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Aisha salió a cubierta estrechamente vigilada por un guardia. Cubriéndose los ojos para protegerlos de la luz, caminó hacia uno de los cuatro toneles de agua amarrados al palo mayor.
—El gran visir ha requerido tu presencia —le dijo el guardia tirando de su brazo.
—Sólo quiero un poco de agua —replicó ella, zafándose y corriendo junto al tonel.
Apartó la tapa e inclinó la cara como si fuera a beber. Sí, allí estaba.
Un resplandor amarillento brillaba debajo del agua. Al darse cuenta de que cualquiera que fuese a beber podía verlo, se asustó. Tengo que sacarlo de aquí, pensó.
Pero el guardia tironeaba de nuevo de su brazo y otro acudía para ayudar al primero. Aisha cerró la tapa del tonel. Era lo único que podía hacer de momento. Mientras la arrastraban hacia la borda de estribor, donde le esperaba el odioso gran visir, la joven se preguntó qué podía haber pasado para que el talismán brillase así.
Después de que el djinn escapase de la cámara de El Conquistador, mientras todos se dirigían a la cubierta para intentar detener a al-Hajjaj, Aisha se había quedado sola durante unos instantes. Tiempo suficiente para recuperar el talismán, pues se había fijado dónde había caído cuando saltó de la mano herida de Hussein. Sabía que no lo podía llevar consigo hasta su celda, pues lo descubrirían, así que lo escondió dentro de una de las lámparas de aceite del corredor. Cuando se trasladaron al dhow, el único recipiente lo bastante grande donde había podido ocultarlo había sido uno de los toneles de agua. Allí había permanecido todo ese tiempo, mientras remontaban el río.
Pero ahora, de repente, el talismán había empezado a brillar en el fondo. ¿Por qué?
—¿Qué tienes que decirme? —le estaba preguntando el gran visir.
—¿Decirte yo? —dijo Aisha desconcertada, sin saber a qué se refería.
El visir le mostró un recipiente de cobre del tamaño de una gran sandía. Era hueco. Su interior estaba vacío y el exterior se veía decorado con símbolos exactamente iguales que los que cubrían la armadura de al-Hajjaj. Estaban trazados con tanta sutileza que sólo se veían al mover la vasija, cuando la luz incidía en ellos desde un determinado ángulo.
—¿Sabes lo que es esto? —insistió Ibn Jalid.
—No tengo idea —dijo Aisha apartando los ojos de la vasija.
—Habla, porque cualquier amenaza que nos aceche a nosotros también te afectará a ti.
Los ojos de Aisha brillaron desafiantes.
—Ahora mismo consideraría la muerte como una bendición.
El gran visir la miró con desprecio y luego ordenó a los dos guardias:
—Devolvedla a su camarote y encerradla.
Mientras los soldados se la llevaban, Aisha evitó mirar los toneles de agua. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no desviar los ojos cuando pasó junto a ellos, pero lo logró. No quería hacer nada que delatase el lugar en el que había escondido el talismán. Sabía que allí no estaba seguro, pero de momento no podía trasladarlo. Más tarde pensaría qué hacer.
* * *
Ibn Jalid esperó a que la mujer de al-Ándalus se alejase, y se giró hacia el guerrero cristiano que le había llevado la vasija.
—Esto no me gusta nada —dijo—. Vuelve a la playa y dile al barón Jürgen que reagrupe a sus hombres y que regrese al barco. Y traed a algún nativo para interrogarlo.
El guerrero saltó al agua y fue al encuentro de Jürgen. Este escuchó las instrucciones del gran visir por boca de su hombre y luego levantó una mano hacia el barco para indicar que se daba por enterado. No le iba a discutir a Ibn Jalid la orden de regresar. Aquella playa de gravilla negra le daba escalofríos. Tenía una sensibilidad especial para la magia negra y la brujería; la notaba en los pelos de la nuca, que se le erizaban de una forma casi dolorosa.
Ahora percibía la presencia de una oscura hechicería demoníaca. No resultaba difícil imaginar de qué se alimentaban aquellos salvajes que pescaban vasijas de metal, devolvían al agua los peces que atrapaban y cubrían sus chozas con pieles humanas.
Se pasó una mano por el cogote y llamó a voces a sus hombres:
—Volvemos al barco —les dijo cuando se congregaron en torno a él—. Voluntarios para capturar a algún nativo. Seguro que están escondidos detrás de las cañas, observándonos.
Dos hombres desenvainaron sus armas y se dirigieron hacia el lugar. Jürgen les advirtió:
—¡Los quiero vivos!
Uno de los capitanes, un hombre de la Marca Hispánica llamado Balaguer, que era tan fuerte como un toro, apoyó las dos manos en la vasija cerrada y consiguió agitarla.
—Oigo tintinear monedas de oro en su interior —dijo acercando el oído.
—¿Estás seguro? —le preguntó Jürgen.
—Sí, barón. Esta vasija está llena de monedas de oro, lo que explica por qué pesa tanto. Tenemos que llevarla al barco. Si la dejamos aquí los salvajes la robarán.
—Pesa demasiado para arrastrarla por el fondo del río —dijo Jürgen.
—Si es por eso, barón —dijo Balaguer—, yo tengo la solución.
—¿Cuál es?
—La abrimos y nos repartimos su contenido.
—Eso no es lo que me ha pedido el gran visir.
—¿Y qué? —dijo Balaguer encogiéndose de hombros—. Nos quedamos nosotros con el dinero y esos moros no tienen por qué enterarse.
—No —le dijo Jürgen—, de momento me parece más prudente mantener la alianza.
—Seremos prudentes, barón. Sólo quiero ver lo que oculta esta vasija.
Con un gesto brusco, Balaguer desenvainó su daga y la clavó en el sello de plomo, partiéndolo en dos. Jürgen le gritó que se detuviese, pero lo hizo demasiado tarde.
Un interminable chorro de humo negro surgió del interior de la vasija a través del sello roto y los envolvió a todos en una nube de oscuridad. Alrededor de los guerreros, el suelo se sacudió como una manta, lanzando hacia lo alto la arena, las piedras y las cañas, que saltaron por los aires como si hubieran cobrado vida.
Jürgen se frotó los ojos. Una oscuridad acre lo rodeaba, apenas podía respirar. Tosió e intentó desesperadamente ver a través del humo. Y de repente distinguió la punta de una lanza de madera que se dirigía hacia él. Consiguió esquivarla por muy poco. Parpadeó y la vista se le aclaró lo suficiente para ver a la criatura que empuñaba aquel palo.
Desde lejos le habían parecido simples salvajes cubiertos de lodo gris, pero ahora que tenía a uno de ellos justo frente a él podía asegurar que no era un ser humano. Su piel tenía el color del plomo, y tanto la forma de sus músculos como la proporción de sus miembros eran extrañas. En su rostro de pesadilla destacaban unos ojos pálidos e hinchados como los de un pez hervido y unas fauces monstruosas de las que asomaban varias filas de dientes cónicos. Carecía de nariz, pero sí tenía unas orejas anchas y desgarradas, que parecían hojas de col.
La criatura intentó ensartarlo de nuevo con su lanza primitiva, pero Jürgen la atrapó con una mano y con la otra le asestó un mandoble en la base del cuello, haciendo brotar un chorro de sangre negra. Ese golpe, dado con toda la fuerza de su brazo, hubiera decapitado a un toro, pero el engendro sólo chilló de dolor y se alejó de él.
Jürgen se volvió al oír gritos de horror a su espalda. De entre los cañaverales salían varios monstruos más, armados con aquellos palos aguzados, y uno de ellos sujetaba por el pelo las cabezas cortadas de los dos hombres que había enviado un momento antes.
La confusión a partir de ese momento fue total. Nadie entendía lo que estaba sucediendo mientras eran atacados por aquellos monstruos que venían por todos los lados. Daban espadazos a diestro y siniestro, intentando alcanzar a sus agresores, a los que apenas podían distinguir entre el humo y, al mismo tiempo, gritaban para advertir a sus compañeros del peligro.
—¡Que todo el mundo se repliegue hacia la playa! —ordenó Jürgen.
Y entonces vio surgir a Balaguer entre la niebla negra. El desdichado estaba envuelto en llamas y gritaba lastimosamente pidiendo auxilio. Se derrumbó a sus pies y detrás de él distinguió algo más. No pudo precisar lo que era; una silueta blanca que parecía humana, pero tan brillante que se recortaba con nitidez en medio de aquella densa bruma. Caminaba con lentitud, extendiendo los brazos y desperezándose como haría un hombre que acabase de despertar. Jürgen apartó la vista todo lo rápido que pudo.
Sintió que le habían derramado aceite hirviendo en los ojos. Aulló de dolor. Y, a pesar de tener los ojos firmemente cerrados, seguía viendo aquella silueta deslumbrante.
Alguien lo sujetó por detrás y lo arrastró hacia la orilla. Los supervivientes saltaron al agua y avanzaron con dificultad hacia la nave, perseguidos de cerca por los salvajes armados con palos y piedras. Por fortuna para los hombres de Jürgen, una descarga de flechas lanzada desde la nao repelió a aquellos engendros, aunque no consiguió matar a ninguno de ellos.
Pero una decena de hombres se quedaron para siempre en aquella playa de piedras negras. La mitad de los que habían bajado a tierra.
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Sindbad el Marino 13.ª