15

15

Aisha sirvió un gran vaso de agua y se lo dio a Sindbad. Mientras saciaba su sed, ella se sentó frente a él y lo observó con detenimiento.

—Tienes derecho a sentirte confundido por lo que acaba de suceder —dijo.

Ciertamente, estaba desconcertado. Tenía arañazos en la espalda y le dolía el labio por un mordisco apasionado de ella. Aunque Aisha era una mujer, daba la impresión de que disfrutaba haciendo el amor tanto como un hombre. Inconcebible. Era algo nuevo para él, pues ni siquiera las muchachas de Aquilah se atrevían a tanto. Había viajado lo suficiente como para saber que las costumbres y lo que se considera correcto cambian tanto de un país a otro como las especias con las que se sazona la comida. Pero nunca se había encontrado nada semejante.

Sin embargo, negó con la cabeza y dijo:

—No pido explicaciones por los regalos inesperados.

—No te engañes, yo amo a mi esposo, pero él y yo nunca tuvimos relación carnal.

—¿Es posible?

—Él es un hombre muy sabio, un filósofo que siempre ha tenido su mente ocupada en asuntos más elevados que los placeres físicos. Quisiera ser como él, pero ciertamente no lo soy. Tengo mis necesidades, capitán, como tú también las tienes. Mientras él estaba a mi lado su presencia era como un bálsamo que me hacía olvidarlas. Pero al verme aquí sola, encerrada entre estas paredes durante dos años, prisionera en mi propia casa… He esperado su regreso cada instante interminable de ese tiempo. Ahora por fin recibo noticias suyas, pero con ellas viene el temor de que pueda estar en peligro… Sindbad, soy una mujer sola. ¿Qué puedo hacer?

—Yo te ayudaré —le aseguró él con un gesto vehemente.

—¿Lo harás? ¿De verdad posees un barco?

El Viajero, un dhow de dos palos que ahora está a tu servicio, mi señora.

—No pareces un marino. Hay algo aristocrático en tus rasgos y tus movimientos. Eres de estirpe noble, yo percibo esas cosas. Cuéntame tu historia para que pueda confiar en ti.

—Has acertado, señora. Mi familia era noble y dominaba la región del valle del Sind, pero uno de los hermanos de mi padre reunió un ejército de mercenarios para arrebatarle el trono. Yo entonces apenas era un niño y quería a mi tío, pero mi padre y mis hermanos mayores fueron asesinados por él. A mí me perdonó la vida, me encerró en una torre del palacio y me puso un grillete adornado con oro y joyas. Mi tío tenía esa clase de sentido del humor.

Sindbad le mostró a Aisha la amplia cicatriz que lucía en su tobillo derecho.

—Un día, cuando ya había cumplido los quince años, un mercenario de pelo rubio cortó mis cadenas con su espada y me ayudó a escapar. Nunca supe por qué. Huí lejos y por fin pude cumplir mi sueño de ser navegante. Con el dinero que me dieron por aquel grillete enjoyado, compré mi dhow, El Viajero, y contraté al mejor piloto de Basora.

Aisha asintió.

—Es una historia asombrosa, pero te creo. Pareces un hombre acostumbrado a decir la verdad.

—Lo hago, señora.

—Entonces, noble capitán Sindbad, tienes que llevarme con mi esposo. Debo reunirme con él y advertirle de las intrigas que se están fraguando en Bagdad. Mi vida está en tus manos.

Sindbad sintió que el corazón se le aceleraba y comprendió que estaba hechizado por su belleza. En aquel momento daría su vida para protegerla, si ello era necesario. Y eso despertó una llamita de sospecha en su mente. ¿Lo había planeado ella de ese modo? Era evidente que ahora, con él como aliado, su situación había mejorado ostensiblemente.

—Te ayudaré, señora —dijo serenando el gesto. Se llevó la mano al pecho, a los labios y a la frente—. Con la ayuda de Alá.

—Mi esposo te pagará magníficamente por tu ayuda, te lo aseguro.

Sindbad frunció levemente el ceño cuando ella volvió a citar a su marido.

—¿Qué es eso tan valioso que encontró tu esposo y le hizo marcharse de tu lado?

—La tierra de los djinns.

—¡La tierra de los djinns! —repitió él con asombro.

—Hacia ella partió hace dos años, cuando descifró el código grabado en la mesa de mi familia. Encontró la descripción y la posición geográfica de ese reino oculto, situado en algún lugar de África. Pero el pentágono de cobre del centro de la mesa se había perdido. Se trataba de un talismán para protegerse del poder de los djinns, y sin él era imposible adentrarse en sus territorios. En su larga investigación de la mesa, encontró también las claves para fabricar una copia de él, contrató a un artesano de Basora y le indicó cómo hacerlo.

—Sí, conozco esa parte de la historia. Pero ¿por qué de cobre y no de oro?

—El metal de cobre es dañino para los djinns. De ahí el valor extraordinario de esos talismanes a pesar de tratarse de simples trozos de metal.

—¿Por qué no lo acompañaste en su viaje?

—Por orden de Yahia Ibn Jalid, el gran visir del califa, tuve que quedarme en Bagdad como rehén hasta el regreso de Qaïd.

—¿Por qué? —se extrañó Sindbad.

—Mi esposo es un idealista. Dicen que los djinns son como los hombres, capaces de seguir la senda de Alá o de perderse. Qaïd partió hacia las lejanas tierras de África en busca de las naciones de los djinns. Como embajador al frente de una delegación de eruditos de las diferentes sectas de nuestra religión. Quería que los djinns conociesen nuestra fe para convencerlos de que se uniesen a nosotros en la Gran Casa del Islam.

—Muy loable, pero sigo sin entender por qué te encerraron aquí.

—Porque el califa está bajo la influencia de sus consejeros Barmacíes, y estos desconfiaban de las intenciones de mi esposo. Se iba a encontrar con seres de un poder inmenso, y quizá estableciese alianzas personales con ellos. ¿Y si regresaba con un ejército de djinns para conquistar Bagdad? Le dieron lo que pedía, pero a cambio me retuvieron a mí como rehén. Quizá por la amistad de mi esposo con el califa Harún al-Rashid, me han tratado bien durante estos años.

—Quizá ahora las cosas han cambiado. El sufí que me entregó el talismán fue asesinado frente a mí por unos bárbaros. Y la familia del artesano que fabricó el talismán fue atacada y su hijo mayor, asesinado. Es posible que ya no estés segura en esta casa.

—Eso pienso yo también —dijo Aisha mirando fijamente a Sindbad—. Pero tú me has prometido que me ayudarías a escapar de esta prisión, ¿verdad?

—Primero tengo que deshacerme de ese gigante que está al otro lado de la puerta.

—No quiero que mates a Mesut. Durante estos dos años ha sido amable conmigo.

—Quizá pueda dejar sin sentido a tu guardián, si lo cojo descuidado y lo golpeo con algo muy grande… —Sindbad fue sopesando los objetos que estaban en la habitación y por fin se decidió por el reloj de sol poliédrico, que tenía una repisa de bronce bastante voluminosa. Miró a Aisha y añadió—: Estoy listo.

—Lo haremos juntos —le dijo ella mientras hacía girar la llave en la cerradura.

Sindbad se colocó detrás de la puerta mientras Aisha la abría.

—Entra, Mesut —dijo la mujer con voz tranquila—, necesito tu ayuda.

El eunuco dio un par de pasos dentro de la habitación; debió de notar que pasaba algo raro porque se giró de repente, pero Sindbad ya se había lanzado hacia él y descargaba el reloj de sol sobre su gorda y calva cabeza.

Mesut quedó inconsciente al instante con el golpe y se derrumbó como un montón de sacos de grano. En su caída chocó contra la mesita de madera de acacia, que estalló bajo su peso y se hizo astillas que volaron por toda la sala.

—Alabado sea Alá, porque esto está resuelto —exclamó Sindbad—. Ahora salgamos de aquí, señora. Uno de los hijos del artesano está esperándome abajo, vigilando la calle. Si no ha mandado ninguna señal es que sigue despejada. Vamos.

Aisha miró con tristeza los restos destrozados de la valiosa mesa que había pertenecido a su familia. Suspiró. Luego se agachó, recogió el pentágono de cobre y se lo entregó a Sindbad.

—Aquí tienes —dijo—. Si lo has protegido hasta ahora podrás seguir haciéndolo hasta que estemos seguros. Confío en ti, capitán. Podemos irnos cuando quieras.


Califato abasí