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Cuando los dos amigos salieron de la biblioteca era de noche y en el cielo brillaba una gran luna llena. Yahiz ya había renunciado a intentar entenderlo, un momento antes estaban en el jardín interior en el que aún era mediodía. Un emisario se acercó a ellos y les dijo:
—El Consejo va a reunirse ahora y Nahodha me ha pedido que os comunique que le gustaría contar con vuestra presencia.
El Consejo Si’lat estaba situado en el edificio de las grandes escalinatas, al otro lado de la plaza, no muy lejos de la biblioteca. Cuando Yahiz y Abbas entraron en la sala de reuniones, ya estaban allí el capitán Sindbad, Qaïd y su esposa Aisha. También vieron a Mustafá, el comerciante, con su gordo cuerpo despatarrado sobre unos almohadones situados en un rincón.
Una mesa de madera ricamente tallada dominaba el centro geométrico de la sala. En el testero, un sillón de terciopelo rojo con los caracteres djinns bordados en su alto respaldo. A cada lado de la mesa había cinco sillones más, todos con un emblema distinto bordado. Muchos si’lats llenaban la sala y permanecían de pie, hablando con susurros respetuosos. Cuando llegaron los consejeros, fueron ocupando sus puestos; había varias hembras entre ellos.
Nahodha se sentó a la derecha de la cabecera, y el puesto de honor lo ocupó el si’lat más anciano que Yahiz había visto hasta entonces. Era como un viejo y delgado roble recubierto de cuero. Caminaba muy encorvado, pero erguido debía alcanzar los tres metros de altura. Su pelo era blanco como una cascada de espuma y casi lo arrastraba por el suelo. Sus ojos estaban desgastados por el roce de los siglos, como viejas cuentas de vidrio devueltas por la marea.
—Ese es Dirmiyat. La Voz del Consejo.
Yahiz alzó la vista y contempló el asombroso tapiz que cubría la pared que estaba detrás del anciano. De nuevo el rey Salomón estaba representado en aquella batalla decisiva contra los efrits. Distintas razas de djinns luchaban en el aire. Salomón volaba junto con los generales de su ejército en una extensísima alfombra, las águilas surcaban el cielo sobre ellos protegiéndoles del sol, las fieras de la sabana corrían bajo la alfombra. En ella iban humanos y si’lats combatiendo hombro con hombro. Le llamó la atención un si’lat representado en primer término, cerca de Salomón. Juraría que era el tal Dirmiyat, pero mucho más joven.
—La Batalla de Todos los Tiempos —le explicó Abbas al advertir su mirada—. Duró tres días, al cabo de los cuales, Salomón y su ejército obtuvieron la victoria. Dirmiyat, a quien ves aquí presidiendo el Consejo, hirió e hizo prisionero a Iblis.
—¡Hace dos mil años! —se asombró Yahiz.
—Sí, eso es. Silencio ahora, hermano. El Consejo va a empezar.
* * *
En el otro extremo de la sala, Sindbad observó a Aisha, que permanecía en silencio al lado de su esposo. Estar en la misma habitación que ella y no poder acercarse y hablarle requería toda su fuerza de voluntad. Es tan hermosa que duele, pensó.
Notaba un cambio extraño en su actitud. Después de un breve saludo cuando llegaron a la sala del Consejo, ella no había vuelto a mirarle. Aisha mantenía los ojos fijos en el suelo, con una pose muy distinta de la mujer que había conocido en Bagdad. Era como si su heroico esposo le hubiera absorbido parte de su extraordinaria energía y ella estuviera un poco más sombría y sumisa. Qaïd, en cambio, exhibía una actitud altiva y relajada al mismo tiempo.
Demasiado relajada, quizá, dada la gravedad del momento. Estaba con los brazos cruzados sobre el pecho, balanceándose de la puntera al talón, del talón a la puntera. Sin parar. Lo que poco a poco iba exasperando a Sindbad, que antes de gritarle que se estuviera quieto de una vez, prefirió mirar hacia otro lado. En la cabecera de la mesa del Consejo, el anciano djinn llamado Dirmiyat ni siquiera tuvo que elevar un poco la voz para que todos los murmullos cesasen en el momento en el que él despegó los labios.
—Esta sesión va a ser necesariamente breve porque el tiempo corre en nuestra contra. Nuestros espías acaban de regresar después de sobrevolar el Bosque de Niebla. —Su voz era suave, pausada. Si reflejaba alguna emoción era tan sólo una apacible serenidad—. Han visto a los humanos y a los efrits preparándose juntos para volar hacia la Ciudad de Cobre. Es de suponer que los efrits han prometido el tesoro de Salomón a los humanos, a cambio de que ellos rompan con el talismán las cadenas de estasis que mantienen a Iblis prisionero.
Dirmiyat señaló a uno de los consejeros y dijo:
—Habla, Zamani. —Al parecer, aquel consejero había hecho un gesto pidiendo la palabra que sólo el anciano había visto.
—Lo que quiero preguntarle a Qaïd es si realmente podrían hacerlo.
—Bien —el esposo de Aisha carraspeó—, tienen el talismán de Salomón. Por supuesto que podrían romper las cadenas de Iblis con él. Lo que no creo que puedan lograr es dominar la voluntad de Iblis. Para hacer eso necesitarían el mismo poder que tenía Salomón. Creo que Iblis los matará a todos en el momento en que lo despierten. Estoy seguro de que los efrits no le han explicado esto al gran visir y a sus hombres. Quizá ellos podrían imaginarlo, pero su afán por conseguir el oro y los tesoros que se encuentran allí sin duda nublará su mente.
—Triste consuelo si ya han roto las cadenas de Iblis —dijo Zamani.
—Por favor, Qaïd, ¿qué es lo que propones tú? —preguntó Dirmiyat.
—Gracias a Sindbad y a Yahiz, aquí presentes —dijo inclinándose con respeto ante ellos—, he recuperado mi libro de notas, que será muy valioso en estos momentos. Ellos tienen el pentágono, pero gracias al contenido de este libro tendré una descripción precisa del interior de la Ciudad de Cobre. Podremos adelantarnos a sus acciones y así recuperar el talismán.
—Eres muy optimista, humano —dijo otro de los consejeros llamado Wasiwa—. Aun así, no seréis más que un puñado contra más de doscientos guerreros. ¿Con cuántos de los cien humanos que llegaron contigo puedes contar?
Qaïd miró al anciano Abbas, y admitió:
—No con muchos. La mayoría son hombres versados en la religión, no en la guerra. Pero vine con una guardia de veinte buenos soldados que estarán a mi lado.
—Veinte contra doscientos —insistió Wasiwa—. Creo que te engañas a ti mismo.
—Quizá no —dijo Dirmiyat—. Busara tiene algo que contarnos.
La consejera Busara era una mujer si’lat con el pelo gris, aunque ningún otro detalle en su rostro pálido delataba su edad, que tenía que ser muy avanzada. Pero cuando se puso en pie, Yahiz abrió aún más sus ojos siempre asombrados. Busara sobrepasaba la altura de los demás consejeros, que debía de estar por encima de los dos metros.
La si’lat se acercó a una puerta del fondo y la abrió. Lo que la atravesó hizo que Sindbad diera un respingo. Era un gigante en una armadura negra, como la que había llevado al-Hajjaj en la nave de metal. Pero la primera impresión era engañosa. Este gigante no era mucho más alto que el si’lat medio, y cuando se quitó el casco confirmó que se trataba de uno de ellos.
—Es un traje que aislará a nuestros guerreros de cualquier contacto con el cobre de la Ciudad de Salomón —explicó Busara—. Está hecho con varias capas de cuero prensado y es completamente hermético, además de permitir cualquier movimiento. Lo interesante está en la celada. —Les mostró a todos aquel extraño casco, que era de metal y recordaba la cabeza de un pájaro, con dos ojos redondos de cristal y un largo pico cónico lleno de agujeros—. El pico está relleno de lana, que filtrará cualquier partícula de cobre que flote en el ambiente y permitirá respirar a nuestros guerreros en el ambiente nocivo de la ciudad.
—Magnífico —dijo Dirmiyat—. ¿De cuántos trajes disponemos?
—De momento tenemos confeccionados diez —dijo Busara.
—Tendrán que bastar —dijo Dirmiyat—. Diez si’lats contra doscientos humanos ya me parece bastante igualado. Y si además contamos con la ayuda de tus veinte guardias, Qaïd, todo el asunto ya empieza a tener mejor cariz.
—Siete de mis hombres y yo también iremos —anunció Sindbad—. A cambio de una parte del tesoro, claro. Lo hablé con ellos antes, y están de acuerdo.
Qaïd lo miró con desdén.
—No dudo que tú y tus hombres sois magníficos en el mar, capitán Sindbad, pero en esta batalla estaríais como… —Sonrió—. Sí, como peces fuera del agua.
—Aun así, iremos —replicó Sindbad.
—Y yo también iré —dijo Mustafá—. Ya he llegado muy lejos y nadie me va a dejar fuera del reparto.
—Necio —dijo Qaïd—. Para disfrutar de la riqueza al menos tienes que estar vivo.
—Sí, ya lo sé. —Mustafá se palmeó el vientre con un gesto de satisfacción—. Pero si Alá quiere que me llegue la hora, no puedo imaginar un lugar mejor que rodeado de las mayores riquezas conocidas en este mundo. Además, mi fiel Ozman me protegerá. Iré, está decidido.
—Veo razonables tus objeciones —dijo Nahodha desde su silla de consejero. Sindbad se había fijado en que durante toda la sesión, el adalid había mantenido la mirada fija en Qaïd, y el ceño fruncido—. Lo que no entiendo entonces es por qué estás planeando llevar a tu mujer a esta batalla. Porque sé que eso es lo que pretendes hacer.
—Soy yo la que desea ir —dijo Aisha sin mirar a nadie en concreto—. Ya he vivido sola grandes peligros, y ahora sólo quiero permanecer al lado de mi esposo.
—Tu lugar como mujer está en tu casa —le recordó Abbas alzando un dedo y agitándolo en el aire—, esperando el regreso del hombre que Alá te ha dado.
—Mi esposa vendrá conmigo —dijo Qaïd sin hacer ningún caso a sus palabras—. No necesita más protección que la de estar a mi lado. Yo cuidaré de ella.
Sindbad pensó que si había una mujer capaz de arreglárselas en medio de una batalla, esa sin duda era Aisha. Al menos así le había parecido en Bagdad, donde demostró más valor y entereza que la mayoría de los hombres que había conocido. Sin embargo, no dijo nada porque esta Aisha que ahora estaba en la sala parecía una persona totalmente diferente. Buscó encontrarse con sus ojos, pero no pudo porque ella los mantenía bajos, mirando al suelo.
—Hay algo en todo este asunto que me parece muy extraño, Qaïd abd al-Siqlabi —dijo Nahodha con parsimonia—. Enviaste a Bagdad a uno de los efrits más poderosos. Y en esa misma nave del puerto de Hofu, que usaste sin consultar con el Consejo, iba el talismán de Salomón, que es capaz de liberar a cualquier efrit, incluyendo a Iblis.
—Lo sé. El amor por mi esposa y mi deseo de volver a verla me cegaron. Ya he pedido perdón a este Consejo por ese gran error, pero no me importa hacerlo una vez más.
—Y, sin embargo, ahora pretendes llevar a tu amada esposa a un peligroso campo de batalla. —Nahodha entornó los ojos—. No lo entiendo.
—¿No lo entiendes? —Qaïd señaló a Neema, la guerrera que había ido con ellos a rescatar a Aisha y que estaba presente—. ¿Acaso vosotros no lleváis a vuestras hembras al campo de batalla? ¿Qué estás intentando decirme, Nahodha?
—Nosotros sí, pero no vosotros. Conozco muy bien vuestras costumbres.
—Creo que lo mejor será que tu esposa se quede aquí —dijo Dirmiyat.
—¿Como rehén?
—No digas cosas absurdas, humano.
—Digo esto al Consejo. —Qaïd enrojeció, como si toda aquella furia se hubiera estado acumulando en algún lugar de su interior y estallase de repente—. No iré sin Aisha. No volveré a correr el riesgo de separarme de ella. Y si no voy, no dispondréis de mis conocimientos sobre la arquitectura interior de la Ciudad de Cobre.
—Yo podría completar la traducción —dijo Yahiz mirando desafiante a Qaïd.
—Nunca lo lograrías a tiempo —replicó él con una sonrisa malévola.
Dirmiyat se puso en pie. Su ira tan sólo se le notó en un leve temblor de la voz.
—¿Es que quieres ver a Iblis libre? —dijo—. Si eso llega a suceder, seréis vosotros los humanos quienes sufriréis las peores consecuencias.
—No, por supuesto que no quiero que Iblis sea liberado —dijo Qaïd bajando el tono de su voz y esforzándose por sonar razonable—. No hay necesidad de amenazas. Aisha es mi esposa y he decidido que estará a mi lado. Yo cuidaré de ella. Y ninguno de vosotros tiene nada más que decir sobre el asunto.
Un murmullo irritado recorrió la sala. Dirmiyat volvió a sentarse y puso las manos sobre la mesa. Cuando miró de nuevo a Qaïd, sus viejos ojos brillaron de ira.
—No tenemos muchas opciones —dijo—, y lo peor es que no tenemos tiempo. Mientras hablamos, las alfombras de los efrits pueden estar volando ya hacia la Ciudad de Cobre.
Qaïd se inclinó respetuosamente ante el viejo si’lat, y dijo:
—Te juro por mi honor que evitaré que los efrits lleguen hasta la tumba de Iblis.
—¿Qué podrías hacer tú contra un efrit? —le preguntó Dirmiyat.
Qaïd sujetó las solapas de su túnica y con un movimiento pausado las abrió para mostrar su cuerpo. Hubo una exclamación de sorpresa entre los si’lats presentes.
La piel del torso, de los brazos y las piernas de Qaïd estaba labrada con una profusa maraña de cicatrices coloreadas con tinta azul, semejantes a las que lucía Ozman en el rostro. Pero los dibujos que cubrían el cuerpo de Qaïd como un intrincado tatuaje reproducían los caracteres angulosos del talismán de Salomón. Más aún, por toda la superficie de su piel tenía perforaciones que alojaban cientos de agujas y arandelas de cobre. Algunos de estos colgantes estaban unidos entre sí con delgadas cadenitas del mismo metal.
Todos, humanos y si’lats, enmudecieron cuando Qaïd dijo:
—Me he preparado para ese enfrentamiento durante años. Tenéis que confiar en mí.
Historias de Salomón