demasiado condimentada.

—Gracias, hermano. —Señaló hacia el barco de metal y le preguntó—: ¿Qué se sabe de esa nave tan extraña?

—No mucho. Pero todo el mundo habla de ella en Basora y quise venir. Algunos aseguran que hay demonios dentro de ese barco y que por eso echa humo sin parar. Pero yo nunca he visto un demonio y necesito trabajo. Por eso vine. ¿Quieres un turno?

—No, gracias —dijo devolviéndole el tazón—. Creo que esperaré a que llegue otro barco.

Se dirigió a una zona solitaria del muelle, donde encontró una lancha para la descarga de mercancías sujeta al amarradero. Soltó amarras, saltó a su interior y empezó a remar con cuidado, intentando no levantar salpicaduras ni hacer ruidos que pudieran delatarle. Lentamente, se acercó por estribor al barco de metal. Desde su perspectiva se recortaba contra el cielo como una inmensa y amenazante silueta oscura. Si uno de los guardias miraba en su dirección, lo descubriría de inmediato. Pero no podía hacer otra cosa que seguir y remar con sigilo.

La lancha se detuvo al chocar suavemente contra el casco. Sindbad había tomado la precaución de adelantar un remo para ir frenando su velocidad. Aun así, sonó un sordo tump que le puso los pelos de punta. Se quedó inmóvil y en silencio, con la mano en la empuñadura de su espada, pero nadie se asomó por la borda metálica.

Pasó las manos por el casco. Estaba fabricado con planchas de cobre unidas entre sí. ¿Cómo era posible que flotase? El metal se hunde y la madera flota, pensó. Quizá Yahiz tuviera también una explicación para eso. De momento, él estaba decidido a averiguar esa misma noche todo lo que pudiera sobre aquella asombrosa embarcación.

* * *

Se quitó las botas, se colgó la espada al hombro y empezó a trepar. Las planchas del casco estaban superpuestas, por lo que era posible sujetarse en los rebordes con las puntas de los dedos de manos y pies. No era fácil, pero Sindbad estaba acostumbrado a escalar por las jarcias incluso en un barco azotado por los vientos y las sacudidas de una tormenta. Su cuerpo era fuerte y fibroso, sus músculos se marcaban nítidos bajo la piel curtida por el mar.

Cuando llegó arriba se deslizó por encima de la borda y se acurrucó detrás de un rollo de cuerdas. Había visto a uno de los guardias caminando a unos metros de él. El hombre llevaba en la mano un candil cubierto con un capuchón, para que su luz no le deslumbrase. En la otra mano sujetaba una lanza de punta larga y afilada. Esperó agazapado hasta que se alejó.

Los castillos de proa y popa estaban cubiertos con grandes toldos tensados con cuerdas. En su interior brillaban lámparas cuya luz atravesaba las lonas y esparcía una suave iluminación por la cubierta. La chimenea era un tubo alto y estrecho, que se levantaba cerca de la popa de la nave. Algunas chispas salían de su boca mezcladas con el humo y se elevaban hacia el cielo confundiéndose con las estrellas.

Una portilla daba acceso al interior. Sindbad la cruzó y empezó a descender por unas escaleras de madera. Lo impulsaba su obstinada curiosidad, la misma que había marcado sus acciones desde que era un niño. Ignorando el peligro de que lo descubriesen e intentaran matarle, quería ver la máquina de la que le había hablado Yahiz, el artefacto maravilloso que tenía el poder de impulsar aquel barco de metal. Sólo cuando lo contemplara con sus propios ojos lo creería. Según Yahiz, si aquella máquina existía, debía de encontrarse debajo de la chimenea. Miró a un lado y a otro. Estaba en un largo corredor con el suelo de madera y las paredes de metal, con puertas a ambos lados. Unas lámparas de aceite creaban un ambiente fantasmagórico. El aire era denso y estaba empapado con el humo de las esencias que se consumían en unos pebeteros colgados del techo. Su olor era desconcertante, una mezcla de sándalo y azufre que irritaba los ojos. También olía a alquitrán, a moho, a algas secas, óxido y grasa, y a otras cosas que no era capaz de identificar.

Avanzó con cuidado, y al girar una esquina casi tropieza con un anciano sentado en el suelo, en medio del pasillo. Parecía un sufí, sus viejos dedos repasaban las cuentas de un tasbith, el collar con las 99 cuentas que representaban los 99 nombres de Alá y sus 99 atributos divinos. El viejo levantó el rostro hacia él y murmuró:

Alá es grande.

Sindbad quedó paralizado durante un instante, temiendo que el anciano empezase a gritar de un momento a otro para avisar a los guardias. Pero sus ojos eran dos esferas de cristal deslucido que parecían mirar más allá de él, mientras sus labios repetían la misma cantinela, como si su alma se encontrase muy lejos, en un trance místico. «Alá es grande.»

Pasó junto a él y siguió avanzando por el pasillo.

Sus pasos lo llevaron hacia las entrañas del barco de metal. Descendió por una escalera sin cruzarse con nadie más, el aire se tornó aún más espeso y el corredor, más angosto. Era asombroso pensar que estaba dentro de una nave que flotaba en el mar, pues era como recorrer las mazmorras de un castillo. La humedad resbalaba por las paredes, que ahora eran de un metal oscuro, manchado de orín. Aquel último pasillo terminaba en una puerta metálica muy ancha. Se acercó a ella y la tocó con la mano. Estaba caliente. Tenía sentido si detrás se encontraba la máquina de vapor de la que le había hablado Yahiz. Notó en el rostro el calor que emanaba como un vaho del metal oscuro. Empujó y descubrió que la puerta estaba abierta.

La sala se hallaba caliente como un horno y el aire tan lleno de humo que impedía ver con claridad a más de dos metros. Algunas guedejas de aquel vapor amarillento escapaban por el umbral hacia el pasillo y se retorcían amenazadoras, como tentáculos que intentasen atraparle por los tobillos. También emanaba de allí aquel olor insólito que no lograba identificar. Una sustancia desconocida flotaba en el aire, como un perfume o una esencia inmaterial y terrorífica.

De forma inconsciente, Sindbad retrocedió un paso. No pudo evitar que la piel se le erizase por todo el cuerpo; era como si su alma rechazase el contacto con una presencia mágica, al igual que la carne reacciona ante el roce con el fuego. Yahiz le había descrito el aspecto que podía tener aquella máquina de vapor capaz de hacer girar las ruedas que impulsaban la nave de metal. Basándose en su juguete griego, incluso le había hecho un dibujo que mostraba una gran caldera donde un fuego calentaba el agua para convertirla en vapor. A través de la cortina de humo, Sindbad no acertaba a distinguir ninguna máquina; pero sí veía arder varios fuegos.

Dio un paso adelante y se introdujo en la sala, agitando los brazos por delante para intentar despejar el humo que lo envolvía. Las llamas crepitaban en el interior de braseros situados a diferentes alturas, creando un calor insoportable. El sudor le corría a chorros por el cuerpo y el corazón golpeaba desbocado dentro de su pecho.

Algo enorme ocupaba el centro de la estancia. Y estaba vivo.


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