INTRODUCCIÓN

Aunque muchos aspectos de la Guerra Civil española siguen siendo discutidos por los historiadores, pocos podrían negar que las aproximadamente 50.000 ejecuciones que tuvieron lugar en la retaguardia republicana, en especial la matanza de más de 6.000 miembros del clero, socavaron gravemente los intentos del Gobierno republicano legalmente constituido de hacer ver en el extranjero que estaba luchando en una guerra por la democracia. Quizá, el ejemplo más extremo sea el de Irlanda, donde la amplia cobertura periodística de las atrocidades reales e inventadas contra los católicos durante el verano de 1936 no solamente condujo a una intensa presión pública sobre el Gobierno del partido Fianna Fáil de Eamon de Valera para que reconociera a los rebeldes militares —o «nacionales»—, sino que también provocó que al menos 2.000 irlandeses se presentaran como voluntarios en la Brigada Irlandesa prorrebelde del general Eoin O’Duffy.

En Estados Unidos las organizaciones católicas laicas y el clero vigilaron muy de cerca a la administración Roosevelt para asegurarse de que cumplía su política de «embargo moral» de armas —y más tarde la Ley de Neutralidad de enero de 1937—. Aunque en el invierno de 1936-1937 ya habían cesado en gran parte los fusilamientos masivos en la zona republicana, en enero de 1939 los rumores de que Roosevelt podría levantar el embargo de armas a la asediada República provocaron la presentación de peticiones que contaban con 1.750.000 firmas. Entre ellas, la que firmaban los niños del octavo curso del colegio Nuestra Señora Reina de los Mártires, en Long Island, que alegaba lo siguiente: «Queremos a las hermanas que nos enseñan en el colegio. Son mujeres buenas y pías que nos enseñan a amar a Dios y a amar a nuestro país. No queremos que las asesinen ni que las traten como a las buenas hermanas que daban clase a los niños católicos de España. Y no queremos que el dinero ni las armas de Estados Unidos se destinen a los republicanos para que estos puedan matar a más hermanas y sacerdotes».

En realidad, las esperanzas republicanas de que las democracias occidentales se identificaran con su causa se centraron más en Francia y Gran Bretaña que en Irlanda y Estados Unidos. Pero en Francia, la prensa de derechas también «se llenó enseguida de artículos sobre atrocidades republicanas cometidas contra los católicos». Incluso François Mauriac, el conocido novelista e intelectual católico que criticó la «cruzada» de Franco, admitió que «ante las primeras noticias del levantamiento militar y de las masacres de Barcelona, reaccioné en principio como un hombre de derechas». La situación política del país fue un factor importante en la decisión de Léon Blum, el primer ministro francés del Frente Popular, de apoyar un acuerdo de no intervención entre los poderes europeos en agosto de 1936. El Gobierno conservador británico también apoyó de manera entusiasta la no intervención. Cuando los líderes republicanos hicieron presión para que terminaran con aquella no intervención, alegando que se estaba luchando por la democracia, los diplomáticos británicos exigieron siempre el fin de las matanzas en la España republicana. Incluso los dirigentes del movimiento laborista británico se mostraron reacios a respaldar la causa republicana en 1936. El 27 de septiembre, Pascual Tomás, miembro de la Ejecutiva de la UGT, pronunció un apasionado discurso en una reunión de sindicalistas socialistas en París en el que hacía un llamamiento a la solidaridad internacional para que acudiera en ayuda de los trabajadores españoles. Como respuesta, los delegados británicos preguntaron «quiénes juzgaban a los detenidos» y «si se habían realizado, o se estaban realizando, muchas persecuciones contra los elementos religiosos». A Tomás, estas preguntas le parecieron «un poco impertinentes» y sus respuestas no convencieron a sus interlocutores, puesto que los laboristas siguieron apoyando la política de no intervención de su Gobierno hasta 1937[1]

Las matanzas de Madrid causaron un daño especialmente grave a la reputación internacional de la República. Esta provincia, que en 1930 albergaba a 1.383.951 habitantes, estaba dominada por la capital (con 952.832 habitantes). Algunos asesinatos tuvieron consecuencias diplomáticas serias: la ejecución de tres hermanas del vicecónsul uruguayo en septiembre de 1936 condujo a la ruptura de las relaciones con Montevideo. De igual modo, el fusilamiento aquel mismo mes del duque de Veragua, descendiente directo de Colón, y de su cuñado el duque de la Vega provocó la protesta oficial de varios estados latinoamericanos. Tres meses después, el descubrimiento del cadáver del barón Jacques de Borchgrave, el agregado belga, en una cuneta al norte de Madrid dio lugar a una tormenta política en Bélgica y al pago de un millón de francos como compensación por parte del Gobierno republicano. A un nivel más general, los reportajes de la prensa internacional sobre los fusilamientos en la capital fueron un desastre propagandístico para la República. El 1 de octubre, un editorial en el influyente The Times de Londres declaraba que «lo más repugnante de toda la Guerra Civil ha sido la gran cantidad de asesinatos políticos organizados que ocurren todas las noches en Madrid». Exactamente nueve meses después, Frederick Voigt, defensor declarado de la República, escribió en el periódico liberal británico The Manchester Guardian que, tras una visita a la capital española, estaba convencido de que «el número de personas ejecutadas solo en Madrid no podía ser muy inferior a 40.000»[2]

LAS CIFRAS

Se trata esta de una estimación atroz, pero los franquistas la consideraron demasiado baja. Haciendo uso de un razonamiento post hoc ergo propter hoc, los rebeldes citaban continuamente el terror de Madrid como una justificación para la sublevación militar. Así, cuando en febrero de 1939 el Alzamiento fue declarado legítimo por una comisión legal franquista, aludió a las «más de 60.000» personas muertas salvajemente en el Madrid republicano. Después de la guerra, el régimen admitió que aquello fue una exageración. La Causa General, la investigación oficial franquista de los «crímenes rojos» cometidos durante la guerra, concluyó que habían tenido lugar alrededor 18.000 ejecuciones. Sin embargo, las investigaciones realizadas tras la muerte de Franco en noviembre de 1975 han revelado que esta cifra también era exagerada. En 1994, Rafael Casas de la Vega elaboró una lista más pormenorizada de víctimas. Su catálogo, basado en los registros franquistas y en las listas proporcionadas por las autoridades religiosas y civiles al santuario de la Gran Promesa durante los años sesenta, contiene 8.815 nombres. Lo que se desprende de la investigación de Casas es hasta qué punto el terror se centró en la capital y su extrarradio, los barrios pobres y superpoblados que rodeaban la ciudad. La represión en el resto de la provincia se extendió de manera poco uniforme, y un 27% de los municipios informaron tras la Guerra Civil de que no había muerto nadie en su localidad (véase el capítulo 5).

Casas fue un general del Ejército que se identificó públicamente con el franquismo y los historiadores han considerado que sus listas no son fiables. Lo cierto es que debemos ser cautos con respecto a los datos que maneja. Incluye entre los muertos a personas que sobrevivieron al terror. Por ejemplo, incorpora a las seis hermanas Molini Burriel entre las 617 víctimas femeninas, pese a que fueron liberadas de la cárcel en 1937. Es fácil encontrar otros ejemplos. Pero esto no significa que se deba rechazar la cifra de 8.815 muertos. Casas no siempre incluyó a aquellos cuyos cuerpos no habían sido encontrados y cuyas muertes fueron registradas después de la guerra o no llegaron a registrarse. Así pues, aunque sus cifras no son definitivas, constituyen una muestra razonablemente ajustada de la escala general de la represión republicana en la provincia. Tal y como ha dicho recientemente José Luis Ledesma, no hay duda de que, dentro de la zona republicana, fue en Madrid «donde se cobró más vidas»[3]

LA HISTORIOGRAFÍA

Establecer una cifra que refleje el espantoso coste de vidas humanas es solamente el comienzo. ¿Por qué murieron tantos? El terror fue selectivo. Principalmente afectó a militares, a policías, a industriales, a propietarios y a falangistas, así como a sacerdotes y religiosos. ¿Por qué los miembros de algunos grupos tenían más probabilidades de morir que otros? Las cifras de Casas indican que el 96% de las ejecuciones tuvo lugar en 1936. ¿Por qué los primeros meses de la Guerra Civil fueron tan sanguinarios? Por desgracia, y a pesar del vasto número de libros que se han escrito sobre la Guerra Civil española, el terror de Madrid ha sido poco tratado por parte de los historiadores. Con la vuelta de la democracia en los años setenta, la gran mayoría de los estudios sobre Madrid en guerra repitieron la narrativa antifascista del «¡No pasarán!» que se prohibió en 1939. La única excepción fue la matanza masiva de 2.400 prisioneros políticos que fueron sacados de las cárceles de Madrid y fusilados en las inmediaciones de los pueblos de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz, en el este de la provincia, entre el 7 de noviembre y el 4 de diciembre de 1936. De hecho, el de Paracuellos —que es el nombre con el que comúnmente se ha conocido a las masacres— resultó ser uno de los asuntos más controvertidos de toda la Guerra Civil tras la muerte de Franco en 1975. El motivo de ello radica en la importancia del hombre que era el responsable del orden público y las prisiones cuando se perpetraron las matanzas: Santiago Carrillo Solares. Con tan solo 21 años en 1936, Carrillo fue un dirigente del Partido Comunista español que regresó a España del exilio en diciembre de 1976. A lo largo de la Transición, la extrema derecha utilizó las masacres como arma política en un intento por desacreditarlo, mientras que desde posiciones más próximas a la izquierda se aceptaban sus desmentidos de que hubiera tenido algo que ver con Paracuellos y se culpaba de los hechos a elementos «incontrolados». Esta politización de las masacres tuvo sus inevitables consecuencias en la historiografía. Los escritores de derechas se centraron de un modo excesivo en el papel de Carrillo, mientras que algunos periodistas e historiadores de izquierdas seguían preguntándose si lo de Paracuellos estuvo en realidad organizado[4]

Esta última afirmación quedó finalmente desacreditada en el año 2004, cuando Jorge Martínez Reverte, en el transcurso de su investigación sobre la batalla de Madrid, descubrió las actas de una importante reunión de la CNT-FAI en el archivo de la organización en Ámsterdam en las que se relataba cómo se clasificaba secretamente a los prisioneros antes de su ejecución. Aunque ahora son pocos los que niegan que se tratara de órdenes encriptadas para matar a los prisioneros, algunos historiadores siguen debatiendo el grado de responsabilidad de Santiago Carrillo. Ángel Viñas alega que los asesores soviéticos adscritos a los Servicios de Seguridad de la República eran quienes principalmente se encontraban detrás de las matanzas. Citando fuentes soviéticas, llega a decir que «en último término, el impulsor de las matanzas de Paracuellos fue uno de los asesinos de aquel periodo, Alexander Orlov [jefe de la Policía secreta soviética, la NKVD, en España]». Según su interpretación, «Es posible que al principio [Carrillo] no estuviera al corriente de la operación», pero su inexperiencia, unida a su reciente ingreso en el PCE, implicaba que Carrillo no se opuso a los planes soviéticos. Echarle la culpa a los soviéticos no es algo nuevo. Historiadores franquistas como Ricardo de la Cierva alegaron en los años setenta que Santiago Carrillo cumplía órdenes de Mijail Koltsov, periodista del Pravda destinado en Madrid. En cualquier caso, el hecho de que algunos policías secretas soviéticos o agentes del Comintern aseguraran en sus informes a Moscú que habían actuado con contundencia para vencer una amenaza «fascista» interna no demuestra por sí mismo que realmente planearan las matanzas. Dado el contexto del Gran Terror soviético de finales de los años treinta, sería más sorprendente que no hubieran alardeado de sus «logros», puesto que en la mentalidad estalinista fracasar en el intento de poner en evidencia a los espías era un crimen tan espantoso como el espionaje en sí. Es significativo que ningún historiador haya aportado todavía pruebas convincentes sacadas de fuentes españolas que indiquen que los soviéticos se encontraban detrás de esta operación. De hecho, la considerable cantidad de testimonios posteriores a la guerra de españoles que sí llevaron a cabo las masacres no confirma la presencia de un cerebro extranjero.

Esta tesis tiene también implicaciones importantes a la hora de evaluar el papel del Gobierno de Francisco Largo Caballero en la masacre. Lejos de considerarlo como un cómplice de los crímenes de guerra, los defensores de la culpabilidad soviética describen a este Gobierno como una víctima, afirmando que los asesores soviéticos solo se encontraban en Madrid porque las democracias occidentales habían dejado sola a la República. Tales afirmaciones concuerdan con los antiguos discursos prorrepublicanos que representan el terror en la zona republicana, o bien como una explosión de violencia popular sin sentido o como la obra de unos «incontrolados» que se aprovecharon del derrumbamiento del Estado para satisfacer sus propios deseos cobardes. Como Paracuellos no conecta con este paradigma, Viñas lo desestima, considerándolo «una matanza excepcional»[5]

¿CHECAS DE MADRID?

Para una nueva generación de historiadores de derechas que escriben sobre el terror republicano, Paracuellos es cualquier cosa menos «una matanza excepcional». En opinión de escritores como César Vidal, esta masacre fue la culminación lógica de un programa de exterminación de estilo estalinista. Su principal herramienta analítica ha sido la «checa», la forma hispanizada de «cheka», la Comisión Extraordinaria, o Policía secreta, creada por Lenin en diciembre de 1917 para eliminar a los enemigos ideológicos de la revolución bolchevique. La utilización de las checas para explicar los asesinatos de Madrid no es nueva. La Causa General franquista aseguró en 1943 haber identificado no menos de 226 checas que detuvieron, juzgaron y ejecutaron a víctimas de manera arbitraria en Madrid. Cinco años antes, se publicó Madrid, de corte a checa, la famosa novela sobre el terror escrita por el falangista Agustín de Foxá.

Curiosamente, existen pocas pruebas de que el término «checa» fuera muy utilizado entre los republicanos madrileños durante el terror. Esta palabra no se introdujo en el discurso público antifascista hasta la primavera de 1937, cuando la empezaron a emplear con frecuencia los anarcosindicalistas para denunciar los métodos de mantenimiento del orden de José Cazorla, el comunista que por entonces era responsable del orden público en la capital. Por supuesto, esto no significa necesariamente que se puedan establecer paralelismos estrictos entre las checas soviéticas durante la guerra civil rusa de 1917 a 1920 y los tribunales revolucionarios que emergieron en Madrid durante el verano de 1936. Ambos se caracterizaron por sus arrestos arbitrarios y sus frecuentes interrogatorios brutales, «juicios» y ejecuciones. Sin embargo, los últimos nunca se basaron de manera consciente en las primeras, sobre todo en la forma concreta de llevar a cabo los asesinatos. Tal y como escribió Agustín de Foxá, Madrid dio buena fe del «crimen motorizado»: a las víctimas se las llevaba «a dar un paseo» en un vehículo confiscado y se las fusilaba a las afueras de la ciudad. Por otra parte, en las checas rusas se utilizó un amplio abanico de métodos para matar, aunque el preferido era el de un disparo en el sótano o en el patio de la cárcel. Esto refleja el hecho de que el Madrid de la guerra nunca llegó a estar «sovietizado»; sorprendentemente, la propaganda rusa tuvo un impacto limitado. Tal y como ha demostrado José Cabeza San Deogracias, los madrileños acudían al cine a ver películas de Hollywood, no soviéticas; veían cintas de gánsteres como La novia del gángster, de Albert Rogell, con Ginger Rogers, y no epopeyas revolucionarias como El acorazado Potemkin. Si hemos de hablar de algún modelo extranjero, parecería más apropiado hacerlo del «gangsterismo» de Chicago que de las prácticas de exterminio de Moscú. El macabro procedimiento de «llevarse a alguien a dar un paseo» tiene su origen en las guerras del hampa de Chicago durante los años veinte, que fueron popularizadas gracias a las películas hollywoodienses, de gran éxito, en los años treinta. No debe desestimarse la importancia del cine norteamericano en la cultura popular española: el mono, la prenda de vestir que constituyó uno de los símbolos más conocidos de la España proletaria, se hizo popular al principio de la década de 1920 gracias a las películas de Buster Keaton[6] Ni siquiera debe suponerse que los comunistas españoles se hubieran inspirado ciegamente en sus amigos soviéticos. Uno de los más tristemente célebres killers comunistas de 1936 era conocido con el apodo de Popeye (véase el capítulo 5).

TESIS PRINCIPALES

Este libro no trata ni sobre las checas de estilo soviético ni sobre las viles actividades de los «incontrolados». El terror de Madrid no era extrínseco al esfuerzo bélico antifascista tras el fracaso de la rebelión militar de julio de 1936. Más bien al contrario, formaba parte de él. Para asegurar la retaguardia era necesaria una reacción organizada. Tal y como dijo eufemísticamente el comunista José Cazorla en mayo de 1937, antes de su designación como gobernador civil de Albacete: «En los primeros momentos de la criminal sublevación, al faltarle al Estado los resortes normales de su organización, las entidades antifascistas se apresuraron a suplirlos creando los suyos que se enfrentaron con las exigencias del momento… las organizaciones crearon sus grupos encargados de la vigilancia e investigación antifascista en la retaguardia… [y realizaron su actividad] con gran eficacia»[7]

Estas «entidades antifascistas» englobaban a todas las organizaciones del Frente Popular. Esto se hace evidente si examinamos la red de terror que surgió en la capital durante el primer mes de la Guerra Civil. A pesar de las 226 checas alegadas por los franquistas, la documentación presentada en la Causa General indica que «solamente» 37 tribunales revolucionarios dispensaron «justicia» extrajudicial en la capital entre 1936 y 1939, estando activos 33 de ellos durante los primeros cuatro meses del conflicto. Otros 30 centros detuvieron y encarcelaron a sospechosos, pero faltan pruebas definitivas de que llevaran a cabo ejecuciones, aunque está claro que transfirieron al menos algunos prisioneros a tribunales revolucionarios. Mataran o no, estos 67 centros pueden dividirse, en general, en dos tipos. En primer lugar, y numéricamente el más común, estaba el comité de defensa adscrito al partido político o sindicato local. Estos comités estaban a menudo situados cerca o dentro de los cuarteles de las milicias que se preparaban para ir al frente y se crearon junto con otros comités —como los de abastos y los de propaganda— que movilizaban a la población local en pos del esfuerzo bélico.

El segundo tipo lo constituía la brigada policial de la Dirección General de Seguridad. La Policía estaba implicada en la red del terror. Aunque el Estado republicano no se «colapsó» en julio de 1936 —sus estructuras burocráticas permanecieron en pie—, el Gobierno republicano burgués de José Giral descubrió rápidamente que su distribución de armas entre la población el día 19 de julio había dejado su autoridad por los suelos (véanse los capítulos 2 y 3). Sin embargo, Giral no se resignó abúlicamente a la responsabilidad sin poder; trató de forjar un Estado antifascista que acomodara a las fuerzas revolucionarias a su izquierda. Parte de esta estrategia fue la designación de Manuel Muñoz, diputado de Izquierda Republicana por Cádiz, como director general de Seguridad a finales de julio de 1936. En un esfuerzo por garantizar la cooperación de partidos de la izquierda y sindicatos en el mantenimiento del orden, facilitó la entrada masiva de sus militantes en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia, la Policía de investigación criminal. Muñoz creó también el Comité Provincial de Investigación Pública (CPIP), una organización paralela dedicada a la investigación que «ayudaría» a la DGS mientras en esta se hacía una purga de «fascistas». Con representantes de todos los partidos y sindicatos del Frente Popular, pronto se convertiría en el mayor centro de asesinatos y actuó como punto neurálgico de la red del terror, recibiendo y transfiriendo prisioneros para ser ejecutados (véanse los capítulos 4 y 5). Aunque no fue esta la primera intención de Muñoz, su fuerte determinación de no enfrentarse al CPIP ni a ningún otro tribunal revolucionario condujo a una situación extraordinaria en la que la DGS participó conscientemente en las «sacas» de las prisiones. Es decir, emitió órdenes de liberación falsas que dejaban a los reclusos en manos del CPIP para ser matados fuera de la cárcel (véanse los capítulos 6, 8 y 9).

En términos estadísticos, la CNT-FAI prestó la mayor contribución a esta red del terror. De los 67 centros, 23 (el 34%) pertenecían a la CNT-FAI; los comunistas controlaban 13 (el 19%), el PSOE, 9 (el 13%), y las Juventudes Socialistas Unificadas, 6 (el 9%). Otros 14 (el 21%) constituían entidades conjuntas del Frente Popular tales como el CPIP. Sin embargo, estas cifras pueden ser engañosas. Aunque las burguesas Unión Republicana e Izquierda Republicana no pusieron en marcha ningún tribunal revolucionario propio, sus militantes tomaron parte activa en la «nueva policía» de Manuel Muñoz y del CPIP. Las fuertes divisiones dentro del PSOE entre la izquierda caballerista y la derecha prietista han sido objeto de muchos debates, pero ambas alas del partido participaron en el terror. La caballerista Agrupación Socialista Madrileña destinó a alguno de sus miembros al CPIP y estableció su propia comisaría de Policía. La Ejecutiva prietista tenía su propia brigada policial bajo las órdenes de Agapito García Atadell.

Atadell es probablemente la figura más notoria en relación con la represión roja de Madrid. Muy elogiado por la prensa republicana durante los primeros meses de la guerra, su decisión de huir de Madrid a comienzos de noviembre de 1936 con un botín robado a sus víctimas y su posterior captura, juicio y ejecución por parte de los rebeldes en Sevilla, en julio de 1937, ha hecho que ocupe un lugar importante en la historiografía sobre el terror. Aunque puede que se exagerara la importancia de la brigada de Atadell en las matanzas, sí que pone de manifiesto varias verdades sobre el terror de Madrid. La primera es que quienes lo perpetraron eran militantes de izquierdas con orígenes socioeconómicos muy variados. El mismo Atadell era un tipógrafo de oficio que, antes de la guerra, había dirigido la Asociación General del Arte de Imprimir, uno de los sindicatos históricos de la UGT, que tuvo entre sus anteriores presidentes a Pablo Iglesias, el fundador del movimiento socialista español. Sus hombres procedían de distintas ocupaciones, entre ellas impresores, peluqueros y empleados (véanse el capítulo 4 y anexo 5). La heterogeneidad social de la brigada era representativa de los que se ocupaban de las labores de mantenimiento del orden en la retaguardia durante la Guerra Civil en la capital. Las listas elaboradas por las autoridades republicanas y las organizaciones del Frente Popular muestran que había un mínimo de 4.531 participantes y, al menos, 585 de ellos prestaban servicios en el CPIP[8] No todos llevarían a cabo fusilamientos, aunque todos ellos formaban parte de la maquinaria de la represión. De estos 4.531 policías de retaguardia, se conocen las ocupaciones de 3.125 (un 69%). Los que se dedicaban a trabajos manuales (964, un 30%) eran los más numerosos, aunque no debe darse por sentado que esta categoría estuviera dominada por trabajadores no cualificados: por ejemplo, había 31 peones de obra, pero también 37 tipógrafos y 33 impresores. El segundo grupo más numeroso era el de policías anteriores a la guerra (813, un 26%), una cifra que en cierto modo cuestiona el conocido argumento de que hubo «incontrolados» que pudieron actuar con impunidad por la desaparición de las fuerzas de la ley y el orden. La tercera categoría es la del sector servicios de la capital (758, un 24%) en la que había 124 chóferes, lo cual refleja el hecho de que su habilidad para conducir era necesaria para realizar «crímenes motorizados». Había también minorías significativas de funcionarios y administrativos (261, un 8%) y de profesionales y estudiantes (216, un 7%). Es decir, quienes estuvieron implicados en la represión reflejaban la diversidad socioeconómica de una ciudad que aún no se había industrializado (véase el capítulo 1).

La segunda verdad es que las reacciones de los líderes izquierdistas ante el terror fueron ambiguas. La condena generalizada de los «incontrolados» coexistía con el apoyo a quienes practicaban el terror (véase el capítulo 6). Prieto y sus aliados políticos, como Julián Zugazagoitia, podrían haber condenado públicamente las muertes extrajudiciales, pero El Socialista, el periódico del partido que estaba bajo su control, elogió en repetidas ocasiones a Atadell. Además, incluso después de que el jefe de la brigada traicionara a la República en noviembre de 1936, sus subordinados siguieron contando con el apoyo del partido. Así, Ángel Pedrero, segundo de Atadell, se convirtió en el hombre de confianza de Prieto, quien lo nombró jefe del SIM de Madrid, la temida Policía secreta militar, en 1937. La posterior carrera de Pedrero es indicativa de la continuidad entre el terror extrajudicial de 1936 y la represión estatal de 1937. Aunque las matanzas masivas terminaron en gran parte en el invierno de 1936-1937 en Madrid —y en el resto de la zona republicana—, tras la restauración de la autoridad estatal, los killers de 1936 fueron incorporados a las nuevas estructuras de seguridad interna (véase el capítulo 11). De igual modo, la justicia republicana llevaba la impronta del terror. Basándose en un sistema de tribunales populares creados a partir de las masacres de la Cárcel Modelo entre los días 22 y 23 de agosto de 1936, los tribunales republicanos condenaron a muchas personas atendiendo a acusaciones que, en principio, se habían denunciado ante tribunales revolucionarios como el del CPIP en 1936. La diferencia —y hay que reconocer que no carece de importancia— estaba en que ya no se llevaba al culpable «a dar un paseo», sino que se le «reformaba» en los campos de trabajo creados por el anarquista Juan García Oliver, ministro de Justicia entre noviembre de 1936 y mayo de 1937 (véanse los capítulos 7, 11 y 12).

Otra verdad es que quienes perpetraron el terror fueron personajes más complejos de lo que sugieren los historiadores. No puede considerarse a Atadell simplemente uno de esos «carniceros mediocres que aparece en toda revolución». Salvó vidas a la vez que destruía otras (véase el capítulo 8). Aun así, es curioso que fueran los anarcosindicalistas quienes probablemente protegieran a más personas durante el terror. Las acciones de Melchor Rodríguez García, el Ángel Rojo, para terminar con las masacres de Paracuellos son bien conocidas y celebradas. Pero hubo otros, como Ricardo Amor Nuño, secretario de la Federación Local de Sindicatos de la CNT. Al igual que Rodríguez García, Amor recibió numerosos avales de agradecidos madrileños después de la guerra, aunque, al contrario que el Ángel Rojo, fue condenado a muerte y fusilado en 1940. Con esto no se quiere decir que Amor Nuño no tuviera cierta «culpa». Como consejero de la Junta de Defensa de Madrid, sabía lo que ocurría en Paracuellos, pero no hizo nada para detenerlo. Los ejemplos de Atadell y Amor demuestran que a menudo no existían unas claras líneas divisorias entre republicanos «buenos» que condenaron el terror y trataron de acabar con él y criminales «malos» que lo llevaron a cabo. Incluso Rodríguez García fue cómplice de Paracuellos en tanto que públicamente participó en la mentira de que se estaba transfiriendo a los prisioneros a cárceles provinciales. En cualquier caso, y en el contexto de la Guerra Civil, realizar acciones «humanitarias» era motivo de sospecha. Los comunistas denunciaron a Rodríguez García y a Atadell por ser blandos con el fascismo. Esta antipatía reflejaba también el hecho de que el recuerdo de conflictos amargos anteriores a la guerra dentro de la izquierda —entre ellos, fusilamientos— no desapareció con la rebelión militar (véanse los capítulos 1 a 3). De hecho, la continua rivalidad y desconfianza entre las organizaciones del Frente Popular intensificaron las matanzas de 1936. Hubo acusaciones mutuas de viles acciones «incontroladas», entre las que estaba la protección de «fascistas» (véanse los capítulos 8 a 12).

La última verdad del terror radica en las razones que había detrás de la popularidad de Atadell en la prensa republicana antes de su huida: su aparente capacidad innata para encontrar elementos de una «quinta columna» criminal en Madrid. La expresión «quinta columna» se atribuye casi de forma general a un alarde del general Mola tras la captura de Toledo por parte de los rebeldes a finales de septiembre de 1936. Sin embargo, la autoría de Mola no ha sido demostrada, e igualmente es probable que este término fuera acuñado por los comunistas para estimular a los antifascistas ante el inminente ataque rebelde sobre la capital (véase el capítulo 8). Gracias en gran parte al trabajo innovador de Javier Cervera en los años noventa, ningún historiador serio acepta ahora la existencia de un enemigo interno organizado y sanguinario dentro de la capital en 1936. Sin embargo, la ausencia de una quinta columna activa en 1936 no implica que debamos limitarnos a menospreciar los temores a una subversión fascista. Hasta cierto punto, el terror fue defensivo: tenía como fin evitar la aparición de una oposición interna. Tal y como dijo llanamente Frank Jellinek, corresponsal en España del The Manchester Guardian en 1938, «Era realmente necesaria una vasta liquidación. Madrid, una ciudad burguesa y burocrática, tenía una amplia proporción de “antirrojos”. Ya que la Guerra Civil es una cuestión política, es lógico que se deba liquidar a un hombre por sus opiniones. Y es aún más lógico que se deba evitar que este provoque algún fuerte perjuicio». Sin embargo, el punto de vista fundamental de este libro es que los antifascistas de toda condición creían que un poderoso enemigo clandestino estaba realmente en guerra con ellos.

El delirio colectivo es una característica propia de las guerras y las revoluciones. En 1932, el estudio pionero de Georges Lefebvre sobre el Gran Miedo de Francia entre el 20 de julio y el 6 de agosto de 1789 reveló que buena parte del país estaba convencida de que varios grupos de bandidos, que estaban al servicio de aristócratas contrarrevolucionarios y monarcas extranjeros, habían invadido el campo para realizar actos de pillaje y asesinatos. Más recientemente, John Horne y Alan Kramer han publicado que el millón de hombres del Ejército alemán que invadió Bélgica en agosto de 1914 creía que había francotiradores civiles disparándoles animados por sacerdotes católicos. La fantasía de una masiva resistencia civil llevó a la ejecución de unas 6.500 personas —entre ellas, sacerdotes—, a deportaciones masivas y a la destrucción sistemática de inmuebles, incluyendo la quema de la ciudad universitaria católica de Lovaina. Por supuesto, estos delirios colectivos no surgen por arte de magia. El Gran Miedo fue el producto de la propaganda antiaristocrática en la prensa revolucionaria, así como de los temores fuertemente enraizados del campesinado con respecto a los bandidos, por encima de las catastróficas consecuencias de la destrucción de las cosechas. Igualmente, en el verano de 1914, el recuerdo de la «Guerra del Pueblo» de 1870 —en la que francotiradores franceses sí atacaron a las tropas alemanas— y el anticatolicismo prusiano del cuerpo oficial predispusieron a los ejércitos invasores del Káiser a esperar una tenaz resistencia por parte de los civiles belgas[9]

En el caso español, el mito de una quinta columna homicida tiene su origen en la cultura de exclusión propia de la izquierda. Después de abril de 1931, los socialistas y los republicanos burgueses de centro-izquierda refundieron la República con la coalición política heterogénea que surgió tras la salida del rey Alfonso XIII; el futuro de la democracia republicana residía en que la derecha quedara excluida de forma permanente del poder. La victoria del centro-derecha en las elecciones de noviembre de 1933, el fracaso de la insurrección liderada por los socialistas en octubre de 1934 y la posterior represión facilitaron un discurso común antifascista basado en la dicotomía del noble «pueblo» productivo —esto es, la izquierda— y un enemigo «fascista» parásito e inhumano —es decir, la derecha—. El estrecho margen de victoria electoral del Frente Popular en febrero de 1936 fue interpretado como el triunfo definitivo del «pueblo» antifascista. Pero esto no significa que el derrotado enemigo dejara de ser peligroso. De hecho, existía una percepción generalizada de que el «pueblo» antifascista sufría la amenaza de una gran conspiración fascista. Obviamente, sí que hubo un complot militar, pero en el imaginario antifascista este constituía una pequeña parte de una más extensa conspiración monolítica en la que estaban implicados capitalistas, clero y fascistas (véase el capítulo 1).

Así, cuando finalmente la rebelión militar tuvo lugar en Madrid, los antifascistas se sintieron atacados por todos los bandos. El levantamiento en los cuarteles fue percibido solo como una parte de un ataque mayor contra la República (véase el capítulo 2). Los posteriores fracasos militares de la República exacerbaron enseguida este pánico inicial. Aunque se detuvo el avance de las columnas rebeldes de Mola en las sierras de Somosierra y Guadarrama, la proximidad del frente a Madrid alimentó el temor de que los rebeldes simplemente estaban esperando a que el enemigo interno se levantara antes de volver a retomar el ataque. Más preocupante era la noticia del avance del general Franco desde el sur y la llegada a Madrid de refugiados que hablaban del terror rebelde. Este libro sostiene que no hubo una relación clara entre las barbaries rebeldes y las matanzas republicanas. Las primeras no «provocaron» las segundas. Más bien, las masacres rebeldes reforzaron la idea de la malevolencia y la falta de misericordia del enemigo. Los «fascistas» eran capaces de cometer cualquier acto con tal de conseguir la derrota del «pueblo», lo cual incluía audaces ataques sorpresa en la retaguardia (véanse los capítulos 3 a 6).

De este modo, en el verano de 1936, la identificación y eliminación de «espías» fascistas en Madrid se consideraba una necesidad militar; la prensa republicana —y especialmente los periódicos comunistas— hacían hincapié en que la lucha contra el fascismo en la retaguardia era tan importante como en el frente. Pero el fusilamiento de los enemigos del «pueblo» —sobre todo, de sacerdotes, militares, empresarios y falangistas— era también un paso revolucionario en el camino hacia la creación de la nueva sociedad antifascista. Este discurso exterminador se extendió por Madrid, incluso entre la burguesía republicana. Puesto que el capitalismo, la Iglesia y los militares eran considerados en conjunto responsables de la rebelión militar, la total destrucción de su poder era fundamental. De lo contrario, la victoria militar sería en vano. En agosto, Prieto declaró que sería un «suicidio» volver a la España del 17 de julio de 1936 (véase el capítulo 6).

Así, cuando el 3 de octubre de 1936 Dolores Ibárruri afirmó en las páginas de Mundo Obrero que el general Mola había anunciado la existencia de una «quinta columna» en Madrid, no estaba más que poniéndole nombre a una entidad que había existido en la mente de los antifascistas desde el comienzo de la Guerra Civil. Aun así, con las fuerzas rebeldes apresurándose en dirección a la capital tras la caída de Toledo, estos comentarios desencadenaron una nueva oleada de pánico en Madrid, y la intensificación de la caza de la quinta columna condujo a más arrestos masivos y a la superpoblación de las cárceles. A finales de octubre, había al menos 10.000 prisioneros. Aunque al Gobierno de Largo Caballero le preocupaba el peligro que suponía una concentración tan grande de «fascistas», quedó paralizado por la pasividad. Sería el CPIP quien resolviera el «problema de las cárceles». El proceso que terminó con las masacres de Paracuellos no lo comenzaron los asesores soviéticos, sino el ataque aéreo del 27 de octubre sobre Madrid y la posterior saca de prisioneros que realizó el CPIP en la cárcel de Ventas, al este de la ciudad: los reclusos fueron acusados de hacer señales a los enemigos. Cuando el Gobierno salió de Madrid el 6 de noviembre, el CPIP ya había sacado a 190 prisioneros de distintas cárceles y los había fusilado a las afueras de la capital. El modus operandi lo había desarrollado el CPIP durante los tres meses previos: los directores de las prisiones transferían reclusos bajo su custodia basándose en falsas órdenes de salida firmadas por el director general de Seguridad (véanse los capítulos 8 y 9). Así, aunque los asesores soviéticos aprobaron la operación, las matanzas de Paracuellos fueron made in Spain (véase el capítulo 10). Paradójicamente, el surgimiento de una quinta columna realmente activa hacia la primavera de 1937 no provocó el pánico que hubo el otoño anterior (véase el capítulo 11). Al final, aunque los quintacolumnistas supusieron una importante contribución al esfuerzo bélico franquista, la caída definitiva de la resistencia en Madrid en marzo de 1939 no la causó la subversión interna. La República había perdido la guerra en el campo de batalla (véase el Epílogo).

OBSERVACIONES SOBRE LAS FUENTES

Con demasiada frecuencia los historiadores utilizan pruebas anecdóticas para apoyar aseveraciones exageradas sobre la represión republicana. De este modo, en el año 2007 Viñas citó las memorias de Geoffrey Thompson, un diplomático británico que ni siquiera había estado en España en 1936, para fomentar la tesis de «la autoría anarquista de la mayor parte de los asesinatos en la zona republicana». El presente estudio hace uso de una amplia variedad de fuentes de archivo. Al igual que otros libros sobre el terror republicano, se ha procedido a la utilización del material compilado para la Causa General, la investigación oficial del régimen de Franco sobre los «crímenes rojos» realizada durante la Guerra Civil y después de ella. Sigue siendo una fuente indispensable de datos, pero debe ser utilizada con cautela: Ian Gibson comentó en 1983 que se trataba de «una densa mezcla de verdades y mentiras». Debe recordarse que la Causa General está compuesta por diferentes tipos de material. Contiene un enorme número de documentos republicanos que, de no haberse compilado, podrían haber sido destruidos. El hecho de que los investigadores franquistas los seleccionaran con fines propagandísticos no los invalida como fuente. También cuenta con testimonios aportados por las víctimas y sus familias tras la ocupación franquista de la capital en marzo de 1939, así como declaraciones de quienes fueron acusados de cometer «crímenes de sangre». Estos testimonios no pueden ser utilizados sin un sentido crítico. Con frecuencia empleaban el discurso de los vencedores —sobre todo, de la checa— y en el último caso se obtenían, a menudo, de hombres traumatizados que habían sufrido las torturas de la Policía franquista y que se enfrentaban a una condena a muerte. Así pues, se ha utilizado la información procedente de la Causa General junto con otras fuentes.

El terror provocó una mezcla de fascinación y horror entre los extranjeros, muchos de cuyos informes han quedado incluidos en este estudio, especialmente los de diplomáticos británicos como George Ogilvie-Forbes. La prensa republicana ha sido también fundamental para los investigadores. Aunque guardó silencio con respecto a las matanzas, es indicativa del grado de pánico que sufrió el Madrid antifascista en 1936. Los periódicos de las organizaciones del Frente Popular de España y del extranjero han sido también objeto de examen, y el archivo de la CNT de Ámsterdam ha resultado ser especialmente valioso. Sin embargo, en lo que respecta a la «dimensión humana» del terror, la fuente republicana más importante la han constituido los 14.682 expedientes de los tribunales populares a los que se puede acceder por Internet a través del Portal de Archivos Españoles (PARES) del Ministerio de Cultura[10] Estos sumarios ilustran la interconexión entre el terror y el estado republicano: aunque principalmente tratan sobre casos procesados por las autoridades judiciales a partir de 1937, contienen mucha información relativa a los criterios que utilizaban los tribunales revolucionarios para detener y «juzgar» a prisioneros. También es importante ver cómo detallan las estrategias empleadas por los españoles de a pie para defenderse ante las acusaciones potencialmente letales de «fascismo». Estos expedientes muestran de una forma muy gráfica la tragedia humana del terror.