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Aquella noche apenas pudieron dormir por culpa del calor pegajoso, las picaduras de los insectos y el miedo. El amanecer volvió doradas las aguas del río, mientras el dhow remontaba de nuevo la corriente, las dos orillas se iban alejando más y más entre sí, hasta que tuvieron la sensación de que habían vuelto a salir al mar. El terreno circundante se fue tornando cada vez más árido. Pequeños arbustos salpicaban las riberas, algunos medio enterrados por dunas gigantescas que llegaban hasta la misma orilla.

Conforme avanzaba el día, el paisaje y el clima cambiaron también. Atravesaron un territorio fantasmagórico. La vegetación de la orilla se volvió enfermiza y unas nubes negras se agruparon en el cielo, que se tornó gris de repente. Una neblina enturbiaba el aire, pero no eran nubes de vapor de agua sino de polvo arrastrado por el viento desde la sabana, que permanecía suspendido en la atmósfera como una cortina sucia y deshilachada.

Unas siluetas retorcidas asomaron a lo lejos, sobre el fondo de aquel cielo que ya tenía el aspecto de una lámina de plomo, como sombras proyectadas en un teatro chino.

—¡Mirad allí! —exclamó Radi encaramándose al aparejo.

Todos se volvieron en la dirección señalada por el muchacho. En la ribera del río, esparcidos por muchas leguas, apiñados unos sobre otros, reposaban cientos de esqueletos gigantescos. Eran como las osamentas requemadas de una antigua raza de dragones que hubieran ido a morir en aquel lugar desolado.

Siguieron acercándose lentamente a aquellas carcasas gigantes. Los hombres las contemplaban en silencio, apoyados en la borda.

Cuando llegaron a cierta distancia, la proximidad les descubrió que aquellos «esqueletos» eran en realidad los restos de muchos barcos que un día naufragaron en aquel lugar remoto, quizá atrapados por un traicionero banco de arena oculto bajo las turbias aguas del río. Un auténtico cementerio con miles de navíos de todo tipo y origen, cuyas cuadernas y quillas se habían secado al sol como los costillares y las vértebras de una manada de ballenas perdidas.

Sindbad dio orden de que recogieran velas y largasen el ancla.

Estaban más o menos en el centro del río, donde no parecía acecharles ningún peligro. Pero la inquietante visión de los arruinados restos de tantas naves naufragadas durante siglos había sobrecogido el ánimo de todos. Hacía un calor espantoso y toda la ribera parecía calcinada bajo aquel cielo plano y pesado. El sol se elevaba tras un velo espeso de polvo gris, a través del cual quedaba convertido en un disco amarillento con reflejos de cobre. Su luz iluminaba turbiamente los polvorientos pecios alineados en la orilla y la corta llanura tras ellos, que se cerraba con una cordillera de dunas. Ni un árbol, ni rastro de vegetación; lo único que se divisaba en toda la extensión abarcada por la vista, que con aquella luz gris parecía no tener realidad, eran aquellos maderos resecos. Era fácil imaginar que un débil soplo de viento bastaría para deshacerlos como una nube de cenizas sobre la tierra reseca.

—Debemos ir a la orilla —le dijo Sindbad a Gafar—. Tenemos que investigar esos restos y averiguar cuál es el motivo de tanto naufragio. Quizá en ellos encontremos alguna pista.

—¿Es necesario, capitán? —preguntó el piloto—. Este lugar me da escalofríos y no deseo otra cosa que abandonar tan tétrico paraje cuanto antes y regresar a casa…

Sindbad miró al piloto, intentando adivinar el sentido de sus palabras.

—¿Quieres regresar ahora, amigo mío? ¿Sabes el tesoro que nos espera si seguimos?

—Seremos los más ricos del infierno, entonces. Tengo miedo, capitán, no lo niego, y no creo que haya un tesoro en el mundo por el que valga la pena dejarse la piel.

—Pero yo no estoy sólo por el oro, ya lo sabes.

—Sí, esa mujer a la que le hiciste la promesa de ayudarla. Ya lo sé. Pero todo tiene un límite, capitán. Y, a fin de cuentas, es sólo una mujer. Los burdeles de Basora están a rebosar de ellas. Y algunas muy guapas. Y ninguna te pide que te metas en el infierno para poseerla.

—Este caso es diferente para mí.

—¿Quieres decir que…? —Gafar observó con atención la expresión del rostro de su capitán—. ¿Quieres decir que te has enamorado de esa mujer? ¿Quieres dejar el mar por ella? ¿Criar a los hijos que tendrás con ella en una casa caliente y aburrida hasta que mueras de viejo?

—Todos tendremos que afrontar el hacernos viejos, amigo mío.

—Yo tengo unos años más que tú, capitán. Y esas cosas no se me pasan por la cabeza.

—Deberías verla. Es diferente a todas las mujeres que he conocido.

—Es una mujer casada, capitán.

—Y yo le prometí llevarla con su esposo. Ese no es el asunto, amigo mío, sino que no puedo dejarla abandonada en manos de esos malvados. Pero esa promesa sólo me ata a mí, de modo que entiendo tus objeciones. A mi regreso de esos pecios, si no he encontrado nada que nos aclare algo del paradero del tesoro, tú y la tripulación podréis volver a la costa.

—¿Y tú, capitán?

—Yo no voy a abandonar la búsqueda, aunque sea con la barca de remos.

—Estás loco, capitán, si piensas que te dejaré aquí solo.

—Amigo mío —dijo Sindbad colocando las manos sobre sus hombros—, en ti me apoyo para mantenerme firme en medio de todo esto. Confío en que guardarás la nave hasta que regrese. Entonces reuniré a la tripulación y hablaremos otra vez del asunto.

—Por supuesto, capitán.

* * *

Largaron la barca de remos y Sindbad se puso al timón. Kanu y Husam ocuparon los remos frente a él y colocaron sus cimitarras de abordaje al alcance de la mano. Ambos eran fuertes y ágiles, pero ninguno de los dos era un guerrero. Husam manejaba muy bien la espada y Sindbad solía practicar con él por las mañanas, pero no tenía ni idea de cómo se comportaría ante un combate real. Sin embargo, eran sus mejores opciones junto con el enorme Ozman, que también iba en la lancha. Al lado de ellos, Bilal era delgado, seco, macilento y algo encorvado. Parecía demasiado tímido para luchar, pero se había ofrecido voluntario y allí estaba.

Tarif, el marinero que iba en la proa de la barca, recogió la plomada por quinta vez. No le resultó creíble el resultado que le mostraba, de modo que la volvió a lanzar.

—¿Qué pasa? —le preguntó Sindbad—. ¿Tienes ya la profundidad o no?

—Es que es muy extraño, capitán. —Tarif era bajo y cabezón, con una mata de pelo leonina y los ojos lacrimosos y bordeados de legañas—. Aquí no hay nada que justifique tanto naufragio. El fondo está limpio y sin bancos de arena.

—Quizá, pero esos cascos siguen ahí.

—¿Qué clase de gente podría habitar un lugar como este? —Tarif largó la plomada una vez más y añadió—: Sin duda es un país tétrico.

—Lo es —asintió Yahiz con los ojos fijos en aquellos pecios desarticulados y atravesados en una playa solitaria y olvidada del resto del mundo, bajo un cielo del color del plomo—. Y aún lo será más cuando anochezca.

—Vete tú a saber lo que les pasó —dijo Radi, que remaba al lado de Yahiz.

—Esas naves parecen muy antiguas —dijo Sindbad desde la popa, con el brazo apoyado en la caña del timón—. Quizá lo que las hizo naufragar desapareció hace mucho.

Llegaron a tocar tierra sin que la plomada hubiese detectado ningún escollo ni otra cosa capaz de explicar el estrago de embarcaciones desparramadas por la ribera. Allí la corriente del río pulía grandes rocas de formas extrañamente geométricas, chocaba contra ellas y se metía entre sus resquicios, saltando y salpicando espuma.

—Vamos. —Sindbad se adelantó un poco en dirección a los pecios—. Investiguemos esos barcos, a ver si logramos entender qué misterio hay en esta ribera.

Saltó a tierra el primero, y se hundió casi hasta las rodillas. Ozman desenvainó su espada y saltó junto a él.

—¡Barro! —exclamó—. Y tan pegajoso como mierda de hiena. Por aquí no podemos pasar, capitán.

—No tenemos más remedio —dijo Sindbad.

Le pidió a Tarif el rollo de cuerda que llevaban en la barca. Hizo un nudo corredizo y lo lanzó hacia una viga de madera que sobresalía del barro unos metros más adelante. Tiró para asegurarse de que estaba firme y le dio el otro extremo a Tarif.

—Intenta mantenerlo tenso. Nosotros nos apoyaremos en él.

Tarif ató el extremo de la soga a la roda de la barca y también comprobó que el asidero era firme. Mientras tanto, Ozman le ofreció una cimitarra al erudito, pero este la rechazó, alegando que no sabría qué hacer con ella. Los demás cogieron sus armas.

Todos saltaron fuera de la barca y avanzaron con lentitud por aquel cieno negro y maloliente, sembrado de trozos de madera podrida. Cuando llegaron a la viga a la que habían sujetado la cuerda, Sindbad tanteó con un pie apoyándose en ella.

—Aquí el terreno es firme —dijo.

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Sindbad el Marino 10.ª