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—Será mejor hablarles antes de que se inquieten con nuestra presencia —dijo Qaïd sin mirar al marino. Levantó las manos y dijo—: La paz sea con vosotros.
No obtuvo respuesta y los dos hombres siguieron avanzando. Ya podían ver que eran dos guerreros armados con lanzas y escudos, pero no parecían pertenecer al ejército del gran visir. Sus armas y sus ropas eran extrañas, como si procediesen de un pueblo desconocido. Los dos estaban inmóviles y en actitud defensiva.
—Quizá no deberíamos acercarnos más.
—¿Tienes miedo, capitán Sindbad? —le preguntó Qaïd mirándole sonriente.
Con varias zancadas, cubrió la distancia que le separaba de los dos guerreros y se plantó frente a uno de ellos. Sindbad se acercó más lentamente. Llevaban un casco de metal brillante, muy decorado, y con una visera echada sobre los ojos.
—La paz sea con vosotros —repitió Qaïd—. ¿Es que no me oís?
Estiró un brazo y apoyó su dedo índice en la mejilla del guerrero. Este no se movió. Qaïd empujó un poco más y su dedo se hundió en la piel, rasgándola como si fuera de papel reseco, y levantando una nubecilla de polvo. Se echó a reír.
Sindbad se acercó al otro guardia y comprobó que también era una momia.
—Esto lo sabías —le dijo a su acompañante.
—Por supuesto que lo sabía, capitán —respondió Qaïd—. Son las momias de los guerreros humanos que se unieron a Iblis en su lucha contra Salomón. Llevo mucho tiempo preparándome para este momento, para pisar esta Ciudad mágica. Este es un sueño que he acariciado desde que era un niño, y antes de mí fue el sueño de mi padre. Y aquí estoy.
—¿Y qué papel tiene Aisha en todo esto? ¿Por qué la hiciste venir?
Qaïd entornó los ojos y miró fijamente a Sindbad.
—¿Por qué te preocupas tanto por mi esposa, capitán? ¿Quieres que empiece a plantearme si entre vosotros sucedió algo vergonzoso en vuestro encuentro en Bagdad?
Las palabras tan directas de Qaïd dejaron a Sindbad mudo durante un instante.
—No sé a qué te refieres —dijo por fin.
—Tu expresión te delata, capitán. Dime, ¿encontraste jugosos los muslos de mi mujer?
—¡Perro! —Sindbad avanzó hacia él y lo derribó de un puñetazo.
Qaïd no se inmutó y volvió a levantarse frotándose la barbilla.
—Eso ha sido innecesario. A mí me da igual, y tú te engañas si crees ser el primero.
Sindbad apretó los puños, conteniéndose para no golpearlo de nuevo. Cuando habló, su voz sonó entrecortada por la ira:
—¿Qué clase de hombre eres?
—Uno con una visión más elevada que tú.
Sabía lo que había sucedido entre ellos y no le importaba un comino. Entonces, si no amaba a su mujer, ¿por qué la había hecho venir asumiendo tanto riesgo?
Sindbad no podía ni imaginarlo, pero sabía que era un motivo oscuro.
—No voy a permitir que le hagas daño —musitó.
Qaïd soltó una carcajada y lo miró desafiante, sin dejar de frotarse la barbilla.
Les interrumpió una confusión de gritos que llegaban del grupo que había quedado atrás. Algunos guardias y marinos gritaban y agitaban los brazos en el aire. Las altas siluetas negras de los si’lats los miraban impasibles, por lo que no debía de tratarse de un ataque.
—Me parece que vamos a tener que dejar este asunto para otro momento —dijo Qaïd.
* * *
—¿Qué pasa? —preguntó Sindbad cuando regresaron junto con los demás.
—Tu gente ha enloquecido —dijo Nahodha.
Una de las casas que daban a la terraza estaba abierta, y de su interior salió Mustafá cargado con joyas, con collares de perlas alrededor del cuello y una gran copa de oro, rubíes y esmeraldas en la base. Se encontró cara a cara con Sindbad.
—Capitán, esto es asombroso —dijo—. Todas esas edificaciones no son viviendas. ¡En realidad son almacenes de tesoros! ¡Y las puertas están abiertas!
Dos de los guardias de Qaïd salían en ese momento de otro de los edificios. Iban tan cargados de oro que casi no podían andar. Uno de ellos llevaba una corona orlada de diamantes sobre la cabeza y un cetro bajo el brazo. En las manos cargaba collares y monedas de oro.
—Intenta controlar a tu gente, Sindbad —le ordenó Nahodha, que parecía asombrado por todo aquel caos—. Recuérdales que estamos rodeados de enemigos.
Pero Sindbad no sabía qué hacer. Todos corrían de un lado a otro, abriendo puertas y lanzando gritos de asombro y alegría. Hasta Gafar apareció de repente con un puñado de joyas entre los brazos, que se le iban cayendo por el camino.
—Por las barbas de mi padre, capitán —dijo—. ¿Has visto esto?
La verdad es que incluso él sintió la tentación de unirse a la fiesta. Tan sólo Yahiz y los si’lats parecían inmunes a aquella locura por el oro.
Uno de los guardias se asomó por la barandilla de la terraza y gritó:
—¡Eh, mirad! Ahí abajo hay más almacenes abiertos. ¡Las monedas rebosan hasta mitad de la calle!
Bajaron atropelladamente por las escaleras. Pero cuando llegaron abajo, se detuvieron de repente y toda su alegría se esfumó. Soltaron las joyas que llevaban en las manos y sacaron las espadas y cargaron los arcos. La calle que estaba debajo de las terrazas era muy amplia y tenía almacenes de tesoros a ambos lados. Pero se encontraba llena de guerreros.
El centro de la calle estaba ocupado por un ejército de más de cien hombres, formando una falange con las lanzas en ristre. La luz de la luna resplandecía en el acero de sus armas.
Los si’lats llegaron y tomaron posiciones. Nahodha miró alrededor.
—Esto no me gusta —dijo—. Nos han atraído hasta aquí abriendo las puertas de los almacenes de joyas. Pero es una encerrona, la plaza a nuestra espalda no tiene salida.
—No son reales —dijo Sindbad.
—¿Qué?
—Esos guerreros deben de llevar muertos miles de años. Sólo son momias.
—¿Estás…?
Nahodha no llegó a completar la frase. Detrás de cada guerrero momificado salió un mercenario del gran visir. Se habían ocultado detrás de las momias, y ahora cargaban contra el pequeño grupo de hombres y si’lats a los que, efectivamente, habían atraído con engaños. Al avanzar pisotearon los cadáveres milenarios, que se deshicieron bajo sus pies como si fueran estatuas de ceniza, mientras los cascos de metal y partes de las armaduras rodaban por el suelo.
Los nueve si’lats pusieron una rodilla en tierra y lanzaron una descarga de flechas tras otra. Disparaban, colocaban un nuevo dardo, y volvían a disparar. La primera fila de mercenarios se derrumbó contra el polvo. Y los que los seguían de cerca saltaron por encima de los cadáveres, o tropezaron y cayeron de bruces para ser también pisoteados por los que venían detrás.
Una nube de polvo gris se levantó en medio de la calle, proveniente de tantas momias trituradas, y sólo se veían sombras moviéndose o cayendo en medio de aquella polvareda.
Pero nada evitaba la mortal puntería de los si’lats. El aire entre los dos bandos estaba acribillado por flechas que zumbaban certeras hacia sus objetivos. Sindbad y los otros humanos esperaban, con las espadas preparadas, a los enemigos que lograsen rebasar la cruel y compacta granizada de dardos que los si’lats eran capaces de lanzar. Pero el choque no llegó a producirse. Al sufrir tantas bajas en la primera fila, el ataque de los mercenarios se dispersó. Ni siquiera su superioridad numérica les dio ánimos para seguir luchando. Algunos se tiraron al suelo y otros huyeron hacia los lados, para refugiarse y hacerse fuertes en el interior de los almacenes.
—¡No tenemos por qué seguir peleando! —gritó Mustafá desde detrás de la fila de arqueros si’lats—. Aquí hay riquezas de sobra para vosotros y nosotros. ¿Qué digo? Aquí hay para diez veces más gente que nosotros. ¿Se puede saber por qué estamos luchando?
—¡Silencio! —le ordenó Sindbad.
—Eso me pregunto yo también —respondió un mercenario desde su escondite al otro lado de la calle.
—Vosotros habéis empezado —le gritó Sindbad.
—El gran visir nos prometió infinitas riquezas. Y aquí están, eso era verdad. Pero los efrits nos dijeron que para ganarlas antes tendríamos que mataros a vosotros, y que seríais menos de treinta. Pero no nos dijeron nada sobre que os ibais a traer a varios djinns como aliados. Los efrits nos aseguraron que ningún djinn podía pisar la Ciudad de Cobre.
—Mercenario, dime una cosa —intervino Gafar—, ¿cómo te llamas?
—Me llamo Yusuf ibn Hurayth. Era capitán de la guardia en Zanzíbar hasta que llegó el gran visir Ibn Jalid. Y a partir de ese momento mi vida se ha complicado mucho.
—Pareces un hombre inteligente, Yusuf —dijo Gafar—. Dime una cosa más, ¿está con vosotros Ibn Jalid?
—No. El gran visir desapareció poco después de llegar a la Ciudad y nos dejó a nosotros con todo este lío.
—Pero lo vamos a arreglar para que todos salgamos beneficiados —le aseguró Gafar—. Los efrits han sido derrotados y se han retirado, vuestro barco volador está destruido… De modo que pensad bien lo que hacéis, porque sólo nosotros os podemos sacar de aquí.
—¿Y por qué íbamos a creeros?
—En serio, Yusuf —dijo Gafar con una sonrisa—, ¿tenéis más opciones? ¿Es que queréis quedaros en esta ciudad para siempre, junto con los tesoros que os prometieron? Quizá dentro de mil años alguien encontrará y pisoteará vuestras momias…
—Capitán, mira —advirtió Yahiz.
Sindbad se dio la vuelta y vio que Nahodha desaparecía por una de las puertas que daban a la plaza. Entonces se dio cuenta que ni Qaïd ni Aisha estaban ya con ellos.
Ahora sí que han huido juntos, pensó.
Le dio una palmada en el hombro a Gafar y le dijo:
—Continúa negociando, que es lo tuyo. Ahora vuelvo.
—Capitán, ¿te acompaño? —le preguntó Yahiz.
—No, iré más rápido si voy solo. Quedaos aquí, amigos míos.
Sindbad corrió hasta la puerta. Con la espada en la mano la abrió y vio que era otro de aquellos almacenes repletos de tesoros. Cuatro paredes de metal y una sola puerta, pero había visto cómo el adalid si’lat entraba allí. Se dirigió a la pared del fondo y la empujó. Nada. Parecía sólida como el acero, aunque estaba hecha de cobre pulido como el resto de la Ciudad. Entonces vio las huellas gigantescas de Nahodha desapareciendo en la base de la pared. Y unos arañazos en el suelo. Empujó lateralmente y la puerta se abrió.
Al otro lado había una estrecha escalera que descendía hacia las profundidades.
Estaba muy oscuro y Sindbad no tenía ninguna lámpara a mano. Arrastró un cofre lleno de monedas de oro y lo atravesó en el marco para evitar que la puerta se cerrase. Así tendría algo de luz. Cuando se dirigió de nuevo hacia la escalera, alguien le tocó por detrás.
Sindbad dio un respingo y se giró.
—¡Radi! —exclamó—. ¿Qué haces aquí, muchacho? Te ordené que esperases junto con los demás. ¿Es que nunca en tu vida vas a obedecer una orden?
—Capitán, es posible que el asesino de mi hermano esté escondido ahí dentro… O quizá el gran visir Ibn Jalid pueda decirme lo que ha sido de mi padre. Necesito respuestas, capitán, y por eso he hecho este largo viaje. Te respeto, pero no te obedeceré esta vez.
Sindbad dudó un momento. ¿Qué iba a hacer con aquel chico testarudo?
—De acuerdo —dijo por fin—, pero mantente cerca de mí y no hagas ruido.
Los dos empezaron a bajar por los resbaladizos escalones de metal.
La Ciudad de Bronce 5.ª