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Aisha sabía que Ibn Jalid pensaba utilizarla para someter a Qaïd. Del mismo modo que había conseguido que Sindbad le entregase el talismán, amenazando con mutilarla o asesinarla delante de sus ojos. Y no estaba dispuesta a convertirse en el arma con la que aquel canalla pensaba destruir a su esposo. No, tenía que escapar como fuese.

—Estamos cerca de Zanzíbar —le dijo el mameluco—. Casi se puede oler ya el aroma de las especias en el aire. ¿Has visitado alguna vez estas tierras, señora?

—No, capitán. Y te aseguro que no esperaba hacerlo en estas circunstancias.

Cada día, Kassim pasaba varios minutos en su camarote, hablando de todo y de nada. Siempre se mostraba educado y benévolo, pero para Aisha no era difícil imaginar lo que aquel atractivo oficial tenía en la cabeza mientras conversaba de cosas banales con ella.

No se engañaba a sí misma. Desde niña era consciente del efecto que causaba en los hombres. Al principio le molestaba la falsa amabilidad de todos, la forma tan burda en que le daban la razón en todo lo que decía sólo porque era hermosa. Pero más tarde había comprendido que su belleza podía ser un arma y que no era conveniente ni inteligente despreciar ese don.

A fin de cuentas, los hombres habían usado la fuerza y la furia que la naturaleza les había dado para someter al mundo. En cambio a las mujeres se les enseñaban los valores de la bondad, la sumisión, el recato, la abnegación y la entrega, argumentando que esas eran las únicas cualidades femeninas. Los hombres habían forjado a su antojo a las mujeres, porque eran conscientes del poder que ellas tenían para someterlos a ellos.

Pero, desde aquel día en el que unos asesinos entraron en su casa, Aisha había hecho voto de utilizar cualquier cosa que estuviera a su alcance para sobrevivir y lograr sus propósitos.

Y sabía que su belleza no era un arma despreciable.

—Necesito salir y respirar ese aire con olor a especias, Kassim —dijo acercándose al mameluco, hasta casi tocarlo—. Te lo ruego, ¡estoy a punto de enloquecer aquí abajo!

—No tienes que preocuparte por eso. Muy pronto pisaremos tierra y podrás caminar a tu gusto sin que nadie te moleste.

—¿Y por qué no ahora? ¿Adónde puedo ir? ¿Es que temes que huya a nado?

Kassim sonrió con suficiencia.

—No, mi dama, no es por eso en absoluto. ¿Cómo ibas a huir? Estamos en un barco. Es por tu seguridad por lo que no se te permite salir. La cubierta de esta nave no es lugar para una mujer tan joven y bella como tú.

—¿Por qué no?

—Está atestada de guerreros. En los míos puedo confiar, porque son hombres devotos de Alá. Pero también están esos bárbaros, que son unos salvajes sin modales, y que sin duda molestarían a una dama tan hermosa como tú si la vieran paseando por cubierta.

—Oh, ¿es por eso?

Por supuesto que era por eso, comprendió Aisha. Aquel hombre no le suponía la iniciativa suficiente para intentar huir sola. Y quizá ella le había dado la razón al permanecer sumisa y encerrada en su casa hasta que llegó Sindbad. Pero entonces había tenido un buen motivo; sabía que Qaïd, a su regreso, iría a buscarla a aquella casa.

—Sí, es por tu seguridad —insistió Kassim—. Además, los guerreros están hacinados en cubierta y no te sentirás a gusto en su presencia. Pero te doy mi palabra de que cuando toquemos tierra yo mismo te acompañaré en tu paseo.

Aisha se agachó y abrió el baúl. Estaba lleno de ropa, pero escogió un chador negro y sin adornos. Lo levantó para que Kassim pudiera verlo.

—¿Crees que con esto también soliviantaré a tus hombres?

El velo le cubriría el rostro, la nariz y la boca, de modo que lo único que quedaría expuesto serían sus grandes y hermosos ojos negros.

Kassim observó la prenda durante un instante y luego volvió a mirar a Aisha.

—Ya te he dicho que el problema no serán mis hombres, sino los bárbaros.

Aisha se acercó a él con la prenda entre sus manos levantadas, como si le rogase, y rozó con los nudillos el pecho del hombre.

—Te lo pido a ti, capitán. Necesito salir de esta celda horrible y respirar un aire que no esté confinado entre cuatro paredes. Lo necesito ahora mismo o siento que moriré. Me marchitaré como una flor encerrada en una habitación oscura.

Kassim dio un paso atrás. Era un hombre que jamás había retrocedido ante un enemigo, pero ahora se sentía alterado y el corazón le latía con fuerza.

—¡De acuerdo! Pero no puedo acompañarte, porque otros asuntos me retienen aquí abajo. Llamaré a dos de mis soldados para que cuiden de ti, señora.

—Te lo agradezco, capitán.

—Voy a cerrar con llave la puerta para que puedas cambiarte en la intimidad. Avisaré a mis hombres mientras tanto. No te retrases.

Cerró la puerta y Aisha oyó el chasquido del mecanismo de la cerradura. Volvió de nuevo junto al arcón y sacó otras prendas que estaban ocultas en su fondo.

* * *

No mucho después, Kassim golpeó la puerta con los nudillos.

—¿Estás preparada? —preguntó.

—Sí, capitán. Puedes pasar.

El capitán abrió la puerta y vio a la mujer ataviada con aquel feo chador negro que ocultaba por completo sus formas femeninas. Le presentó a los dos jóvenes soldados turcos que esperaban en el pasillo.

—Tienen orden de cuidarte durante tu paseo por cubierta.

—Te lo agradezco mucho, capitán —dijo Aisha a través del velo.

Kassim asintió y dijo a sus hombres:

—No permitáis que nadie se acerque a ella y traedla de vuelta en media hora.

Escoltada por los dos soldados, Aisha cruzó el pasillo y subió el tramo de escaleras que llevaba a cubierta. La luz del sol la cegó y tuvo que cubrirse los ojos con la mano. Cuando por fin pudo enfocar la vista contempló un espectáculo abigarrado.

El desorden era total. Doscientos soldados estaban acampados por toda la cubierta. No parecía quedar un palmo de suelo libre. En cada rincón se levantaba una tienda improvisada con lonas y cuerdas. Los hombres habían encendido fogones en el interior de cuencos de metal, y donde un soldado guisaba otro partía leña y un tercero llegaba con agua. Unos hablaban a gritos, otros cantaban, juraban o se quejaban. Cada cual estaba concentrado en atender a sus cosas, su ropa, su jergón, o en obedecer las órdenes recibidas. Algunos escribían sobre una pila de cajas, otros se aseaban, había quienes remendaban sus ropas con aguja e hilo.

Aisha se asomó por la borda y miró a lo lejos haciendo visera con la mano. El azul purísimo del cielo apenas era rozado por unos trazos de nubes blancas. Divisó a lo lejos la isla de Zanzíbar. La nave estaba al pairo, como si esperase una señal antes de acercarse más a la ciudad de Mkokotoni. Esta parecía una colina blanca asomada al borde del mar, tan deslumbrante como una plancha de plata recién cincelada. Las casas se veían tan apiñadas que desde la distancia toda la población parecía formar un solo edificio con filas de balcones y ventanas. Al contrario de lo que le había dicho el capitán, a Aisha no le llegó el olor de ninguna especia. Era difícil, con el hedor a humanidad hacinada que flotaba en la cubierta.

Imaginó que Kassim sólo intentaba impresionarla.

—Quiero ir a proa. Desde allí se verá mejor —les dijo Aisha a sus dos escoltas.

Tuvieron que sortear las cajas apiladas con provisiones, las cuerdas que tensaban las tiendas y las esteras donde dormían o rezaban los soldados. Todos se volvían para verla pasar, tan asombrados como si un espíritu llegado del más allá recorriese su campamento.

Aisha se cruzó con varios bárbaros que jugaban a los dados y apostaban sobre una manta echada sobre cubierta. Clavó los ojos en el que estaba a punto de lanzar, y mientras caminaban no dejó de mirarlo fijamente. El cristiano se detuvo con los dados en el puño y mantuvo la mirada de la alta figura envuelta en negro que pasaba.

—¿Qué haces? ¡Tira de una vez! —le gritó un compañero.

—¡Me ha mirado! —dijo el bárbaro en su lengua poniéndose en pie—. ¡Me ha mirado!

—Pero ¿qué dices, Lotar? Toma bebe…

El cristiano le dio un manotazo a la jarra de vino, que se hizo añicos contra el suelo, y abriéndose paso entre sus camaradas se dirigió hacia Aisha y los dos guardias turcos.

—¡Tú, Ojos Bonitos! —gritó—. Me has mirado, ¿por qué?

El bárbaro era recio de cuerpo pero corto de estatura, con el rostro surcado de cicatrices y los ojos enrojecidos por el vino. La barba sucia e hirsuta le llegaba a la mitad del pecho.

—Apártate —ordenó uno de los guardias, colocándose entre él y la mujer.

Lotar lo derribó de un puñetazo. El otro guardia desenvainó su espada, y el brillo de su acero fue inmediatamente contestado por el refulgir de las armas de los compañeros del bárbaro.

Mientras los guerreros se enfrentaban como gallos en un corral, Aisha se escabulló a toda prisa hacia la borda de babor. Allí se escondió detrás de un montón de fardos, se quitó el chador negro por la cabeza y lo arrojó al mar. Debajo estaba completamente vestida, pero de hombre, con unos pantalones ajustados, una camisa y un chaleco de cuero. Había escondido su largo pelo negro dentro de un apretado turbante. En el fajín llevaba algo que también había ocultado en el doble fondo del baúl: una delgada pero afiladísima daga de acero de Toledo.

Regresó al interior de la nave por la misma compuerta por la que había salido y recorrió el largo pasillo hasta popa. Si se cruzaba con alguien, esperaba que no la reconociese. Así que avanzó lo más aprisa que pudo, con la cabeza gacha.

Bajó por las escaleras situadas al fondo del corredor. Tras cruzar una sala vacía se encontró frente a la puerta de metal con las inscripciones. La empujó.

Su interior estaba tan caliente y tan lleno de humo como lo recordaba. La negra figura del djinn giró lentamente su gigantesca cabeza hacia ella.

—He venido a liberarte —le dijo Aisha.


Todos se volvían para verla pasar, tan asombrados como si un espíritu llegado del más allá recorriese su campamento.