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—¡Allí está la ciudad, ya diviso sus torres! —anunció Neema.

Iba sentada en el borde delantero de la gran alfombra, con los pies colgando sobre el abismo. Volaban por encima de las nubes, y a través de sus amplios agujeros vislumbraron aquella ciudad de piedras blancas como la bruma, rodeada por una soledad inabarcable.

Sindbad se acercó al borde de la alfombra. Distinguió los muros derruidos dispersos en la arena, el esqueleto blanqueado por el tiempo de una ciudad. Las casas comunes, hechas de barro, habían retornado casi enteramente a la tierra; sólo quedaban en pie las fachadas de roca de los palacios, horadadas por grandes ventanas ojivales e iluminadas de lado por la luz de la luna.

—¡Sólo son ruinas! —exclamó entre decepcionado y confuso.

Era el final del vuelo y las alfombras descendieron suavemente en una amplia zona abierta, frente a las puertas de la ciudad de Vathek. Algunos gatos se escabulleron saltando veloces entre las piedras agrietadas.

—¿Qué engaño es este? —preguntó Sindbad mientras bajaba de la gran alfombra—. Este lugar lleva deshabitado cientos de años.

Sus hombres pisaron el suelo detrás de él y miraron desconcertados las ruinas.

—Miles de años, en realidad —dijo Nahodha mientras cruzaba bajo el arco de la puerta—. Ven, quiero mostrarte algo, capitán Sindbad.

El si’lat avanzó sorteando los escombros. La luna lo inundaba todo con una luz pálida e irreal, pero nada delataba el paso de Nahodha, ni las huellas de sus pisadas, ni sombra alguna que proyectase contra las piedras.

—¿Qué es esto, capitán? —preguntó Gafar.

—¡Estamos entre demonios! —le oyó susurrar a Abdul. Aunque Sindbad pensó que no hacía más que expresar lo que los demás estaban pensando.

—Esperad aquí y manteneos alerta —le ordenó al piloto.

—Capitán, ¿vas a ir con él?

—No tengo más opción. Esperadme aquí.

Caminó detrás de Nahodha por el esqueleto blanqueado y lleno de sombras de una ciudad devastada que los acogía como a espíritus nacidos de sus ruinas. Entre calles alineadas como un cementerio de fachadas blancas, paredes descoloridas de tanto reflejar el cielo, y columnas corroídas por el viento y por los siglos. Los seres que habían levantado aquel lugar habían escondido los misterios de su civilización olvidada en la noche de los tiempos en extraños e indescifrables caracteres labrados en la roca, fragmentos de inscripciones que aparecían y desaparecían por el capricho del viento y la arena. Incomprensibles para él, Sindbad pensó que quizá Yahiz pudiera leerlos.

Nahodha encaminó sus pasos por un recorrido sinuoso, el viento arrastraba la arena en remolinos que se filtraban entre las paredes agrietadas y emitía un sonido semejante a un lamento interminable y estremecedor. De repente apareció ante ellos una gigantesca cúpula dorada. Sindbad miró hacia atrás, asombrado e incrédulo. Era imposible que no la hubiera visto cuando descendieron, porque sin duda aquella cúpula competía en tamaño con la verde al-Qobbat al-Khadra, del palacio del califa en Bagdad. Tenía que ser un espejismo, pero a medida que se acercaban, comprobó que no era un sueño aquello que veían sus ojos, ni el fresco verde de las parras que crecían directamente del polvo calcinado y trepaban por sus muros de mármol, ni las escamas de oro puro que recubrían la cúpula.

—Nosotros la hemos preservado de la voracidad del tiempo —le explicó Nahodha—. Antes de que tus amigos entren en nuestra ciudad, quiero que conozcas algo sobre nuestro pasado. Por favor, acércate, capitán Sindbad.

En el friso triangular de la puerta que daba acceso al interior de la cúpula se levantaba un conjunto escultórico que representaba a multitud de figuras en actitud de luchar. Quizá eran dioses de aquel pueblo pagano, nacido sin ninguna duda en la Era de la Ignorancia, pues Alá quiere ser adorado solo, sin deidades asociadas, sin representación y sin rostro. Pero aquel friso representaba a muchas figuras, con tal realismo que no pudo menos que admirar al desconocido artista que había conseguido extraer esa sensación de vida de la piedra misma. Sindbad detuvo su mirada ante un rostro de mármol veteado. Los ojos de piedra expresaban un dolor y una desesperación indescriptibles. Su boca abierta lanzaba el grito sordo de un pueblo desaparecido.

Entonces comprendió qué era lo que representaba la escena. Detrás del humano de piedra que gritaba se erguía la figura perfectamente esculpida de un si’lat. Sindbad pudo distinguir perfectamente sus rasgos afilados y sus ojos de pupila rasgada, su pelo extendiéndose a su espalda. Era mucho más alto que el humano y estaba doblado sobre él, mordiéndole en el cuello y desgarrando su carne. Otros si’lats, detrás del grupo principal, apresaban también a humanos de ambos sexos y bebían su sangre.

En cuestión de una fracción de segundo, su alma dio un vuelco y todo pareció transformarse a su alrededor. Desenvainó su espada y miró a Nahodha con nuevos ojos.

—¿Es eso verdad? —le preguntó entre dientes.

—Lo que ves ahí representado es la realidad —afirmó el si’lat—. Nosotros llegamos primero a este mundo y lo dominamos durante incontables eras, alimentándonos del alma de todas las bestias que lo poblaban. Luego Alá creó a vuestra especie. De hecho, os creó no muy lejos de aquí. —Señaló hacia poniente—. Seres peludos y de escasa inteligencia, pero vuestra alma era más poderosa que la de cualquier animal que hubiera aparecido antes.

—¿Nuestra alma?

—Vuestra sangre. El alma de todo ser vivo reside en su sangre. Los djinns nos alimentamos de esa energía, y ninguna es más poderosa que la de los humanos. Fue por eso por lo que estuvimos a punto de exterminaros. En esta ciudad que ahora ves en ruinas, se desarrolló una civilización maravillosa. Sus logros artísticos te emocionarían si los conocieses en detalle. Su música, sus letras, su concepto de la belleza. Nosotros acabamos hasta con el último de ellos. Por eso fuimos maldecidos. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Quieres acompañarme dentro?

Nahodha le hizo un gesto invitador y luego descendió por los escalones de mármol que penetraban en el interior del edificio que sustentaba la cúpula de oro. Sindbad dudó un instante, pero finalmente caminó detrás de él sin dejar de aferrar con fuerza su espada.

Bajaron por aquellas escaleras hacia una amplia cueva cuyas paredes eran de mármol veteado. La luz provenía de espejos de oro pulido que la conducían desde el exterior y de braseros colgados del techo en los que se quemaba incienso. Aquellas piedras exhalaban un denso perfume, ungidas como estaban por humos aromáticos desde la antigüedad. Mientras descendía, sus pies tanteaban con cuidado el borde de los escalones, desgastados por el roce del tiempo. La escalera desembocó en una amplísima galería sostenida por innumerables columnas de mármol negro. Se alineaban allí cuatrocientos sarcófagos de cuarzo oscuro pulimentado. Sobre cada uno de los túmulos estaba labrada una inscripción en los mismos caracteres desconocidos del exterior.

Nahodha se acercó al primero de ellos y leyó:

—«¡Oh hijo de los hombres, qué vanos son tus planes! La muerte está cercana, no hagas cuentas para el porvenir porque te enfrentas a la Voluntad del Señor del Universo, aquel que destruye las naciones y los ejércitos, y arroja a los reyes más orgullosos a la estrecha morada de una tumba, a la igualdad de la tierra, donde son reducidos a un montón de ceniza y polvo.»

Cuando terminó de leer, se volvió hacia Sindbad. Las lágrimas corrían por su rostro.

—Estos fueron los cuatrocientos últimos defensores de Vathek —dijo—. Construimos este templo como ofrenda en su honor, tal y como Alá quiso que se hiciera. Él ordenó que, a partir de entonces, nos inclinásemos ante la criatura de barro que había creado como a nosotros, y que nunca más le hiciéramos daño alguno. Muchos djinns lo aceptamos y muchos otros no. Pero en nuestra ciudad seguimos fieles al mandato del Señor del Universo. Algunos luchamos para que llegue un día en el que la raza de los hombres y las razas de djinns se relacionen abiertamente y compartan sus conocimientos y su visión del mundo. Otros, en cambio, se oponen fanáticamente a que esto suceda. Quería que conocieses estos hechos antes de entrar en mi ciudad, y también para que tus hombres tuvieran la oportunidad de decidir si hacerlo.

—¿Y dónde está tu ciudad? —le preguntó Sindbad—. Aparte de esta tumba, sólo he visto ruinas.

El djinn se volvió y señaló:

—Al otro lado de esa puerta. Capitán Sindbad, debes estar preparado para aceptar que aquí nada es lo que parece.


Sindbad el Marino 22.ª