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La amazona lo miró con sus pupilas dilatadas por el dolor.
—Déjame caer —musitó, y un hilo de sangre se le escapó entre los labios—. Tú solo podrías manejar la alfombra, pero no lo lograrás con mi peso desequilibrándote.
Radi la tumbó de lado. Se plantó de pie, con las piernas separadas, en el centro de la alfombra. A pesar del viento helado que llegaba de la cima de la Montaña, el sudor se escurría por su frente y se le metía en los ojos. Se limpió con la manga.
—Será mejor que me obedezcas ahora —le dijo a la alfombra.
Los seis efrits lo rebasaron y ganaron altura en amplios giros ascensionales.
¿Qué podía hacer? Iban a caer sobre él y era incapaz de tensar el arco de Neema. De hecho, no sabía ni cómo empezar a manejar la plataforma de piel escamosa sobre la que estaba plantado.
Se inclinó hacia delante, y deseó bajar. ¡Y la alfombra se lanzó en picado!
Y, mientras caían, se dobló un poco hacia la derecha y, ¡milagro!, la alfombra giró hacia la derecha. Trazó así una amplia curva con la que volvía sobre los seis efrits a toda velocidad.
Acortó rápidamente la distancia con el efrit viejo. Vio cómo su rostro horrendo se estiraba en una mueca llena de dientes que pretendía ser una sonrisa, cerraba un ojo y tensaba su arco mientras apuntaba con cuidado. Sin duda pensaba que aquello era un regalo, pues aquel estúpido cachorro humano se lanzaba ciegamente hacia la muerte.
Radi se agachó de golpe y su plataforma cayó libremente un par de metros.
La flecha se perdió por encima de su cabeza, su alfombra pasó rauda por debajo de la del efrit. El muchacho estiró el brazo hacia arriba, sujetando con fuerza su vieja espada, y con ella cortó por la mitad la alfombra del djinn, desde atrás hacia delante. Los dos pedazos se separaron y siguieron volando, pero el efrit no tuvo dónde sujetarse y cayó dando vueltas hacia las rocas heladas.
Los otros cinco atacantes se quedaron atónitos durante un momento, pero reaccionaron y se lanzaron contra Radi dispuestos a vengar a su compañero. Pero varios si’lats habían advertido la encerrona y acudieron al rescate del muchacho. Se lanzaron contra los efrits, y le dieron a Radi la oportunidad de escapar y volar hacia la gran alfombra.
Pasó sobre el tapiz flotante de más de veinte metros de largo, y gritó:
—¡Neema está herida! ¡Ayudadme!
Varios guerreros si’lats, vestidos con trajes protectores de cuero negro, se colocaron justo debajo para frenar su caída. Radi se detuvo casi en el borde de la gran alfombra.
Neema abrió sus ojos amarillos y lo miró:
—Eres un tonto, humano —murmuró antes de desmayarse de nuevo.
La dejó caer y los de abajo la agarraron, y la colocaron con suavidad en el suelo.
Sindbad saltó sobre la alfombra biplaza y apartó al muchacho. Sujetaba un arco entre sus manos.
—¿Qué haces, capitán? —le preguntó Radi, sorprendido.
Sindbad señaló con un dedo a lo lejos.
—¡La alfombra de Qaïd y Aisha se ha salido de la formación y se dirige sola hacia el cráter! —le gritó—. No sé lo que pretende ese hombre, pero arrastra a Aisha con él.
—¡Déjame ir contigo, capitán! ¡Sé manejarla! —gritó Radi.
La alfombra empezó a elevarse con Sindbad sobre ella.
—No, solo iré más rápido.
Se dirigió como una flecha hacia el cráter. Los combates se sucedían sin descanso a su alrededor. Los djinns de piel blanca luchaban con fiereza y se lanzaban hacia los efrits sin importarles sus propias bajas. Eran conscientes de que la situación sería desesperada si Iblis era liberado, así que su único objetivo era llevar a los humanos al interior de la Ciudad de Cobre.
Sindbad se adelantó al grupo de combatientes, pero algunos efrits comprendieron rápidamente lo que pretendía hacer y se lanzaron en su persecución, como una jauría de lobos hambrientos. Los arqueros efrits le lanzaban una flecha tras otra. Aún estaban demasiado lejos, y aunque salpicaban el cielo de dardos, no lograban alcanzarle. Pero iban ganando terreno.
—¡Seguid así! —gritó, furioso—. Adelante, gastad todas las flechas y seréis un problema menos del que preocuparme.
Empezó a descender y colocó un dardo en el canal de su arco. Apuntó y, de forma súbita, con una gran violencia, una mole ciclópea chocó contra su alfombra. Milagrosamente, Sindbad absorbió el impacto sin ser lanzado fuera de ella, perdió el arco y sintió como si su cerebro rebotase dentro del cráneo.
Al girarse, se quedó atónito al ver al gigantesco al-Hajjaj plantado encima de la alfombra.
* * *
—¡No puede ser! —musitó.
El enorme y anciano djinn blandía una cimitarra que era tan ancha como el cuerpo de un humano. Sindbad seguía sin creérselo, aquel temible gigante estaba ahora frente a él, en el estrecho espacio de tela, que se doblaba bajo su peso. No había alfombras efrits cercanas, y comprendió que había saltado desde el suelo. Para ello debía de haber esperado su oportunidad, invisible entre las rocas de la ladera de la Montaña, a cientos de metros por debajo de él. Era un salto prodigioso, pero al-Hajjaj era un djinn muy viejo y muy poderoso, y era perfectamente capaz de hacerlo. Imaginó su plan. Después de matarle, intentaría alcanzar la gran alfombra.
La cuchilla de acero cayó sobre Sindbad como un zarpazo de la propia muerte.
Desenvainó su espada y consiguió detener el golpe a un palmo de su rostro. Saltaron chispas por la violencia del impacto. Cada hueso de su cuerpo se estremeció por la reverberación. Pero, en realidad, lo único que logró salvar a Sindbad de ser partido en dos trozos por la fuerza de aquel sablazo fue que la alfombra no era una superficie firme y que se hundió absorbiendo gran parte de la fuerza de la brutal cuchillada.
Pero sus pies habían desgarrado la piel escamosa y la alfombra se tambaleó.
—Te recuerdo, hombrecillo —dijo el djinn—. Tú viniste a reírte de mí cuando estaba encadenado en aquel barco de cobre…
—En realidad no fue exactamente así —murmuró Sindbad.
Al-Hajjaj volvió a atacar. Sus dientes puntiagudos asomaron entre sus labios, anticipando una torcida sonrisa de triunfo. Lanzó un mandoble en bies que Sindbad sólo pudo esquivar echándose a un lado, rodando sobre sí mismo en aquel espacio estrecho.
Consiguió levantarse, y dio un salto a la vez que proyectaba el brazo hacia delante. Alcanzó al efrit con una estocada en el pecho que hubiera matado a cualquier humano. Pero que para aquella mole de piel y huesos fue como la picadura de un mosquito.
No hay enemigo pequeño, recordó. El mosquito puede dañar los ojos del león.
Pero era la alfombra la que ya no estaba funcionando bien. Empezó a temblar como haría una lámina de corcho en medio de la marejada. Al-Hajjaj era muy grande y pesaba mucho, y aquellas sacudidas le afectaban aún más que a él. Retrocedió un par de pasos.
Sindbad pensó: ¡Sí!, recula un poco más y vete al infierno, monstruo.
Pensó que el gigante iba a caer por el borde, pero al-Hajjaj mantuvo el equilibrio como si de repente pesase menos que una pluma. Se irguió con su formidable altura y lanzó el alfanje como un rayo horizontal, con la intención de decapitar al escurridizo humano.
Pero, una vez más, Sindbad lo esquivó. Podría haber intentado parar el golpe, pero prefirió no tentar de nuevo la suerte, todavía le dolían todos los huesos por culpa de la reverberación de aquel primer impacto, y empezaba a sentir los brazos entumecidos y pesados. No era enemigo para al-Hajjaj.
* * *
Mientras tanto, frente a la gran alfombra, los combates se sucedían sin descanso. Las alfombras efrits habían formado un amplio anillo y atacaban en oleadas sucesivas, que se descolgaban del círculo y caían escupiendo dardos hacia sus enemigos. Su único objetivo era apartar a los si’lats de la ruta hacia la Ciudad de Cobre. Algunas flechas lograban atravesar la barrera defensiva y llegaban hasta la gran alfombra. Las bajas en ella también iban aumentando.
* * *
Sindbad era consciente de eso como algo que sucede en la periferia de su conciencia, a la vez que concentraba su atención principal en mantenerse con vida. Lo que no era nada fácil. No sabía cuántos ataques de al-Hajjaj había eludido. Le corría el sudor por todo el cuerpo y su camisa empapada se le pegaba a la piel. Toda su frente estaba cubierta de gotas que eran arrastradas por el viento. Profirió una maldición cuando algunas cayeron en sus ojos. Porque mientras esquivaba los continuos ataques del efrit, no le quedaba tiempo para frotárselos.
Todo lo que podía hacer era pestañear y tratar de no perder de vista a su adversario.
Y de repente se dio cuenta de que estaban rodeados de muros de hielo. Estaban dentro del cráter y la Ciudad de Cobre apareció súbitamente, a sólo unos metros frente a ellos. Vio sus paredes de metal reluciente reflejando todo lo que le rodeaba. Los gigantescos glaciares, como torres de hielo, el cielo de un increíble violeta, y los diminutos puntitos que volaban hacia ella mientras luchaban a muerte entre sí.
Sindbad notó que le faltaba el resuello. Llenaba sus pulmones de aire y eso no parecía ser suficiente. A su brazo entumecido ya no le quedaban fuerzas ni para sujetar la espada. El muro de metal se alzaba a gran altura sobre el hielo. Pensó que iban a chocar contra él, pero no se atrevía a apartar la vista ni un instante de al-Hajjaj para dirigir el vuelo de la alfombra.
Y esta se precipitaba hacia el ondulante espejo de cobre.
Sindbad intentó desesperadamente variar la trayectoria de la alfombra y un brutal impacto lo lanzó hacia un lado. El efrit le había golpeado con el plano de su alfanje. El machetazo lo dejó sin aliento, pero podría haberle partido en dos de haber usado el filo. Quizá le pareció más divertido hacerlo caer por el borde para que se estrellase contra los acantilados de hielo. Pero el marino rodó y se agarró con las uñas a la superficie desgarrada.
La delgada piel escamosa de la alfombra se estaba deshaciendo y ya no obedecía sus órdenes. Sindbad se quedó colgando sobre el abismo, mientras la rotura se iba ampliando más y más. Al-Hajjaj se acercó con calma para darle el golpe de gracia. No tenía escapatoria.
El viejo efrit se plantó sobre él lanzando un grito terrorífico, mientras levantaba de nuevo su alfanje. Entonces, antes de que consiguiese descargar el golpe mortal, sucedió…
La Ciudad de Cobre le atacó. Varios relámpagos de luz azul saltaron desde los aguzados remates de las murallas y alcanzaron la cimitarra. Luego los rayos pasaron de la empuñadura a la mano y recorrieron nerviosos todo su cuerpo gigantesco, abrasando su piel rojiza. El aire se llenó del olor a carne quemada y el enorme al-Hajjaj lanzó un grito estremecedor.
El djinn soltó su cimitarra y se desplomó por el borde de la alfombra. Cayó libremente varios metros, girando sobre sí mismo, y finalmente se estrelló contra el filo de la muralla. Hubo otro estallido de luz y más relámpagos cuando la carne entró en contacto con el metal. Una gran salpicadura de sangre negra, y el viejo y poderoso efrit quedó partido en dos.
La mitad inferior de su cuerpo cayó dentro y la otra, fuera de la Ciudad.
Algunos efrits comprendieron lo que pretendía
hacer y se lanzaron en su persecución.