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—Me han hecho venir a verte para que averigüe si hay o no más talismanes fabricados por otros artesanos —le dijo Hussein al-Rahmaan a Aisha—. Pero no tengo ninguna intención de interrogarte sobre eso, tan sólo quiero que me digas si mi familia está bien.

Tenía la espalda apoyada contra la puerta del camarote de Aisha, los hombros echados hacia delante y la espalda un poco encorvada.

Ella lo miró con compasión. Sintió que no tenía fuerzas para darle esa noticia.

—Hay algo que puedes hacer ahora por tu familia —le dijo—. Puedes ayudarme a preparar un plan de huida. Escaparemos juntos de aquí y yo te aseguro que mi esposo te compensará y hará que regreses cuanto antes con los tuyos.

—¿Huir? —Hussein la miró como si estuviese loca—. ¿Has olvidado que estamos a bordo de un barco, en mitad del mar? No hay ningún sitio al que huir. Aunque lográsemos robar uno de los botes, ¿sabrías tú manejarlo, orientarte con las estrellas para llegar a tierra firme? Yo no. Moriríamos los dos, perdidos en la inmensidad. Lo que dices no tiene sentido.

—Tenemos un destino, la isla de Zanzíbar —dijo ella con calma—. Cuando lleguemos a sus costas, será el momento de escapar. Debemos estar preparados para actuar juntos.

—¿Cómo piensas escapar con todos esos hombres vigilándonos?

Aisha abrió mucho los ojos.

—Soltaremos al djinn, y en la confusión aprovecharemos para huir.

—¿Soltar al djinn? ¡Nos matará a todos!

—No si tenemos el talismán. Escúchame, Hussein al-Rahmaan, porque pronto tendrás la oportunidad de robarlo. Estoy segura de que el gran visir te pedirá que fabriques copias de él. Dices que no puedes sin el libro negro, pero finge que vas a intentarlo, y entonces…

—¿Sabes lo que estás proponiéndome? —le interrumpió él.

—No podré huir sin tu ayuda. Y si nos quedamos, moriremos los dos. Yo no volveré a ver a mi esposo y tú nunca estarás otra vez con tu familia.

El artesano respiró hondo y dijo muy lentamente:

—Tú viste a mi hijo Radi… ¿Sabes algo de mi esposa y de mi otro hijo?

Su voz parecía tranquila, pero sus ojos delataban su ansiedad.

—Tu esposa está bien, creo… —dijo Aisha por fin, sin atreverse a mirarlo a los ojos—, y también Radi, pero…

—Aakil, mi hijo mayor, ¿qué le ha pasado? —preguntó el artesano con voz ahogada.

—Murió. Lo lamento.

El cuerpo del hombre se estremeció como si sus huesos se hubieran licuado. Durante un momento pareció que se iba a derrumbar sobre el suelo. Aisha hizo ademán de incorporarse para ayudarle. Pero Hussein se recompuso y volvió a levantar la cabeza.

—Fue por el libro negro, ¿no es así? —preguntó con un hilo de voz—. Los hombres del gran visir fueron a mi taller a buscarlo y mi hijo se enfrentó a ellos…

—Radi me dijo que fueron los bárbaros, ese gigante pelirrojo, y que tu hijo mayor se sacrificó por defender a tu familia. Se comportó como un héroe.

Eso no parecía importarle al artesano en ese momento. Parecía incapaz de oír nada más allá de su propio derrumbe interior.

—Les dije que necesitaba el libro, que sin él no podría fabricar más talismanes. ¡Fui yo!

—No pienses eso, Hussein. Los únicos culpables de tanta desdicha son los canallas que ahora nos mantienen prisioneros. ¡Tenemos que unir nuestros esfuerzos para escapar de ellos!

El artesano no pudo aguantar más. Abrió la puerta y abandonó atropelladamente el camarote. Aisha lo oyó correr por el pasillo, gritando de dolor e impotencia. No se había sentido con fuerzas para decirle nada más, pero podía comprender cómo se sentía aquel hombre.

* * *

Cuando era una niña de seis años, Aisha tenía un palacio en miniatura entre las ramas de un árbol del jardín de su casa en Córdoba. Estaba tallado en madera con exquisito cuidado, y reproducía hasta el menor de los detalles la fachada, las torres, los tejados cubiertos de minúsculas tejas típicas de un palacio de al-Ándalus. Una tarde, Aisha jugaba en su interior cuando un hombre apareció entre las torres en miniatura. Llevaba una barba deshilachada y sucia, un parche en el ojo izquierdo y un cuchillo en la mano derecha.

—¿Eres un hombre malo? —preguntó Aisha, muy seria.

El hombre estaba sorprendido por la pregunta, y la mirada de la niña de grandes ojos pareció arrebatarle toda su firmeza. Sonrió torpemente para tranquilizarla, aunque ella no parecía asustada, y escondió el cuchillo detrás de su cuerpo.

—No soy malvado —le dijo él. Pero Aisha supo que mentía.

—¿Ah, no? Entonces ¿qué haces aquí?

—¿Tú eres la hija de Moshé ibn Daud? —preguntó el desconocido.

—Sí, así es —respondió ella con una dignidad asombrosa para sus pocos años.

El hombre inclinó la cabeza con un gesto de pesar.

—Lo siento mucho, pequeña… —Parecía que iba a añadir algo, o hacer algo, pero se dio la vuelta y empezó a descender por el árbol.

Aisha se asomó y le preguntó:

—Espera, ¿adónde vas? ¿Por qué has entrado aquí?

El hombre se tapó la cara con las manos y echó a correr hacia la valla del jardín. Se encontró con otro individuo que salía de la casa de sus padres.

—¿Qué haces? Tu cuchillo está limpio —le dijo este.

—Yo no puedo. Hazlo tú si quieres. Yo no puedo. Que Alá me perdone.

Se oyeron gritos dentro de la casa, y los dos hombres corrieron y saltaron la valla. Eran partidarios de Sulaymán, uno de los hijos de Abd al-Rahmán, y no se conformaban con la decisión de este de nombrar heredero a su otro hijo, Hisham. El padre de Aisha era de origen hebreo y el banquero más rico de Córdoba, y estaba apoyando decididamente al nuevo emir con su dinero. Por eso aquellos desconocidos lo asesinaron junto a su madre esa noche.

Aisha tuvo que irse a vivir con la familia de la hermana mayor de su padre, que al casarse se había convertido al islam, pero nunca olvidó el dolor de la muerte de sus padres. Tampoco olvidaría que aquel malvado había sido incapaz de hacerle daño a ella, y esa fue la primera señal de que tenía un poder especial sobre los hombres, si mantenía la calma.

Pero aquella fue una herida en su alma que nunca acabó de cerrarse, la imagen de sus asesinos la acompañaba siempre en sus pesadillas.

Se preguntó qué haría ahora Hussein.


Sindbad el Marino 2.ª