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¡NO PASARÁN! MADRID

¡MENTIRA LA EXISTENCIA DEL CAOS!

Justo después de la medianoche del 27 de julio, un industrial llamado Julián Sosa Pérez salió de su casa cerca del Teatro Real con su esposa y la portera del edificio a tomar el aire. Enseguida los paró un grupo de milicianos armados que exigieron ver la documentación de Sosa. Tras enseñarles una cédula personal y su tarjeta de la Liga de Inquilinos, los milicianos le dijeron que aquello no era suficiente y ordenaron a Sosa que fuera con ellos. Según palabras de su hijo, quien denunció la desaparición aquella mañana en la comisaría de Palacio, Sosa se negó a acompañarlos, puesto que «no estaban autorizados para ello». Sin embargo, cambió de idea cuando le amenazaron con una pistola y lo metieron en un coche. Identificaron su cuerpo en el cementerio del Este al día siguiente. El destino de Sosa Pérez es un buen indicativo de quién detentaba el poder durante los días posteriores a la rendición de los rebeldes militares. Al día siguiente del arresto de Sosa, el Ministerio de la Gobernación recordó a los ciudadanos que para «circular libremente por las calles de Madrid no se precisará carné político o sindical». Pero los llamamientos públicos a las milicias en la prensa constituían un modo más efectivo de garantizar la seguridad personal que la actuación de la Policía. El 23 de julio, El Socialista publicó una nota que decía: «Se ha hecho correr con falsedad el rumor de que quienes habitan en los bloques de casas llamadas de las Flores, entre las calles de Rodríguez Sampedro, Hilarión Eslava, Menéndez Valdes y Gaztambide, son exclusivamente fascistas». Haciendo hincapié en que aquello no era cierto, puesto que un «gran número» de izquierdistas y extranjeros vivían en aquellos edificios del barrio de Chamberí, suplicaba que las milicias «no acepten estas ni otras generalizaciones semejantes, que pueden ocasionar lastimosas equivocaciones».

La dominación antifascista de las calles iba acompañada de la ocupación de propiedades «fascistas». Tal y como apuntó Santos Juliá, en julio de 1936 no se intentó llevar a cabo una toma del poder revolucionaria siguiendo el modelo bolchevique de 1917: los símbolos del poder del Estado republicano, tales como las Cortes, el Palacio Nacional, el Banco de España y los Ministerios de la Gobernación y de la Guerra permanecieron tal cual mientras las milicias asaltaron los supuestos centros de la rebelión. La cuestión de quién se impondría finalmente tendría que esperar hasta que la victoria estuviera asegurada. Incluso los anarcosindicalistas, cuyas actividades revolucionarias hicieron tanto por desestabilizar el orden público en la ciudad antes de la rebelión, afirmaron públicamente su compromiso con la República. Una declaración oficial emitida tras la caída del cuartel de la Montaña recalcaba que «la CNT [está] orgullosa del acto realizado… El pueblo español… ha derrotado a los que desde hace mucho tiempo venían desde las las sombras fraguando el complot… ¡Viva la CNT! ¡Viva la República!». El objetivo final de la victoria quedó sellado en una reunión celebrada el 24 de julio entre el Comité Regional del Centro de la CNT y los Comités Centrales del PCE, el PSOE y las JSU. Un comunicado conjunto recalcaba que en la lucha por la libertad y los derechos del «pueblo» antifascista, «es obligación esencial tener una identificación hasta terminar con los enemigos de los trabajadores» [1].

Un aspecto de esta «identificación» era la confiscación de los periódicos del enemigo ideológico. El monárquico ABC, la publicación de mayor circulación antes de la guerra, fue tomado por la UGT y Unión Republicana. Pese a que el diario de Juan Ignacio Luca de Tena aparecería el 25 de julio de forma incongruente bajo su mismo formato y declarando su lealtad a la República, otros periódicos católicos desaparecieron de forma definitiva con la rebelión. Las instalaciones de Editorial Católica, dueña de El Debate y Ya, fueron confiscadas por Izquierda Republicana y el PCE el día 23 de julio, y utilizaron su imprenta para reproducir Política y Mundo Obrero. Aquel mismo día se celebró el acuerdo entre la UGT y la CNT con respecto al futuro de Informaciones, que formaba parte del imperio empresarial de Juan March, y el periódico carlista El Siglo Futuro. Informaciones, que estaba bajo la dirección de Antonio Gascón, se convertiría en el órgano portavoz de Indalecio Prieto; El Siglo Futuro dejó de publicarse cuando el Comité Nacional de la CNT empezó a usar su imprenta para publicar su diario madrileño CNT. Para primeros de agosto, se había llegado a la producción de 25.000 copias del periódico anarcosindicalista, nada que ver con sus difíciles antecedentes previos a la guerra, cuando la falta de dinero y la persecución del Gobierno habían interrumpido con frecuencia su salida.

Además de confiscar periódicos, Crónica apuntaba el día 29 de julio que «las fuerzas políticas y sindicales encuadradas en el Frente Popular han instalado sus locales en los que ocupaban antes las organizaciones de signo contrario». El Partido Comunista ocupó las instalaciones de Acción Popular, en la calle Serrano, la noche del 20 al 21 de julio. La salida de sus anteriores dueños había sido repentina. Un periodista del Crónica al que mostraron el antiguo despacho de Gil Robles vio sobre una mesa «los mismos libros, papeles y periódicos que había cuando todavía estaba ocupado por el jefe de las fuerzas de Acción Popular». Los efectos personales del líder de la CEDA no fueron las únicas cosas que los comunistas encontraron en la sede central de Acción Popular. José Díaz, líder del PCE, y Vittorio Codovilla, representante del Comintern en España, informaron a Moscú el día 21 que, tras la toma de posesión de «aquel magnífico edificio», habían encontrado los registros de las organizaciones de la CEDA, incluidos los del movimiento juvenil, las JAP. Codovilla prometió «guardarlos en un lugar seguro después de haberlos estudiado». La ocupación de las oficinas de las organizaciones contrarias al Frente Popular arrojaría mucha información relativa a sus afiliados. Aunque los falangistas habían conseguido destruir la mayor parte de sus registros, en septiembre de 1936 se habían confiscado los registros de Acción Popular, Renovación Española, Unión Militar Española y los Tradicionalistas para transferirlos al «Fichero de Matices Políticos» o «Control de Nóminas» de la Secretaría Técnica de la Dirección General de Seguridad, bajo el control del policía profesional y socialista José Raúl Bellido[2]. Como veremos en capítulos posteriores, este arsenal de documentos fue fundamental para la identificación de «fascistas» durante los seis meses siguientes.

Las organizaciones de izquierdas no solo ocuparon las instalaciones de sus antiguos enemigos políticos. Varios clubes exclusivos fueron objetivos muy preciados. El 22 de julio, la Juventud de Unión Republicana tomó el control del Casino de la Gran Peña, en la calle Conde de Peñalver, mientras que las JSU se apropiaron del Casino Nuevo Club de la calle de Alcalá. Sin embargo, estas confiscaciones no fueron más que una parte de un proceso de apropiación de patrimonio del enemigo ideológico. Más de 500 edificios particulares, entre los que se incluían iglesias, monasterios y palacios aristocráticos, fueron ocupados durante las dos primeras semanas de la guerra. También se confiscaron empresas como los Canales de Lozoya, la Compañía de Ferrocarriles del Norte y la de Atocha, Telégrafos, Telefónica y los depósitos de CAMPSA. La dirección de las empresas confiscadas no se encontraba generalmente en manos de un único partido o sindicato. La Compañía de Ferrocarriles del Norte, por ejemplo, fue tomada por un comité central compuesto por representantes del Sindicato Nacional Ferroviario de la UGT y de la Federación Nacional de la Industria Ferroviaria de la CNT. Otras compañías estuvieron dirigidas por comités del Frente Popular, entre quienes se encontraban republicanos burgueses.

Aquello tenía toda la apariencia de ser una revolución y, de hecho, la capital se «proletarizó» cuando los madrileños cambiaron sus corbatas, sombreros y cuellos duros por monos, boinas y barbas. Aquel cambio de moda trajo la ruina para algunos. Entre los muchos «delitos rojos» denunciados por el periódico franquista Ya en abril de 1939 estaba la caída de las ventas en las tiendas de sombreros. «Los rojos enemigos del sombrero», decía. «En seis meses, una tienda no vendió más que tres». Paradójicamente, la intención declarada era la de restablecer la «normalidad». El 29 de julio, Dolores Ibárruri, mientras hablaba en Unión Radio en nombre del Comité Central del PCE, hizo la increíble aseveración de que las vidas y las propiedades, especialmente las de sacerdotes y religiosos, estaban siendo respetadas y protegidas. «[¡] Mentira la existencia del caos [!]», proclamó desde el micrófono. Pese a que su discurso iba dirigido principalmente a un público extranjero, sus declaraciones no fueron más que la versión extrema de lo que estaba diciendo la prensa durante los diez días posteriores a la rebelión. Claridad elogió «el aspecto que ofrece Madrid» el día 24 de julio. «Madrid recobró de manera extraordinaria su animación», aseguraba el periódico de Largo Caballero. «Todo el comercio, abierto: los mercados, con su peculiar animación; los cafés, especialmente los céntricos, muy concurridos. En todas partes se celebraban los triunfos de las fuerzas adictas al Gobierno del Frente Popular».

En cierto modo, se hacía tanto hincapié en el hecho de que los negocios proseguían con normalidad para asegurar el continuado funcionamiento de los servicios básicos y suministros de comida de la ciudad. Apenas había terminado la lucha en el cuartel de la Montaña cuando las organizaciones del Frente Popular ordenaron a sus seguidores que volvieran al trabajo. A las cinco y media de la tarde del día 20 de julio, la Casa del Pueblo, con el apoyo de los partidos socialista y comunista, emitió una nota a sus compañeros recordándoles la «obligación» de volver a sus trabajos al día siguiente, a menos que estuvieran llevando a cabo «una misión especial». Similares mensajes lanzaron los Comités Ejecutivos de los Sindicatos de Ferroviarios y de Panaderos de la UGT. Incluso la CNT asumió la necesidad de volver al trabajo. Aunque la enconada huelga de la construcción no fue cancelada de manera oficial hasta el 1 de agosto, se permitió a sus seguidores realizar las tareas necesarias para construir nuevas sepulturas a partir del 25 de julio. El deseo común de mantener Madrid abastecido y trabajando condujo a la colaboración con el Gobierno y las autoridades municipales. Reconociendo la realidad del control de los trabajadores, el día 25 de julio, el Gobierno republicano creó el Comité de Intervención de Industrias con el fin de centralizar las actividades de los numerosos comités de trabajadores de la UGT y la CNT que se habían hecho con las empresas. Tres días más tarde, tras una reunión con representantes de las organizaciones políticas del Frente Popular así como de la CNT y la UGT, el Ayuntamiento de Madrid acordó coordinar la distribución de comida a los milicianos y a sus familias. Como parte de una campaña de prensa para tranquilizar al público con el anuncio de que la rebelión no había interrumpido seriamente el suministro de alimentos en la capital, un artículo del Crónica del 29 de julio describía un comedor del Círculo de Bellas Artes que ya estaba sirviendo a 30.000 familias[3].

Pero aquellos reconfortantes artículos no reflejaban la realidad para muchos madrileños. El doctor Gregorio Baquero Gil, un microbiólogo que posteriormente fue nombrado profesor encargado de la asignatura de Higiene y Sanidad de la Universidad Central por el Gobierno republicano, escribió en su diario, el día 27 de julio, que «Las noticias relativas a los abastecimientos a la capital de España, no coinciden en absoluto con la realidad de tales abastecimientos, insuficientes y precarios». El temor popular a la escasez de alimentos desencadenó la tragedia, al menos, en una ocasión. El día 2 de agosto, Francisco Daza Rodríguez hacía cola en una panadería de la calle de los Artistas, en Cuatro Caminos, cuando un empujón de una mujer hizo que cayera al suelo, lo que le provocó heridas que le causaron la muerte. El miedo relativo al suministro de alimentos se intensificó durante el verano, cuando la pérdida de zonas agrícolas y la afluencia de refugiados aumentó la demanda pero redujo el abastecimiento. Tras el fracaso de la rebelión, se dijo que cualquier trastorno era inspirado políticamente. Hubo un consenso entre el Gobierno y las organizaciones de trabajadores del Frente Popular de que no existían razones legítimas para que los negocios mantuvieran sus puertas cerradas. El día 22 de julio, enfrentándose al hecho de que algunas empresas no habían vuelto todavía a reemprender su actividad, el ministro de la Gobernación, Sebastián Pozas, anunció que todos los industriales debían abrir con normalidad o serían castigados. Desde luego, existían motivos perfectamente válidos por los que algunos eligieron no trabajar con normalidad. Los comerciantes temían el robo de sus existencias: el mismo día de la orden de Pozas, el alcalde Pedro Rico suplicó a las milicias que no confiscaran los suministros de los almacenes. Los que tenían sus actividades en áreas obreras se vieron especialmente afectados. En Puente de Toledo los tenderos que ya habían ampliado sus líneas de crédito a los trabajadores que seguían la huelga de la construcción vieron cómo individuos armados confiscaban sus existencias bajo la consigna de «UHP» (Unión de Hermanos Proletarios).

Claramente, aquellos que realizaban su actividad comercial con normalidad corrían un evidente riesgo de muerte. Eladio López Matasanz, dueño de un bar cerca de la Plaza Mayor que permaneció abierto, fue detenido la tarde del 27 de julio por varios hombres a los que él había denunciado a la Policía cinco meses antes por negarse a pagar la cuenta. Su cuerpo fue encontrado al día siguiente en la carretera de Extremadura, en Carabanchel Alto. Aun así, la negativa a aceptar «el trabajo con normalidad» era considerada por algunos como un acto coordinado de traición. El periodista comunista César Falcón recordaba en 1938 que «la reacción, combinado las acciones, ha emprendido el ataque económico. Toda la industria, el comercio, la banca han quedado, de pronto, acéfalos [sic]. Han desaparecido los dueños y directores de casi todas las fábricas y grandes talleres, los propietarios de las casas, los gerentes de las oficinas. La desaparición se ha realizado a una, obediente a la voz de mando». Debe recalcarse que la determinación de minimizar el trastorno económico en Madrid se basaba fundamentalmente en el deseo de maximizar los recursos de la ciudad para su defensa. El control de los trabajadores —con la aquiescencia del Gobierno— se extendió rápidamente a las empresas cuya producción —como el vestido— era considerada vital para la guerra. Los sindicatos exhortaron a los trabajadores a que intensificaran la producción: los miembros del Sindicato Metalúrgico de la CNT hicieron largos turnos para convertir los camiones en vehículos blindados. Muchas confiscaciones tenían un fin militar: los hoteles Ritz y Palace fueron utlizados como hospitales de sangre; se convirtió el palacio de Medinaceli en el cuartel general de las milicias socialistas[4].

EL SURGIMIENTO DE TRIBUNALES REVOLUCIONARIOS

Los edificios confiscados para convertirse en cuarteles de milicias también serían rápidamente utilizados como bases para tribunales revolucionarios. La mañana del 20 de julio, los comunistas ocuparon el monasterio de la Visitación de las Salesas, en la calle San Bernardo números 72-74. La mayor parte de la comunidad había dejado el convento en abril de 1936 y solo quedaron siete monjas para entregar las llaves. Un ala del edificio (el número 72) albergó el batallón Victoria o Capitán Benito del quinto regimiento en la planta baja, la brigada de investigación ¡No pasarán! del partido en la segunda, y el tribunal en la tercera o superior. A los prisioneros se les mantenía en la planta superior del número 72, mientras que los bienes confiscados a las víctimas se guardaban en la iglesia.

Esta distribución hizo realidad la tesis comunista de que existía una estrecha ligazón entre el frente y la retaguardia. Tal y como explicaba Mundo Obrero en un editorial titulado «La Guerra en la Retaguardia», del día 7 de agosto, «El enemigo deja siempre a retaguardia… innumerables agentes emboscados, cuenta con espías organizados y voluntarios, dispone de una red bien disimulada de pequeñas facciones solapadas, que actúan arteramente desde las sombras. Estos adversarios no cesan en el ataque. Desde sus escondites… sostienen contra nuestro heroico Ejército un paqueo silencioso y constante». El otro ala del monasterio, el número 74, se convirtió en las oficinas centrales de la organización de distrito del partido (Radio Oeste o Radio 8), bajo la dirección de Agapito Escanilla de Simón. Durante el verano, el partido del distrito se mostró extremadamente activo entre la comunidad local, distribuyendo cupones de comida y movilizando a los vecinos para la guerra: se abrieron talleres para hacer ropa para las milicias y se recaudó dinero para las víctimas del fascismo. Pero la proximidad entre el tribunal revolucionario y el partido local no era meramente espacial. Uno de los componentes del primero era hermano de Agapito. Pianista antes de la Guerra Civil, Carlos Escanilla de Simón había destacado en la organización de las actividades culturales de la Radio antes de que el partido lo llamara para juzgar a «fascistas». En cierto modo, por tanto, el tribunal revolucionario —con su brigada de investigación ¡No pasarán!— no fue más que otro «servicio» que la Radio proporcionaba al distrito. De hecho, los muebles de los prisioneros que confiscaron los hombres de la brigada ¡No pasarán! fueron posteriormente distribuidos entre los vecinos antifascistas.

Aunque el tribunal revolucionario de la calle San Bernardo, 72 se convertiría en el instrumento comunista de justicia extrajudicial más activo y temido, sus múltiples actividades estaban lejos de ser las únicas dentro del PCE madrileño. Radio Ventas, por ejemplo, proporcionaba una variedad de «servicios» igualmente diversa a su comunidad del este de Madrid, compuesta principalmente por obreros. Situada desde aquel mes de julio en la antigua sede central de Acción Popular, en la carretera de Aragón número 129, su secretario general era Faustino Villalobos García, alias El Paleto. A finales de septiembre, la Radio había creado cuatro escuelas y había distribuido también 300.000 kilos de carbón. Sus cocinas repartían diariamente 1.000 barras de pan y daban comidas baratas para 200 personas. Con los beneficios llegaron las obligaciones. Desde el estallido de la guerra, se dedicaba enérgicamente a reclutar hombres para el batallón de la milicia local del partido situado en la Plaza de las Isabelas, en el cercano pueblo de Canillas. Villalobos se convertiría después en el jefe del batallón, pero durante las primeras semanas del conflicto, dirigió su atención a vencer la amenaza que suponían los «fascistas» locales. Tras apropiarse de varios edificios del barrio para que sirvieran como centros de detención, actuó como presidente de un tribunal revolucionario situado en la carretera de Aragón número 129. Los prisioneros condenados serían fusilados en las instalaciones o en el cercano cementerio del Este[5].

Así pues, los tribunales revolucionarios comunistas surgieron como parte de la movilización general de los partidos locales para la guerra. Lo mismo se puede decir de otras organizaciones políticas y sindicales. El tribunal revolucionario más importante de la CNT-FAI en Madrid actuaba desde el cine Europa, en la calle Bravo Murillo, situado en el corazón del popular barrio de Cuatro Caminos, al norte de Madrid. Confiscado la noche del 21 de julio, el cine se convirtió rápidamente en parte de un complejo que no solo actuaba como punto de concentración de todas las milicias anarcosindicalistas destinadas al frente desde Cuatro Caminos, sino también de las que provenían de los barrios colindantes de Tetuán, Chamartín y Chamberí. Una parte del edificio se convirtió en la sede administrativa de estas columnas y los milicianos eran alojados en el grupo escolar Jaime Vera, situado en el edificio de al lado. El tribunal revolucionario —conocido como comité de defensa— y sus brigadas de investigación/ejecución ocupaban otra parte del cine. Muchos de los asesinos —pero no todos— eran llamados desde las Juventudes Libertarias y el Ateneo Libertario del barrio. Así, un miembro fundamental del tribunal y jefe del escuadrón de la muerte fue Santiago Vicente Arrué, alias El Chaparro, secretario de distrito de las Juventudes Libertarias de Cuatro Caminos. Pero desde el mes de julio las ejecuciones solo constituían una parte de sus tareas. El comité de defensa colaboraba con otros comités del cine Europa para proporcionar una amplia variedad de actividades culturales y socioeconómicas. Haciendo uso de los materiales de enseñanza encontrados en el grupo escolar Jaime Vera, establecieron una escuela racionalista en otra parte del cine. Sus brigadas consiguieron «donaciones» de comida y ropa de los comercios de la zona. Buena parte se destinaba a las columnas de la CNT-FAI en el frente, pero algunos suministros eran donados a los hospitales de Madrid. De hecho, el complejo del cine Europa incluso controló una vaquería de la carretera de Fuencarral que proporcionaba leche al hospital de Recoletos, en la calle Velázquez. Esta generosidad no se limitaba a los artículos esenciales. Una de sus brigadas de investigación/ejecución confiscó la juguetería El 0,65, en la calle Bravo Murillo, y repartió sus existencias entre unos encantados niños en la puerta del cine.

El comité de defensa del cine Europa fue excepcional solamente por el tamaño y la escala de sus actividades. Por ejemplo, en agosto contaba también con una sección de transporte que siempre garantizaba la disponibilidad de cinco o seis coches para sus operaciones. Se crearon otros tribunales revolucionarios de la CNT-FAI que funcionaban en contextos más modestos. El Ateneo Libertario de Barrios Bajos realizaba su purga del barrio de Lavapiés desde sus dos plantas de la calle Mesón de Paredes número 37, cerca de la Plaza de Tirso de Molina. El edificio, un convento confiscado en julio, no era particularmente espacioso. La primera planta estaba dominada por el comité de abastos, que mantenía su almacén. Los cuartos del portero, José Barreiro, un botiquín, un vestuario, la guardia y el polvorín del edificio y un dormitorio se apiñaban también en la misma planta. Los prisioneros eran alojados en una sola habitación del segundo piso, enfrente de la sala del comité de defensa que decidía sobre su destino. Aunque la afirmación de la Policía franquista de más de 700 sentencias a muerte constituye una clara exageración, puede que hubiera hasta 50 muertes. Al igual que en el cine Europa —y otros tribunales revolucionarios de la CNT-FAI—, las ejecuciones tenían lugar en medio de las rutinarias pero necesarias tareas burocráticas de recolección y redistribución de suministros.

La emergente simbiosis entre guerra, revolución y terror es también evidente dentro de la Agrupación Socialista Madrileña. El 22 de julio, el Círculo Socialista del Norte se apropió del convento de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, en la calle Francisco Giner —más tarde Paseo del General Martínez Campos—. Su presidente, Virgilio Castejón, fue pronto conocido como «el comandante» por su celo en la organización del batallón de la milicia Los Abisinios. El Círculo fundó también la escuela Largo Caballero y gestionó las rentas de las propiedades confiscadas en el distrito de Chamberí. Aun así, el antiguo convento se destinaría pronto a ser la base de un tribunal revolucionario, y a finales de julio, los prisioneros condenados eran llevados al batallón de milicia Largo Caballero que se alojaba en el cuartel de la Montaña. Después de que se les diera «muy buen trato» e incluso «tabaco en abundancia», las víctimas eran sacadas en un coche gris llamado La Burra para ser fusiladas[6].

Aun así, los tribunales revolucionarios no fueron el resultado inevitable de la movilización antifascista. Aunque algunas secciones de distrito de Unión Republicana e Izquierda Republicana establecieron sus propios batallones de milicia y administraban los bienes confiscados, no existen pruebas de que juzgaran y ejecutaran a prisioneros. Además, no todos los círculos socialistas formarían finalmente sus propias secciones de justicia revolucionaria. En la calle O’Donnell número 8, un hotel que anteriormente había sido propiedad de Alejandro Lerroux, fue un centro de actividad socialista desde el comienzo de la guerra. Al igual que la sede central del Círculo Socialista del Este, actuaba como oficina de reclutamiento para las milicias socialistas y como centro cultural y educativo. También se fabricaban uniformes dentro de las instalaciones. Pero el Círculo, bajo el mando de su presidente, Julián Burgos, no llegó a establecer su propio tribunal revolucionario durante el verano de 1936, aunque el hotel alojó temporalmente a un pequeño número de prisioneros —no más de diez[7].

La llegada de los tribunales revolucionarios a Madrid no fue consecuencia de un proceso «de arriba abajo». Aunque los dirigentes de izquierda se mostraron reacios a criticar a sus propios militantes por la aparición de cadáveres en los espacios públicos de la capital, se esforzaron por ejercer su autoridad durante las primeras semanas de la Guerra Civil. Esto ocurrió especialmente en la CNT-FAI. En el Pleno de Sindicatos Únicos de Madrid, que tuvo lugar en la ciudad en enero de 1937, se leyó un informe oficial que lamentaba que hasta «la primera decena del mes de agosto próximo pasado [sic]… todos los organismos confederales se dedicaban aún a hacer la guerra sin organización, acudiendo cada cual a donde creía conveniente». Especialmente caótica era la Federación Local de Ateneos Libertarios. Las primeras dos semanas de la guerra fueron testigos de la incontrolada expansión de ateneos a medida que los anarquistas trataban de tener presencia en aquellas zonas de la ciudad en las que su fuerza antes de la guerra había sido débil. Entre ellos estaba el Ateneo Libertario del Retiro, bajo el liderazgo de Mariano García Cascales, un mecánico y faísta de 21 años que más tarde se convertiría en consejero de Información y Enlace de la Junta de Defensa de José Miaja en Madrid (véase el capítulo 11). Cascales se había visto obligado a entrar en una milicia del Círculo Socialista del Este para conseguir un arma durante la rebelión y estaba decidido a ampliar el poder de la CNT-FAI en el adinerado barrio de Salamanca. Junto a un equipo de leales compañeros, se apoderó de siete edificios para el nuevo Ateneo, desde el 22 de julio, estableciendo su comité de defensa director en una residencia de estudiantes católicos de la calle Narváez número 11. Mientras otros comités del Ateneo proporcionaban servicios y materiales culturales a otras organizaciones de la CNT-FAI, el comité de defensa se erigió como tribunal revolucionario, en parte con el fin de castigar a quienes se oponían a su original confiscación de propiedades. Aun así, no todos los nuevos centros de la CNT-FAI se convirtieron en tribunales revolucionarios. El faísta Melchor Rodríguez García ocupó de forma independiente el Palacio del Marqués de Viana, en la calle Duque de Rivas, el día 21 de julio con la intención de salvar vidas (véase el capítulo 6).

Los líderes socialistas también tuvieron difícil la dirección de las actividades de sus militantes. La coordinación de los círculos socialistas era mala debido a que el comité ejecutivo de la Agrupación Socialista Madrileña, que incluía a figuras nacionales como Francisco Largo Caballero, Julio Álvarez del Vayo, Wenceslao Carrillo y su secretario, Enrique de Francisco, estaba ocupado en tareas bélicas. Tal y como dijo Pablo Ochoa, secretario del Círculo Socialista de Puente de Segovia, ante los líderes de la ASM en julio de 1937, «Todos sabéis, que al comenzar el movimiento subversivo y por ser hombres verdaderamente representativos… [habéis sido] designados en su mayoría para ostentar representaciones estatales». Se quejaba de que esto supuso que «La Agrupación vino desenvolviéndose de mal en peor». Los militantes de base ocuparon edificios por propia iniciativa. En Puente de Toledo, un grupo de socialistas locales, conducidos por Alberto y Eustaquio Forjas, se apoderaron de Camino de San Isidro número 2, expulsando al propietario. Establecieron una especie de tribunal de investigación en el bar de la planta baja, aunque una investigación de la Guardia Civil, después de la guerra, sobre sus actividades no consiguió revelar mucha información, lo cual indica que fue efímero o que no tuvo ninguna actividad.

No se debe suponer que el PCE proporcionó un panorama muy diferente al de sus rivales de la izquierda. En 1937 Pedro Checa, secretario de organización, apuntó en un pleno del Comité Central que aunque «nuestro Partido era la fuerza más organizada», inmediatamente después de la rebelión sus actividades «tenían en muchos casos un estilo de improvisación heroica y más de intuición revolucionaria que de organización, método y sistema». Las Juventudes Socialistas Unificadas tampoco siguieron la línea del centralismo democrático leninista aquel mes de julio. La labor de sus radios en los distintos distritos, que al igual que sus homólogos del PCE pronto incluiría la justicia revolucionaria extrajudicial, no comenzó a estar bien coordinada hasta que los líderes locales empezaron a reunirse con regularidad en la calle Zurbano 68, a finales del verano. Para entonces, este centro de las JSU tenía su propio tribunal revolucionario (véase el capítulo 5)[8].

En cualquier caso, la actividad criminal de los tribunales revolucionarios era relativamente lenta en su desarrollo del mes de julio. El mes de agosto marcaría una nueva fase, más sangrienta, del terror. Esto no quiere decir que las cifras globales de víctimas durante los doce primeros días de la guerra fueran insignificantes. En fecha tan temprana como el 21 de julio, hubo asesinatos a intervalos regulares en distintos lugares, tanto dentro como fuera de la ciudad. Uno de estos lugares fue la Casa de Campo. Carlos Gascueña Palomo, guarda jurado municipal del parque en julio de 1936, testificó después de 1939 que unos milicianos que entraban por el Puente de los Franceses estaban ejecutando a prisioneros en la parte norte de la Casa de Campo por la noche. Después enterraban a los cadáveres en el cementerio del Este, siguiendo órdenes del Juzgado de Guardia. Entre el 23 y el 31 de julio se inhumaron 372 víctimas —de las cuales solamente 82 fueron identificadas— en las fosas comunes del principal cementerio de la ciudad. Otro lugar donde se llevaron a cabo muchas ejecuciones y enterramientos durante los primeros días de la Guerra Civil fue el pueblo de Chamartín de la Rosa, que por entonces estaba a las afueras, en la parte norte de Madrid. El 25 de julio el alcalde ordenó a los médicos locales que no realizaran autopsias de cuerpos abandonados en el municipio, «teniendo en cuenta la gran aglomeración de cadáveres que existen limitándose a certificar la defunción».

También hay diferencias cualitativas entre las matanzas de julio y las de los meses siguientes. Era menos probable que las víctimas pasaran por un proceso de detención, interrogatorio y juicio antes de su ejecución: las muertes tendían a ser más rápidas. A Enrique González Mellen, párroco, lo vio un limpiabotas saliendo arrestado de su iglesia, en la Plaza de Manuel Becerra, el día 21 de julio. Lo llevaron de inmediato a la carretera de Aragón, lo fusilaron cerca de una taberna y abandonaron su cuerpo en el cementerio de Canillas. Algunos no tenían tiempo de ponerse antes en contacto con ningún amigo ni familiar. Francisco Poveda Larios, un falangista de 22 años que trabajaba como empleado en la compañía de seguros Plus Ultra, fue arrestado en su oficina de la Plaza de las Cortes el día 23 de julio y desapareció. Ángel Huerga Fierro, estudiante de 27 años, consiguió hacer una llamada telefónica a un amigo tras ser detenido en una pensión el 21 de julio, pero su conversación se cortó antes de que Huerga dijera dónde se encontraba, y nunca más lo volvieron a ver. Con todo, no se debe exagerar la probabilidad de una ejecución sumaria tras los arrestos de julio de 1936. Un examen de los cientos de declaraciones hechas por parientes y amigos de víctimas tras la Guerra Civil revela que la experiencia más común sufrida por los que fueron detenidos en julio fue la del encarcelamiento, seguido de ejecución unas semanas o meses después. De hecho, la cuestión de qué hacer con los prisioneros se convirtió en un asunto apremiante hacia la primera semana de agosto (véase el capítulo 6).

También se debe recordar que la Policía uniformada no siempre se mostró pasiva ante lo que estaba ocurriendo a su alrededor. La acción de muchos policías municipales, guardias civiles y guardias de asalto evitó más crímenes. Esto ocurrió especialmente en el caso de sacerdotes y religiosos. La mañana del 20 de julio, el colegio franciscano del Cardenal Cisneros y San Antonio, en la calle Duque de Sexto, fue asaltado por las milicias del colindante barrio de la Guindalera que iniciaron un registro en busca de armas. Pese a no encontrar ninguna, la comunidad fue puesta en fila en el patio, temerosa de ser ejecutada. En ese momento llegó un destacamento de guardias de asalto y «a duras penas logró imponerse a los milicianos» y se llevó a los religiosos al cuartel local. Del mismo modo, la tarde del 22 de julio, el colegio de los Padres Agustinos, en la calle de la Bola, sufrió un registro de cinco horas por parte de un pelotón mixto de milicia y Policía que buscaba armas en vano. Cuando los milicianos quisieron llevarse a seis hermanos que seguían en el edificio con ellos, los policías se opusieron tenazmente y, en cambio, fueron conducidos finalmente a una comisaría cercana. La Dirección General de Seguridad, bajo el mando de José Alonso Mallol, también trató de mitigar la explosión de violencia anticlerical. El 19 de julio, la mayor parte de la comunidad del convento dominico de Catalina de Sena, en la calle Mesón de Paredes, salió sin incidentes en busca de un alojamiento más seguro. Sin embargo, el capellán se quedó y, mientras trataba de huir de la vicaría a primera hora del 20 de julio, fue detenido por milicias anarcosindicalistas que lo amenazaron de muerte. En ese momento, una monja que había permanecido en el convento telefoneó a la DGS y el capellán fue puesto bajo custodia antes de ser liberado[9].

EL NOBLE «PUEBLO»

Esto no implica que existiera deseo alguno en la DGS de buscar confrontaciones con las recién armadas milicias. Enfrentándose a una rebelión que tenía poco que ver con ellos, la mayor parte dentro del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, la policía de investigación criminal, adoptó una actitud ambigua a la espera de resultados claros. El comisario general de la Brigada de Investigación Criminal, Antonio Lino Pérez, que se encontraba en plena investigación del asesinato de Calvo Sotelo, se dirigió con sus subordinados más inmediatos a la localidad madrileña de Galapagar el fin de semana del 18 al 19 de julio para ocuparse de la seguridad de su familia. En el camino de vuelta a la capital, Lino detuvo el coche para valorar la conveniencia de dirigirse hacia el norte para unirse a las fuerzas del general Mola. Los ocupantes acordaron que «una actitud pasiva» era la mejor política a seguir y el grupo de Lino regresó a la ciudad. No fueron los únicos. En 1940 un informe de la DGS apuntaba que «el 18 de julio, el Cuerpo de Investigación y Vigilancia se destaca por una labor absolutamente pasiva». Esta actitud no pasó inadvertida. Hacia el 24 de julio, los ataques a sus agentes y las amenazas a sus familias por parte de milicianos constituían una práctica lo suficientemente común como para obligar al Ministerio de la Gobernación a emitir un comunicado de prensa que recalcaba la «adhesión entusiasta [del Cuerpo] al régimen republicano». En particular, se elogiaba la labor de los agentes con términos superlativos: «Sin horas de descanso y con laboriosa tarea hacen registros y practican detenciones y dan un vivo ejemplo de lealtad y de compenetración».

Tal exageración de la verdad reflejaba la desesperación del Gobierno republicano por conservar la apariencia de autoridad en Madrid. Pero no se puede decir que estas lamentaciones públicas sobre la falta de control ofrecieran una clara condena de la violencia durante la rebelión o después de esta. El Gobierno tuvo cuidado de no ofender al «pueblo» antifascista. El comunicado antes mencionado del Ministerio de la Gobernación culpaba de las agresiones dirigidas contra el Cuerpo de Investigación y Vigilancia a «individuos armados, que sin duda no pertenecen a organizaciones del Frente Popular». A los «fascistas» se les culpaba siempre de alteraciones del orden público. La tarde del 20 de julio, una declaración oficial emitida por la radio avisaba de que «Sabe el Gobierno que elementos fascistas, desesperados por su derrota, quieren simular una solidaridad, y uniéndose a otros turbios elementos, desacreditar y deshonrar a fuerzas afectas al Gobierno y al pueblo, simulando un fervor revolucionario que se traduzca en saqueos, incendios y robos». La Policía recibió muchas quejas sobre la conducta de los militantes de izquierda, pero fueron rechazadas por considerarse labor traidora del enemigo. El 29 de julio, el Ministerio de la Gobernación advirtió de que «Una de las tácticas empleadas por los enemigos de la República es la de hacer creer que los desmanes que se cometen son realizados por miembros pertenecientes a la CNT, a la FAI, a la UGT y a otras Asociaciones de tipo político. Todas estas, por el contrario, coadyuvan eficazmente a la labor del Gobierno, siendo absolutamente inexacto que elementos pertenecientes a las mismas sean autores de los atropellos… pues estos son realizados por agentes pagados por el fascismo que quieren de este modo sembrar el terror».

El Gobierno aportó argumentos similares a los diplomáticos extranjeros que se quejaban de la violación de su estatus extraterritorial. El 21 de julio, unos milicianos que entraron por la fuerza en la Embajada de Chile en busca de armas no se fueron hasta que intervino personalmente el embajador, Aurelio Núñez Morgado. Tras emitir una nota de protesta, este último recibió una carta de disculpa del subsecretario del Ministerio de Estado que, en cualquier caso, afirmaba que los implicados no eran izquierdistas, sino fascistas. ¿Cómo puede explicarse esta actitud? Claramente existe un elemento de mea culpa. La burguesía republicana, tras haber permitido que ocurriera la rebelión, se retractó públicamente de sus errores. El 26 de julio, Marcelino Domingo, presidente del Consejo Nacional de Izquierda Republicana, escribía: «No creí que la sublevación se produjera. Pensé siempre en la influencia de un espíritu limpio, de una voz serena, de un impulso patriótico que de las mismas filas en trance de sublevarse, saliera. Ha faltado». Y lo que es más importante, existía un deseo de reiterar su pertenencia al «pueblo» antifascista. Domingo continuaba: «Me ha sorprendido la sublevación. No me ha sorprendido, sin embargo, la repuesta popular… Yo me inclino ante este Madrid gallardo y heroico; entraña popular, rasgo humano de dignidad civil, que quedará en las páginas de la Historia como un ejemplo eterno».

Pero Izquierda Republicana reconoció también que había comenzado una nueva era para la República después de la victoria. El 23 de julio, su Comisión Ejecutiva publicó un manifiesto en el que expresaba su «entusiasmo por la actitud heroica del pueblo español, con el que Izquierda Republicana se siente solidarizada y fundida». Alegaba que lo que había sido vencido en Madrid no era solamente «las armas insurrectas… sino que la derrota definitiva es la de la clase social… la del concepto de España que hicieron posible la insurrección armada. Con este pronunciamiento se han suicidado… los organismos, las instituciones y las tendencias que no han sabido acomodarse a la nueva legalidad abierta por la República». Era completamente lógico, por tanto, que aquel manifiesto terminara con una declaración que subrayaba el compromiso del partido con el Frente Popular. Dada esta identificación con «este Madrid gallardo y heroico», apenas sorprende que el Gobierno de Giral culpara de los delitos a «agentes pagados por el fascismo». Sin embargo, la dicotomía entre el heroico y virtuoso «pueblo» antifascista y el fascista perverso era aún más fuerte en el discurso de la izquierda obrera. Las noticias de prensa sobre milicianos virtuosos eran innumerables. El 25 de julio, por ejemplo, Claridad insistía en que «Los milicianos no roban», a pesar de lo que puedan asegurar algunos «elementos facciosos». «Son, por el contrario, los más seguros guardadores de la moralidad propia e incluso de la ajena. La ley de guerra que se han dado los propios milicianos es tajante: fusilamiento sin compasión de quienes se dediquen al pillaje». ¿Pero quién decidía lo que constituía pillaje? Inevitablemente, era difícil deshacerse de los odios prebélicos entre la izquierda a pesar de la consigna pública de «UHP». En privado, a los comunistas no les cabía duda alguna de que el principal culpable era la CNT-FAI. El 21 de julio, José Díaz y Codovilla elogió en un informe enviado a Moscú a «las milicias y las fuerzas del Gobierno» que «en la mayoría de los casos aplicaban la ley revolucionaria y confiscaban los bienes de los enemigos». Aun así, «la única mancha son [sic] los anarquistas que practican el pillaje y provocan incendios. Han sido advertidos… pero si continúan con sus actos de provocación, se aplicará la ley revolucionaria». Un punto de vista alternativo lo ofrecía al Foreign Office británico John Milanes, el cónsul interino, que escribió el 27 de julio que las «milicias anarcosindicalistas» constituían la «única parte de las milicias que tenían disciplina». Pero no solo eran los comunistas quienes consideraban a los anarcosindicalistas como ladrones disfrazados de revolucionarios. Los conflictos ente la CNT y la UGT siguieron siendo frecuentes y lo suficientemente abiertos como para ser vistos por observadores extranjeros, si no por la prensa de Madrid[10].

Aun así, había consenso en relación a que los «pacos» seguían siendo una amenaza dentro de la ciudad. Por ejemplo, el 28 de julio, El Socialista informó sobre que a las cuatro menos cuarto de la mañana, un Mercedes color crema había abierto fuego sobre un grupo de milicianos en la glorieta de Cuatro Caminos. Un motivo para la persistencia del fenómeno de los «pacos» fue la redefinición del término. El día siguiente, una campaña de prensa amplió su significado a cualquiera que hiciera circular rumores falsos. Un editorial del periódico republicano Ahora titulado «Los “Pacos” del Rumor» argumentaba que «La siembra de rumores derrotistas es una actividad análoga al “paqueo”. Tal vez más peligrosa que este. Sepan los propaladores de infundios que como a “pacos” habrá que tratárseles cuando disparen un embuste en nuestro oído». El Socialista elaboró una teoría de que, puesto que la victoria era inminente, el derrotismo era un problema cada vez mayor, ya que «el enemigo está utilizando ese recurso mediante el cual procura buscar ayudas para su impotencia».

Estos comentarios revelaban una creciente sensación de inquietud que las victorias militares republicanas —ya fueran nacionales o locales— no hacían nada por disipar. De hecho, los primeros éxitos de las milicias de Madrid en el restablecimiento de comunicaciones seguras con Levante y la interrupción del avance del general Mola hacia la sierra de Guadarrama no hizo más que confirmar las sospechas sobre la mayor escala de la rebelión y lo perverso de sus tácticas. Esto ocurría especialmente en la sierra, donde las milicias se desplegaron rápidamente para defender los embalses, de los que dependía el suministro de agua de Madrid. Enseguida circularon noticias de que había sacerdotes luchando con el enemigo. El 26 de julio, Milicia Popular, el órgano portavoz del quinto regimiento, denunció que «En las alturas de la sierra hay frailazos y beatones: estos señores sobre cuyos vientres y estómagos repletos bailan los escapularios. Algunos se cubren con boina colorada. ¡A por ellos, camaradas!». Era cierto que había sacerdotes que acompañaban a los voluntarios principalmente carlistas de Mola desde Navarra hasta Madrid en calidad de capellanes. Tal era la escasez de oficiales que algunos de ellos incluso se hicieron cargo de requetés en el campo de batalla cuando sus jefes caían. Eduardo Barreiros, un gallego de 16 años que iba de voluntario por el tercio de Abárzuza de Navarra, llegó al frente de Madrid el 27 de julio y se encontró con que su unidad estaba bajo el control de facto de diez sacerdotes, entre quienes se encontraba el padre José Ulíbarri, un hombre conocido en Navarra por haber quemado en público una bandera republicana en mayo de 1932. Por supuesto, esto no significa que los sacerdotes de Madrid constituyeran una amenaza para la defensa de la capital. Pero la visión de sacerdotes vestidos con uniformes militares solo sirvió para intensificar la atmósfera anticlerical que había tras las filas. Incluso hubo socialistas «moderados» que no dudaban de estar en guerra con la Iglesia. El 30 de julio, Victoria Priego escribió un artículo de opinión en el Informaciones de Prieto titulado «La religión toma partido», en el que recalcaba: «No cabe ya armonía entre el pueblo y la Iglesia. Y no ha sido el pueblo, ciertamente, quien ha roto los lazos. Ni armonía ni contemporizaciones. Quienes de modo tan claro y definido se han pasado al enemigo no pueden esperar transigencias ni debilidades». Del mismo modo, El Socialista de Zugazagoitia publicaba un editorial en primera página, el 6 de agosto, titulado «La Iglesia, con los sublevados». Alegaba que «La Iglesia ha tomado su partido definitivo. En los frentes de batalla pelean a tiros, cristianamente, los tonsurados; cada convento, cada templo, son un reducto faccioso; los obispos y arzobispos alientan la rebeldía y la matanza…».

Las columnas republicanas también se hicieron con documentos que supuestamente dejaban al descubierto cómo iban a alcanzar la victoria los rebeldes. El 22 de julio una fuerza mixta que incluía a milicianos de la CNT dirigidos por Cipriano Mera, Feliciano Benito y Teodoro Mora y militares que estaban bajo el mando del coronel Puigdendolas tomaron Guadalajara tras haber participado en la supresión de la rebelión en Alcalá de Henares el día anterior. Unos días después, la prensa madrileña publicaba un conjunto de instrucciones que aparentemente habían requisado a un oficial rebelde. En ellas se hablaba sin rodeos de los beneficios del terror para someter cualquier resistencia: «El primer factor para conseguir la victoria es aniquilar la moral del enemigo». ¿Cómo se debía conseguir esto? La sexta orden tenía una resonancia especial: «Cuando entremos en Madrid, acontecimiento que ocurrirá aproximadamente el día 20 [de julio], la primera medida será colocar nidos de ametralladoras en las torres de las iglesias y en cualesquiera otros edificios que ofrezcan extenso campo de tiro. Las máquinas… contribuirán a difundir el terror y a impedir reacciones ofensivas del paisanaje». Si seguía habiendo alguna duda sobre si los rebeldes emplearían para ganar cualquier táctica, por cruel que fuera, seguro que la última orden, con el calificativo de «muy reservado», para utilizar balas dum-dum la habría disipado.

Las noticias sobre el terror fascista que enseguida comenzaron a circular por Madrid dieron crédito a estas instrucciones. Los que habían tenido la suerte de llegar a la capital informaron rápidamente a los dirigentes de la izquierda del destino de sus camaradas en áreas en las que la rebelión había triunfado. David Antona, secretario del Comité Regional de Centro de la CNT, le contó a Gregorio Gallego cómo un «delegado llegado ayer de Andalucía» hablaba de «horrendas» noticias de matanzas en Sevilla, Cádiz y Granada. Las noticias de las atrocidades rebeldes comenzaron a aparecer en las páginas de la prensa a finales de mes. El 30 de julio, ABC informaba sobre el «cuadro de terror» en Cádiz, donde el puerto había sido convertido en un infierno. Al día siguiente, El Socialista denunciaba «el latrocinio, violaciones y otros desmanes» que habían llevado a cabo «las hordas fascistas» en el pueblo de La Roda (Sevilla).

El principal titular de aquel día en El Socialista proclamaba la inminente rendición de Córdoba. Los lectores atentos podrían haberse dado cuenta de que cuatro días antes el mismo periódico anunciaba que los rebeldes de aquella ciudad ya habían declarado su intención de capitular. La insistencia de la prensa en que la victoria estaba a la vuelta de la esquina comenzaba a perder cuerpo. El doctor Baquero Gil le confiaba a su diario el 27 de julio que «todas las noticias están mediatizadas por un criterio unánime de levantar los espíritus, que empiezan a decaer»; al día siguiente, escribió: «La guerra civil puede durar varios meses». Aun así, Baquero era más optimista que Prieto, quien en un discurso por la radio, el día 29 de julio, anunciaba en su pesimismo que «estamos en la rebelión más honda, más profunda, más cruenta, más transtornadora de cuantas pueda registrar hasta hoy la historia de España»[11]. Era poco usual que, entre los líderes del Frente Popular, Prieto declarara públicamente sus dudas sobre la inminente victoria. Martínez Barrio, líder de Unión Republicana, anunció el día anterior que la rebelión estaba al borde del colapso. Pero no había suficiente propaganda que pudiera ocultar el hecho de que las fuerzas antifascistas no habían conseguido retirar las columnas de Mola hacia Burgos. Se consideraba que esto conllevaría graves implicaciones para la seguridad interna de la capital. Tal y como expresó el periodista Eduardo de Guzmán en 1938, a finales de julio «Madrid está relativamente cerca de los frentes. En Madrid vivía la aristocracia, la alta burguesía, la clase media con aspiraciones de señoritismo, la plaga terrible de la empleomanía. En Madrid ha sido aplastado el fascismo. Pero en Madrid hay peligro aún. Quedan centenares, millares de afiliados a Falange Española, a la TYRE (Tradicionalistas y Renovación Española), a la U[nión]M[ilitar] E[española]. Quedan emboscados con armas, que se reúnen y concitan para aprovechar cualquier instante de peligro. Hay que vivir alertas y vigilantes. La vieja Policía no inspira —salvo las escasas excepciones de afilados a partidos de izquierda— muchas garantías».

Los últimos comentarios de Guzmán no hicieron más que confirmar lo que vimos anteriormente con relación a la falta de confianza entre los revolucionarios en que la Policía estaba dedicándose a la tarea de proteger al Madrid antifascista de sus enemigos políticos. De hecho, el Gobierno de Giral se había comprometido a la creación de un nuevo Estado antifascista: el 21 de julio emitió un decreto que no solo ordenaba la depuración de aquellos empleados «que hubieran tenido participación en el movimiento subversivo», sino también de aquellos «notoriamente enemigos del Régimen». Pero no hubo despidos inmediatos de policías; de hecho, durante cinco días, el decreto no se amplió siquiera a la Guardia Civil. Además, Giral trató de mantener el control de la limpieza lanzando una orden, el día 26 de julio, en la que estipulaba que solamente los directores generales y jefes de las dependencias de los departamentos del Gobierno decidirían quién sería despedido. Dicho de otro modo, solamente el director general de Seguridad —y no las organizaciones del Frente Popular— tenían autoridad para despedir a policías.

El intento de reafirmación de la autoridad central quedó también claro en dos nombramientos hechos el 30 de julio dentro de la DGS. El primero fue la elección de Manuel López Rey y Arrojo como nuevo jefe superior de Policía. Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de La Laguna, López Rey fue secretario técnico de Sebastián Pozas, ministro de la Gobernación. Sin embargo, más importante era su demostrado pasado antifascista: había ayudado a la fundación de la izquierdista Federación Universitaria Escolar (FUE) antes de la proclamación de la Segunda República. También había colaborado profesionalmente con el jurista y político socialista Luis Jiménez Asúa. El segundo y más significativo cambio fue la sustitución de José Alonso Mallol, quien se había ausentado de Madrid, por Manuel Muñoz Martínez como director general de Seguridad. Nacido en 1888 en Chiclana de la Frontera (Cádiz), Muñoz sirvió como comandante de Infantería en el Marruecos español en los años veinte, antes de ser elegido diputado por Cádiz por el Partido Radical Socialista de Marcelino Domingo, en junio de 1931, y convertirse en miembro de su Comité Nacional. Aun así, junto a otros que se encontraban a la izquierda del partido y que estaban a favor de una relación más estrecha con el PSOE, formó el Partido Republicano Radical Socialista Independiente en 1933; entró en la recién creada Izquierda Republicana en 1934. Conservando su escaño por Cádiz como parte de la lista del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 y siendo miembro del Comité Nacional de Izquierda Republicana, Muñoz solamente sirvió brevemente como gobernador civil provisional en Cádiz antes de que el general Pozas le pidiera que fuera el siguiente director general de Seguridad.

Hasta cierto punto, el nombramiento de Muñoz fue inesperado: había pasado las primeras semanas de la guerra intentando desesperadamente conseguir información sobre el paradero de su familia en Cádiz. Tras haber sido informado erróneamente de que los habían matado poco después de haber aceptado el trabajo, Muñoz consiguió finalmente arreglar el intercambio de sus familiares aquel otoño. Así, Muñoz se encontraba en ese estado de preocupación cuando aceptó el trabajo más importante de su vida. En 1942 le contó a los interrogadores franquistas que al entrar en la DGS «llegó hasta el despacho del director sin encontrar a nadie, y advirtió que todo se hallaba en una situación de completo abandono; después de permanecer un largo rato en su despacho, pudo empezar a ponerse en contacto con algún personal, cree que de la Secretaría, que fue apareciendo, y ante el cual el declarante se presentó como el nuevo director. Comunicó esta impresión de desorganización al ministro [de la Gobernación]… Por el personal iba conociendo las defecciones y falta de presentación de infinidad de agentes…». De todos modos, Muñoz no tardó mucho tiempo en hacer que se notara su presencia: el 31 de julio emitió una orden que reservaba explícitamente a la Policía el derecho de detención y registro; las milicias deberían quedar relegadas al rol auxiliar de proporcionar información a la Dirección General de Seguridad. Pero no se deben confundir las órdenes de Muñoz de frenar la desintegración de la DGS con una intención de restaurar el control burgués. Muñoz quería que la DGS contara con la confianza del «pueblo» antifascista y emitió otra orden ese día para la detención de José Valdivia, director general de Seguridad en octubre de 1934. Valdivia sería sacado de la prisión y fusilado, siguiendo órdenes del Comité Provincial de Investigación Pública, el día 2 de octubre. También encarcelaron al predecesor de López Rey como jefe superior de Policía, Pedro Rivas. Fue fusilado en Paracuellos en noviembre de 1936.

El nombramiento de Muñoz y su intento de eliminar las milicias de las patrullas de retaguardia puede explicarse en parte por el temor del Gobierno republicano a la intervención extranjera. No sorprende que, desde el principio, Giral y sus ministros estuvieran preocupados por cómo se informaría en el extranjero sobre los sucesos en la España republicana. A las diez de la noche del 23 de julio, se leyó en Unión Radio un comunicado oficial que avisaba a los corresponsales extranjeros de que «deberán ser leales a la verdad de los hechos en todo momento»; y los que «apartándose de la verdad, contribuyesen a los designios de los rebeldes… incurrirán en graves sanciones, que se aplicarán de manera inexorable». Se temía que la cobertura de la prensa internacional sobre la violencia y, especialmente, sobre los disparos a extranjeros provocara una reacción de los Gobiernos de otros países. El 4 de agosto, el Comité Nacional de la CNT informó en una reunión de sus organizaciones regionales que el general Pozas, ministro de la Gobernación, les había avisado de que los asesinatos de ciudadanos extranjeros habían provocado la amenaza de la intervención de potencias europeas. Tales temores no fueron desestimados. El Comité Nacional de la CNT aceptó claramente la posibilidad de la intervención durante su pleno del 4 de agosto. Asimismo, El Socialista expresó en un editorial de su contraportada del día 1 de agosto su preocupación porque las «actividades delictivas» de pequeños «grupos de irresponsables» en Madrid pudieran dañar la reputación de la causa antifascista en el extranjero. Estaba claro que esta crítica no iba dirigida a los militantes de su propio partido, puesto que la tirada del día anterior llevaba un obituario efusivo de Fernando Condés, el capitán de la Guardia Civil y socialista que era responsable del asesinato extrajudicial de Calvo Sotelo dos semanas atrás. Muerto en el frente, Condés era elogiado como alguien que «se empleó a fondo en el servicio del Frente Popular».

La preocupación por aquellos «irresponsables» no implicaba que la izquierda obrera estuviera dispuesta a permitir que una tarea tan esencial como la seguridad de la retaguardia permaneciera exclusivamente en manos de Manuel Muñoz y la Dirección General de Seguridad. Los comunistas se hicieron oír de manera especial en su oposición a la prohibición de Muñoz a los arrestos de «fascistas» por parte de las milicias. El 1 de agosto, Claridad publicó las protestas de Alejandro Espinosa, jefe de una brigada de investigación del PCE en Carabanchel —y más tarde agente de Policía— y comentó que a los milicianos «que han prestado grandes servicios a la República democrática, luchando a su lado constantemente, practicando numerosísimas detenciones de personas relevantes» no se les debía impedir que llevaran a cabo «excelentes servicios». Claridad alegaba que esta labor no podía confiarse al Cuerpo de Investigación y Vigilancia, «roído hasta sus entrañas por el fascismo». Tres días después, Mundo Obrero se burlaba también de la idea de que una Dirección General de Seguridad recalcitrante pudiera asumir «los intereses del momento, que no son otros que la limpia de la retaguardia, todavía entreverada, de numerosos elementos enemigos de la República y del Frente Popular».

Más importante para Muñoz que las críticas era la dolorosa realidad del poder en Madrid: su prohibición de detenciones por parte de las milicias fue sencillamente ignorada. Por ejemplo, el 31 de julio, Jaime González Aledo y Rittuwagen, ingeniero naval del Ministerio de la Marina, fue detenido por unos milicianos y llevado al tribunal revolucionario comunista de la calle San Bernardo número 72 bajo la sospecha de ser falangista. Su cadáver fue identificado por su hermano y por su padre el 3 de agosto, aunque lo habían encontrado antes en el Cerro de los Ángeles con «hematomas en el ojo izquierdo y en distintos lugares del cuerpo», lo que indicaba que había recibido una paliza antes de que lo fusilaran. Muñoz se dio cuenta rápidamente de que le habían dado responsabilidad sin poder: «Lo primero que saltó a la vista del declarante… fue el desorden y la anarquía que existían en Madrid, y la carencia de fuerzas represivas para imponer el orden… El pueblo se hallaba sin control, obedeciendo a duras penas a la disciplina de sus partidos, pero sin que la acción de la Autoridad pudiera hacerse sentir». Muñoz declaró después de la Guerra Civil que al enfrentarse a aquella situación, le sugirió al teniente coronel Pedro Sánchez Plaza, jefe de los guardias de asalto de la ciudad, que se creara una red de puestos mixtos de guardias civiles, de asalto y agentes de Policía para restaurar el orden público. Lamentó que el plan nunca se pusiera en práctica, porque Sánchez Plaza le dijo que los líderes de los tercios de la Guardia Civil de Madrid habían planeado apoyar a la rebelión e incluso habían hecho extensiva la invitación a Muñoz para que se uniera a ellos.

Esta versión de los hechos es sospechosa: aun cuando los jefes de la Guardia Civil tuvieran la intención de pasar al otro lado, es poco probable que le pidieran a Muñoz que se uniera a ellos. Además, es poco seguro que estos posibles rebeldes le hubieran declarado sus intenciones a Sánchez Plaza, un verdadero republicano que había permitido que su despacho sirviera como capilla ardiente para el teniente izquierdista Castillo, asesinado la noche del 12 de julio. Más tarde comandó unidades de la Guardia de Asalto en el frente y fue herido durante la batalla de Madrid el invierno de 1936-1937. Es más probable que Muñoz y Sánchez Plaza nunca consideraran seriamente la posibilidad de enfrentarse al «pueblo» antifascista. De hecho, Sánchez Plaza ya había demostrado que estaba del lado del «pueblo» antes de la guerra. Investigando las causas de los choques entre guardias de asalto y manifestantes del Frente Popular, los días 23 y 24 de mayo, en Oviedo, que dejaron un saldo de un policía muerto y veintidós civiles heridos, Sánchez Plaza recomendó el despido de un capitán y tres tenientes. Por si eso fuera poco, saludó con el puño en alto la confirmación de estos castigos[12].

Así pues, más que provocar la furia del «pueblo» antifascista, Muñoz tomó dos decisiones a principios de agosto que, juntas, marcaron una nueva fase en la intensificación del terror en Madrid. La primera fue una reorganización radical de la Dirección General de Seguridad en conjunción con organizaciones izquierdistas; la segunda fue la creación de un órgano de emergencia, el Comité Provincial de Investigación Pública (CPIP), para combatir las actividades de los «fascistas» en la ciudad mientras la DGS se sometía al proceso de purificación ideológica.