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AL BORDE DEL ABISMO
LAS ELECCIONES DE FEBRERO DE 1936
Domingo, 16 de febrero de 1936. La fuerte lluvia de la mañana no impide a los madrileños echarse a la calle para ir a votar en lo que serían las últimas elecciones generales de la Segunda República. Alfredo Muñiz, republicano de izquierdas y jefe de redacción de El Heraldo de Madrid, escribía en su diario: «Mujeres y hombres, con un gesto firme, con un sentido profundo de responsabilidad histórica, se apiñaban en las apretadas filas de electores, acariciando entre sus dedos nerviosos la blanca papeleta del sufragio». El discurso empleado por distintos componentes de las listas electorales que competían durante la campaña había sido incendiario. La política era descrita como un juego de suma cero con catastróficas consecuencias para los perdedores. El domingo anterior se había presentado a los candidatos derechistas del Frente Nacional Antirrevolucionario en cines y teatros de toda la capital. «El 16 de febrero», declaró en el cine Monumental el presidente de Acción Popular, José María Pérez de Laborda, «nos lo jugamos todo porque solo hay un dilema: revolución o antirrevolución… ¡Por Dios y por España!».
Esta reivindicación de «España» fue contestada por su coalición electoral rival, el izquierdista Frente Popular. El 9 de febrero, José Díaz, líder del Partido Comunista español, dijo ante 5.000 personas congregadas en el Salón Guerrero que sus oponentes políticos de derechas «ni son españoles, ni son defensores de los intereses del país, ni tienen derecho a vivir en la España de la cultura y del trabajo». Un mensaje igual de intransigente fue el que emitió ese día la Comisión Ejecutiva del Partido Socialista a sus seguidores: «La pelea va a ser dura. El enemigo es agresivo, cerril, inhumano. Apela a todas las armas, por innobles que sean, para vencer». Acudir a votar era necesario para evitar «una tiranía negra de la reacción jesuítica». Y lo que era aún peor, había amenazas de que no se aceptara la derrota electoral. Al contrario que la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) de José María Gil Robles —el principal partido de la derecha que aceptó públicamente la legalidad de la República—, José Calvo Sotelo, líder del monárquico Bloque Nacional, emprendió una campaña descarada basada en que «estas elecciones sean las últimas». En un discurso pronunciado en el cine Monumental de la capital el 12 de enero de 1936 hizo un claro llamamiento al Ejército, la «base de sustentación de la Patria», para que actuara en caso de que «las hordas del comunismo avancen». Desde la izquierda revolucionaria, Francisco Largo Caballero invocó al «proletariado» si el Frente Popular perdía las elecciones. «Si triunfan las derechas», declaró el veterano líder sindicalista socialista en Alicante el 27 de enero, «tendremos que ir a la guerra civil declarada. Y esto no es una amenaza, es una advertencia. Y que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas: que nosotros las realizamos»[1] .
«Un magnífico discurso del camarada Largo Caballero», publicaba entusiasmado El Socialista al día siguiente. Su beligerante declaración de que los socialistas no permitirían que los partidos de derechas se hicieran con el poder no provocó ninguna extrañeza en el partido. Desde abril de 1931, el PSOE tenía una actitud patrimonial con respecto a la República; la «niña bonita» solo estaría a salvo en manos de la izquierda. En diciembre de 1933, tras la derrota en las elecciones generales del mes anterior, Juan Negrín, hablando en nombre de la delegación parlamentaria socialista, instó sin éxito al presidente Niceto Alcalá Zamora a que anulara los resultados y designara un Gobierno republicano de izquierdas que organizara unas nuevas elecciones en virtud de una nueva ley electoral. Sin embargo, la derrota socialista no ocurrió porque hubiera fraude, tal y como insistían los líderes del partido, sino, en parte, como consecuencia de su decisión de quedarse solos. El sistema electoral republicano —que fue aprobado con el respaldo de los diputados socialistas antes de noviembre de 1933— favorecía las coaliciones electorales. De este modo, el partido consiguió 1.685.318 votos, pero solo 62 escaños.
Madrid sería uno de los pocos lugares que vería un triunfo socialista en noviembre de 1933. Según palabras de Javier Tusell, esta ciudad «fue siempre la capital del socialismo español». No es solo que el partido se fundara en la capital en mayo de 1879, sino que los madrileños eligieron a Pablo Iglesias como el primer diputado parlamentario del PSOE en 1910. Además, pese a que la rama sindical del movimiento socialista, la Unión General de Trabajadores, se creara en Barcelona en 1888, Madrid se convertiría en su principal baluarte: el 15 octubre de 1931, la UGT afirmaba en su boletín que tenía 260 sociedades con 191.198 afiliados. Es paradójico que un movimiento que aseguraba representar a la clase obrera industrial echara raíces en una ciudad que no se industrializó rápidamente a finales del siglo XIX y principios del XX. Según la excelente expresión de Santos Juliá, Madrid tenía un «carácter industrioso, aunque no industrial». En cierto modo, se trataba de una ciudad basada en su propio consumo. Dado su incremento de población, de 539.835 habitantes a 952.852, entre los años 1900 y 1930, no es de extrañar que el principal sector de la economía local fuera el de la construcción, que empleaba a 85.066 trabajadores (el 29%) de los 296.259 que había en diciembre de 1933. Otras industrias relacionadas con la construcción, entre ellas la metalúrgica y la de la madera, constituían también fuentes importantes de actividad económica, si bien existían pocas fábricas grandes: era evidente el predominio del pequeño y mediano taller de menos de cien trabajadores. Pero Madrid tenía una estructura ocupacional diversa. Tal y como correspondía a una capital con un fuerte sector bancario, las cifras de funcionarios y otros empleados administrativos eran importantes (23.301 en 1933). Aún mayor era el número de los que trabajaban en el comercio, una amplia categoría que incluía a vendedores ambulantes así como a empleados de grandes almacenes (42.494 en 1933). Pero solo se puede tener una verdadera visión de la dimensión y la importancia del sector servicios si se incluye a los que trabajaban en hostelería y espectáculos públicos (en total, 18.353 en 1933). Madrid era una ciudad moderna, aunque todavía no industrial.
Esta diversidad socioeconómica se reflejaba en el pluralismo político de la capital española. Madrid no era del todo «roja» durante la República. La victoria socialista en las elecciones de 1933 se alcanzó por un margen muy estrecho; su lista consiguió un 50,1% de los votos en una segunda vuelta. Acción Popular, la fuerza política que lideraba dentro de la CEDA y cuyo eslogan era «Religión, Familia, Patria, Orden, Trabajo y Propiedad», tenía una importante presencia en la ciudad. De hecho, era muy superior a la Agrupación Socialista Madrileña en número de militantes. Así, aunque la ASM tenía entre 5.000 y 6.000 afiliados, AP podía presumir de contar con 42.000 militantes en vísperas de la Guerra Civil. Acción Popular movilizó con eficiencia a su base activista para las elecciones de febrero de 1936, con alrededor de 500.000 panfletos distribuidos entre los votantes en Madrid durante la campaña. Por tanto, la victoria del Frente Popular no era nada segura. Antes de la votación, la prensa izquierdista, inquieta, denunció amenazas y «provocaciones de los señoritos de derechas» contra partidarios del Frente Popular. La preocupación de la izquierda se hizo mayor después de que el Ministerio de la Gobernación anunciara de forma prematura a las ocho de la tarde del día de las elecciones que las listas del centro-derecha habían triunfado en toda España. Sin embargo, a medianoche quedó claro que el Frente Popular había ganado en Madrid, así como en otras ciudades como Barcelona, Valencia y Sevilla. «España entera había dictado la voluntad de su orden con idéntica firmeza», escribía un exultante Muñiz. «¡El pueblo, por la revolución!» [2] .
Lo cierto es que el sistema electoral había exagerado el alcance del triunfo del Frente Popular. A nivel nacional, la lista de izquierdas había conseguido el 43% de los votos, pero el 61% de los escaños; las diferentes listas de derechas y de centro reunieron el 52% de los votos, pero solamente el 38% de los escaños. En Madrid, el Frente Popular consiguió el 54% de los votos y ocupó 13 de los 17 escaños reservados para la lista que más votos lograra. Aun así, su actuación en los diez distritos de la ciudad varió considerablemente. El Frente Popular salió mejor parado, como era de esperar, en los barrios del sur de clase obrera como Inclusa (76%), Hospital (70%) y Latina (66%), y alcanzó una amplia victoria, si no absoluta, en los distritos más heterogéneos del norte y noroeste, como Chamberí y Universidad (58%). Por otra parte, el Frente Nacional Antirrevolucionario consiguió una clara mayoría en los distritos más comerciales de Centro (62%), Hospicio (60%) y Palacio (57%), así como en Congreso y Buenavista (58%), los más ricos del ensanche, en el este de la ciudad. Aun así, tanto Congreso como Buenavista tenían barrios como Pacífico, La Guindalera y Prosperidad que votaron principalmente a la izquierda. Formaban parte del extrarradio socioeconómicamente marginado que surgió alrededor de Madrid durante los primeros treinta años del siglo XX, cuando muchos de los más de 300.000 inmigrantes que llegaron a la capital para buscar trabajo se fueron a vivir a los municipios que rodeaban la ciudad, tales como Chamartín de la Rosa, Canillas, Carabanchel Bajo, Carabanchel Alto, Vallecas y Vicálvaro. Los votantes de estas zonas garantizaron que el Frente Popular saliera victorioso en la contienda provincial por 25.000 votos, lo que le proporcionó otros seis escaños. Como veremos más adelante, aunque la mayor parte del extrarradio estaba, desde el punto de vista administrativo, fuera de la capital, sus organizaciones izquierdistas desempeñarían un papel notable en el terror dentro de ella tras el estallido de la Guerra Civil.
En resumen, las muchedumbres que celebraron la victoria del Frente Popular la noche del 16 al 17 de febrero en Madrid eran, desde un punto de vista social, más reducidas que el «pueblo» de diferentes clases sociales que acogió con agrado la proclamación de la República en abril de 1931. «Ya no se veía a patronos pequeños y medianos ni a señoras bien vestidas enarbolando la bandera tricolor por las calles». Por el contrario, unos 20.000 trabajadores fueron en manifestación hasta la principal prisión de la ciudad, la Cárcel Modelo, para exigir la liberación de reclusos de izquierdas que habían sido detenidos tras los acontecimientos revolucionarios de octubre de 1934. La amnistía de los «treinta mil» fue la cuestión clave que había unido a las heterogéneas fuerzas de la izquierda en el Frente Popular y constituyó el primer punto de su programa electoral del 15 de enero de 1936. No hay duda de que en 1934 los revolucionarios sufrieron la mayor parte de las bajas mortales, puede que más de 1.000, siendo la mayoría asesinados en Asturias. La posterior represión fue también severa: 15.000 (no 30.000) encarcelados, suspensión de cientos de ayuntamientos (entre ellos, 38 de la provincia de Madrid) y despidiéndose a miles de trabajadores. Aun así, no podemos olvidar que la represión fue el resultado de una rebelión liderada por los socialistas en contra del Gobierno de coalición legalmente constituido de Alejandro Lerroux. Como ha demostrado Sandra Souto, la insurrección de Madrid combinó una huelga general revolucionaria con un asalto a los centros de poder estatales como los cuarteles militares y el Ministerio de la Gobernación. En una semana de violencia, hubo al menos 14 muertos y 2.000 detenidos. En cualquier caso, el fracaso de la revolución no significó el fin de la democracia republicana, si bien muchos izquierdistas pensaron lo contrario. Tal y como escribió Edward Malefakis, «El que la CEDA demostrase no ser un partido fascista, el que los militares no aprovechasen la revolución de octubre como excusa para dar un golpe de Estado, el que el Partido Socialista y sus sindicatos no fuesen declarados fuera de la ley y que las Cortes continuasen sus sesiones, dejó de tener importancia para la mayoría de los dirigentes políticos de la izquierda»[3].
La represión de «octubre» aceleró la demonización del «enemigo» en el discurso de izquierdas. En una alocución electoral del 9 de febrero de 1936, Diego Martínez Barrio, líder de la Unión Republicana, de centro-izquierda, se colocó del lado de los trabajadores que habían experimentado el «sufrimiento» y la «persecución», denunciando a las «clases privilegiadas» que «dan pruebas de demencia». En el mismo día de la votación, Julián Zugazagoitia escribió un editorial en El Socialista sobre los adversarios electorales del Frente Popular. Eran «nuestros enemigos, que son los enemigos de la República y los enemigos de la moral» los que tenían las manos manchadas de sangre. «¡Qué gran caballero Fernando VII si lo comparamos con estos déspotas de ahora!», escribió con sarcasmo sobre el reaccionario monarca del siglo XIX. El lenguaje más virulento procedía de los comunistas. En el discurso del 9 de febrero antes mencionado, José Díaz condenó a quienes había hecho «una cárcel de toda España». Comparó a los «verdugos del pueblo trabajador» con la Inquisición y declaró que «lo que queremos hacer de España… [es] limpiarla de una vez de los enemigos del pueblo». La invocación de Díaz al «pueblo» indica, tal y como ha observado Rafael Cruz, cómo las representaciones izquierdistas del fracaso de la revolución hicieron que el de «octubre» pasara de ser un movimiento de la clase obrera a otro basado en «todo el pueblo, trasladando con esta interpretación el protagonismo de la clase al de la comunidad popular». En consecuencia, «era el pueblo, y no la clase, el objeto social de la persecución», porque la revolución «había sido el resultado de la unidad del pueblo laborioso». Así pues, Azaña aclamaba el «movimiento popular insurreccional» mientras atacaba a la opresión del «pueblo», la «caza del republicano organizada desde el Poder a tiro limpio, desde la tragedia de Asturias hasta el último rincón de España, apoyando la pistola en los cráneos y obligando a gritar: “¡Muera la República!”».
La dicotomía entre un «pueblo» honrado y sus enemigos sedientos de sangre sería una característica constante del discurso de la izquierda después de las elecciones de febrero de 1936. Entre los últimos, se incluía la Iglesia católica. La campaña electoral del Frente Popular era fervientemente anticlerical. El 4 de febrero, El Socialista publicó un editorial sobre «La Iglesia beligerante». Exponía que «decir Iglesia y decir CEDA en España viene a ser lo mismo». La iglesia era también el partido político de los otros enemigos del Frente Popular, es decir, «El partido de los banqueros, de los terratenientes, de los usureros, de los agiotistas, de los ricachos de toda laya». De hecho, era «el peor enemigo… Si en sus manos estuviera, desde los campanarios dispararían los frailazos contra los que osan soñar con una vida civil plena, libre y alegre». Para reforzar este mensaje, el periódico publicaba una viñeta de unos sacerdotes, armas en mano, disparando a la multitud desde un campanario. Unos seis meses después, unos milicianos que participaban en la represión de la rebelión militar se imaginaron que aquella nefasta predicción de El Socialista iba a ocurrir de verdad (véase el capítulo 2).
Por supuesto, estos puntos comunes en el discurso izquierdista durante las elecciones de febrero de 1936 no implicaban que el Frente Popular constituyera un bloque sin fisuras. En realidad, el legado de «octubre» se debatió con gran interés entre los partidos de izquierda y centro-izquierda, y en el seno de cada uno de ellos. Es bien conocido que para Manuel Azaña e Indalecio Prieto, el fracaso de la revolución indicaba que la salvación de la República solo podía estar en la restauración de la coalición de socialistas republicanos de la izquierda que había gobernado España entre 1931 y 1933; para Largo Caballero, principal rival de Prieto en el movimiento socialista, la lección de «octubre» fue la necesidad de una unidad de las fuerzas revolucionarias de la izquierda. Los dos hombres contaban con fuertes bases de poder en el movimiento socialista —Prieto en la burocracia del partido, que incluía el control del periódico El Socialista, y Largo Caballero en la UGT y la Agrupación Socialista Madrileña—, lo que hacía imposible que uno prevaleciera sobre el otro. Aquella escisión dio lugar a que la coalición de los partidos de izquierda acordada en enero de 1936 solo cubriera el periodo electoral y no se ampliara al Gobierno. También le dio su nombre —el Frente Popular—, ya que Largo Caballero había insistido en la inclusión del PCE como precio por su participación. Se sigue alegando que en 1936 la principal preocupación del PCE no era la revolución de los trabajadores, sino la defensa de la democracia burguesa en contra del fascismo con el fin de facilitar un acercamiento entre la Unión Soviética y las democracias occidentales de Gran Bretaña y Francia. Sin embargo, la política del PCE en el Frente Popular no debe confundirse con la de «moderación». Como hemos visto antes, sus exigencias de eliminar el fascismo —o «los enemigos del pueblo»— equivalían al fin real de una democracia pluralista.
En cualquier caso, no debemos exagerar la importancia del PCE en el Frente Popular en febrero de 1936. Solo gracias al apoyo de los caballeristas pudo asegurarse diecisiete escaños en el Parlamento. Pero incluso los más «moderados» del Frente Popular pretendían que la estrecha victoria electoral fuera definitiva. A los enemigos de la República —o del «pueblo»— no se les permitió regresar al poder. «La República, rescatada», anunciaba orgulloso El Socialista el 18 de febrero. El diario «prietista» avisaba después en su editorial de que «El 16 de febrero no es el 14 de abril [de 1931]… En abril saltamos sobre un enemigo que estaba muerto… El 16 de febrero es la victoria sobre un enemigo férreamente preparado, difícil y duro, que durante dos años y medio ha dejado al país en carne viva». La guerra no había terminado: «Estamos en plena lucha, en lo más álgido y serio de la pelea. Nuestra victoria nos facilita esta batalla y pone en nuestras manos la seguridad de acabarla con la derrota absoluta de nuestros enemigos».
Las divisiones internas socialistas indicaban que aquello no era un aviso de un partido que estaba a punto de hacerse con el poder. Aun así, los que esperaban que Manuel Azaña, el presidente entrante, extendiera de verdad una rama de olivo a las fuerzas políticas derrotadas en las elecciones quedarían decepcionados. Ello a pesar de la buena disposición de la CEDA a aceptar la derrota. A primera hora del día 17 de febrero, Gil Robles rechazó los llamamientos de los monárquicos autoritarios que exigían un golpe, insistiendo, por el contrario, en que el presidente saliente, Manuel Portela Valladares, declarara un estado de guerra para garantizar una finalización pacífica del proceso electoral. Menos de veinticuatro horas después de que Azaña se hiciera con el poder tras la precipitada dimisión de Portela del día 19, el nuevo presidente se reunió con Manuel Giménez Fernández, el antiguo ministro de la CEDA, quien ofreció al nuevo Gobierno el apoyo de su partido a la amnistía de los prisioneros de izquierdas. Azaña confesaba en su diario: «Me aseguraba Giménez y Fernández que [los líderes de la CEDA] confían en mí. “Tienen ustedes que convencerse —le dije riendo— que la derecha de la República soy yo y ustedes unos aprendices extraviados”». Esto socavó en cierto modo el valor de las «palabras de paz» que el nuevo jefe del Gobierno acababa de pronunciar en la radio, en las que hizo hincapié en su «convencimiento de que todos los españoles… cooperarán en la obra que el Gobierno trata de emprender». Sin embargo, Azaña repetiría su mensaje partidista ante miles de entusiastas partidarios del Frente Popular el 1 de marzo en Madrid. Juró que su Gobierno trabajaría «para que la República no salga nunca de nuestras manos, que son las del pueblo. Tenemos la República, y nadie nos la arrebatará»[4] .
ACCIÓN ANTIFASCISTA, REACCIÓN FRASCISTA
De esta forma, los presuntos acosadores del «pueblo» eran considerados como parias políticos. Pero la derrota electoral, tal y como vimos que sugería El Socialista el 18 de febrero, no hizo que fueran menos peligrosos. De hecho, «la derrota absoluta de nuestros enemigos» era una preocupación fundamental entre la izquierda tras las elecciones generales. Un manifiesto firmado por los líderes de todas las principales organizaciones del Frente Popular el 1 de marzo en Madrid declaraba que «Pedimos al Gobierno la disolución y desarme de todas las bandas fascistas y monárquicas, verdadero peligro para la marcha ascendente de la República democrática». Los comunistas fueron más radicales en el uso del lenguaje. «La hora exige mano dura y rapidez», vociferaba Mundo Obrero seis días después. El objetivo de «la reacción», aseguraba el periódico, era nada más y nada menos que la provocación de la guerra civil a través de la violencia en contra del «pueblo laborioso» por parte de «pistoleros fascistas».
A pesar del compromiso doctrinal de la Falange Española fascista con la acción directa, no serían «pistoleros fascistas» los que desencadenaron la ola de violencia política en Madrid durante la primavera de 1936. Juan Blázquez de Miguel ha alegado recientemente que hubo al menos 444 asesinatos políticos en España entre febrero y el 17 de julio de 1936 y que 69 de ellos tuvieron lugar en Madrid[5] . Pese a esto, durante la primera quincena del Gobierno de Azaña, la capital estuvo razonablemente tranquila, puesto que la temida reacción de la derecha no se materializó. Por el contrario, muchos derechistas esperaron a ver si se hacían realidad las promesas que el presidente hizo en su conciliador discurso de radio del 20 de febrero. El monárquico ABC ofreció su «apoyo incondicional» al Gobierno al día siguiente, y la CEDA, a pesar del primer desaire de Azaña, siguió ofreciendo su colaboración mientras el Gobierno mantuviera el orden público. Incluso José Antonio Primo de Rivera, el líder falangista, que acababa de ver que su partido conseguía unos tristes 5.063 votos en la capital (el 1% del total), creía que Azaña podría poner en práctica la «revolución nacional» y ordenó a sus militantes fascistas que se abstuvieran de cualquier acción hostil contra el Gobierno.
Esta repentina admiración por Azaña desconcertó a los lugartenientes de José Antonio, aunque solo fuera porque el jefe nacional reaccionó inicialmente ante la victoria del Frente Popular exigiendo sin éxito a Portela Valladares que recurriera a las armas. Esto no duraría. Para demostrar su determinación en contra del fascismo, el Gobierno ordenó el cierre de la sede de Falange el día 27 de febrero y prohibió el periódico del partido, Arriba, el 5 de marzo. El ciclo desestabilizador de las matanzas políticas comenzó al día siguiente con el fusilamiento por parte de hombres armados de la izquierda de dos obreros del sindicato falangista CONS en las obras de demolición de la antigua plaza de toros. Esa semana se perpetró también el asesinato de «unos fascistas» en el pueblo de Almuradiel (Toledo), y el 10 de marzo, el asesinato de dos estudiantes de Derecho (un falangista y un carlista) que caminaban por la madrileña calle de Alberto Aguilera. Aunque ya habían fusilado a un vendedor de periódicos de las Juventudes Socialistas como represalia, los estudiantes falangistas decidieron asesinar al dirigente socialista Luis Jiménez de Asúa la mañana del día 12, pero solo consiguieron matar a su guardaespaldas, Jesús Gisbert[6] .
Los falangistas eligieron a Jiménez de Asúa porque querían eliminar a un líder político destacado con el mismo currículum que los estudiantes asesinados. El socialista era catedrático de Derecho de su facultad. Los antifascistas consideraron este atentado como la confirmación de algo más siniestro. Alfredo Muñiz escribió en su diario que estos jóvenes eran simples «ejecutores —posiblemente inconscientes— de un plan organizado a la sombra de rosarios y crucifijos, cuyos capítulos han de ir desarrollándose sucesivamente en una estúpida y criminal siembra de alarma y desconcierto». Esta combinación instintiva entre subversión antirrepublicana y religión es reveladora. Fuera de Madrid hubo asaltos a iglesias poco después de que se conociera la victoria electoral del Frente Popular. En total, se quemaron en España entre 150 y 300 iglesias antes de la Guerra Civil y 35 quedaron completamente destruidas. Sin embargo, en la capital, los primeros incendios de iglesias se produjeron tras los asesinatos políticos de comienzos de marzo. Los primeros edificios religiosos contra los que se atentó, el día 10, estaban en Vallecas; tres días después, tras el funeral de Gisbert, se incendiaron por completo las iglesias de San Luis, en la calle Montera, y la de San Ignacio, en la calle del Príncipe.
Este estallido de anticlericalismo provocó que los católicos se organizaran en brigadas espontáneas para entrar en las iglesias e impedir futuros actos de agresión. Esto no hizo más que aumentar el temor de los izquierdistas de que los templos se convirtieran en nidos de sedición. El Socialista denunció estas «reuniones clandestinas» e insinuó que los mismos católicos habían destruido la iglesia de San Luis. El 20 de marzo declaraba que «el Gobierno y el pueblo saben de sobra a qué procedimientos ofensivos es capaz de recurrir la Iglesia militante». Esto era reflejo del consenso en el Frente Popular de que los incendios eran obra de «provocadores fascistas» decididos a desacreditar a la República. Esta era también la opinión oficial del Gobierno, aunque en privado el ministro Augusto Barcia Trilles le aseguró al embajador británico, sir Henry Chilton, que «el mismo clero tenía en gran parte la culpa… puesto que varios sacerdotes le habían disparado a la multitud, mientras que a otros les habían encontrado armas de fuego y este hecho había enfurecido a la muchedumbre, que, por consiguiente, quemó algunas iglesias».
Esta evocación anticlerical del cura trabucaire era, como poco, falaz. De hecho, la Policía había recibido el soplo de que los comunistas estaban planeando incendiar la iglesia de San Luis, pero el director general de Seguridad, José Alonso Mallol, no hizo nada al respecto. Al igual que su sucesor durante la guerra, Manuel Muñoz Martínez, Alonso Mallol, líder de Izquierda Republicana en Alicante y antiguo gobernador civil en Asturias y Sevilla, se comprometió con una política de no confrontación con el «pueblo». No habría medidas enérgicas contra las violentas actividades paramilitares de los socialistas y comunistas. Estos últimos se organizaron en Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas (MAOC), la guardia pretoriana del PCE, que en julio ya contaba con 4.000 militantes —2.000 de ellos en Madrid— bajo las órdenes del futuro comandante del Ejército republicano Juan Modesto Guilloto León. Las MAOC no constituían la única fuerza para luchar contra el «fascismo» en las calles de la capital. Las milicias socialistas estaban bajo el control de la caballerista Agrupación Socialista Madrileña, si bien una milicia más centrista, conocida como «La Motorizada», bajo las órdenes de Enrique Puente, actuaba como escolta armada de Indalecio Prieto. Aunque tanto las MAOC como las milicias socialistas estaban en gran parte compuestas por las secciones juveniles de cada partido, no se unieron antes de la Guerra Civil, a pesar de la creación en abril de las Juventudes Socialistas Unificadas. Aun así, hubo una estrecha colaboración y, aunque las milicias socialistas eran más pequeñas en número que las MAOC, contaban con buenos contactos dentro de la Policía. Entre ellos, José Raúl Bellido, agente de primera clase del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, la Policía de investigación criminal, quien más tarde sería responsable de la famosa brigada Amanecer[7] . Por supuesto, con esto no se quiere decir que la Dirección General de Seguridad de Alonso Mallol fuera un baluarte de la izquierda; aunque designó a su íntimo amigo Lorenzo Aguirre Sánchez como jefe de personal para «republicanizar» la DGS, la total politización de la Policía no ocurrió hasta agosto de 1936 (véase el capítulo 4).
La no reformada DGS seguía demostrando ser más que capaz de actuar con firmeza en contra de los «provocadores fascistas». Después del 13 y 14 de marzo, la Falange quedó relegada a una existencia clandestina tras la detención de sus líderes, incluido José Antonio Primo de Rivera, y el cierre de sus oficinas y sedes por orden del juez Ursicino Gómez Carbajo. Durante los cuatro meses siguientes la Policía apresó en Madrid a cientos de militantes fascistas sospechosos, sobre todo tras los actos terroristas falangistas. El secretario del partido, Raimundo Fernández Cuesta, declaró más tarde que el 17 de julio de 1936 «casi toda la Falange de Madrid estaba presa». Este comentario es exagerado, si bien más de 2.000 falangistas fueron encarcelados en toda España al comienzo de la rebelión.
Sin embargo, la total represión del «fascismo» siempre tenía probabilidades de fracasar. En parte, esto era debido a las acciones de los tribunales republicanos. Los jueces liberaban a los falangistas o los condenaban a penas cortas. El Gobierno tuvo que recurrir a una serie de estratagemas legales solo para mantener a José Antonio en la cárcel. Hubo una condena en particular que enfadó a los socialistas. Tras el encarcelamiento de los líderes falangistas, se produjeron disparos en dirección al piso de Largo Caballero. Un tribunal presidido por el magistrado Ángel Aldecoa Jiménez declaró culpables a los dos autores el día 23 de marzo, pero se les condenó a menos de nueve semanas de prisión por posesión ilegal de armas de fuego. «El enemigo número 1 de la República», se leía en una viñeta de Aldecoa en El Socialista al día siguiente. El Gobierno trasladó al magistrado a Almería menos de una semana después, pero su indulgencia con respecto a los enemigos del «pueblo» no sería olvidada durante la Guerra Civil (véase el capítulo 7).
La supervivencia de la Falange estuvo mucho más en deuda con las mujeres que con jueces compasivos. Según palabras de su dirigente, Pilar Primo de Rivera, a partir del 14 de marzo, la única sección de Falange que estaba «casi al completo [era] la Sección Femenina, aunque perseguidas también las mujeres por la Policía». Presagiando sus acciones durante la propia Guerra Civil, sus activistas recaudaron dinero para los prisioneros de Falange y sus familias, y distribuyeron propaganda clandestina. Y lo que es más importante, actuaron como mensajeras, transmitiendo órdenes del jefe nacional y de otros dirigentes encarcelados a militantes que seguían fuera. Por tanto, las mujeres desempeñaron un papel crucial en la reorganización del movimiento clandestino, que adoptó una estructura de células de tres miembros cada una, al estilo comunista, y priorizó las actividades de la Primera Línea, sus milicias de combate, en su lucha armada contra el Gobierno.
Pero el celo de la Sección Femenina no explica por sí mismo por qué un partido con un núcleo de tan solo 1.040 afiliados en febrero de 1936 en Madrid —la agrupación falangista más grande de España— pudo resistir la proscripción. La Falange pudo seguir luchando porque fue capaz de sustituir a los camaradas que habían caído en manos de la Policía. Fue la principal beneficiaria del hundimiento de la estrategia «accidentalista» de Gil Robles hacia la República. Es verdad que la política de la CEDA de revisar la Constitución a través de medios legales ya sufría presiones desde octubre de 1934. Una de las paradojas de la fracasada revolución fue que estimuló el «carácter fascista» de la derecha. Tal y como escribió Tusell, «Octubre promovió el maximalismo en los sectores de la derecha y no solo de la monárquica, sino también de la propia CEDA». Se dio por sentado que la insurrección era obra de la «anti-España», sobre todo una revolución «marxista y comunista para establecer aquí una sangrienta dictadura imitada de los soviets». Aun así, aunque se celebró el papel del Ejército en la «salvación» de España, los jefes de la CEDA, al contrario que los monárquicos radicales, como Calvo Sotelo, no reivindicaron una dictadura militar. Además, Gil Robles resistió la formación a nivel nacional de una coalición electoral maximalista de la derecha en febrero de 1936, prefiriendo las alianzas locales que también abarcaban a republicanos de derechas. El Frente Nacional Antirrevolucionario de Madrid, creado con dificultades apenas una semana después de las elecciones, estaba compuesto por tres republicanos, cinco «accidentalistas» y cinco candidatos monárquicos.
Como hemos visto, la victoria de la «anti-España» el 16 de febrero no desencadenó un repentino cambio de estrategia por parte de la CEDA. Pero para muchos derechistas, las ventajas de colaborar con el régimen republicano parecían cada vez más difíciles de discernir. No fue simplemente la amnistía de prisioneros de izquierdas que se habían revelado contra la República o la obligatoria readmisión —con indemnizaciones— de trabajadores que habían participado en la huelga general revolucionaria de octubre de 1934 lo que condujo al despido de sindicalistas católicos y al derrumbamiento de los sindicatos católicos urbanos antes de la Guerra Civil. Ni fue solo el modo partidista en que la izquierda trató de maximizar su victoria haciendo uso, por ejemplo, de su mayoría dentro de la Comisión de Actas del Parlamento, en marzo de 1936, para anular los resultados de los candidatos de derechas que habían tenido éxito en provincias como Granada y Cuenca. Sino que, tal y como Fernando del Rey ha comentado, existió más bien un «clima de hostigamiento» por toda España cuando los revolucionarios «en multitud de sitios se adueñaron de las calles y de las instituciones, protagonizaron infinidad de agresiones a gentes de derechas, les cerraron sus locales, atentaron contra sus periódicos o les incendiaron las iglesias, entre otras tropelías, vulnerando con ello los derechos más elementales». Esto no quiere decir que debamos aceptar la tesis franquista de que la incipiente revolución social que estaba surgiendo en España, sobre todo en los campos de Andalucía y Extremadura, formara parte de una estrategia «comunista» por hacerse con el poder. Los supuestos avistamientos de comunistas extranjeros en España tramando una revolución con sus camaradas del PCE es fácil de descartar. A pesar de las afirmaciones del periódico de derechas Ya, Béla Kun, el líder de la efímera república soviética de Hungría en 1919, no aterrizó en Cádiz a finales de marzo de 1936 con un millón de pesetas[8] . Pero el miedo a la revolución comunista era comprensiblemente razonable entre las clases medias, aunque solo fuera porque durante los tres últimos meses de paz, Largo Caballero, el «Lenin español», declaró en repetidas ocasiones que la dictadura del proletariado estaba a la vuelta de la esquina.
La constante hostilidad del Gobierno hacia la Falange contribuyó de manera inconsciente a que esta se aprovechara de este clima de temor, convirtiendo lo que hasta la fecha había sido un movimiento fascista marginal en un «salvador» de España. La determinación de la Falange de contraatacar con fuerza en Madrid, que en abril y mayo asistió a los asesinatos de Manuel Pedregal —un juez que había condenado a uno de sus militantes a veintiséis años de cárcel por el atentado contra Asúa— y de Carlos Faraudo —capitán de Ingenieros e instructor de las milicias socialistas— atrajo a jóvenes de la monárquica Renovación Española, a pesar del lenguaje guerracivilista de su líder Calvo Sotelo. Por ejemplo, el 22 de abril, la sección juvenil de RE en la capital denunció la reciente deserción de 147 afiliados. Sin embargo, el mismo José Antonio aseguró que la Falange se benefició sobre todo en número de un influjo de japistas (de las JAP), con la llegada de entre 10.000 y 15.000 personas que desertaron de la organización juvenil de la CEDA hacia el fascismo. En general, esto ha sido aceptado por historiadores como Payne, que habló de un «traspaso masivo». No hay duda de que los japistas constituyeron una fuente fundamental de sangre nueva para la Falange, si bien el argumento de que se unieron de forma «masiva» ha de ser matizado. Aunque aceptemos la citada cifra de 15.000 a nivel nacional, esto solo representa un 6% del total de miembros de las JAP, que ascendía a 225.000. Lejos de radicalizarse en bloque por la derrota electoral y el anticomunismo, la mayor parte de los japistas simplemente abandonó la política. En la mentalidad confabuladora de la izquierda, sin embargo, la retirada de la política constituía un acto de subversión. Por ejemplo, cuando los líderes de la CEDA se retiraron temporalmente de las Cortes, a finales de marzo, en protesta contra las resoluciones de la Comisión de Actas sobre las elecciones de febrero, Indalecio Prieto lo denunció como «complot». A esto siguió un editorial en El Socialista, en abril, que aseguraba que «la abstención parlamentaria» formaba parte de «la guerra incivil» que «las derechas… le tienen declarada al Estado republicano». Como respuesta, continuaba el artículo, «lo que el Gobierno viene haciendo no es más que un ensayo, nada riguroso, de profilaxis social».
Esta observación final es indicativa de que para los socialistas, la represión de los enemigos antirrepublicanos era más que una simple restauración del orden público. Los caballeristas consideraban el «fascismo» un síntoma de la crisis del capitalismo; solamente podría destruirse por medio de la revolución. Tal y como dijo Largo Caballero, «el capitalismo fracasado apela al fascismo para salvar sus intereses. Pero para ello ha de destruir todo lo creado, y va, como dijo Marx, cavando la fosa en que ha de enterrarse». Esto era parecido a la explicación comunista oficial del fascismo, que quedó famosamente definido en 1935 por Georgi Dimitrov, el jefe búlgaro de la Tercera Internacional Comunista, como «la dictadura terrorista abierta de los elementos más reaccionarios, más chovinistas y más imperialistas del capital financiero». Es significativo que los centristas que había en el Partido Socialista no se mostraran en desacuerdo con este análisis materialista. En un artículo del 15 de marzo que conmemoraba el 53 aniversario de la muerte de Marx, El Socialista argumentaba que la «burguesía [española] arma en todas partes bandas de mercenarios, pagados expresamente para que exterminen a los socialistas, ejemplo de que está siendo testigo Madrid, sin ir más lejos». Puesto que «La burguesía está recorriendo las fases que Marx predijo para la evolución capitalista», la lección era evidente: «Los partidos obreros deben darse cuenta, más que nunca, de que la defensa de la democracia —porque las amenazas fascistas son serias— está condenada a seguro fracaso si no se establece una estrecha ligazón entre la lucha por la democracia y la lucha por el Socialismo».
Sin embargo, los prietistas sí se dieron cuenta de que la violencia revolucionaria no dirigida aumentaba la amenaza fascista. En un discurso durante la nueva convocatoria de elecciones en Cuenca, el día 1 de mayo, Prieto pidió una mayor disciplina entre la izquierda de los trabajadores porque «lo que no puede soportar un país es la sangría constante del desorden público sin una finalidad revolucionaria inmediata», tomando buena nota de que estaba fomentando el fascismo. Fueron estas unas palabras valientes que enfurecieron a los caballeristas y condujeron a ataques violentos sobre Prieto y sus partidarios en las reuniones de Egea de los Caballeros (Zaragoza) y Écija (Sevilla) ese mismo mes. Aun así, los llamamientos de Prieto a la moderación se hicieron a la vez que su escolta, La Motorizada, daba rienda suelta a una campaña de intimidación violenta para garantizar la victoria del Frente Popular en Cuenca. Esta no sería ni la primera ni la última vez que el líder socialista mostraría una actitud ambigua con respecto a la violencia política (véase el capítulo 6).
Al menos, Prieto reconoció que la izquierda tenía parte de responsabilidad en la polarización de España. Por desgracia, a su mensaje implícito de que no todos los actos de terrorismo político podrían atribuirse a «provocadores fascistas» no se le hizo mucho caso. Así lo demuestra el estallido de violencia anticlerical más grave que hubo en Madrid antes de la Guerra Civil. Entre el 3 y el 4 de mayo, 78 personas resultaron heridas, entre ellas al menos ocho monjas, y se incendiaron diez iglesias y colegios religiosos en los distritos obreros de la ciudad y, sobre todo, en Cuatro Caminos. A primera hora de la noche del 3 de mayo, dos mujeres de este distrito del norte fueron acusadas de distribuir caramelos envenenados entre los niños y tuvieron que ser rescatadas por la Policía de entre una multitud enfurecida. A continuación, se extendió el rumor de que los caramelos «eran obra de elementos clericales» y la muchedumbre dirigió esta vez su rabia contra la parroquia del distrito y trató también de entrar a la fuerza en un colegio católico de niñas con el fin de sacar a las 50 alumnas para «ponerlas a salvo». En las siguientes veinticuatro horas hubo más ataques contra personas sospechosas —entre ellas, una pareja de franceses que no hablaba español— e incendios antes de que la Policía restaurara por fin el orden público. Aquella no fue la primera vez en la historia de Madrid que se acusaba a «elementos clericales» de envenenamiento: durante una epidemia de cólera, en julio de 1834, se mató a 78 curas y religiosos y se quemaron numerosas iglesias a raíz de los rumores de que los jesuitas habían envenenado el suministro de agua. Así pues, hasta cierto punto, el bulo de los caramelos envenenados reflejaba un anticlericalismo popular muy enraizado, aunque el impacto del discurso anticlerical deshumanizador que era común en la prensa de izquierdas no debe desestimarse. Lo que es evidente es que la Falange no provocó los disturbios: cuando Segundo Fernández Palau, el jefe de Falange Española en Cuatro Caminos, oyó que «unas monjas vestidas de seglares habían repartido caramelos envenenados entre los niños», trató de refugiarse en su casa, pero lo identificaron y le dieron una paliza. Parece más probable que hubiera comunistas implicados, pero el comunicado oficial del PCE sobre el desorden condenó, como era de esperar, a «los provocadores fascistas y reaccionarios». De igual modo, el caballerista Wenceslao Carrillo sugirió en las Cortes que a la muchedumbre la provocaron los disparos que se hicieron desde una iglesia. Incluso El Socialista denunció al «adversario» por hacer correr rumores, una conducta más peligrosa «que las propias armas».
La actitud del Gobierno ante el bulo de los caramelos envenenados demostró una especial falta de simpatía por la Iglesia. En su discurso en las Cortes del 6 de mayo, Casares Quiroga, ministro de la Gobernación de Izquierda Republicana, expresó más bien su comprensión por la «gente popular» que vivía en los distritos afectados, pues «tiene reacciones de fieras porque tiene corazón». Sin embargo, en privado, había intranquilidad entre los republicanos de izquierdas con respecto a la escala que iba adquiriendo la violencia anticlerical; Alfredo Muñiz, editor de El Heraldo de Madrid, declaró que «el sentimiento popular» era «cruel», así como «generoso». Esto reflejaba una preocupación más generalizada por el grado de desorden izquierdista. Ese mismo mes, el Consejo Nacional de Izquierda Republicana envió una circular a sus partidos locales en la que admitía que la violencia política tras las elecciones no había contribuido «al buen nombre de España» ni «al buen crédito de las izquierdas en el poder». Pero el compromiso de los líderes de la izquierda republicana con el «pueblo» antifascista continuó siendo absoluto. En el discurso antes mencionado del 6 de mayo, Quiroga declaró que «a mí no me preocupa la revolución social», una afirmación digna de destacar para el líder de un partido que aseguraba representar a las clases medias liberales. Esto marcaría el tono de su Gobierno tras la destitución de Niceto Alcalá Zamora, en abril, y la posterior ascensión de Azaña a la presidencia de la República el 10 de mayo. Nueve días después, en su primer discurso como presidente del Consejo de Ministros en las Cortes, Casares Quiroga expresó poca preocupación por la violencia de la izquierda revolucionaria, pero con respecto al «problema del fascismo», dijo que «Cuando se trata de implantar en España un régimen antidemocrático, un régimen absolutista, un sistema que va contra el régimen que el país libremente se ha dado, es preciso reaccionar con energía y defender la República, y yo os digo, señores del Frente Popular, que contra el fascismo el Gobierno es beligerante». Como puede verse, esto constituía un compromiso dirigido específicamente a sus aliados del Frente Popular de la Cámara. La lucha de estos contra el fascismo era también la suya. El Gobierno no les abandonaría. Según palabras del periódico del partido de Casares Quiroga, Política, los republicanos de izquierdas habían rechazado «la nostalgia del abrazo de Vergara»; la crisis política no terminaría con la reconciliación que marcó el fin de las guerras carlistas de la década de 1830.
La declaración beligerante de Casares Quiroga contra el fascismo resultó ser algo más que simple verborrea. En un debate sobre el orden público celebrado el 16 de junio, el presidente del Consejo de Ministros declaró con orgullo en las Cortes que «ya no andan los fascistas provocando desórdenes, ni hablando mal de los ministros por las calles, ni disparando tiros a mansalva. Eso se acabó». En lo que respecta a Madrid, Casares Quiroga se mostró muy correcto. Aunque no acabó con la Falange, consiguió frenar sus actividades terroristas. Un informe emitido por la División de Investigación Social de la Dirección General de Seguridad en octubre de 1936 afirmaba que la Falange era responsable de tres asesinatos y de nueve tiroteos sin víctimas en la capital durante el último periodo pacífico del Gobierno de la República. Esta violencia se concentró sobre todo en un incidente de principios de julio. El día 4, dos socialistas fueron asesinados y ocho resultaron heridos en represalia por las muertes violentas de seis falangistas o simpatizantes de la Falange a manos de milicias socialistas y comunistas 48 horas antes. Unos 300 falangistas y derechistas fueron arrestados durante los tres días posteriores, aunque parece ser que no se aprehendió a ningún izquierdista[9] .
EL ANARCOSINDICALISMO MADRILEÑO
El anarcosindicalismo supondría un problema mucho mayor para Casares Quiroga que la Falange. La CNT-FAI desempeñó un papel ambiguo en el «pueblo» antifascista antes de la Guerra Civil. Aunque el movimiento era más pequeño en la capital que en sus núcleos de Cataluña y Andalucía, experimentó un rápido crecimiento durante la República. El número de afiliados de la CNT pasó de 6.000 en junio de 1931 a 32.000 en mayo de 1936. Esto es aún más impactante dadas las divisiones dentro del movimiento con respecto a su actitud hacia la República, que provocaron la salida de los «treintistas» —sindicalistas moderados— y el posterior descenso de militantes catalanes de 291.000 en junio de 1931 a solamente 134.000 en mayo de 1936. De todos modos, el avance de los anarcosindicalistas en Madrid se hizo a expensas de la anteriormente hegemónica UGT. En el contexto de la crisis económica de los años treinta, el apoyo anarcosindicalista a la acción violenta directa atrajo al movimiento a camareros, así como a trabajadores no cualificados o semicualificados de los sectores de la madera, la metalurgia, los transportes y, sobre todo, la construcción, donde se concentraba más de la mitad de sus militantes. No es de sorprender que esto provocara la furia de la UGT y condujera a acusaciones de que los anarcosindicalistas estaban confabulados con los empresarios y con la derecha. En febrero de 1933, el líder sindicalista y futuro policía Agapito García Atadell afirmó que, como respuesta a esta amenaza, los socialistas deberían «prescindir, naturalmente, de los procedimientos democráticos, con harto dolor de nosotros, para hacer entrar en razón a los anarcosindicalistas y a las fuerzas de derecha, patronales y reaccionarias, íntimamente ligadas por intereses comunes».
Como veremos a lo largo de este libro, esta no sería la última vez que los rivales izquierdistas acusaban a la CNT-FAI de tener lazos estrechos con sus enemigos sociopolíticos. Pero la afirmación de Atadell no tenía sentido. Tal y como ha observado Gonzalo Álvarez Chillida, «la intransigencia libertaria con los enemigos derechistas de la República era… una obsesión desde el primer día [14 de abril de 1931]». En cualquier caso, con los socialistas fuera del poder tras la victoria del centro-derecha en las elecciones de noviembre de 1933, surgió una relación más estrecha entre la UGT y la CNT. La consecuencia de esta sería una serie de huelgas en todos los sectores económicos de la ciudad. En 1932 Madrid sufrió once paros, con la participación de 2.941 trabajadores. En comparación, en 1934 hubo 117.301 que se declararon en huelga en 41 conflictos, entre ellos, una importante huelga en el sector de la construcción en el mes de febrero. Debido al apoliticismo de la CNT-FAI, esta colaboración no condujo en última instancia a una alianza obrera antifascista, si bien los anarcosindicalistas de Madrid no incumplieron la huelga general revolucionaria de los socialistas de octubre de 1934. Esto hizo que no se excluyera a la CNT-FAI de los rigores de la represión, y durante la campaña de las elecciones en el mes de febrero de 1936, su prensa se hizo eco de la exigencia del Frente Popular de una amnistía de los prisioneros de «octubre». Así, aunque la política oficial de la CNT-FAI de Madrid con respecto a las elecciones seguía siendo la de la abstención, no disuadió activamente a sus militantes de que votaran al Frente Popular. Aunque los votos anarcosindicalistas no fueron decisivos para el resultado, el aumento de la participación en las zonas de clase obrera —mucho mayor que en los distritos de clase media— indica que el anarcosindicalismo contribuyó a la magnitud del triunfo del Frente Popular.
En el periodo que siguió a las elecciones, no parecía inevitable un enfrentamiento entre la CNT-FAI y el Frente Popular. Los dos compartían un intenso odio por el «fascismo». Tal y como constató el Comité Nacional de la CNT en un manifiesto emitido dos días antes de las votaciones: «Nosotros, que no defendemos la República, pero que combatiremos sin tregua al fascismo, pondremos a contribución todas las fuerzas de que disponemos para derrotar a los verdugos históricos del proletariado español». En este punto, anarquistas y comunistas llegaron incluso a trabajar juntos en contra de un enemigo común: por ejemplo, el incendio de la iglesia de San Luis, a primera hora del 13 de marzo, fue una operación conjunta. El decidido antifascismo quedó también expuesto en la reacción ante los disturbios que rodearon la celebración del aniversario de la República, el 14 de abril. Durante el desfile militar —que ya había sido interrumpido debido a los disparos producidos después de que un borracho hiciera estallar un cohete—, Anastasio de los Reyes López, un alférez de la Guardia Civil fuera de servicio sin ideas políticas conocidas, murió de un disparo en circunstancias que nunca fueron aclaradas. La prensa izquierdista culpó de todo a los «fascistas provocadores», pero la derecha aseguró que Reyes era uno de los suyos y convirtió su funeral, dos días después, en una manifestación política en contra del Gobierno. Aquello degeneró en un baño de sangre tras los disparos que se lanzaron mientras el cortejo funerario avanzaba en dirección al cementerio. Hubo al menos tres muertos, entre ellos, Antonio Sáenz de Heredia, primo de José Antonio, y muchos heridos antes de que se permitiera a Reyes descansar por fin en paz. Basándose en gran parte en el muy dudoso argumento de que los primeros disparos se hicieron desde «casas acomodadas, en las que durante las pasadas elecciones se hizo verdadero alarde de propaganda fascista y monárquica», los izquierdistas atribuyeron la autoría a sus enemigos políticos. Muñiz escribía en su diario que «El complot está claro. Se trataba de iniciar una lucha a muerte entre la fuerza pública y el pueblo para provocar sucesos de carácter irreparable». El Comité Local de la FAI de Madrid convocó de inmediato una huelga general para el día siguiente que las organizaciones del Frente Popular no tardaron en apoyar. El 17 de abril, Madrid era una ciudad «vestida de silencio». Tres meses antes de la rebelión militar, la Unión de Hermanos Proletarios parecía sellada con la presencia, por primera vez, de anarcosindicalistas en las celebraciones del Primero de Mayo.
Pero el 17 de julio de 1936 el panorama era completamente distinto. Durante las diez semanas anteriores, Madrid fue presa de un «frenesí huelguístico» que en su punto culminante contó con la participación de 100.000 trabajadores. Entre ellos había desde camareros, obreros de la metalurgia, madera, calefacción, ascensores y saneamiento, a trabajadoras del textil y, sobre todo, 80.000 obreros de la construcción que se pusieron en huelga el 1 de junio. Estos paros intensificaron la preocupación entre las clases medias de la ciudad de que la misma estructura de la sociedad se estaba destruyendo. Por ejemplo, a mediados de junio, vecinos del acomodado barrio de Salamanca escribieron indignados a ABC por las interrupciones en el suministro del agua que ya duraban 72 horas. Los empleados del Canal de Lozoya, la empresa de aguas de la capital, no podían arreglar el problema, puesto que temían represalias por parte de los trabajadores de la construcción que se hallaban en huelga. La compañía, por tanto, aconsejó a los residentes que se pusieran en contacto con el comité de huelga para lograr el permiso de realización de las obras. El periódico afirmó que «El servicio de agua es tan indispensable que resulta intolerable se tenga que pedir a un Comité de huelga autorización para la restauración de las averías». Con las huelgas extendiéndose a otras partes de España —hubo 911 huelgas a nivel nacional entre mayo y el 17 de julio, más que en un solo año durante el periodo republicano anterior, exceptuando el año 1933—, la temida revolución parecía acercarse.
En realidad, las huelgas no constituían una prueba de un intento revolucionario coordinado de derrocar al Estado burgués. La ola de huelgas de Madrid se caracterizó principalmente por la violenta reanudación de la lucha por el control del movimiento obrero entre la UGT y la CNT. La tan pregonada Unión de Hermanos Proletarios se desmoronó cuando los anarcosindicalistas iniciaron acciones de huelga sin el acuerdo de la UGT, o cuando se negaron a aceptar los convenios acordados por aquella. Un ejemplo de lo primero fue la huelga de camareros que comenzó a finales de mayo. Aunque duró menos de quince días, rápidamente acabó en violencia cuando unos milicianos socialistas, tras «bastantes amenazas y algunos atentados por elementos de la CNT», proporcionaron protección armada a militantes de la UGT que trabajaban en bares y restaurantes. El ejemplo más importante de lo segundo fue, con mucho, la huelga en el sector de la construcción, que comenzó como una acción conjunta entre el anarcosindicalista Sindicato Único de la Construcción (SUC) y la ugetista Federación Local de Obreros de la Edificación (FLE) en apoyo a la semana laboral de 36 horas y grandes aumentos de sueldo de hasta un 53% a trabajadores semicualificados y no cualificados. En el contexto de una creciente crisis económica que conllevaba un alto desempleo, estas constituían unas reivindicaciones poco realistas y, de hecho, los anarcosindicalistas dejaron claro su deseo de provocar una huelga general revolucionaria. Sin embargo, la FLE estaba dispuesta a mantener negociaciones con la patronal y el Gobierno, y ordenó el regreso al trabajo tras un laudo del Gobierno, el 3 de julio, que concedía una semana laboral de 40 horas y aumentos de sueldo de hasta un 12%. Estas medidas fueron rechazadas por el SUC y la última quincena del periodo prebélico estuvo marcada por enfrentamientos armados entre socialistas y anarcosindicalistas. La rebelión militar tuvo lugar en un momento en el que los antifascistas no solo disparaban contra los fascistas, sino también entre sí mismos.
Así pues, la Guerra Civil comenzaría con una CNT-FAI aislada del resto de representantes de izquierdas del «pueblo». El Gobierno de Casares Quiroga adoptó una postura enérgica en contra de la violencia anarcosindicalista, cerrando los centros del movimiento y poniendo a sus militantes bajo arresto administrativo. Las dos principales facciones del socialismo censuraron públicamente a la CNT-FAI, aunque por motivos diferentes. En junio, Largo Caballero aconsejó a sus seguidores que no se dejaran arrastrar hacia acciones prematuras «por enemigos o por elementos insolventes o irresponsables». Para él, el problema no era la violencia revolucionaria en sí, sino el hecho de que no siempre iba dirigida hacia el enemigo capitalista común: «Los actos de violencia, que yo no voy ahora a condenar en absoluto, y que deben ser admitidos por todos cuando son necesarios y convenientes para la clase trabajadora en general, jamás se deben emplear entre los mismos trabajadores». Por otra parte, los socialistas centristas destacaban que esa militancia anarcosindicalista estaba resultando ventajosa para los oponentes «fascistas» de la República. Los comunistas fueron más allá y acusaron abiertamente a la CNT-FAI de estar plagada de fascistas. El 13 de julio, Mundo Obrero atribuía las continuas huelgas en la construcción a «grupos de la CNT… arrastrados por los agentes falangistas introducidos en el seno de la organización confederal».
Aun así, entre las fuerzas políticas del «pueblo» hubo un consenso de que la patronal era la principal culpable de las huelgas. Aunque se daba el caso, según escribió Rafael Cruz, de que «grandes y pequeños [patronos] sostuvieron el pulso, negociaron y, en la mayoría de los casos, llegaron a acuerdos con los sindicatos cuando intervenía el Gobierno como árbitro», se consideraba que cualquier resistencia por parte de la patronal estaba motivada políticamente. «Hay que reducir la rebeldía patronal», declaraba El Socialista el 26 de junio cuando informaba del fracaso de las negociaciones durante la huelga de la construcción. «En el fondo, esta cuestión social se confunde con una maniobra política. La patronal está empeñada en crearle dificultades al Frente Popular y al Gobierno, y sigue fielmente las inducciones de los capciosos reaccionarios. No hay materia de desgaste que no aprovechen. Vencidos en los amagos de subversión callejera, acuden a sus resortes económicos». Esta convicción estaba en el fondo de lo que algunos historiadores calificaron erróneamente como respuesta «moderada» del Partido Comunista a las huelgas. Puede que el PCE instara a una vuelta al trabajo con el interés de defender a la República en contra del «fascismo», pero acompañaba esta postura de una reivindicación de acciones radicales en contra de la patronal, tales como la nacionalización de empresas, como forma de autodefensa política. Tal y como decía Mundo Obrero en un editorial del 29 de junio, puesto que los «grandes terratenientes, gran capital y alta finanza» constituían la base de «las fuerzas de la reacción y del fascismo», el malestar obrero lo provocaba la «Patronal en sus propósitos de sabotaje a la política del Frente Popular».
El mismo editorial de Mundo Obrero comentaba también que «todo el mundo sabe» que estaba en proceso un «golpe de fuerza». No se trataba de una exageración. El 3 de julio, el embajador británico informaba de que «Madrid está más lleno de rumores de lo habitual de un golpe de Estado militar». En un discurso pronunciado en el cine Europa una semana antes, Largo Caballero desafió imprudentemente a los militares a que se rebelaran porque «A la clase obrera no se la vence. Se la podrá dominar un día, un mes o un año, pero esa clase, y más en España con el espíritu que tiene, se levantará otra vez de puntillas y dominará a la clase capitalista»[10] . En realidad, sí que existía una conspiración militar en sus últimas etapas de gestación, aunque su desarrollo fue más problemático de lo que los izquierdistas imaginaban.
LA CONSPIRACIÓN MILITAR
Decir que algunos sectores militares mostraban recelo ante la perspectiva de que el Frente Popular se hiciera con el poder en febrero de 1936 sería quedarse corto. Las Fuerzas Armadas —Policía y Ejército— habían perdido a unos 450 hombres en su victoriosa lucha contra el «comunismo» en octubre de 1934, y el Frente Popular estaba abogando no solo por la liberación de prisioneros, sino también por el castigo de los que estuvieron implicados en la represión de la insurrección. Por si fuera poco, para muchos militares, la izquierda obrera estaba reivindicando una reorganización del Ejército, una reforma radical que, según palabras del dirigente comunista José Díaz, sustituiría a un Ejército que estaba bajo el mando de «los monárquicos y fascistas» por «un Ejército del pueblo». Los miedos de la izquierda de que algunos generales no asimilaran la victoria del Frente Popular estaban justificados. Entre el 16 y el 18 de febrero, el jefe del Estado Mayor del Ejército, el general Franco, el cerebro gallego que se hallaba detrás del aplastamiento de la revolución asturiana, presionó en repetidas ocasiones a Portela Valladares para que se aferrara al poder de forma indefinida declarando el estado de guerra. La noticia del fracaso de lo que Payne ha llamado «una especie de golpe constitucional» se expandió enseguida por Madrid e intensificó las reivindicaciones de un castigo ejemplar contra los militares que perpetraron la represión de «octubre», sobre todo el general Eduardo López Ochoa, que era el jefe de operaciones en Asturias y responsable de lo que Mundo Obrero calificó como «las atrocidades infrahumanas». López Ochoa siguió manteniéndose al margen de conspiraciones en contra del Gobierno republicano, si bien sufriría una terrible muerte en agosto de 1936 (véase el capítulo 6). No puede decirse lo mismo de otros militares. Desde el momento en que el Frente Popular se hizo con el poder, varios grupos de la Unión Militar Española (UME), una asociación semiclandestina de oficiales de derechas creada a finales de 1933 para defender sus intereses corporativos, plantearon la posibilidad de un golpe en sus acuartelamientos de toda España. En Madrid, una junta de generales retirados se reunía periódicamente para tramar la rebelión y estuvo en contacto con jefes activos, como Franco. Estas conversaciones no permanecieron mucho tiempo en secreto. Ya el 18 de marzo, Carlos Masquelet, el ministro de la Guerra, declaró públicamente falsos «ciertos rumores… acerca del estado de ánimo de la oficialidad», insistiendo en que el Ejército seguía siendo fiel al Gobierno.
La afirmación de Masquelet era cierta en el sentido de que en aquel momento no existía una conspiración organizada. Según Gabriel Cardona, la junta de generales era simplemente «un órgano de discusión», mientras que la UME «continuaba con su espíritu burocrático, más apto para lanzar manifiestos que para preparar un golpe». Hasta finales de abril no emergió Emilio Mola, comandante del acuartelamiento de Pamplona, como líder de una red conspirativa nacional. Existen varios motivos para el relativamente lento avance del golpe militar. En primer lugar, el Gobierno era muy consciente de que había actividades subversivas entre el cuerpo de oficiales. José Alonso Mallol, el director general de Seguridad, organizó un sistema global de vigilancia que incluía la intervención de los teléfonos de los sospechosos. El ministro de la Guerra dispersó también a los líderes de la conspiración, enviando a Franco a las islas Canarias, al general Goded a las Baleares, y a Mola a Pamplona. Esto formaba parte de una reorganización más general realizada durante el mes de marzo para garantizar la lealtad de la plana mayor del Ejército al Gobierno. Cuando terminó, catorce de los veintidós cargos más altos estaban ocupados por republicanos de confianza y solo tres por conspiradores. La lealtad de los primeros quedaría demostrada en julio, aunque no sería suficiente para acabar con la rebelión.
La actitud hostil de los jefes de más alto rango fue solo uno de los obstáculos a los que se enfrentaron los supuestos rebeldes en la primavera de 1936. El inmovilismo dentro el cuerpo de oficiales era un problema mayor. Aunque los oficiales que eran abiertamente izquierdistas constituían una minoría dentro del Ejército, esto no significa que hubiera un gran deseo de insurrección. De hecho, el escaso éxito de los pronunciamientos en España desde el siglo XIX, simbolizado por el fracaso del golpe del general Sanjurjo en agosto de 1932, no animaba a que los oficiales pusieran en peligro sus carreras, sus pensiones y la seguridad de sus familias. Ni siquiera la creciente crisis en el orden público, ni la circulación de documentos falsificados que detallaban una supuestamente inminente revolución izquierdista provocaron un giro decisivo de opinión a favor de la rebelión en los cuarteles de la capital. Esto se puede ver en el tono desesperado e insultante de los panfletos dirigidos a los oficiales no comprometidos. «A los oficiales de la capital de España», decía uno de esos llamamientos, «No seáis cobardes. Prescindamos del estómago algún día. Todas las guarniciones de España y África os piden que os echéis a la calle para barrer cuanta inmundicia pasea por ella sus ambiciones… ¿Qué puede importarnos morir, si hemos de seguir viviendo esta vida de cobardes? Por España y siempre por España». Otro, dirigido a «Generales, jefes y oficiales», planteaba la pregunta retórica de: «¿No os aterra que la Bandera que se paseó por toda Europa y la raza que descubrió un mundo, sean destrozadas por el espíritu soviético de masas envenenadas, a las que un par de ametralladoras haría, sin duda alguna, volver a la realidad? ¿A qué aguardamos? ¿Qué esperan las guarniciones de toda España para volver por el prestigio militar perdido, y demostrar a Europa que no somos tan cobardes como con justicia lamentables [sic] nos motejan ya los periódicos extranjeros? ¿Vamos a esperar que se armen las milicias socialistas que ya está reclutando Largo Caballero, para constituir el Ejército Rojo?… Es necio esperar. Antes o después, esto habrá de resolverse por el Ejército y en la calle; cada día que pasa se crecen y se arman más las milicias rojas, baldón de España. Lo que ha de ser un día u otro… ¿Por qué no hoy, mejor que mañana?»[11] .
Esta falta de arrestos que se percibía entre los oficiales de la capital ayuda a explicar dos aspectos de la conspiración militar después de que Mola se convirtiera oficialmente en su «director» en el mes de mayo. El primero fue la decisión de hacer que el destino total del levantamiento no dependiera de lo que sucediera en Madrid. La victoria quedaría sellada con la convergencia de las columnas rebeldes en la capital. El segundo fue la expectativa de que la violencia extrema no se utilizara solamente contra los enemigos de izquierdas para garantizar el éxito del golpe, sino también contra los oficiales que no secundaran el movimiento militar. Tal y como escribió Mola en su «instrucción reservada número 5» del 20 de junio, «Ha de advertirse a los tímidos y vacilantes que aquel que no esté con nosotros está contra nosotros, y que como enemigo será tratado. Para los compañeros que no sean compañeros, el movimiento triunfante será inexorable». No fueron estas palabras vanas: los militares leales a la República fueron las primeras víctimas de la represión en aquellas zonas en las que la rebelión había triunfado.
Otro obstáculo para el desarrollo de la conspiración fue la relación de los militares rebeldes con los civiles. No había un bloque «reaccionario» sin fisuras. En realidad, la Iglesia no estaba implicada en los planes de Mola, a pesar de que los izquierdistas estaban seguros de que sí estaba estrechamente relacionada con la subversión antirrepublicana. De hecho, los planes del «director» de una «dictadura republicana» tras el golpe establecían específicamente que continuaría existiendo la separación entre Iglesia y Estado. Por otra parte, la Falange se había comprometido con la rebelión militar tras la «Carta a los militares de España» de José Antonio, escrita desde la prisión el 4 de mayo. Aun así, las negociaciones del dirigente fascista con Mola eran de todo menos fluidas, puesto que se resistía a aceptar la obviedad de que el partido sería solamente un socio minoritario en la insurrección contra el Gobierno, ordenando de forma muy poco realista el 29 de junio que la Falange solo participaría bajo sus propias insignias y líderes. Igual de desmandados, si no más, estaban los tradicionalistas, cuyo dirigente, Manuel Fal Conde, exigía un Estado carlista a cambio de la participación de los requetés.
Un barómetro útil del mayor o menor grado de avance de la conspiración lo constituía el general Franco. Mola le había designado para dirigir el Ejército de África, pero, para frustración suya, Franco no se había comprometido con la insurrección. De hecho, el 23 de junio, el futuro caudillo escribió a Casares Quiroga desde las islas Canarias haciendo hincapié en el deseo de los militares de colaborar con el Gobierno en la resolución de «los graves problemas de la patria». Si Franco esperaba que Casares Quiroga le confiara la tarea de restaurar el orden público, quedaría decepcionado: el presidente del Consejo de Ministros se identificaba con el «pueblo» antifascista. Aun así, es también cierto que Casares Quiroga no deseaba compartir el destino de Alexander Kerensky, el último primer ministro liberal de Rusia antes de la revolución bolchevique de 1917. Este temor, combinado con el exceso de confianza en su capacidad de ocuparse del levantamiento militar, hizo que Casares Quiroga vacilara, con funestas consecuencias a la hora de asestar un golpe mortal contra la conspiración a principios de julio. En cualquier caso, Mola se vio obligado a continuar con los últimos preparativos de la rebelión sin estar seguro de si se le uniría Franco (apodado «Miss Canarias 1936» por los exasperados conspiradores). Esta inseguridad no desapareció hasta que un asesinato político en Madrid vino a sugerir por primera vez que era «más peligroso no rebelarse que rebelarse»[12] .
EL ASESINATO DE CALVO SOTELO
Sobre las nueve y media de la noche del 12 de julio, en la calle Augusto Figueroa, esquina con Fuencarral, José del Castillo Sáenz de Tejada fue asesinado de un disparo. Este hombre, de 35 años, era teniente de la Guardia de Asalto —la Policía militarizada creada por la República en 1932— y socialista, y había participado en la fracasada insurrección de octubre de 1934. El nombre de Castillo formaba parte de una lista negra de la Falange y se le culpaba (injustamente) de la muerte del primo de José Antonio, Sáenz de Heredia, durante los disturbios que se produjeron con motivo del funeral de Anastasio de los Reyes el mes de abril anterior (véase más arriba). La Policía actuó con rapidez y arrestó a nueve falangistas. Sin embargo, la noticia de la muerte de Castillo, tal y como escribió Muñiz en su diario aquella noche antes de acostarse, «ha llenado de dolor y de rabia los ámbitos de todas las zonas izquierdistas de Madrid. Sobre el horizonte de las represalias se dibuja un arco de expectación». Mientras Muñiz dormía, se eligió al primer objetivo para la venganza: José María Gil Robles. Durante las semanas anteriores, el líder de la CEDA había sido cada vez más franco en su crítica en las Cortes hacia la tendenciosa política de orden público del Gobierno y, aunque no estaba activamente implicado en la conspiración militar, sí estaba informado de sus preparativos y había donado fondos electorales de la CEDA a Mola a primeros de julio. Por suerte para Gil Robles, este no estaba en su casa cuando fueron a buscarle, así que la atención se dirigió al segundo objetivo: José Calvo Sotelo. Este político monárquico se había convertido en la bestia negra de la izquierda por sus incesantes súplicas al Ejército de «salvar» a España, y había sido amenazado de muerte en las Cortes el 1 de julio, cuando el caballerista Ángel Galarza declaró que «contra el señor Calvo Sotelo toda violencia era lícita». Esta afirmación sería tachada de los registros parlamentarios, pero el futuro ministro de la Gobernación la repetiría delante de una muchedumbre extasiada aquel mes de agosto (véase el capítulo 6).
Por supuesto, para entonces Calvo Sotelo ya estaba muerto. Su asesinato fue un precedente del posterior terror en varios aspectos fundamentales. En primer lugar, lo llevó a cabo una brigada con mezcla de policías y milicias. Dirigida por Fernando Condés Romero, un capitán de la Guardia Civil socialista, incluía a guardias de asalto y milicianos de la prietista La Motorizada. Aunque no hubo orden alguna para su asesinato por parte de la DGS, Condés invocó su autoridad para convencer al político de que acompañara a los asesinos en plena noche. Este modus operandi sería utilizado en infinidad de ocasiones durante los cuatro meses posteriores. En segundo lugar, Calvo Sotelo fue víctima del gangsterismo: lo llevaron «a dar un paseo» en el asiento trasero de una camioneta de la Policía y se deshicieron de su cadáver en el cementerio de la ciudad. En tercer lugar, los dirigentes socialistas proporcionaron protección política a los autores del asesinato. No solo truncaron la posterior investigación policial —la diputada socialista Margarita Nelken ocultó a Condés y a Luis Cuenca, el miliciano que lanzó el disparo mortal—, sino que incluso impulsaron sus carreras. Aunque tanto Condés como Cuenca fueron muertos en combate durante los primeros enfrentamientos de la Guerra Civil, Santiago Garcés Arroyo, otro miembro de La Motorizada que participó en aquella brigada, se convirtió más tarde en jefe del SIM, la Policía militar secreta, en 1938. Garcés no sería el único prietista implicado en el terror que alcanzaría puestos de alto rango en el SIM (véase el capítulo 11).
De una forma más inmediata, los asesinatos de Castillo y Calvo Sotelo supusieron un catalizador de la acción. Por una parte, impulsaron a los conspiradores e hicieron que se adelantara la fecha de la rebelión. Por otra, las milicias socialistas y comunistas aumentaron sus patrullas por las calles de Madrid en busca de enemigos «fascistas». Prieto advirtió el 14 de julio que «si la reacción sueña con un golpe de Estado incruento, se equivoca». Ese mismo día, los diputados del PCE en el Parlamento presentaron una nota en la que solicitaban al Gobierno que disolviera «todas las organizaciones de carácter reaccionario y fascista», CEDA incluida, que confiscara sus activos, incluyendo los periódicos, y que se arrestara de inmediato a «todas aquellas personas conocidas por sus actividades reaccionarias, fascistas y antirrepublicanas»[13] . Aunque el resultado del inminente enfrentamiento seguía siendo incierto, estaba claro que la democracia liberal sería la gran perdedora.