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Las alfombras tapizaban el suelo de la gran explanada frente a Vathek. Toda la expedición se había reunido allí y los adalides estaban organizando los grupos de vuelo.

Durante las horas transcurridas dentro de la ciudad, Sindbad había perdido por completo la noción del tiempo, pero ahora volvían a estar en el mundo común a todos los mortales y al levantar la vista podía comprobar que el sol ya había recorrido la mitad del cielo.

Entre la multitud vio a Aisha. Estaba sola y miraba el suelo con una expresión fascinada. Se acercó a ella.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Ella tardó un instante en reaccionar. Se volvió hacia Sindbad y levantó sus grandes ojos, que ahora estaban un poco enrojecidos.

—Sí tienen sombra —musitó con un hilo de voz.

—¿Cómo dices?

—Los djinns sí proyectan sombras en el suelo. El derviche estaba en un error, y si se equivocó en eso me pregunto en qué más cosas pudo equivocarse…

—Aisha, pareces enferma.

Ella sonrió con un gesto cansado.

—¿También me vas a aconsejar que no vaya, capitán Sindbad?

—Nunca haría algo así. Entiendo que tu esposo quiera tenerte a su lado y protegerte.

Aisha asintió sin que ninguna emoción cruzase por su rostro. Luego volvió la mirada de nuevo hacia el frente. Sindbad esperó un momento, se sintió estúpido y se dio media vuelta.

Se alejó de ella pensativo y preocupado.

—Reconozco los efectos —dijo Mustafá.

El marino se volvió, no había advertido que el comerciante se había acercado a él.

—¿A qué te refieres? —le preguntó.

Mustafá señaló con uno de sus gordos y anillados dedos hacia Aisha.

—Opio. Comercio con esa sustancia, y aunque no tengo por costumbre tomarla, he visto a mucha gente bajo su influencia. Los ojos enrojecidos, la mirada perdida, los movimientos lánguidos del cuerpo. Esa muchacha ha tomado opio en las últimas horas.

Sindbad se volvió hacia Aisha y vio que Qaïd estaba ahora junto a ella y le sujetaba las manos. Pensó que lo que le había dicho Mustafá explicaba perfectamente el cambio de actitud que había observado en la mujer. La pregunta era ¿por qué?

Qaïd se volvió entonces hacia él y sus ojos se encontraron. Sindbad mantuvo su mirada durante un momento. ¿Qué estás tramando?, se preguntó.

Un hombre capaz de hacerle eso a su esposa, que ha corrido grandes riesgos por volver a su lado, debe de tener un alma llena de una profunda maldad. Con un escalofrío comprendió que no eran imaginaciones suyas, ni fruto de infundados celos. Qaïd era un ser infame.

* * *

En otro punto de la explanada, el joven Radi miraba las alfombras listas para partir. Alguien le dio una palmada en la espalda que lo devolvió a la realidad. Se giró para verse frente a un pecho cubierto de placas de cuero negro. Al alzar la vista, vio el rostro sonriente de Neema.

—¿Qué piensas hacer, Radi? —le preguntó la amazona si’lat mirándole desde sus dos metros de altura—. ¿Vas a ir en la alfombra grande con el resto de los humanos, o prefieres montar en una de las pequeñas? Te garantizo que es mucho más emocionante.

—No me da miedo, si es eso lo que me preguntas —dijo el muchacho.

Neema estaba impresionante con su armadura negra. Llevaba el casco con el pico puntiagudo bajo el brazo, un arco a la espalda y un gran escudo con forma de hoja.

—Sí, ya lo sé. Recuerdo que te comportaste muy bien en nuestro vuelo. Te he estudiado y veo que eres fuerte y tienes buenos reflejos. Y a mí me vendría muy bien alguien de tu peso. Eso me daría más capacidad de maniobra. ¿Te atreves a volar conmigo otra vez?

—¡Claro que sí! —exclamó el muchacho intentando ocultar su entusiasmo… y fracasando. Por fin la alegría volvía a iluminar su rostro.

Al menos mientras volara al lado de Neema podría olvidarse de las muchas desdichas que se habían abatido sobre su familia.

—Estupendo, serás mi kilinda. —Le entregó el escudo y Radi tuvo que sujetarlo con las dos manos porque era muy pesado. La djinn se ajustó entonces el casco y levantó la visera con forma de pico de pájaro. Sus ojos amarillos y de pupila rasgada le miraron divertidos—. Vamos entonces, humano.

Subieron a la alfombra voladora, que tendría cuatro metros de largo por dos metros y medio de ancho. En el momento en el que Neema pisó en ella, esta empezó a elevarse poco a poco, como si flotase en un embalse de agua que se fuera llenando.

—¿Qué se supone que debe hacer un kilinda? —preguntó el chico.

—Fíjate —dijo Neema señalando—, hay dos tamaños de alfombra, además de la enorme que es semejante a la que usó el rey Salomón. Las que son como la nuestra las llamamos mbili, «dos tripulantes». Yo soy el upinde, la que maneja y dispara flechas. Tú eres el kilinda, el que me protege con el escudo mientras disparo. ¿Lo entiendes?

—Sí. ¿Y esos?

Radi señaló otras alfombras más pequeñas, de unos dos metros por uno y medio, que llevaban un solo tripulante armado con un gigantesco espadón.

—Esos son farag’a, «solitarios». Más rápidos que nosotros. Manejan y luchan con la espada. Vamos a ir en total un centenar de alfombras. Sesenta farag’a y cuarenta mbili. Seremos la escolta de la gran alfombra que ocupará el centro de la flotilla. En ella irán Sindbad y sus marineros y los guardias de Qaïd. Los si’lats con armadura negra la dirigirán hacia el interior de la Ciudad de Cobre. Pero nosotros tenemos que conseguir que llegue hasta allí.

—Lo haremos —dijo el muchacho con confianza.

—Sí, pero no será fácil. Los efrits intentarán impedírnoslo.

Radi se fijó en que Qaïd era el único humano que manejaba una alfombra voladora. Una mbili en la que también iba Aisha. Vio cómo se elevaban en una lenta espiral. Qaïd parecía un rey, con las piernas separadas y las manos a la espalda.

Cuando su alfombra empezó también a ascender, Radi miró a Sindbad y levantó la mano, saludándolo como un héroe legendario a otro.

* * *

Sindbad respondió el saludo, pero lo miró con preocupación. Sabía que lo que Qaïd había dicho en el Consejo era la verdad, sus hombres no eran guerreros. Pero nadie lo es hasta que sobrevive a su primera batalla. Ocupó su sitio en la gran alfombra y esta empezó a elevarse.

En la puerta de la ciudad vio aparecer a Abdul y a Bilal, los dos marineros que le habían dicho que no pensaban ir.

—¿Qué estáis haciendo? —les preguntó.

—Nos lo hemos pensado mejor, capitán —dijo Abdul—. No queremos quedarnos para siempre en esta ciudad de djinns. Alá nos ayudará si luchamos por él.

Las alfombras se elevaron hacia el cielo como una ola gigantesca que se desprendiese de la superficie de la tierra. Al instante siguiente ya estaban volando hacia la Gran Montaña.


La Ciudad de Bronce 1.ª