43
43
Cuando la mancha amarillenta y difusa que era el sol ya estaba sobre el horizonte, el gran visir Yahia Ibn Jalid abandonó su camarote para reunirse con los adalides de su pequeño ejército. El derviche se movía nervioso a su alrededor y le terminaban de ajustar las hebillas de un peto de cobre con incrustaciones de oro puro en forma de espirales. El metal estaba tan pulido que era posible ver toda la cubierta reflejándose en él. Los herreros habían trabajado aquella pieza de metal a partir de fragmentos que cortaron del casco de la nave del djinn.
—¿Tienes idea de quiénes eran esos que nos atacaron desde el aire?
—Sólo podían ser djinns, señor —le explicó el derviche mientras le aseguraba las otras piezas de su armadura—. Volando en alfombras, como se decía que hacían para el rey Salomón.
—¿Y cómo vamos a defendernos si esos malditos nos atacan desde el aire?
—Cada especie de djinn es vulnerable a algún tipo de material distinto. El ágata, la esmeralda, la obsidiana, el hierro. Pero absolutamente todos se ven afectados por el cobre. ¡Así lo ha querido Alá, grande es su misericordia! Ante su exposición prolongada, sus poderes se debilitan y su conciencia se licua. Una vez tuve una gran idea: rodear Bagdad con una red de hilos de cobre. Eso mantendría alejados a los djinns de nuestros hogares. ¡Imagínatelo, señor!
Ibn Jalid lo miró con mal humor.
—¿A qué viene eso ahora, Zafir? —exclamó—. ¿Tienes idea del cobre que haría falta para cercar Bagdad? No me hagas perder el tiempo en un momento como este.
El derviche le entregó el escudo redondo de cobre, que estaba tan bruñido como el resto de la armadura. Ibn Jalid vio su reflejo en el metal e hizo una mueca de disgusto. Estaba ridículo. El peto tenía más o menos la forma de una campana, y sus pies y sus brazos sobresalían ridículamente de ella. ¿A quién pretendía engañar? Siempre había sido el más escuálido de su familia. De niño, si en cualquier juego alguien tenía que acabar en el suelo con las narices sangrando, siempre era él. Luego, mientras sus hermanos se metían en el ejército en busca de fama y fortuna, él se encerraba en las bibliotecas para leer sobre las leyes y ordenanzas del califato. Como buen ajedrecista, su tablero de juego era la ciudad de Bagdad, y aquellos códices legales eran las reglas de la única lucha en que demostró ser mejor que nadie: la política.
Así había ido ascendiendo poco a poco en la dura y competitiva corte, hasta sentarse a la derecha del califa Muhammad ibn Mansur al-Mahdi. Luego, su hijo mayor, al que llamaban al-Hadi, intentó apartarle del poder. Afortunadamente, su reinado no llegó a durar ni un año, y el más complaciente Harún al-Rashid lo restituyó en el cargo de gran visir. Sí, en esos asuntos se movía como pez en el agua, pero ¿en un combate? No sabía lo que iba a hacer, pero tenía que ir él en persona, por muy poca inclinación que sintiese, no podía confiarle el talismán a nadie.
—¿Dónde está? —le preguntó al derviche.
Zafir dio la vuelta al escudo y le mostró el talismán encajado en su cara interna.
—He pensado que de este modo siempre estará a tu alcance, señor.
Ibn Jalid respiró hondo y asintió. Ya no iba a librarse de lo que se le venía encima.
El barón Jürgen se plantó frente a él, impresionante con su barba roja, su armadura de cuero y placas, su espada ancha y sus dos hachas colgadas a la espalda.
—Me mentiste —acusó al gran visir.
—¿Que te mentí? —Ibn Jalid puso cara de asombro—. Busca a Kassim y pídele cuentas a él, que fue quien se fugó con la dama. Aunque a estas alturas imagino que a esos dos ya se los habrá comido algún cocodrilo. Pero no te quejes, barón; ha valido la pena esperar. Ahora tenemos el talismán y con él nuestras posibilidades de vencer aumentan. Ve preparando a tus soldados: vamos a asaltar esa playa de inmediato.
Los hombres subieron en las barcazas. Habían sido improvisadas con tablones de madera, lona de las velas y brea. Tenían un aspecto desastroso, pero cumplían su función de llevar a los guerreros a tierra sin que tuvieran que hundirse hasta el cuello ni llegar empapados y agotados por avanzar por el cieno.
Ibn Jalid se fijó en los arqueros mientras iban subiendo a las barcazas. Las puntas de acero de sus flechas tenían ajustados delgados anillos de cobre. La idea era que se quedasen dentro del cuerpo del djinn si este intentaba arrancarse el dardo. Durante la noche se habían producido varios conatos de abordar los tres dhows, y habían sido rechazados por los arqueros. Aquellas flechas les hacían verdadero daño a los ghuls, que así había llamado el derviche a aquellos horrendos nativos grises. Lo que aún no sabían es si resultarían tan efectivas contra los otros y más poderosos djinns. Bueno, tanto para unos como para otros, también habían preparado las espadas y las puntas de las lanzas con aquellos anillos de cobre.
Un rápido toque de tambor fue la señal para ponerse en movimiento. Todos los corazones se aceleraron por aquel ritmo que anunciaba la batalla.
* * *
Las barcazas avanzaron hacia la orilla, empujadas cada una de ellas por largas pértigas que manejaban los hombres más forzudos de a bordo. En su interior, los soldados y sus armas iban apretados como dátiles en una bolsa, pero secos. Tan sólo un puñado de soldados, la mayoría arqueros, se habían quedado vigilando la retaguardia desde los dhows.
Llegaron a la ribera de piedras negras, y una compacta masa de hierros y hombres saltó de las barcazas y avanzó haciendo temblar el suelo con cada paso.
Los ghuls se habían retirado de nuevo detrás de las cañas, para ocultar su número, y habían dejado la playa vacía. El gran visir iba en medio de todo aquello, con hombres a su alrededor protegiéndolo. Estaba cubierto de sudor por culpa de aquella aparatosa armadura y le temblaban las manos de la emoción. Para disimularlo, apretó con fuerza la espada.
En los tiempos de Héctor y Aquiles, al menos los caballeros con armadura iban en lo alto de un carro, pensó. Pero avanzar sobre la gravilla, con todo aquel metal encima, estaba destinado a hombres con mucha más fuerza física que él.
—¡Están sobre la colina, ocultos por las cañas! —avisó Jürgen.
—¡Preparados! —gritaron los dos adalides de la tropa.
—¡Sobre esa colina, idiotas! ¡Tras los matojos!
—¡Preparad los dardos! —ordenó el adalid de los arqueros—. ¡Atentos!
Los soldados se movían aprisa y en absoluto silencio. Era importante alcanzar la cumbre de la loma para no quedar atrapados entre esa elevación y la ribera del canal. Al menos, tener el cauce detrás les evitaría ser rodeados por ese lado por los ghuls, de modo que siempre tendrían la posibilidad de escapar por el río.
Entonces restalló un sonido semejante al de las velas de un barco rasgándose por la fuerza del viento, y una nube de lanzas tan gruesas como la muñeca de un hombre se elevaron por encima de la colina e impactaron contra el grupo de guerreros cristianos que avanzaban en vanguardia. Los cuerpos fueron atravesados limpiamente y la sangre salpicó hacia lo alto. Tras el impacto, llegó el infalible coro de gemidos, gritos y sollozos.
El barón Jürgen levantó su espada, lanzó un grito de batalla en su lengua bárbara, y todos sus hombres se lanzaron con él colina arriba. Menos impulsivos pero mejor disciplinados, los adalides musulmanes se colocaron al frente de sus hombres y lograron ejecutar una carga coordinada con los cristianos. De este modo, alcanzaron juntos la cima de la colina.
Frente a ellos se extendía una amplia llanura sembrada de hierbajos. Una nube de polvo lo ocultó todo durante un momento, pero cuando se dispersó vieron por fin al ejército enemigo desplegado frente a ellos. Un espectáculo terrorífico que heló la sangre en sus venas.
Millares de ghuls avanzaban hacia ellos como una ola destructora.
Los habían conducido a una trampa. Pensaban que iban a cazar a unos cuantos salvajes desorganizados, aquellas miserables criaturas grises que vivían en chozas. Pero ahora se encontraban frente a un ejército de verdad, desplegado en una perfecta formación de media luna.
Su frente de combate abarcaría casi medio kilómetro de anchura.
Algunos djinns, de color rojinegro y aspecto diferente de los ghuls, cabalgaban alfombras voladoras como la que habían visto la pasada noche atacando a los barcos. Esos djinns blandían en alto unas grandes espadas curvas, y lanzaban espantosos e inhumanos aullidos. Mientras avanzaban, los pies de los ghuls aplastaban el terreno con una cadencia que retumbaba impresionante por toda la llanura. Sus lanzas dispuestas para una nueva andanada.
Esto es el fin, asumió Ibn Jalid con fatalidad.
Miró el interior de su escudo y se preguntó si el talismán le protegería de aquella avalancha que se les venía encima. No lo creía. Es posible que pudiera controlar la voluntad de diez o cien djinns a la vez. Pero todos esos millares, lo veía imposible. Y aunque así fuera, seguramente moriría aplastado por sus propios hombres cuando se dieran a la fuga.
—¿Qué está pasando aquí? —le interpeló el barón Jürgen acercándose a él.
—Está muy claro —dijo Ibn Jalid—. Nos han engañado para atraernos. Nos hicieron creer que eran poco más que animales. Imagino que hasta las escaramuzas nocturnas fueron maniobras de distracción para que nos confiásemos.
—¿Y ahora qué?
—Barón, creo que de aquí no salimos.
—¿Cuáles son tus órdenes?
—No lo sé —gimió el gran visir—. ¡Estamos muertos!
—¡Cobarde! —escupió Jürgen.
La ola de ghuls se precipitaba hacia ellos a la carrera, levantando una espesa nube de polvo. En unos segundos iban a arrollarlos. Y nadie se movía en la tropa de humanos.
Alzando su espada por encima de la cabeza y agitándola en el aire, el barón Jürgen les gritó a sus hombres con todas sus fuerzas:
—¡A la cargaaaaaaaaaa! ¡Por Carolus Magnus! ¡Por Cristo y por toda la cristiandad! ¡A por ellos! ¡Devolvamos a esos demonios al infierno!
Y se lanzó sin más hacia el frente enemigo. Aquella demostración de valor, o estupidez, tuvo la cualidad de despertar una furia ciega entre sus hombres. Ante la atónita mirada de los musulmanes, el centenar de bárbaros que los acompañaba se abalanzó contra la tupida maraña gris de los ghuls, sin reparar en el número de los adversarios que tenían enfrente, como si cada uno de ellos quisiera ser el primero en clavar su hierro en un pecho enemigo.
Chocaron y se mezclaron en una masa caótica, estrellando las astas de las lanzas, golpeando espadas y mazas contra la carne y el acero. Los ghuls aguantaron el embate con desdeñosa firmeza, mientras los bárbaros empujaban con una furia pura y primordial. Pero mientras gritaban e insultaban a sus enemigos, iban cayendo uno tras otro, sin remedio, aplastados por la abrumadora superioridad numérica.
Los ghuls barrieron al grupo de cristianos y los rebasaron, dejando a su paso una carnicería indescriptible, desgarrando la carne, matando, mutilando, resbalando sobre la sangre y las vísceras de los humanos muertos. Avanzaron imparables hacia las tropas del gran visir, que, apretados hombro con hombro, levantaron sus lanzas para recibirlos. Los arqueros dispararon varias andanadas, que eran como llovizna cayendo en el mar.
Cuando los ghuls estuvieron más cerca, el terror los sobrecogió. Los rostros de los que iban en vanguardia eran una pesadilla. Ojos como bolas de sebo, orejas membranosas y dientes cónicos y afilados. Sus fauces estaban manchadas con la sangre de los bárbaros.
—No sirve de nada rendirse —gritó uno de los adalides a sus hombres—. Luchad hasta la muerte, hermanos, ¡y que no os cojan con vida!
En medio de toda la tropa, cerca de la retaguardia, Ibn Jalid estaba hecho un ovillo, con las rodillas en el suelo y el escudo sobre su cabeza. Rezaba y le pedía perdón a Alá, y a la vez juraba que si salía de aquella, desollaría vivo al derviche que le había asegurado que los djinns se someterían sin más al talismán.
Entonces algo pasó en la vanguardia. Ibn Jalid oyó un murmullo extraño. Pasó el tiempo y no escuchó el esperado choque de las armas ni los gritos de dolor. Por fin se decidió a ponerse en pie y a asomarse por encima de sus hombres. Vio que las filas grises de los ghuls se habían abierto para dejar pasar a una figura pálida y gigantesca que avanzaba con paso elástico entre ellos. Cuando llegó al frente del ejército se plantó desafiante ante los humanos, con los brazos cruzados, dominándolos desde sus tres metros y medio de altura.
Era al-Hajjaj.
—Yahia Ibn Jalid —pronunció con un vozarrón que hizo temblar el aire—. Sal de tu escondite, gran visir de los humanos. Tenemos que hablar.
* * *
Ibn Jalid caminó entre sus hombres que se fueron apartando para dejarle sitio en la primera fila. Dobló el cuello hacia atrás para mirar el rostro del gigante plantado frente a él. Tragó saliva. Al-Hajjaj había cambiado desde que escapó de la Nave Mágica. Su piel estaba adquiriendo un tono rojizo, y bajo ella se marcaban ahora unos músculos impresionantes, que se contraían y distendían con cada movimiento. Los grandes dientes cónicos asomaban por la comisura de su gran boca. Iba vestido sólo con un taparrabos de piel, pero llevaba anillos de oro colgando de diferentes partes de su cuerpo. En aquella especie de cresta ósea que le nacía de la nariz y le atravesaba la frente, había colocado varios anillos encajados de diferentes diámetros.
—Siento que llevas encima el talismán —dijo con su voz de trueno—, pero si intentas algo contra mí, ellos te matarán antes de que tengas tiempo de dominarme. Dudo mucho que hayas aprendido tanto como para dominar la voluntad de varios efrits a la vez.
Extendió los brazos a ambos lados para señalar a las cuatro alfombras que flotaban a su derecha e izquierda. Sobre ellas iban montados sendos djinns que parecían versiones en miniatura de al-Hajjaj. Medirían «sólo» dos metros y medio de altura, tenían la piel de un color que iba del granate oscuro al negro, e iban vestidos con una especie de mandiles de cuero. Sujetaban grandes arcos tensados con flechas que apuntaban a Ibn Jalid.
Volvió a tragar saliva y dijo:
—Veo que has aprendido a hablar muy bien mi idioma.
—Hablo todos vuestros simples idiomas, humano. El metal maléfico que me rodeaba por todas partes confundía mis sentidos y mi mente. He estado medio dormido durante mucho tiempo… dos mil años desde que tu rey Salomón me encerró… pero ahora he despertado y puedo verlo todo con claridad. Te veo a ti, hombrecillo, y a tu patético ejército de humanos.
—Dime una cosa, djinn —dijo el gran visir ganando confianza por momentos, quizá el final no estaba tan cerca como había creído—, ¿qué es lo que te retiene ahora para acabar con mi vida? Si de verdad estuviera en tu mano, ya lo habrías hecho. Yo creo que el talismán me protege de todos vosotros aunque tú pretendas que no lo hace.
El gigante hincó una rodilla en el suelo para acercarse a la altura de Ibn Jalid.
—Soy un efrit, y nosotros consideramos la palabra «djinn» como desdeñosa.
—Mis disculpas —dijo Ibn Jalid llevándose la mano al pecho. Sonrió para sí, se sentía por fin en un terreno que él dominaba. Estaban hablando, y las palabras eran las armas por las que él había llegado a ser poderoso y temido en la corte de Bagdad. No el sucio y brutal acero.
—Llámame al-Hajjaj. Es mi nombre en tu lengua y ahora no me importa que lo uses. Recuerdo que fui tu esclavo en la nave de cobre, pero ahora eres tú quien está en mi poder.
—Te repito que creo que si pudieras matarme, ya lo habrías hecho.
—Puedo hacerlo. A ti y a todos tus hombres, como ya has visto. Los ghuls devorarán hasta vuestros huesos. Sí, ya sé que tienes el talismán de Salomón, pero tú no eres Salomón. No tienes su voluntad ni su ciencia. Aún no sabes controlar el talismán. Aunque lograses que te protegiera a ti de todos nuestros ataques, no lo haría con el resto de tus hombres. Podríamos masacrarlos uno a uno delante de tus ojos y nada podrías hacer para evitarlo. También destruiríamos tus barcos, para que, con talismán o sin él, te quedaras para siempre en esta tierra, vagando solo y perdido. Dime, humano, ¿serías capaz de sobrevivir aquí tú solo?
Ibn Jalid sintió que gran parte de su confianza se desvanecía, pero se esforzó por mantener su voz firme:
—En ese caso, ¿qué es lo que quieres de mí, al-Hajjaj?
El efrit se rascó la barbilla con una uña que era semejante a un largo espolón.
—La cuestión es —dijo—: ¿qué es lo que quieres tú, gran visir Yahia Ibn Jalid?
—¿Qué quiero?
—¿Por qué has viajado hasta estas tierras remotas? ¿Qué es lo que quieres?
—Quiero oro, tesoros, poder… Por eso he venido —dijo el gran visir.
De nuevo, la agradable sensación de que aún había esperanza volvía a calentar su pecho.
El djinn gigante asintió a las palabras del hombrecillo y dijo con su voz de trueno:
—Entonces, Ibn Jalid, tú y yo somos aliados, no enemigos.
Sindbad el Marino 18.ª