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LA JUSTICIA DEL PUEBLO

El final del verano de 1936 fue excepcionalmente sangriento en la España republicana. Tanto en Cataluña como en el País Vasco, por ejemplo, más del 50% de los asesinatos se cometieron antes de que terminara el mes de septiembre. Algo parecido pudo verse en la ciudad de Madrid. Cervera ha señalado que el 60% de las víctimas asesinadas halladas en las calles de la capital tras el fracaso de la rebelión de julio lo fueron entre los meses de agosto y septiembre. El aumento de los asesinatos en Madrid provocó comentarios en la prensa internacional. «Algunos de los informes que aparecen en los partes pueden ser exagerados», reconocía un editorial de The New York Times del 23 de septiembre, «pero no hay duda de que en Madrid existe una especie de reino del terror». Incluso algunos periódicos proclives a la causa republicana reconocían que en agosto había comenzado una nueva y terrible fase de violencia política. El periódico liberal británico, The Manchester Guardian, que a primeros de mes seguía publicando artículos que hablaban de «normalidad» en la capital, observaba con tristeza el 29 de agosto que «Allí [en Madrid] el Terror continúa y el Gobierno es incapaz de detenerlo»[1].

EL MIEDO SECRETO

Hasta cierto punto, el fuerte aumento de homicidios a partir de agosto tiene que verse en el contexto del deterioro de la situación militar. A pesar del continuo optimismo de la prensa, a primeros de mes se filtraron noticias en la capital del fracaso de las ofensivas republicanas en las sierras de Guadarrama y Somosierra con el resultado de muchas pérdidas. El 8 de agosto, Juan José Barroso Leyton, un guardia de asalto de permiso, cometió la imprudencia de contar a sus conocidos en el metro, entre las estaciones de Sol y Cuatro Caminos, que la situación en la sierra «estaba gravísima» y que «los insurrectos nos están haciebdo [sic] una carnicería», concluyendo que «los fasciosos no habían llegado a Madrid porque no habían querido pero que lo harían en cuanto recibieran la consigna que esperaban». Denunciado y arrestado a su llegada a Cuatro Caminos, Barroso fue después ejecutado en Paracuellos. El comentario de Barroso de que las fuerzas de Mola simplemente estaban esperando «la consigna» antes de avanzar hacia Madrid ilustra la creencia de que los fascistas de la capital se estaban preparando para dar una puñalada por la espalda a los defensores como apoyo a una ofensiva rebelde. El pánico antifascista de la primera quincena de la guerra no decayó. Esto puede verse en la reacción del primer apagón ordenado por el Gobierno republicano para la noche del 6 al 7 de agosto como parte de los preparativos para un ataque aéreo rebelde. Aunque oficialmente se declaró que había sido un éxito, esta maniobra, según un parte de la agencia de prensa Reuters, provocó «una considerable preocupación y, en algunos casos, pánico» cuando se apagaron las luces a las diez de la noche. Joaquín Romero-Marchant, un periodista falangista que por entonces se hallaba escondido, escribió en 1937 que «A las diez y tres minutos la ciudad se tachonó de tiros. Más tiros que en la batalla del Marne… A la mañana siguiente nos enteramos que de aquel tiroteo horroroso no había ni una víctima. ¡Más valía así! Pero, ¿contra quién disparaban aquellos insensatos?». Esta pregunta puede tener su respuesta en un parte de la Associated Press de Madrid del día 18 de agosto, que informaba de que «las autoridades de Madrid abandonaron la práctica de los apagones de las luces de la ciudad al caer la noche como precaución contra ataques aéreos [porque] bajo el manto de la oscuridad muchos leales han sido asesinados a manos de simpatizantes de los rebeldes que aún permanecen dentro de la capital». Algo parecido aparece en las memorias del escritor Arturo Barea, que por entonces era miembro del batallón de milicia La Pluma. Combinando de forma reveladora el apagón del 6 al 7 de agosto con el primer bombardeo de Madrid, recordaba que «aquella tarde y aquella noche los fascistas disparaban desde las ventanas y desde las claraboyas»[2].

La correspondencia que se observa entre el bombardeo y las actividades de los «fascistas» en tierra es importante para comprender la relación entre el terror y los ataques aéreos rebeldes sobre la capital. Estos últimos no comenzaron hasta la noche del 27 al 28 de agosto y continuaron sucediéndose a pequeña escala y de forma intermitente hasta el primer ataque importante del 30 de octubre. Puesto que durante el verano y la primera parte del otoño hubo pocas muertes y pocos daños materiales, no existe una relación simple entre las bombas rebeldes y las ejecuciones. Sin embargo, sí que es cierto que el primer ataque aéreo fue considerado como muestra de la barbarie fascista. El 28 de agosto, tras celebrar el lanzamiento de 85 bombas por parte de la aviación republicana sobre Oviedo, el ABC condenó a los pilotos rebeldes por «morbosos complejos de inferioridad mental». Para Mundo Obrero, el bombardeo rebelde fue simplemente una muestra más de «la guerra de barbarie, de salvajismo, de ferocidad, a que se hallan las bestias que organizaron la rebelión militar».

Los antifascistas también estaban convencidos de que el poderoso enemigo oculto en la capital dirigió a la aviación rebelde hacia sus objetivos. La Dirección General de Seguridad estableció una unidad de vigilancia aérea bajo el mando del capitán de asalto José Luis Terry, comunista y antiguo piloto. La brigada de Terry, como enseguida se la llegó a conocer, también realizó detenciones de sospechosos de ser cómplices de los enemigos. La simple posesión de una linterna era considerada como prueba de colaboración con la aviación rebelde. El 13 de agosto Joaquín Reguant Canals, funcionario técnico de Telégrafos, y su esposa, Ascensión Riaño Díaz, fueron detenidos después de que encontraran en su piso un viejo farol oxidado, acusándoles de hacer señales luminosas al enemigo. Reguant fue liberado de inmediato tras la intervención de su sindicato de UGT, pero la inocencia de Riaño no se declaró hasta después de que se celebrara un juicio por un tribunal popular en mayo de 1937. Estas detenciones se basaban a menudo en denuncias de los vecinos. El 21 de octubre, el afiliado 4926 del Partido Socialista denunció a una familia que tenía una carnicería en la calle Cardenal Cisneros, en el centro de Madrid. Aunque los padres y el hijo eran de izquierdas, la hija era claramente un agente fascista, según el militante socialista, puesto que «el último día que han venido los aeroplanos lo había dicho ella con varios días de antelación que [sic] vendrían el día 12 [de octubre] pero que causas ajenasma [sic] su voluntad lo habían impedido dejándolo para el día 18»[3].

Aunque las supuestas relaciones entre los aviones rebeldes y los simpatizantes en tierra eran imaginarias, muchas de las noticias que llegaban a la capital sobre el terror rebelde eran muy ciertas. La prensa, aunque era consciente del peligro de que su cobertura podría revelar de forma involuntaria el verdadero grado del avance de Franco hacia la capital, recordaba diariamente a los antifascistas las peripecias de sus camaradas en territorio rebelde. Entre los días 7 y 13 de agosto, por ejemplo, El Socialista publicaba noticias de fusilamientos en el Marruecos español, Extremadura, Ávila, Zaragoza y Huelva, y una serie de artículos sobre pueblos cordobeses, entre los que se incluía uno que hablaba de cómo «326» personas fueron obligadas en Baena a cavar sus propias tumbas antes de ser ejecutadas. Aunque las matanzas rebeldes no pueden explicar por sí mismas el terror en el Madrid republicano, es innegable que las atrocidades rebeldes estimularon el deseo de venganza, sobre todo entre los antifascistas que habían escapado del avance rebelde. Lo cierto es que muchos refugiados de las provincias participaron en la caza de «fascistas». Uno de los líderes de los temidos grupos de investigación del CPIP fue Antonio Castellanos Tamayo, empleado y miembro de Unión Republicana, que huyó del pueblo de Constantina (Sevilla). Sentenciado a muerte en marzo de 1940, fue indultado aquel mes de noviembre. En un plano más general, las noticias del terror rebelde reforzaron la creencia de la naturaleza malvada inherente al fascismo. El 20 de agosto, un artículo de El Socialista sobre las ejecuciones en Ariza (Zaragoza), ordenadas por el comandante Palacios, llevaba por titular: «Un fascista típico, es decir, un asesino nato». Para Eloy de la Figuera, agente de la brigada Amanecer, era axiomático que el fascismo suponía la «Ultima etapa del régimen capitalista, que, por caracterizados procedimientos de violencia y terror, va en contra de todo avance democrático del pueblo»[4].

Lo que es evidente es que la combinación del avance rebelde sobre Madrid y los cada vez más numerosos testimonios del terror fascista intensificaron la atmósfera de miedo en la capital a finales de ese mes. Esto también lo exacerbó la escasez, cada vez mayor, de comida, puesto que las requisas por parte de las milicias constituían una enorme presión sobre el abastecimiento de la población civil de la ciudad. El 27 de agosto el diplomático británico George Ogilvie-Forbes se refirió al «conocido como peligro de inanición [causado por] la escasez de comida [que] está comenzando a afectar a las clases más pobres». Franz Borkenau, sociólogo austriaco y antiguo funcionario del Comintern, habló en su llegada a Madrid, el día 25, de que «es evidente que la alimentación es un grave problema aquí», y tuvo dificultades para encontrar alojamiento, puesto que resultaba «difícil para los dueños [de casas de huéspedes] encontrar comida para los recién llegados». El Gobierno republicano culpó a los tenderos de la escasez de comida y estableció fuertes castigos económicos para los acaparadores en un decreto del 26 de agosto. Para los comprometidos antifascistas, el almacenamiento seguía siendo una estratagema deliberada por parte de elementos fascistas con el fin de socavar el esfuerzo guerrero[5].

El empeoramiento de la situación guerrera debido al terror fascista y a la mayor falta de alimentos parecía presagiar un inminente apocalipsis. Las declaraciones en la prensa de que las atrocidades fascistas reflejaban la desesperación de un enemigo al borde de la derrota eran cada vez menos convincentes: los madrileños podían ver por sus propios ojos el fracaso de las armas republicanas en las largas colas de refugiados que a mediados de agosto ocupaban las calles de la ciudad con sus carros, sus animales y sus historias de barbaridades fascistas. Los antifascistas se dieron cuenta de las posibles consecuencias de estos avances en el sur y oeste de España. Sydney Smith, corresponsal del Daily Express de Londres en Madrid, se refirió a un «miedo secreto… incluso entre los españoles que no se atreven a admitir que prevén la derrota» en un parte no censurado del 19 de agosto. Un informe de la Embajada británica cuatro días después proporcionaba detalles de ese «miedo secreto»: «Madrid vive el día a día, con el destino de un gran número de su millón y tres cuartos de habitantes a merced de los acontecimientos. A juzgar por el espantoso ejemplo de Badajoz [la masacre de los milicianos republicanos en la plaza de toros] y de otros lugares, en caso de que los generales rebeldes consiguieran atravesar el frente de ochenta millas [130 kilómetros] en el Guadarrama o llegaran a avanzar hacia Madrid desde el este o el suroeste (las vías de acercamiento más fáciles), habría una carnicería entre los elementos del Frente Popular».

Un panorama como este no hizo más que intensificar la inseguridad con respecto a las perniciosas actividades de los fascistas en Madrid. Borkenau escribió sorprendido el 27 de agosto que «la atmósfera de Madrid está llena de historias de terrorismo [fascista], mucho más que en Barcelona» y que las historias de espionaje «recuerdan a escenas de las revoluciones francesa y rusa, cuando los revolucionarios se sintieron también rodeados por sus enemigos desde cada ángulo y tuvieron que atacar a ciegas porque no tenían tiempo para poder asegurarse». Dos días antes, George Ogilvie-Forbes llamó por teléfono al comité del CPIP para quejarse de los registros en pisos bajo la protección británica. Informó que «me mostraron el camino y me recibieron educadamente en una guarida de rufianes armados. El resultado de la entrevista en la que intercambiamos cigarrillos fue que se reconocía que los milicianos en cuestión habían tenido un mal comportamiento, que serían reprendidos y expresaron su esperanza de que yo tendría en cuenta que en esta época de crisis las milicias de base, hasta que recibieran la formación pertinente, podrían mostrar un exceso de celo». Con el fin de evitar cualquier otro incidente diplomático, el CPIP aceptó intercambiar sus números de teléfono con el británico[6].

EL CPIP Y LA RED DE TERROR

Aunque el reconocimiento de que el CPIP actuaba en una «época de crisis» es fundamental para comprender por qué se convirtió tan rápidamente en el tribunal revolucionario más brutal de Madrid, es errónea la impresión que tuvo Ogilvie-Forbes de que el CPIP era una organización centralizada. En el capítulo anterior vimos cómo la representación en los niveles más altos del CPIP se distribuyó meticulosamente entre las principales organizaciones políticas y sindicales: nadie tenía mayoría de miembros en el comité ni en los tribunales revolucionarios. Pero si la estructura de liderazgo colectivo del CPIP reflejaba el discurso político de unidad antifascista, sus actividades estaban determinadas por una desconfianza mutua entre los movimientos de izquierda. Pese a que existía un consenso en lo que respecta a la necesidad de enfrentarse a la aparente amenaza fascista detrás de las líneas y una convicción compartida de que la eliminación del «fascismo» era fundamental para la construcción del nuevo orden socioeconómico, en todos los bandos era manifiesta la sospecha de que los hasta entonces rivales estaban principalmente motivados por fines innobles. En particular, los comunistas siguieron lamentándose de las actividades de la CNT-FAI. El 25 de agosto, el secretariado del Comintern recibió un telegrama de Madrid quejándose de que «la situación se está volviendo cada día más difícil debido a la conducta indisciplinada de los grupos armados de anarquistas que están cometiendo actos de pillaje y asesinatos que alarman a la gente».

Las relaciones entre los socialistas y el movimiento anarcosindicalista también siguieron siendo tensas. A primeros de septiembre, Teodor Zambade, afilado del Partido Socialista, fue detenido tras una visita a la brigada de Atadell por militantes de la FAI, a pesar de que este les mostró sus credenciales. Cuando lo llevaron a la Ciudad Universitaria para fusilarlo, consiguió «hacer ver a los camaradas la arbitrariedad que conmigo se trataba de cometer». Tras un posterior interrogatorio, Zambade fue liberado después de que le confiscaran su pistola. Está claro que tales incidentes no eran excepcionales, puesto que Julio de Mora, el jefe del CIEP, el Servicio de Información de la ASM, consideró que el grave delito del caso Zambade no fueron las amenazas de muerte, sino la confiscación del arma. Estos choques no llegaron a las páginas de la prensa, puesto que los arrestos «erróneos» de izquierdistas fueron atribuidos a la «insidia» del enemigo común. Pero hubo ocasiones en las que el compromiso público a la unidad antifascista casi se rompió. El 15 de agosto, tras las exigencias comunistas publicadas en Mundo Obrero de que todas las armas fueran enviadas al frente, un editorial del CNT, engañosamente titulado «Diálogos cordiales», alertaba de que «vano será el intento de desarmarnos. Ello provocaría una segunda guerra civil más dramática, más trágica que la actual». Fue precisamente por ese motivo por lo que no hubo una ruptura pública durante el verano, incluso después del asesinato de Manuel López Blanco, miembro del comité del CPIP, secretario del Sindicato Único de la Construcción de la CNT y su representante en el Comité Provincial de Abastos en el Círculo de Bellas Artes. El 6 de septiembre, tras una denuncia de que López Blanco estaba robando en almacenes y vendiendo suministros en el mercado negro, una brigada armada del cuarto batallón de la milicia del Círculo Socialista del Este llegó a casa del anarcosindicalista para realizar un registro. López Blanco afirmó furioso que no tenían derecho a entrar y comenzó una escaramuza con uno de los milicianos, Santiago Esteban Comendador, quien lo mató de un disparo durante la pelea. La muerte de López Blanco fue recibida por algunos de los militantes de la CNT-FAI como un asesinato político premeditado por parte de los comunistas, pero el funeral del día 7 de septiembre se convirtió en una muestra pública de armonía antifascista. Los oradores, entre quienes se encontraban Amor Nuño, secretario de la Federación Nacional de Sindicatos de la CNT, y Edmundo Domínguez Aragonés, presidente de la Casa del Pueblo socialista, dijeron ante una multitud de unos 40.000 asistentes que las divisiones dentro de la clase obrera no llevarían al vencimiento del fascismo. Así que, a pesar del clamor dentro de la CNT-FAI pidiendo justicia implacable, Esteban Comendador consiguió escapar de la ejecución y, en su lugar, fue enviado al frente para prestar servicios en un batallón de castigo[7].

La muerte de López Blanco provocó la elaboración de un manifiesto firmado por las ejecutivas regionales de todas las organizaciones de izquierda de la ciudad, incluidos el PCE y la CNT-FAI. Se trataba de una condena de «actos con el intento de saciar venganzas personales o de provocar enconos entre las organizaciones políticas y sindicales». Con el fin de evitar actos de este tipo en el futuro, se exigía que «se prestigie y se aumente la autoridad del Comité [Provincial] de Investigación [Pública], integrado por todas las fuerzas políticas y sindicales que componen el Frente Popular». No solo era a antifascistas a los que se les ordenaba obedecer «con toda su fuerza las decisiones» del CPIP, «el cual, en estos momentos, tiene toda nuestra confianza», sino que también se les avisaba de que el CPIP «tendrá facultades para imponer castigos ejemplares e inmediatos a los que fuera de su jurisdicción realicen registros y detenciones… considerando facciosos a los que esto hagan, aplicándoles la última pena a aquellos a quienes se los coja realizando dichos registros».

El manifiesto no era simplemente una reafirmación del apoyo al CPIP, sino también una reveladora admisión de que tenía derecho a impartir justicia extrajudicial en ciertas circunstancias. Pero su falta de autoridad era culpa de las organizaciones del Frente Popular. El 24 de agosto, el CPIP emitió un aviso en el que repetía que había sido creado para centralizar los arrestos de los «fascistas» y exigía que «las organizaciones centrales [del Frente Popular] faciliten relación completa de Radios, Ateneos, Centros, etc., con domicilios y teléfonos, para conocimiento del Comité». El hecho de que esta información básica no llegara indica hasta qué punto las principales organizaciones centrales se resistieron a deshacerse de sus brigadas y tribunales de investigación. De hecho, y a pesar de la evocación pública de «UHP», el CPIP funcionaba sobre la base de que no acabaría con la autonomía de ninguno de sus componentes políticos ni sindicales para localizar y castigar a los «fascistas». De este modo, no podemos analizar la labor del CPIP de forma aislada, puesto que operaba como centro de una red de terror que también incluía a la Dirección General de Seguridad, las radios comunistas y de la JSU, los ateneos libertarios y, en menor medida, los círculos socialistas. De los 33 tribunales revolucionarios que se sabía que habían estado activos en la capital durante el verano y comienzos del otoño de 1936, al menos 26 transfirieron prisioneros al CPIP. Se podía avisar de su llegada por adelantado llamando a uno de los cinco números de teléfono del CPIP (16459, 18631, 18632, 16457 y 1868[¿?]).

Debe hacerse hincapié en el hecho de que la pertenencia al CPIP no impedía asociarse a ningún tribunal revolucionario paralelo; de hecho, en muchos casos el reclutamiento para el primero se basaba en el trabajo con este último. La relación con el CPIP fue extremadamente ventajosa para otros tribunales revolucionarios. La posesión de un carné del CPIP confería varias ventajas. En primer lugar, y tal y como indicaba el manifiesto antes mencionado, otorgaba legitimidad revolucionaria. En segundo, puesto que el CPIP había sido creado por la Dirección General de Seguridad, el carné también confería estatus «oficial»: el CPIP defendía el Estado republicano. En marzo de 1938, Francisco García Serrano, que trabajaba tanto para el CPIP como para el tribunal de Radio Este del PCE, en la calle O’Donnell número 22 en 1936, definió su antiguo puesto como «jefe de Grupo de Investigación [del CPIP] debidamente autorizado por las autoridades legales de la República durante los primeros tiempos del movimiento faccioso». Así, aquellos que portaran un carné del CPIP podían muy bien afirmar que actuaban «legalmente». El 4 de septiembre de 1936, Emilio Ruiz Muñoz, un sacerdote de 62 años, fue detenido en su casa del distrito de Universidad por un grupo de la CNT-FAI y CPIP y posteriormente lo ejecutaron. El portero contó a los policías de la DGS cinco días después que permitió que la brigada entrara en el edificio porque «exhibieron una autorización del Comité Local de Investigación Pública [CPIP], por lo que el que declara no se opuso a ello ni dio aviso a ninguna Autoridad, porque la detención era legal». También había buenas razones económicas para entrar en el CPIP: cada mes, los miembros de los grupos y del Comité recibían 300 y 500 pesetas, respectivamente. Por último, el CPIP era atractivo para otros tribunales revolucionarios por razones logísticas. Su impartición de justicia extrajudicial veinticuatro horas al día suponía un «servicio» excepcional que ningún otro podía igualar: los prisioneros eran casi literalmente lanzados a la zona de recepción del CPIP para ser «juzgados» y los volvían a recoger para su ejecución una vez que se dictaba su «condena a muerte»[8].

Así, las formaciones del Frente Popular podían incorporarse al CPIP dentro de sus propias redes de terror. La CNT-FAI hizo un uso muy efectivo del CPIP en su propia lucha revolucionaria contra el fascismo. Para comprender el papel del anarcosindicalismo madrileño en el terror, necesitamos examinar brevemente su estructura organizativa durante la guerra. A la vanguardia estaba el Comité de Defensa del Comité Regional del Centro de la CNT. Antes de la guerra, cada organización regional de la CNT tenía un comité de defensa con representantes tanto de la CNT como de la FAI. Su labor principal era dirigir «cuadros» y «comités de preparación» en situaciones revolucionarias. Al comienzo de la guerra, el Comité de Defensa de la CNT de Madrid estaba presidido por Eduardo Val, camarero de 30 años y jefe del Sindicato Único de la Industria Gastronómica de la capital. «Era un tipo muy singular», recordaba su compañero Gregorio Gallego, «era un camarero elegante, sonriente y amable. Cuando servía vestido de “smoking” en los grandes banquetes políticos del Ritz y del Palace nadie podía sospechar que tras su gentil sonrisa, ligeramente irónica, se ocultaba el hombre que movía los hilos clandestinos de los grupos calificados de terroristas». Entre otros miembros del Comité de Defensa se encontraban Isabelo Romero, secretario del Comité Regional del Centro, Manuel Salgado Moreira, y José García Pradas, editor de CNT. A pesar de su juventud, Val se convertiría en el jefe de facto del CNT-FAI de la capital en 1936. La noche del 18 al 19 de julio, el Comité de Defensa se reunió con otros comités regionales y nacionales en la calle Luna número 11, la sede central de la Federación Local de Sindicatos. «Hay un acuerdo rápido y concreto», escribió Eduardo de Guzmán en 1938, «el Comité de Defensa llevará la dirección de la lucha. A él… se supeditará toda la organización». Ciertamente, la autoridad era delegada a Eduardo Val, el «jefe indiscutible». Así pues, en teoría, el camarero tenía autoridad sobre la Federación Local de Sindicatos, el FAI madrileño con sus ateneos libertarios (la Federación Local de Grupos Anarquistas), la organización juvenil y las milicias del frente. Aunque el Comité Nacional de la CNT estaba ubicado en Madrid bajo el liderazgo temporal de David Antona, este «funcionó más como un apéndice de la organización castellana que como el máximo organismo confederal».

Por tanto, durante el terror de 1936, la CNT-FAI había adoptado —en cierto modo, irónicamente— una estructura quasi leninista. Tal concentración de poder provocó intranquilidad dentro de la propia organización, y en un Pleno de organizaciones anarcosindicalistas en enero de 1937 en Madrid, los delegados, que representaban a 90.000 trabajadores, aprobaron una propuesta de poner coto a los poderes del Comité de Defensa con la creación de un Comité Local de Defensa paralelo. Esto no significa que el movimiento operara realmente bajo los principios del centralismo democrático. Como ya vimos, el rápido crecimiento del anarcosindicalismo durante las primeras semanas de la guerra fue caótico. Pero debería descartarse la idea de que las matanzas de la CNT-FAI a partir de agosto fueran incontroladas. El Comité de Defensa las dirigía en varios aspectos. De una forma más directa, tenía su propio servicio de investigación, que llevó a cabo ejecuciones bajo las órdenes de Val no solamente en 1936, sino también a lo largo de toda la Guerra Civil. Situado en un convento confiscado de la calle Fuencarral número 126, era conocido como Campo Libre, debido a que su líder, Antonio Rodríguez Sanz, era también editor de Campo Libre, una publicación que defendía la colectivización rural. El Comité de Defensa tenía también una estrecha relación con los ateneos libertarios de los distritos, centros anarquistas que con toda probabilidad contendrían tribunales revolucionarios. Se sabe que al menos once de ellos juzgaron y mataron a prisioneros. No es coincidencia que en el Pleno de enero de 1937 antes mencionado, la insatisfacción sobre la gestión de Val se dirigiera principalmente a los ateneos. Según las actas del Pleno, «se examinó la labor realizada por los ateneos, conviniendo todos en ensalzar el alto espíritu con que la habían llevado a cabo, no logrando obscurecer estos méritos algunos abusos cometidos por algunos de estos organismos». Se acordó que, a partir de ese momento, los ateneos disolverían sus comités de defensa y se dedicarían a actividades culturales[9].

Más importante es el hecho de que el CPIP fue utilizado por el Comité de Defensa como una plataforma para el terror anarcosindicalista. Muchos de los numerosos servicios de investigación de la CNT-FAI volvieron a ser constituidos como grupos de investigación del CPIP. Aparte de la brigada Campo Libre a la que nos hemos referido antes, el Comité Nacional de la CNT y su sección de Defensa designó a siete de ellos, mientras la Federación Local de Sindicatos proporcionó otros cinco. Estas designaciones llevaban la impronta de Eduardo Val. Por ejemplo, Manuel Salgado Moreira, su compañero en el Comité de Defensa, dirigió uno de los grupos del Comité Nacional. En cuanto a los distritos, los ateneos libertarios también se integraron en el CPIP. El número de grupos asignados variaba. Así, los ateneos libertarios de Barrios Bajos en Lavapiés y Chamberí contaban solamente con un grupo cada uno (bajo la dirección de Eduardo Martín Gómez y Fulgencio Salmerón, respectivamente). Por otra parte, el Ateneo Libertario de Puente de Vallecas tenía cuatro grupos dirigidos por José Falomir, Antonio Ariño, Vicente Estévez Quejido y Victoriano Buitrago García. En gran medida, la desigual distribución de grupos del CPIP reflejaba la magnitud diferencial y la importancia de los ateneos libertarios de la ciudad: el anarquismo era particularmente fuerte en el Puente de Vallecas antes de la Guerra Civil.

De la dirección de los grupos de CPIP de la CNT-FAI se encargaban sus representantes en el Comité del CPIP. Los más importantes eran Benigno Mancebo Martín, impresor de 30 años, y Manuel Rascón Ramírez, pintor decorador de 34. Mancebo estaba «muy empapado de ética anarquista». Secretario del Sindicato de Artes Gráficas de la CNT antes de la guerra, también trabajó en el periódico Frente Libertario del Comité de Defensa y participó en sus actividades revolucionarias clandestinas, lo que determinó su arresto y encarcelamiento. En el verano de 1936, tras haber participado en las negociaciones que garantizaron las imprentas del carlista El Siglo Futuro para CNT, se pidió a Mancebo que representara al movimiento en el CPIP. Rascón tuvo un historial más largo dentro de la CNT-FAI. Activista de la anarquía juvenil en Barcelona, se exilió en París tras el golpe de Primo de Rivera de septiembre de 1923. Después de la proclamación de la República, volvió a trabajar en Madrid y se convirtió en miembro de la Ejecutiva de la Federación Local de Sindicatos, representando al Sindicato Único de la Construcción. Cuando Amor Nuño partió al frente en julio de 1936, Rascón se hizo cargo temporalmente de la Federación Local de Sindicatos, aunque se convirtió en su representante en el CPIP tras el regreso de Nuño.

Fue acertada la designación de Mancebo y Rascón para la supervisión del trabajo de los grupos anarcosindicalistas dentro del CPIP. Aparte de formar parte del Comité directivo, también participaron en juicios de prisioneros y ocuparon puestos administrativos clave en el CPIP. Mancebo dirigió la Secretaría, que se encargaba de los prisioneros a su llegada y los enviaba a los tribunales, mientras que Rascón fue responsable de Personal —sobre todo, de la inscripción de agentes de investigación—. Otros anarcosindicalistas del Comité del CPIP eran miembros de los tribunales revolucionarios paralelos de la CNT-FAI y ayudaban en la coordinación de actividades de estos últimos con el primero. Entre ellos se encontraban Santiago Vicente Arrué, del tribunal revolucionario del cine Europa de Cuatro Caminos; Vicente Ivar, del Ateneo Libertario de Barrios Bajos, y Manuel Ramos Martínez. Como persona nombrada por la FAI que también ocupaba un puesto en un tribunal del CPIP, Ramos había organizado un «Comité de Abastos del Centro CNT-FAI» en la calle Ferraz, 16, con Carmelo Iglesias, un camarero del Sindicato Único de la Industria Gastronómica, bajo las instrucciones de Val. El papel principal del Comité era garantizar los suministros para la CNT-FAI en el oeste de Madrid, pero también contaba con una sección de investigación que operaba como tribunal revolucionario. Con un grupo de investigación del CPIP dirigido por Fernando Claramont Mori y Mariano García Astunillo, había un continuo intercambio de prisioneros entre las calles Ferraz, 16 y Fomento, 9.

Concluir que el terror anarcosindicalista estaba organizado no implica, por supuesto, la existencia de una maquinaria burocrática e impersonal de exterminio. En gran medida, las estructuras de matanza de la CNT-FAI estaban basadas en informales lazos personales. Algunos de los responsables estaban relacionados: Vicente Ivar, el miembro del Comité del CPIP antes mencionado, tenía un hermano gemelo, llamado Antonio, que era responsable de un grupo del CPIP de la CNT. El parentesco también proporcionaba cohesión a las actividades extrajudiciales del Ateneo Libertario de Puente de Vallecas. Joaquín Gómez Olivares, el secretario del Comité de Defensa del Ateneo tenía un hermano, Juan, que formaba parte de uno de sus grupos del CPIP a las órdenes de Estévez Quejido; José Falomir, otro líder de grupo del CPIP en el Ateneo, tenía dos hermanos, Pedro y Juan, que trabajaban para la brigada de investigación que le quedaba al Ateneo. Más importantes aún fueron las amistades que se forjaron durante las luchas revolucionarias desde 1931 a 1936. En parte, se trataba de una cuestión generacional: de los 111 miembros de la CNT-FAI del CPIP cuya edad se conoce, 81 (el 73%) eran menores de 36 años. Las relaciones individuales son menos fáciles de cuantificar, pero también fueron importantes. Por ejemplo, el grupo de investigación del CPIP bajo el mando de Mariano Cabo Pérez, un falangista renegado, provenía del Ateneo Libertario del Retiro, pero se consideraba que era la brigada privada de Manuel Rascón por la proximidad de los dos hombres.

El terror anarcosindicalista se basaba en una cultura de la confianza. A partir de los testimonios de la Causa General, está claro que el Comité de Defensa de Val concedía a los miembros de sus tribunales y grupos de investigación —tanto dentro como fuera del CPIP— una amplia autonomía de acción. Parece ser que no se daban directrices a los representantes de la CNT-FAI en los tribunales del CPIP. La fe que Val tenía en sus subordinados no siempre era merecida. En agosto de 1936, Francisco Carolo, un actor argentino, fue designado para liderar un grupo de investigación del CPIP. Semanas más tarde estaba de vuelta en Sudamérica con dinero en efectivo y joyas que había robado a sus víctimas[10]. Pero los milicianos de la retaguardia de la CNT-FAI no actuaban con impunidad: el Comité de Defensa podía castigar —y de hecho, así lo hacía— a aquellos cuyas acciones fueran consideradas perjudiciales al movimiento (véase el capítulo 6).

Los elementos socialistas del CPIP también provenían de organizaciones provinciales. Si la Ejecutiva prietista tuvo un importante papel en la designación de miembros de la DGS tales como el brigada Atadell, la Agrupación Socialista Madrileña, controlada por los caballeristas, eligió a los que prestaban servicio en el CPIP. Los tres designados del partido para el Comité del CPIP —Agustín Aliaga de Miguel, José Delgado Prieto y Tomás Carbajo— trabajaron previamente en el CIEP, el servicio de investigación de la ASM. De hecho, antes de ingresar en el CPIP, Tomás Carbajo comandó una de sus brigadas de investigación que estuvo activa al principio de la guerra. Del mismo modo, sus grupos del CPIP fueron formados por miembros del CIEP de los círculos socialistas. Por ejemplo, Luis Vázquez Téllez, un dependiente de 29 años y jefe del grupo de investigación del Círculo Socialista de La Latina-Inclusa, se convirtió en responsable de un grupo del CPIP. Al contrario que la CNT-FAI, el PSOE no mantuvo por norma sus propios tribunales revolucionarios de distrito una vez que se estableció el CPIP. Así, el Círculo Socialista de Guindalera-Prosperidad, situado en la calle Eugenio Salazar, 2, solo realizó ejecuciones durante la primera quincena que siguió al estallido de la Guerra Civil. Los socialistas incorporaron su labor represiva al CPIP, con Tomás Carbajo como coordinador de las actividades de sus grupos. Parece que los socialistas del CPIP no estaban sometidos a instrucciones del partido, pero mantenían informada a la ASM de sus acciones (aunque no necesariamente a la ejecutiva prietista). Lo que sí es cierto es que los círculos socialistas enviaron a prisioneros que estaban bajo su custodia al CPIP, haciendo que la Causa General los clasificara engañosamente como «checas».

Hubo dos excepciones. La primera fue el Círculo Socialista del Sur, que juzgó y ejecutó prisioneros en su centro de milicias de la calle Velázquez, 50. Presidido por Zacarías Ramírez Rodríguez, este tribunal revolucionario le provocó a la República una crisis internacional cuando ejecutó, en septiembre, al duque de Veragua, Cristóbal Colón y Aguilera, el último descendiente masculino directo del descubridor de América (véase la Introducción). No fue este un asesinato producto del azar. Veragua fue apresado por los hombres de Ramírez el 28 de agosto con Manuel Carvajal Hurtado de Mendoza, el marqués de Águila-Fuente, en el domicilio del último de la calle san Mateo, 7. Es interesante el hecho de que Águila-Fuente hubiera sido anteriormente detenido por Ramírez, pero quedó en libertad tras un «juicio» del CPIP. Los dos hombres estuvieron retenidos en la calle Velázquez, 50 hasta el 17 de septiembre, cuando sus cuerpos fueron encontrados en una cuneta del municipio de Fuencarral. A pesar de las protestas a nivel internacional por estos asesinatos, Ramírez no fue castigado por su partido ni por las autoridades republicanas durante la guerra. La segunda excepción fue el Círculo Socialista del Norte en el distrito de Chamberí. Como vimos en el capítulo 3, su tribunal revolucionario estaba activo a finales de julio. La llegada del CPIP al mes siguiente no afectó a sus actividades. De hecho, desafió la autoridad del CPIP deteniendo a personas liberadas del Círculo de Bellas Artes y de la calle Fomento, 9. El 22 de agosto, Justo Ramón Piedrahíta, un antiguo portero de 39 años con seis hijos, fue detenido y ejecutado por el Círculo Socialista menos de quince días después de haber sido liberado por el CPIP. No está claro por qué este Círculo Socialista en particular continuó matando a lo largo del verano, aunque parece ser que había sido «bolchevizado»: un miembro de su tribunal revolucionario era comunista y sus milicianos procedían de la JSU. En cualquier caso, parece que el Círculo tenía sus propias pautas de «limpieza»: sus víctimas eran activistas locales de asociaciones católicas. Piedrahita, por ejemplo, ocupaba un puesto en la Ejecutiva del Sindicato Católico de Porteros; al menos otros cuatro de los ejecutados eran miembros de la Asociación de la Virgen Milagrosa, una cofradía con sede en una iglesia de los Paúles, dentro del distrito[11].

La presencia de militantes procedentes de las recientemente creadas Juventudes Socialistas Unificadas en el Círculo Socialista del Norte fue poco excepcional. Al menos dos designados del PSOE para ser líderes de grupo procedían de la JSU (Aurelio y Carmelo Olmeda Marín), pero operaban como parte de la red del terror de la JSU. Su eje era un albañil de 23 años, Arturo García de la Rosa, que ocupó dos puestos fundamentales: representante de la JSU en el Comité y tribunales del CPIP y jefe del tribunal revolucionario paralelo de la JSU de la calle Zurbano, 68, en Chamberí. Compartiendo instalaciones con un centro de formación militar, este tribunal contaba con delegados de las radios de la JSU de los distritos. Por ejemplo, Andrés Soler Puertas, Pedro Soler Puertas y Aurelio Olmeda Marín representaban a las radios 7, 8 y 9, respectivamente. Tal y como indican sus apellidos, el parentesco era una característica muy común tanto entre los asesinos de la JSU como entre los anarcosindicalistas. Otra pareja de hermanos, Santiago y Juan Almela Soler, también trabajaba para el tribunal. Todos estos jóvenes fueron miembros de los grupos del CPIP en calidad de agentes o responsables, y los prisioneros retenidos en la calle Zurbano 68 (y en su sucursal de la calle Espronceda, 32) eran rutinariamente enviados a la calle Fomento número 9. Aunque el tribunal de García de la Rosa era centro de la justicia extrajudicial de la JSU en el mismo Madrid, la organización juvenil tenía también un Comité de Salud Pública en el entonces independiente municipio de Puente de Vallecas. Presidido por el presidente del distrito Julián García de la Cruz, contaba con la brigada de investigación (y muerte) Cinco Diablos, así llamada por el número de sus integrantes. Cinco Diablos también estaba afiliada al CPIP, con Vicente de Pablo Ricote, un guardia municipal de 27 años, como responsable de grupo. También colaboraron con los comunistas, un reflejo local de la fuerte identificación de la JSU y el PCE. De hecho, los antiguos líderes del CPIP, como Arturo García de la Rosa, se incorporarían al PCE en otoño.

La Federación Provincial de Madrid, el órgano provincial de los comunistas bajo el mando de Francisco Antón, también utilizó el CPIP como parte de su red de terror. Sus representantes en el Comité del CPIP tenían un perfil más bajo dentro de la organización, y uno de ellos, Cándido Torres Martín, combinaba el trabajo con sus obligaciones dentro del partido. Aun así, los tribunales revolucionarios de la Federación se aprovecharon de las «ventajas» de su relación con el CPIP. Carlos Escanilla de Simón, miembro del tribunal revolucionario de Radio Oeste, en la calle San Bernardo, 72, fue también responsable de grupo. Con militantes dentro también del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, el instrumento más significativo de terror extrajudicial de los comunistas tenía a su disposición los recursos tanto de la DGS como del CPIP. Radio Oeste apenas fue una excepción. Como hemos visto, Radio Este, situada en la calle O’Donnell, 22-24 desde agosto, tenía un grupo del CPIP bajo el mando de Francisco García Serrano; su tribunal revolucionario estaba presidido por su compañero del CPIP Eugenio Rodríguez García, mientras que Luis Millán Aldabe, El Chato, designado por la JSU en la comisaría de Universidad, participó en detenciones. De igual modo, el tribunal revolucionario en la cercana Radio Comunista de Guindalera-Prosperidad tenía conexiones tanto con el CPIP como con la DGS. Su grupo del CPIP contaba con los miembros del tribunal Valeriano Manso Fernández y Román de la Hoz Vergas, mientras que Andrés Urresola Ochoa, un policía comunista, proporcionaba prisioneros. Urresola trabajaba también para Radio Oeste, lo cual refleja que los tribunales revolucionarios del PCE estaban interconectados e intercambiaban prisioneros para ser juzgados y ejecutados. No hay duda de que sus actividades tenían el completo respaldo de la maquinaria burocrática del partido, y la red de terror del PCE, aprovechándose del control comunista de la Consejería de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid, siguió actuando a lo largo de todo el invierno de 1936-1937 (véase el capítulo 11).

Las otras organizaciones representadas en el CPIP no mantuvieron sus propios tribunales revolucionarios paralelos. Aun así, a los representantes de la UGT en el Comité y en los tribunales del CPIP les ordenó Edmundo Domínguez, presidente de la Casa del Pueblo, «que hay que ser duros para juzgar». Los ugetistas que estaban en el CPIP en general trabajaban estrechamente con sus camaradas del PSOE, lo que viene a reflejar el hecho de que muchos, como Nicolás Hernández Macías —que representaba a la Sociedad de Albañiles en el Comité del CPIP—, eran afiliados a la ASM. El ugetista más destacado fue Félix Vega Sáez, un panadero de 31 años. Considerado como «uno de los más siniestros personajes» del CPIP por la Policía franquista por su labor en el Comité y en los tribunales, Vega ocupó un papel central en las sacas masivas de las cárceles de octubre y noviembre (véanse los capítulos 9 y 10)[12]. Los partidos republicanos burgueses también situaron sus actividades extrajudiciales dentro de la organización «paraguas» del CPIP. En el capítulo anterior vimos cómo Julio Diamante Menéndez, un representante de Izquierda Republicana en el Comité, dimitió inmediatamente después de que se diera cuenta de que el CPIP iba a ejecutar prisioneros. No fue este el único miembro del Comité que se fue en agosto, disgustado por lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Enrique Peinador Porrúa, abogado, esperó apenas seis días antes de informar a su partido de que no quería tener nada que ver con el CPIP. Le dijeron a su secretario regional del partido, José Carreño España, por qué dimitían, pero la organización del partido, fiel a su política de colaborar con el «pueblo» antifascista, se limitó a enviar sustitutos. De hecho, los representantes de IR (y UR) serían fundamentales para el funcionamiento eficaz del mayor tribunal revolucionario de Madrid. Leopoldo Carrillo Gómez, empleado, se convirtió en cajero-pagador y gestionó diligentemente los asuntos financieros del CPIP; Juan José Navas Isasi, miembro de Unión Republicana del CPIP, fue puesto al cargo de la guardia de calabozos de la calle Fomento, 9. Los republicanos no mostraron timidez dentro del CPIP. Manuel Saavedra de la Peña, que coordinaba los grupos de investigación de Izquierda Republicana del CPIP, fue, según palabras de Manuel Rascón, un hombre de la «más baja moralidad» que pasó una breve estancia en prisión por sus «excesos» (véase el capítulo 6). Así pues, no debemos suponer que los miembros del tribunal de UR o IR fueron más «moderados» que sus colegas del ala más izquierdista. Gregorio Gallego, que a menudo fue a visitar a su amigo Benigno Mancebo en el CPIP, recordaba a un «representante de Izquierda Republicana, un larguirucho muy relamido que afectaba un profundo intelectualismo… sus gestos y palabras no le era ajeno el famoso acusador público de la Revolución francesa, Fouquier-Tinville, y que trataba de dejarle chiquito en cuanto a rigor jacobino».

En general, por tanto, aunque el CPIP estaba dedicado a su tarea de defender la causa antifascista contra el enemigo interno, seguía siendo una institución fragmentada: sus grupos de investigación operaban frecuentemente dentro de la red de su propio partido o sindicato. Los plenos del CPIP —las únicas ocasiones en las que todo su personal se reunía para hablar de su labor y recibir instrucciones— se celebraban de forma irregular y principalmente tuvieron lugar en agosto, cuando se creó el CPIP, y en noviembre, para explicar los motivos que había detrás de su disolución. Entre estas fechas, solo se celebraron un par de veces, cuando los actos de algunos de sus miembros provocaron una fuerte crítica desde fuera del CPIP. Uno de estos plenos tuvo lugar a mediados de octubre tras la ejecución de José y Fernando Serrano Suñer, los hermanos de Ramón, cuñado del general Franco. José y Fernando, ingenieros, se declararon leales a la República, a pesar de sus antecedentes familiares, tras inspeccionar las tareas de fortificación en el frente durante los primeros días de la guerra. Sin embargo, el 18 de octubre fueron arrestados por el grupo de IR del CPIP de Jesús Cascajero Cuesta con el pretexto de que un mapa de carreteras que tenían en su posesión podían ser «planos enemigos». Sentenciados a muerte por un tribunal del CPIP liderado por otro militante de IR, Virgilio Escámez Mancebo, fueron ejecutados a primera hora de la mañana siguiente en el cementerio de Aravaca, a pesar de la presión que ejerció para su liberación un grupo variado de personas entre quienes estaban Manuel Muñoz —actuando bajo la presión de diplomáticos extranjeros—, Indalecio Prieto y su amigo Julio Diamante —el mismo hombre que anteriormente había dimitido del CPIP—. El pleno posterior absolvió a todos los implicados en el arresto y asesinato de los hermanos cuando se aceptó que «los cuñados de Franco» (sic) eran espías[13].

GANGSTERISMO

Aunque estaba claro que el CPIP no era monolítico, sus líderes de facto en el Comité —Mancebo (CNT-FAI), Rascón (CNT-FAI), Carbajo (PSOE), Vega (UGT) y García de la Rosa (JSU)— trabajaron juntos con el fin de proporcionar el nivel más alto de cohesión, especialmente en lo que respecta a la Dirección General de Seguridad. Esta colaboración reflejaba en parte los puntos de vista personales sobre la necesidad de la unidad antifascista: antes de la guerra, Mancebo fue miembro de Los Intransigentes, un grupo anarquista dirigido por Miguel González Inestal que apoyaba una relación más estrecha con el movimiento socialista. Fue también un reconocimiento de la severidad de la crisis a la que se enfrentaba la causa antifascista. Cuando parecía seguro que las columnas rebeldes tomarían la ciudad a finales de octubre, el Comité del CPIP trabajó sin descanso por garantizar la seguridad interna de la capital (véanse los capítulos 9 y 10).

Ya para entonces, un mínimo de 4.000 personas habían sido detenidas, si no asesinadas, por el CPIP. Una media semanal de, al menos 266[14]. Resulta imposible proporcionar cifras exactas de los arrestados, juzgados y ejecutados por los tribunales revolucionarios de Madrid. Esto no solo se debe a la escasez de documentos del CPIP que se conservan; los frecuentes traslados de prisioneros por toda la red de terror —incluyendo las brigadas de la policía y la DGS— hacen que sea difícil elaborar cualquier estadística. Por ejemplo, el 21 de septiembre, Juan Labora Calatayud, un propietario de 71 años, fue apresado en su casa por agentes de Los Linces de la República. En 48 horas fue traído y llevado de la DGS al CPIP antes de que unos miembros del último lo ejecutaran en Moncloa. Se debe subrayar que fue tal la sumisión de la DGS al CPIP que ninguno de los detenidos por la primera estaba a salvo del segundo. El 22 de agosto, Carlos Enríquez-Fernández, un estudiante falangista de 18 años, fue detenido por policías del distrito de Universidad, llevado al CPIP, juzgado por un tribunal en el que se encontraba Fernando García Pena, de Unión Republicana, y fusilado en la Pradera de San Isidro. El director general de Seguridad ni siquiera intervino cuando el CPIP sacó a los diputados que estaban siendo custodiados en la DGS. Dos días antes de la detención de Enríquez-Fernández, una brigada de la CNT-FAI del CPIP arrestó a Antonio Bermúdez-Cañete, corresponsal en Berlín de El Debate entre 1932 y 1935 y diputado de la CEDA por Madrid capital en febrero de 1936, y lo llevó a la DGS; a la noche siguiente Bermúdez-Cañete fue devuelto a las garras del CPIP y fusilado tras alegarse que había tratado de escapar. «Se asegura que ha fallecido el diputado de la Ceda y redactor de El Debate, señor Bermúdez Cañete», informó lacónicamente El Socialista la mañana del 22 de agosto.

Aunque «solamente» fueran detenidas 4.000 personas por el CPIP, la escala de terror extrajudicial fue extraordinaria en 1936. ¿Cómo se identificaba a las víctimas? El «Fichero de Matices Políticos» o «Control de Nóminas» de la Secretaría Técnica de la Dirección General de Seguridad constituyó una fuente de información fundamental. En constante expansión debido al continuo descubrimiento de nuevos documentos, contenía más de 40.000 entradas. La prudente destrucción de documentos políticos, por tanto, no supuso que los miembros de los partidos de derechas pudieran escapar de su detención. Dolores Ortega Núñez, ama de casa, terminó en el CPIP «por estar afiliada a A[cción]P[opular] y propagar esas ideas. Figura [en Nóminas]… AP». De igual modo, Magdalena Pla Riquelme, jornalera, terminó en la calle Fomento número 9 porque era «peligrosa y desafecta al régimen. Catequista. Afiliada a A[cción]P[opular]». Además de la identificación, el Control de Nóminas proporcionaba también la confirmación de «peligrosidad». El 7 de septiembre, agentes del CPIP registraron la casa de Félix Pereda Guinea, agente comercial, a raíz de unas denuncias de que era «un destacado elemento de derechas, dirigente de organizaciones religiosas, estando al servicio de los ex Marqueses de Narros y ex Conde de[l] Real [Agrado] [de Renovación Española]». Encontraron material de Renovación Española, aunque una consulta al Control de Nóminas reveló antecedentes en Acción Popular y JAP. Pereda negó cualquier relación con ninguna organización política de derechas, pero su tribunal del CPIP, según palabras de un informe de 1937 de la DGS, «lo reputaba elemento de acción [de derechas] e interesaba que su detención durase hasta terminar las actuales circunstancias». Así pues, Pereda fue indultado, aunque no liberado. Fue de nuevo a juicio acusado de los mismos cargos en un tribunal ordinario en febrero de 1937 y realizó trabajos forzados en el campo de Albatera hasta marzo de 1938[15].

Por supuesto, no todos los arrestos pueden atribuirse a un examen meticuloso de documentos requisados. Las denuncias provenientes del «pueblo» antifascista desempeñaron un papel importante en el terror, aunque cualquier discusión sobre la complicidad de españoles de a pie debe ir precedida de la observación de que eran también habituales los avales de sospechosos por parte de los antifascistas (véase el capítulo 8). También se debe recelar de afirmaciones que dicen que las denuncias ante los tribunales revolucionarios deben ser consideradas principalmente de forma desdeñosa, como un modo de venganza personal. Sin duda, se sabía de acusaciones basadas en intereses personales, pero esto no debe empañar el hecho de que desenmascarar a «fascistas» en 1936 se consideraba un deber hacia el partido, el sindicato, la revolución y la República. El 21 de agosto, Mundo Obrero hizo un llamamiento a todos los leales al régimen para «vigilar la retaguardia… El enemigo ha montado en Madrid toda una red de espionaje, de transmisiones, de saboteadores dispuestos a apuñalarnos. Con todo ello es preciso acabar. ¿De qué manera? Solamente vemos un camino viable. Que cada vecino se constituya en vigilante. Nadie confíe en el de al lado, porque a nadie se le puede confiar lo que es del pueblo victorioso… La lucha no está empeñada únicamente en las avanzadas. Descuidarla sería suicida y criminal».

Los militantes de otras organizaciones de izquierdas pensaban lo mismo. En un escrito dirigido al Comité de la Agrupación Socialista Madrileña del 5 de octubre de 1936, Félix del Pozo de Diego, tipógrafo y miembro del partido, proporcionaba una lista de personas que justificaba su investigación. «Considerado un deber de militante», decía, «el ayudar en lo posible y en casos concretos, la labor de saneamiento emprendida por todos los componentes del “Frente Popular” y muy especialmente por los hombres representativo de nuestro… “Partido”. Tengo el deber de poner en vuestro conocimiento los casos abajo expresados: para si lo creéis conveniente, deis el fallo merecido para que sirva de ejemplo a estos parias de hoy…», La actitud de Pozo de Diego debió contentar a sus superiores en el partido, puesto que fue nombrado representante socialista en la Policía de investigación criminal en 1937. Terminó la guerra como agente del SIM y fue fusilado por el régimen franquista en diciembre de 1940. Pozo de Diego no fue un disidente. Su carta de octubre de 1936 indica la existencia de una cultura de la denuncia dentro de la ASM; los expedientes del CIEP que se guardan en el archivo de la Guerra Civil en Salamanca muestran hasta qué punto los afiliados denunciaban a otros vecinos.

Estas denuncias —o «ayudar en lo posible… a la labor de saneamiento»— implicaban que el lugar de trabajo era especialmente peligroso. Haber trabajado durante la huelga general de octubre de 1934 en Madrid, afiliarse a un sindicato católico o defender a un partido político de derechas constituía una invitación a ser acusado de «fascista» por parte de compañeros de trabajo. Miguel Yara Ratón, un empleado de 54 años del almacén industrial de la calle Alberto Aguilera, 16, fue arrestado en su trabajo y llevado al CPIP el 11 de agosto, después de que unos compañeros suyos lo acusaran de fascista. Nunca más se le volvió a ver. Del mismo modo, Luis Ávalos Cuervo, un empleado de 18 años, fue apresado por agentes del CPIP doce días después «por considerarle desafecto al Régimen y tener sospecha de que es fascista… fue denunciado por alguno de los compañeros de trabajo de la Papelera Española». Lo que le salvó la vida fue su resolución del tribunal del CPIP, que decía que la acusación de fascismo «no ha podido ser comprobada», a pesar del descubrimiento de propaganda de Acción Popular, si bien Ávalos moriría en prisión el siguiente mes de enero tras contraer la tuberculosis. No todas las denuncias de trabajo provenían de personas. Los consejos obreros de UGT y CNT que se habían hecho con el control de la gestión de organizaciones estatales y empresas privadas proporcionaron a los tribunales revolucionarios los resultados de sus depuraciones de personal. Gracias a los nombres dados por la comisión encargada de realizar esta limpieza dentro de la Dirección General de Correos, los tribunales revolucionarios de las radios comunistas de Oeste y Puente de Segovia llevaron a cabo una ola de arrestos de carteros identificados como miembros del Sindicato Falangista de Correos. Del mismo modo, el CPIP colaboró con los comités que dirigían los bancos de la capital para desenmascarar a empleados de derechas. Según Fidel Losa, secretario de Mancebo en el CPIP, «Este convenio fue hecho para descongestionar el mucho trabajo que había en Fomento».

Nada ilustra tanto el carácter sistemático de las denuncias como la utilización de los porteros por la brigada de Atadell. Los historiadores han reconocido durante mucho tiempo su importancia en la identificación de vecinos «fascistas». Javier Cervera los ha llamado con toda razón «auténticos vehículos de información sobre desafectos en Madrid». Una víctima fue Ramón Serrano Suñer, arrestado a finales de julio en casa de un amigo suyo republicano tras ser denunciado por el portero de su padre. Sin embargo, la brigada de Atadell sería la única que los integraría por completo en su estructura de investigación. El 23 de agosto, El Socialista anunció que Atadell había creado «un servicio de información, que controlará el Grupo Sindical Socialista de Porteros de Madrid y al que deberán acudir cuantos compañeros porteros tengan que facilitar información de interés». Dirigido por el jefe del grupo, Baldomero Rosignol Maestre, recibía hasta treinta chivatazos al día, aunque no todos eran investigados[16].

El éxito de la brigada de Atadell en la utilización de antifascistas «de a pie» en su lucha contra el enemigo interno no solo enraizó en el movimiento socialista. Pasando asiduamente información sobre sus actividades a entusiastas periodistas, los agentes de Atadell ocuparon un lugar muy destacado entre todos los que estaban involucrados en el terror. Esto ocurrió especialmente con el mismo Atadell. Sus esfuerzos para conseguir artículos favorables en la prensa fueron extraordinarios. Según Antonio Lino, su jefe en la DGS, Atadell liberó a un prisionero a cambio de una entrevista conjunta en la revista Crónica. Para Atadell, mereció la pena pagar aquel precio, puesto que cuando el artículo salió publicado el 4 de octubre, decía con entusiasmo que «Él [Lino] y García Atadell, estrechamente unidos en una colaboración que está dando inmejorables frutos, manejan la escoba de la retaguardia» y que gracias a ellos, «Madrid está quedando limpio de fascistas». La fama de Atadell traspasó las fronteras de la capital: el 17 de septiembre, la página de portada del Daily Express londinense publicaba que el «Señor Atadel [sic], jefe de la Policía socialista» había descubierto una trama contra los líderes republicanos de Madrid.

La manipulación efectiva de Atadell sobre la prensa indica cómo los periódicos de todas las tendencias políticas se convirtieron en vehículos de la fiebre espía. En el verano de 1936, se ofrecía al público un flujo diario de artículos que describían cómo Atadell —y otras brigadas de la Policía— estaban desenmascarando valientemente conspiraciones malévolas contra la República. Algunos historiadores, como Cervera, han afirmado que los editores publicaban estos artículos ignorantes del carácter sanguinario de estas brigadas. Esto no es verosímil. Louis Delaprée, el corresponsal republicano de Paris-Soir en Madrid que más tarde moriría en circunstancias misteriosas, hizo un comentario revelador sobre Atadell en un informe del 6 de septiembre. El socialista, escribió, era «le Fouché du régime». Sus lectores franceses sabían que Joseph Fouché, como representante del Comité Jacobino de Seguridad Pública, llevó el terror a los adversarios de la Revolución Francesa en Lyon entre 1793 y 1794.

Es mucho más probable que los periodistas supieran lo que estaba ocurriendo y elogiaran a las brigadas de la Policía porque creían que la República estaba siendo asediada por las actividades terroristas de los enemigos internos. Lo mismo se puede decir de todos los que realizaron «servicios de investigación». Pocos de los antifascistas implicados en asegurar la retaguardia sabían gran cosa sobre la labor policial; un anarcosindicalista, César Ordax Avecilla, incluso compró una enciclopedia de Espasa Calpe para aprender algo sobre técnicas básicas de contraespionaje. Así, aunque los informes de las actividades terroristas del enemigo interno son falsos (véase el capítulo 8), los nuevos defensores del «pueblo», imbuidos de una cultura política de exclusión en la que el «fascista» es capaz de cometer cualquier maldad, reinterpretaban la realidad. De este modo, un farol oxidado se convertía en equipo para hacer señales a los aviones y un mapa de carreteras en la prueba de «planos enemigos». El fuerte temor a una puñalada por la espalda provocaba una sensación de apremio, y cualquiera que constituyera una amenaza potencial debía ser neutralizado. Incluso las cosas más inocuas podían considerarse prueba de desafección política. El 22 de agosto, Ladislao Romero Escudero fue detenido en su tienda de la calle Mesón de Paredes por agentes del CPIP «por hallazgo de una bandera monárquica». Lo que en realidad encontraron, tal y como uno de sus empleados aclaró, fueron unas antiguas existencias de «pañuelos, varios con banderitas con recuerdos de Mililla [sic], Málaga, Coruña y otras distintas poblaciones». Aunque Romero había repartido vales a las milicias por un valor de entre 40.000 y 50.000 mil pesetas, fue sometido a juicio por un tribunal liderado por Antonio Molina, un comunista miembro del comité del CPIP. Fue del todo crucial que su nombre no apareciera en los registros del Control de Nóminas; lo llevaron a la DGS «para que proceda como sea de justicia». A pesar de sufrir úlceras gástricas, no lo liberaron de la cárcel hasta septiembre de 1937[17].

No se puede negar, sin embargo, que existiera también una poderosa razón económica para las detenciones. Las casas de los prisioneros eran metódicamente saqueadas. Los objetos pequeños pero de valor, como los de oro y plata y las piedras preciosas, eran especialmente apreciados. El grado de las confiscaciones, así como la complicidad de organizaciones del Frente Popular en el terror, puede verse en las siguientes cifras. El Comité Provincial Comunista de Madrid fundió objetos que produjeron al menos 1.000 kilogramos de plata y seis de oro en los talleres del batallón Pasionaria (Ronda de Atocha). Además, la radio comunista de La Latina fundió 160 kilogramos de plata y 570 gramos de oro en la Fundición Platería de García, en la calle Juan de la Hoz. El mismo establecimiento fundió 102 kilogramos de plata y uno de oro para el Ateneo Libertario de Vallehermoso, 1.860 kilogramos de plata y 7.435 gramos de oro para el Comité Regional de la CNT, y 6.881 gramos de plata y 58 de oro para el Círculo Socialista del Sur. A un nivel más general, en noviembre de 1936 el Comité de la Agrupación Socialista Madrileña había acumulado reservas —incluyendo oro y moneda extranjera— por valor de cuatro millones de pesetas. Mirándolo con perspectiva, el activo líquido de la UGT el 30 de junio de 1936 era solamente de 99.094 pesetas[18].

Por supuesto, estas cifras solamente representan una diminuta fracción de lo que en realidad se confiscó. Enormes cantidades de otros bienes de valor, como piezas de arte, fueron también confiscadas. Por ejemplo, al final de la Guerra Civil, el Comité Local de la CNT envió seis camiones con 85 cajas de cuadros, doce cajas de porcelana y 300 kilogramos de plata y oro a Valencia con la —vana— esperanza de llevárselas al extranjero. Además, en estas cifras no se incluye la organización que más dinero generaba de todas: el CPIP. En el momento de su disolución en noviembre de 1936, se había apropiado de bienes valorados en, al menos, 1.750.000 pesetas (véase el capítulo 10). Utilizó con éxito el terror y la intimidación para sacarles cada peseta a sus desafortunadas víctimas. El 16 de septiembre, María de la Concepción Creus y Vega se presentó ante Antonio Lino, comisario general de Investigación Criminal. Le contó que el 20 de agosto, unos hombres del CPIP habían detenido a sus hermanos Félix, topógrafo, y José María, abogado, en la vivienda familiar y que los habían llevado al Círculo de Bellas Artes. Al día siguiente, otro hermano, Jesús, fue arrestado en el trabajo y los tres fueron conducidos al pueblo de Pinto (Madrid), donde la familia tenía una finca. María volvió a ver a Félix veinticuatro horas después, cuando apareció en la casa con unos milicianos del CPIP con el mensaje de que podría llevarse a cabo la liberación de todos a cambio de 12.000 pesetas. Aunque se pagó el dinero, aprisionaron al cuarto hermano, Juan, y ejecutaron a los cuatro en Getafe. La pesadilla de María de la Concepción no terminaba ahí: posteriormente registraron su piso y cogieron la llave de una caja de seguridad del Banco de España que contenía oro, joyas, bonos y 15.000 pesetas en efectivo.

Lino no investigó el cuádruple asesinato; para la DGS, el CPIP no era una organización criminal, sino un socio en la batalla contra el fascismo organizado. De hecho, el Estado republicano se aprovechó económicamente de las actividades del CPIP durante el terror. Unos miembros del Comité del CPIP entregaron personalmente al director general de Seguridad cajas de piedras preciosas y otros objetos de valor. Otros tribunales revolucionarios, sobre todo los que se encontraban dentro de la DGS, como la brigada de Atadell, también le entregaron directamente a Manuel Muñoz bienes confiscados. Estos objetos eran guardados en un almacén de la sede central de la DGS y se contrató a especialistas para que rompieran las joyas y fundieran la plata y el oro. Así, de las barras de 4.352 kilogramos de plata que había en la DGS el 7 de noviembre de 1936, 2.362 habían sido fundidos por la Fundición Platería de García de la calle Juan de la Hoz.

Debemos considerar la incautación de bienes de las víctimas en el más amplio contexto de la guerra. En particular, la CNT-FAI utilizó sus nuevas riquezas para comprar armas. En mayo de 1937, los Comités Regionales del Centro y Valencia habían vendido, solo en París, piedras preciosas valoradas en seis millones de pesetas. También se deberían considerar las confiscaciones dentro del más amplio reordenamiento revolucionario de la sociedad. Como vimos en el capítulo 3, los asesinatos extrajudiciales no constituían más que uno de los «servicios» que las organizaciones izquierdistas de la retaguardia proporcionaban al esfuerzo guerrero y a la comunidad antifascista. La distribución de suministros era otro de sus servicios que estaba relacionado con el anterior, puesto que, a menudo, estos suministros procedían de los tribunales revolucionarios. Incluso las mortíferas brigadas de Policía contribuyeron materialmente a la causa. A finales de agosto, la brigada de Atadell envió 100 botellas de excelente vino tinto a un hospital de sangre; un mes después, la brigada Amanecer ayudó a equipar un hospital nuevo en Navalperal de Pinares (Ávila) llamado Manuel Azaña[19]. También debemos reconocer que no todo lo incautado fue derivado a la DGS y a las organizaciones del Frente Popular. La notoria reputación de la brigada de Atadell es bien merecida. En su sede central, el palacio de los condes de Rincón, los hombres de Atadell comían sobre «magníficas mantelerías, con escudos ducales primorosamente bordados». Utilizaban cubertería de plata y se hacían servir «vinos exquisitos, “controlados” o “requisados”». Sin embargo, los robos eran un problema de todos los tribunales revolucionarios, excepto de los comunistas. El Comité del CPIP trató de minimizar la tentación utilizando dinero confiscado para aumentar los salarios de sus agentes. Aun así, es erróneo preocuparse demasiado por la avaricia de estas personas; no debe oscurecer la realidad de las confiscaciones masivas y organizadas de bienes.

Obviamente, los que eran detenidos por grupos de investigación y conducidos a tribunales revolucionarios tenían preocupaciones más importantes que el paradero de sus pertenencias. Los procedimientos en el procesamiento de prisioneros fueron sistemáticos por todo Madrid. A su llegada, se registraba e interrogaba a los sospechosos. Sin duda, la sala de recepción del CPIP era la más concurrida. El 24 de septiembre, Francisco Javier de Rosa Guillén, secretario general del Consorcio de la Zona Franca de Barcelona, fue arrestado por una brigada del CPIP de la CNT-FAI. A su hijo se le permitió acompañarlo a la calle Fomento, 9, pero tras 45 minutos de espera en la recepción, se marchó cuando los guardias le dijeron que su padre era el último de una cola de más de diez que esperaban para ser interrogados. Al volver horas después, se enteró de que su padre había desaparecido.

Durante el interrogatorio en sí, los sospechosos respondían a las acusaciones que había contra ellos y se esperaba que proporcionaran información útil, como el paradero de falangistas perseguidos. La tortura como medio de persuasión solamente se aplicaba sistemáticamente en los tribunales revolucionarios comunistas. En el centro comunista de la calle Princesa, 29 —una sucursal del tribunal de la calle San Bernardo, 72—, los interrogadores daban latigazos a los prisioneros con cinturones que llevaban perdigones de plomo. Los que propinaban estas palizas trataban de disimularlas de distintos modos: en la misma calle San Bernardo, 72, un barbero, Teófilo Pérez Manrique, fue contratado para asear a los prisioneros y asegurarse de que los que quedaban libres salieran de sus instalaciones «decentemente». Los inquisidores de Radio Guindalera, en la calle Alonso Heredia, 9, preferían elevar el volumen de sus radios y poner en marcha motores de coches para ahogar los gritos. Sorprendentemente, la Causa General proporciona pocas pruebas de que se hiciera uso de la tortura dentro del CPIP. Quizá su temible reputación hizo que el uso de la violencia física fuera innecesario: la madre de un destacado aristócrata proporcionó voluntariamente y de inmediato los nombres de veinticinco falangistas tras recibir la noticia de la detención de su hijo en septiembre de 1936[20].

Tras su interrogatorio, algunos prisioneros eran trasladados a otros tribunales revolucionarios. Los «expedientes» de los que se quedaban pasaban al tribunal pertinente para su juicio. No siempre hay que suponer que el espacio temporal entre el arresto y el «juicio» era corto: Eduardo Jiménez Pérez, un joven de 17 años detenido el 23 de septiembre por el CPIP. acusado de ser «jefe de una fracción de Falange Española», no fue condenado y fusilado hasta la noche del 8 al 9 de octubre. Aun así, en general, los prisioneros no eran retenidos más de una semana en los tribunales revolucionarios, aunque simplemente fuera porque sus improvisadas celdas eran del todo inapropiadas para estancias largas: el tribunal del cine Europa de la CNT-FAI alojaba a sus sospechosos en los retretes del edificio. Los tribunales podían operar a cualquier hora del día, pero solo el CPIP podía impartir «justicia» ininterrumpida durante las veinticuatro horas: sus seis tribunales, compuestos por tres hombres cada uno, funcionaban de dos en dos desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde, desde las dos hasta las diez de la noche y desde las diez hasta las seis de la mañana. Cada tribunal del CPIP tenía un fiscal y un mecanógrafo que tomaba nota de los procedimientos judiciales, los cuales no duraban más de veinte minutos. Jaime Nart, un policía juzgado a primeros de octubre de 1936, declaró en 1939 que «Los detenidos eran puestos delante del tribunal y dos milicianos armados que no se separaban de su lado les hacían objeto de un trato brutal, sometiéndoles a un interrogatorio brevísimo en el que los presos no podían aportar prueba alguna que sirviera para su defensa. La vista se celebraba a puerta cerrada… El Fiscal… perteneciente a las Juventudes Libertarias… se limitaban [sic] en su actuación a pedir invariablemente la pena de muerte para todos los acusados». Otros tribunales revolucionarios operaban más o menos del mismo modo. La brigada de Atadell, por ejemplo, tenía un «comité sentenciador» compuesto por cuatro hombres entre quienes estaba su jefe socialista, aunque este solo daba su voto cuando había empate[21].

Debido a la ausencia de documentos, las pautas de las sentencias de los tribunales revolucionarios no pueden ser estudiadas con precisión. Sin embargo, es incontestable que la pena de muerte no fue el único veredicto. Mariano Cabo declaró tras la guerra que la mitad de todos los apresados por el CPIP volvieron sanos y salvos a sus casas; otra cuarta parte fue transferida a la DGS, y el resto fueron fusilados. El antiguo jefe de grupo del CPIP luchaba por su vida —batalla que perdió—, así que era de esperar que hiciera hincapié en el alto grado de supervivencia de los prisioneros, pero existen numerosas pruebas anecdóticas que indican que era común que los prisioneros fueran liberados. La noche del 26 de septiembre, Julio Peña Martín, director gerente de San Gonzalo S.A., de 70 años de edad, fue llevado a la calle Fomento, 9. Su hijo, comprensiblemente nervioso, se dirigió a la DGS para denunciar su desaparición, pero como era habitual, la Policía no intervino. El hijo de Peña regresó a la DGS al día siguiente, aliviado porque su padre acababa de regresar a casa y «por referencias del cual sabe que no fue objeto de malos tratos de ninguna clase y que la detención obedecía hasta aclarar unos extremos de una denuncia contra él habían formulado a las Milicias de la CNT y que han sido desvirtuadas [sic]».

Los tribunales revolucionarios de otros lugares de Madrid contaban con las mismas opciones —libertad, traspaso a la DGS o muerte— y, además, podían trasladar a los prisioneros al CPIP. Una vez más, es evidente la existencia de «absoluciones». A mediados de agosto, Gonzalo Tejiero Martínez y José Martínez Aplanes fueron juzgados por el Ateneo Libertario de los Barrios Bajos. Ambos fueron liberados a pesar de admitir su pertenencia a la CEDA. «El comportamiento [del tribunal] no fue muy malo», le contó Tejiero a la Causa General casi cinco años después, añadiendo rápidamente que «desde luego, no todos los detenidos tenían la suerte que cupo al que declara y su amigo». Asimismo, el 5 de septiembre, la afligida familia de Antonio Márquez Meler, teniente coronel de Infantería, denunció su desaparición en la comisaría del distrito de Congreso, y la DGS emitió una orden de búsqueda a todas sus brigadas, incluyendo la de Atadell. Márquez apareció en casa al día siguiente y explicó que lo habían retenido en la radio comunista de Puente de Vallecas y que lo liberaron a pesar de poseer dos pistolas. Un prisionero compañero suyo también liberado, Santiago Blanco Sastre, declaró asimismo a la Policía que «en el expresado Circulo fue tratado con toda clase de consideraciones… No ha resultado perjudicado en nada». Aun así, las «absoluciones» no tenían fuerza de ley y los que habían sido liberados podían ser detenidos de nuevo en cualquier momento. Así, Mónico Cid Botija pasó a la custodia del Ateneo Libertario de Ventas el 7 de septiembre, solo tres semanas después de haber sido liberado del cine Europa. Enviado al CPIP por «fascista peligroso», finalmente terminó en la cárcel bajo la jurisdicción de la DGS.

La dificultad no está en demostrar que los tribunales revolucionarios perdonaban a los prisioneros, sino en explicar por qué a algunos se les permitía vivir y otros eran sentenciados a muerte. En el contexto del «miedo secreto», los informes de la DGS que citaban las decisiones de los tribunales de trasladar a los prisioneros a su jurisdicción se referían normalmente al resbaladizo concepto de «peligrosidad». Claramente, la ocupación podía ser importante: hemos visto cómo policías y miembros de las Fuerzas Armadas expulsados tenían buenas razones para temer a la justicia revolucionaria. Aun así, la «peligrosidad» venía a menudo determinada por criterios políticos. No es de sorprender que los falangistas fueran perseguidos y ejecutados metódicamente por todos los tribunales revolucionarios, sobre todo el CPIP. La confirmación de una ficha de la Falange Española era en muchos casos suficiente para sentenciar a muerte. El 14 de agosto, Alfonso Camacho López de la Manzanara, un estudiante falangista de 19 años, fue llevado con sus tres hermanos a la calle San Bernardo, 72. Dos días después, el tribunal comunista de la Radio Oeste liberó a los otros hermanos, pero ejecutó a Alfonso por ser falangista de primera línea. Un mes más tarde, el 10 de septiembre, otro estudiante falangista de la misma edad, Carlos Galiano Franco, fue arrestado en su casa por una brigada de la CNT-FAI y llevado directamente al CPIP. Una hora después, su familia recibió una llamada telefónica que les informó de que podían recoger su cadáver en Moncloa. La brigada socialista de Atadell también fue implacable con respecto a la Falange. El 1 de octubre, Agustín Corredor Florencio, un camisa vieja de 23 años, fue recogido en la calle y ejecutado.

Los militantes de otras organizaciones de extrema derecha también fueron objeto de falta de clemencia por parte de los tribunales revolucionarios. Los tribunales del CPIP consideraban particularmente graves las acusaciones de pertenencia a Renovación Española y Comunión Tradicionalista. La edad no era un obstáculo para una «sentencia» de muerte. A Nicolás Hortelano Moreno, un militante de 74 años de Renovación Española, lo llevó al CPIP una brigada de la CNT-FAI y posteriormente lo ejecutaron; 48 horas después, Jesús Sarabia Pérez, de 16 años, fue fusilado por el CPIP por el mismo motivo. Entre las víctimas más destacadas estaba Alfredo Serrano Jover, diputado de Renovación Española por Madrid entre 1933 y 1935. Este abogado de 53 años, que no consiguió ser reelegido en febrero de 1936, fue capturado por el tribunal de la Radio Oeste el 30 de agosto y fusilado una semana después cerca del pueblo de El Pardo[22].

Esto no quiere decir, por supuesto, que el terror se limitara a aquellos que pertenecían a organizaciones que habían conspirado contra la República. Los que tenían antecedentes políticos centristas también podían ser «peligrosos». José Canalejas y Fernández, hijo del presidente del Consejo de Ministros entre 1910 y 1912, fue director general de Marruecos y Colonias en el corto Gobierno provisional de Manuel Portela, entre 1935 y 1936. Aprehendido por la brigada de Policía de Javier Méndez a mediados de septiembre, fue entregado al CPIP y finalmente recibió un disparo en la sien. A un nivel más general, los que desafiaron o desobedecieron al «pueblo» antifascista antes de la guerra fueron objeto de represalias. Manuel Rascón admitió en 1941 que el CPIP persiguió «de un modo extraordinario [a] los grupos de movilización civil que habían actuado prestando servicios públicos con motivo de la huelga de [octubre de] 1934». Lo mismo ocurrió en otros lugares. El tribunal de la JSU de la calle Zurbano, 68 arrestó a miembros de Acción Popular que aparecían en los registros del partido como trabajadores voluntarios del transporte público durante la huelga. Los que fueron cómplices de la represión de la revolución de octubre de 1934 en Asturias podían esperar también poca clemencia. El capitán Enrique Pérez Chao, comandante de El Almirante Cervera, que era utilizado para transportar tropas hasta la costa asturiana, fue llevado a la calle San Bernardo, 72 el 7 de septiembre. Encontraron su cuerpo cuatro días más tarde. El mismo tribunal comunista ejecutó a Francisco Moreno Rodríguez, sargento de Infantería, dos días después de que en un registro de su casa encontraran un informe escrito de sus actividades en la cuenca minera asturiana.

La «peligrosidad» tenía también una dimensión religiosa, sobre todo durante el caluroso verano de 1936. Más del 50% de las 435 víctimas del clero secular pertenecientes a la diócesis de Madrid-Alcalá fueron violentamente asesinadas antes del 1 de octubre. Todos los tribunales revolucionarios participaron en mayor o menor medida en la matanza de sacerdotes y religiosos. Cierto es que aquellos que estaban relacionados con la CNT-FAI no faltaron a la cita de la eliminación del clero, pero no siempre actuaron solos. Por ejemplo, el 29 de agosto, el religioso Pedro Otero Díaz telefoneó a su comisaría de Policía para pedir ayuda después de que una brigada del cine Europa se presentara ante él con una orden de detención. Los policías acudieron, pero le comunicaron que la orden era cierta y que debía acompañar a los milicianos. Su cuerpo apareció en la carretera de Francia al día siguiente. Hubo también colaboración entre la CNT-FAI y los grupos de investigación marxistas del CPIP. El grupo de la CNT de Antonio Ariño tenía una reputación anticlerical especialmente peligrosa incluso dentro del CPIP, pero trabajaba en la limpieza de Madrid de sacerdotes en colaboración con la brigada Cinco Diablos de la JSU —dentro de la cual se encontraba un hombre apodado «matacuras»—. El anticlericalismo asesino debe considerarse, por tanto, en el contexto de un violento discurso anticlerical que apenas se limitaba a la CNT-FAI en 1936. Era habitual ver viñetas de clérigos que aparecían como soldados armados y espías en todas las secciones de la prensa republicana. Los sacerdotes y religiosas se sentían desconcertados al ver que se les acusaba de espionaje. La superiora de las religiosas de María Reparadora de Madrid, al recordar en 1941 lo vivido por su comunidad, se quejaba de que cuando las hermanas comparecieron ante tribunales revolucionarios como el CPIP, «casi siempre se las acusó de espionaje».

Los católicos laicos también vieron cómo su fe se utilizaba en contra de ellos como prueba de «peligrosidad». El 27 de septiembre, un tribunal del CPIP describió al archivero Ricardo Aguirre Martínez como «reaccionario y peligroso y estar afiliado a diferentes organizaciones de carácter religioso, entre ellas, la de San Vicente de Paul». Transferido a la DGS, perdió la vida posteriormente en las masacres de Paracuellos. Sin embargo, los tribunales trataron a veces de distinguir entre creencias religiosas y clericalismo pernicioso. Dos días antes, Leopoldo Huidobro Pardo, abogado-fiscal de la Audiencia de Madrid, fue llevado ante el tribunal comunista de la calle Princesa, 29. «El juicio de la checa», declaró en 1941, «consistió casi exclusivamente en una inacabable discusión sobre el concepto de religiosidad y de clericalismo, salvándose el declarante, no obstante afirmar su condición de católico por haberse convencido al parecer, los miembros de la checa de que no era clerical». El «clericalismo» podía definirse también en términos de afiliación sindical; la relación con sindicatos católicos, odiados desde tiempo atrás por sus rivales de la izquierda, podía resultar fatal. Así, Aurelio Lasala Díaz, presidente del Sindicato Católico de Impresores de ABC, fue detenido por milicianos del CPIP el 24 de agosto y ejecutado dos días después[23].

Sin embargo, no debe deducirse que los criterios para las ejecuciones estuvieran claros. Su carácter impredecible ayuda a explicar el horror del terror revolucionario. La siguiente observación hecha por Manuel Rascón con respecto al CPIP puede extenderse a otros tribunales: «No puede decirse que existiera un criterio fijo, que atribuyese con carácter gradual una pena determinada, más o menos grave, según la acusación, ya que la solución dependía en muchos casos de los antecedentes que con anterioridad a la revolución tuviese el acusado e incluso sobre la simpatía o antipatía personal de este y de su manera de defenderse…». Especialmente para los anarcosindicalistas, la «moralidad» de los prisioneros podía ser decisiva a la hora de decidir su destino. Haciendo una reflexión en sus memorias sobre las sentencias dictadas por Benigno Mancebo y Manuel Ramos en el CPIP, Gregorio Gallego resaltó que «más que de la ideología de los detenidos, se dejaban llevar por el comportamiento que tenían sus trabajadores, empleados o domésticos. Si las referencias de estos eran buenas, los detenidos contaban con un tanto muy elevado para que se inclinaran por la clemencia; de lo contrario, podían ser implacables».

La severidad en el CPIP implicaba a menudo emitir liberaciones falsas. Se daban órdenes de ejecución en código: la decisión de un tribunal de conceder la «libertad» era fatal si iba seguida de un punto. La envergadura del CPIP hizo que sus matanzas fueran un proceso anónimo. A los prisioneros condenados los eliminaba su guardia permanente así como los grupos de investigación; rara vez sus verdugos conocían en persona a sus víctimas. Para paliar las presiones psicológicas de los ejecutores, otros tribunales revolucionarios trataban también de garantizar que solamente fusilaban a desconocidos: los ateneos libertarios, por ejemplo, intercambiaban rutinariamente a los prisioneros destinados a morir. Esto no quiere decir que las víctimas no murieran nunca en sus instalaciones. El tribunal del Ateneo Libertario de Barrios Bajos, en la calle Mesón de Paredes, 37, realizó fusilamientos en su patio; la Radio Oeste mató a prisioneros en el patio interior de la calle San Bernardo, 72[24]. Sin embargo, a la inmensa mayoría de las víctimas se las llevaba «a dar un paseo» —se las sacaba del tribunal revolucionario y se las mataba en lugares de ejecución previamente elegidos—. Esta forma de matar estuvo determinada por dos de las invenciones más importantes de los 40 años anteriores: el automóvil y las películas.

A comienzos de agosto de 1936, «Miles de coches y camiones —casi todos los que había en Madrid— fueron requisados». Los tribunales revolucionarios y sus grupos de investigación se quedaron con buena parte de los vehículos confiscados. Radio Oeste tenía su propia cochera en la calle San Bernardo, 72, con 60 o 70 coches a su disposición. Los anarcosindicalistas tenían también su propio transporte: el Ateneo Libertario del Centro poseía una flota de 30 coches. El CPIP constituía también una organización motorizada: cada grupo de investigación contaba con, al menos, un coche (con conductor). Parece ser que a los antifascistas y, especialmente, a los anarquistas, les gustaban los turismos rápidos y de lujo. La brigada de la UGT del CPIP de Julio Álvarez Pastor se movía en el Rolls Royce del antiguo presidente del Consejo de Ministros Joaquín Chapaprieta; Mariano Cabo llamó a su grupo de la CNT-FAI la «brigadilla relámpago»; y su compañero anarquista Antonio Ariño tenía las palabras «El Trueno» estampadas en su vehículo del CPIP.

Así pues, en lo que respecta al transporte utilizado para detener a las víctimas y conducirlas a la muerte, el terror fue muy moderno. Pero esto no explica por sí mismo la elección de los lugares de ejecución. A partir de agosto, los tribunales revolucionarios tenían sus emplazamientos favoritos para las matanzas: el CPIP prefería los fusilamientos en los cementerios del Este y Aravaca, los descampados de Vaciamadrid y dos de las carreteras que salían de la ciudad —la de Andalucía y la de Vallecas—. Entre otros emplazamientos populares estaban el pueblo de Fuencarral, la Casa de Campo, la Pradera de San Isidro, la Ciudad Universitaria, la Dehesa de la Villa, Puerta de Hierro, el Palacio de la Moncloa y la zona que rodeaba el Hipódromo, al norte de la capital. Estos lugares tenían una cosa en común: estaban fuera del centro de la ciudad. La geografía de las ejecuciones la establecía en parte Manuel Muñoz, quien le «sugería» al CPIP que deseaba evitar la «alarma» provocada por el espectáculo diario de cadáveres esparcidos por las calles de la capital. El director general de Seguridad estaba sobre todo preocupado por su efecto en la opinión internacional: en una ocasión le preguntó a Gregorio Gallego si un control de la CNT podía evitar que una delegación internacional visitara la Pradera de San Isidro por miedo a que vieran los cadáveres sin enterrar.

Independientemente de la localización y la hora de las ejecuciones —normalmente de noche—, los perpetradores no querían que su labor permaneciera en secreto. En los cadáveres se encontraron notas manuscritas que justificaban su muerte violenta. «POR FASCISTA SUVO [sic] AL CIELO FILIACION F.E. JEFE DE GRUPO», decía una de esas notas hallada en el cadáver de Emilio Samperio Fernández, encontrado el 14 de agosto en Fuencarral; «Vicente Fernández Espada = Fascista íntimo de Queipo de Llano», explicaba otra dejada sobre el cuerpo de un empleado de 46 años tres semanas después. A pesar de los esfuerzos de la DGS, las ejecuciones se convirtieron en espectáculos públicos. Los extranjeros quedaron horrorizados ante la presencia de cadáveres en público. El 28 de agosto, un informe diplomático británico declaraba que «Estas exhibiciones de la Justicia del Pueblo serían menos terribles si los guardias disolvieran a las multitudes que inevitablemente se reúnen en torno a los cadáveres como si fueran moscas. No hay duda de que los muertos tienen derecho a lo único que les queda, la dignidad de la muerte»[25].

Como ya tratamos en la introducción, este tipo de muertes no estaba relacionado con las checas soviéticas. Reflejaba la influencia cultural de Hollywood. Los años veinte vieron la construcción masiva de salas de cine por toda España y, cuando estalló la Guerra Civil, el país ocupaba el séptimo lugar en número de asientos en salas del mundo. La capital contaba con 64 cines en 1936, incluyendo el cine Monumental, con capacidad para 4.200 personas. Los precios de entrada eran baratos y estaban al alcance de los trabajadores no cualificados. Por tanto, ir al cine era una costumbre común, y para preocupación de las élites culturales españolas, el público quería ir a ver películas norteamericanas. En 1930, los directores españoles pidieron protección estatal, quejándose de que «Douglas Fairbanks es más popular que el Cid Campeador. Hollywood ha llegado a ser la meta de las ilusiones juveniles de la raza». Sin embargo, a pesar de los intentos del Gobierno por poner freno a la llegada de películas extranjeras a principios de los años treinta, Hollywood imperaba. En 1935 los cines de Madrid exhibieron 320 películas en lengua inglesa —dobladas o con subtítulos— frente a 55 españolas. En los seis primeros meses de 1936 la proporción fue de 148 por 30. La Guerra Civil no acabó con la adicción de los madrileños a Hollywood. José Cabeza San Deogracias ha demostrado que, a pesar de la escasez de nuevas importaciones, el 60% de las películas exhibidas en Madrid durante el conflicto procedían de Estados Unidos. Solo el 13% eran producciones españolas. Además, y a pesar del fomento de las autoridades republicanas, apenas un 3,7% eran de producción soviética. Las películas comunistas no eran atractivas. Mientras que Una noche en la ópera, de los hermanos Marx, estuvo en cartel veinticuatro semanas, Los marinos de Cronstadt, de Efim Dzigan, lo hizo durante once semanas y El acorazado Potemkin nunca consiguió llegar a las pantallas de los cines comerciales. De hecho, las películas soviéticas solo dominaron brevemente durante el invierno de 1936 a 1937 y fueron retiradas por la falta de interés del público.

Así que es lógico que una brigada de la Policía que trataba de hacerse con un perfil público durante el verano de 1936 terminara relacionada con una película de Hollywood. Oficialmente, el nombre de la brigada Amanecer indicaba su horario de trabajo, entre la una y las seis de la mañana. Pero pronto se la conoció como «escuadrilla Amanecer» como homenaje a una de las películas más populares de principios de los años treinta. Este gran éxito de taquilla (con el nombre original en inglés de Dawn Patrol) tenía como estrella al rompecorazones estadounidense Douglas Fairbanks Jr., y cautivó al público de los cines de la capital con su historia de combates aéreos durante la Primera Guerra Mundial. No se trataba solamente de películas que entusiasmaban al público. Popeye tuvo un gran éxito cuando el marinero que engullía espinacas llegó a España en 1933. Según Cabeza San Deogracias, su atractivo residía en la «representación de unos valores: valor, bondad y sacrificio». Lo cierto es que se convirtió en un símbolo antifascista durante la guerra: una unidad de milicias que se alojaba en el Ateneo Libertario de Retiro llevó el nombre de Popeye y unos muñecos del marinero se convirtieron en las mascotas de las unidades del Ejército republicano. La República fue incluso representada como el héroe musculoso en su propaganda. Tuvo también un lado más oscuro. Un pelotón de ejecución del PCE de la Radio Oeste fue conocido como «Grupo Popeye» porque su líder se hacía llamar como el personaje de dibujos animados[26].

Sin embargo, el género cinematográfico que más influiría en los nodos del terror en Madrid fue el de las películas de gángsteres. Estas cintas hollywoodienses estaban basadas en la guerra entre bandas provocada por la rivalidad en torno al comercio lucrativo pero ilegal de bebidas alcohólicas en Chicago a partir de 1924. La lucha por la supremacía entre estos sindicatos del crimen fue brutal y en 1927 ya se habían cometido 135 asesinatos. Esta guerra, que permitió que Al Capone controlara buena parte del hampa de Chicago, hasta que finalmente fue encarcelado por evasión de impuestos en 1932, dio lugar a una nueva forma de asesinato. A uno de los adversarios de Capone, Earl «Hymie» Weiss, se le atribuye el invento del ritual del «paseo sin retorno», one-way ride. Dicho con otras palabras, sus secuaces llevaban en coche a las víctimas que secuestraban hasta descampados de las afueras de Chicago, les disparaban durante el trayecto o cuando llegaban, y dejaban allí el cadáver. Weiss moriría en manos de la banda de Capone en 1926, pero su método de asesinato quedaría inmortalizado en las películas de gánsteres de principios de los años treinta como Hampa Dorada y, sobre todo, Scarface, el terror del hampa —estrenadas en Madrid en febrero de 1933 y noviembre de 1932, respectivamente—. Estas películas consiguieron un enorme éxito comercial y la prensa no dudó en publicar historias sangrientas sobre las matanzas de Chicago. En septiembre de 1932, por ejemplo, apareció en Estampa un informe gráfico de «Chicago, la ciudad del crimen», una ciudad «en poder de los gángsteres». Se daban descripciones detalladas de los asesinatos, incluyendo cómo las víctimas fueron «sacadas “a dar un paseo”. Parece ser que esta frase (taken for a ride) fue inventada por Weiss, y correspondía a un nuevo método para quitarse gente de en medio con las menores molestias posibles».

La fascinación popular por los gángsteres provocó un pánico moral en la capital a principios de los años treinta. Los conservadores creían que Hollywood estaba conduciendo a la juventud a la delincuencia. En mayo de 1935, el periódico carlista El Siglo Futuro trató el tema de «la nueva juventud». Protestaba con fuerza contra Hollywood y el «“gangsterismo”, o sea, hablando claro, del bandolerismo y del asesinato» y su influencia en la juventud española, que «se hace esclava de sus producciones, luciendo ellas [sic] los modelos del “cine”, copiando sus modas». Descarados asaltos a los bancos parecían indicar que los gánsteres causaban estragos en la ciudad. Felipe Sandoval se encontraba entre los que la prensa identificó como «enemigo público número uno». Pero Sandoval era un revolucionario curtido, no un delincuente común. Nacido en la barriada madrileña de Las Injurias en 1886, fue un ladrón de poca monta hasta que se unió al anarquismo mientras cumplía sentencia en la Cárcel Modelo de Barcelona en 1919. Estrechamente relacionado con defensores de la gimnasia revolucionaria, como Juan García Oliver y Buenaventura Durruti, durante su exilio en París en los años veinte, llevó a cabo una serie de robos de bancos para recaudar fondos a su regreso a Madrid, después de 1931. Como ha escrito Carlos García-Alix, «golpes así solo los veían en las películas de James Cagney. Tenía todos los ingredientes del mejor cine negro. El elevado número de hombres implicados, los potentes coches en que se dieron a la fuga… En los periódicos Madrid era comparado con Chicago». No fueron solo los atracos de Sandoval lo que atrajo a la prensa. En junio de 1932 estuvo implicado en el asesinato del anarquista José Arce, sospechoso de ser soplón de la policía. La forma de su muerte fue un truculento presagio de lo que ocurriría cuatro años después. Según un artículo de la prensa del momento, cuando Arce fue liberado de la Cárcel Modelo de Madrid, «fue invitado a dar un paseo en automóvil y conducido a la carretera de Pozuelo, donde se le asesinó». El némesis de Sandoval sería el comisario Antonio Lino, jefe de García Atadell en 1936. Encarcelado por el atraco en carretera al conde Riudoms y su familia en noviembre de 1932, se encontraba en la Cárcel Modelo de Madrid cuando estalló la Guerra Civil en 1936.

Por supuesto, el terror no fue causado por Hollywood. Aun así, el gangsterismo se convirtió en el modo de asesinar más común en 1936; un grupo de investigación con base en el Ateneo Libertario del Retiro incluso llegó a llamarse abiertamente la «cuadrilla de los gánsters». Y como triste paradoja, los «paseos» diarios durante ese sangriento verano no impidieron que los madrileños siguieran viendo violentas películas de la mafia. Scarface, el terror del hampa volvió a las pantallas de los cines en septiembre de 1936 y estuvo en cartel hasta finales de octubre. Con salas como la del cine Europa siendo utilizadas como sedes del gangsterismo revolucionario, la vida imitaba al arte[27].

LAS MUJERES

A las mujeres también se las llevaba «de paseo». Aunque es probable que la cifra de Casas de la Vega de 617 mujeres asesinadas sea una exageración (véase la Introducción), no hay duda de que constituyeron una minoría importante entre las víctimas. Algunas fueron asesinadas por culpa de sus maridos. «LUISA SÁNCHEZ MALLAINS. VIUDA DEL BARÓN DE BELTRAIN. FASCISTA REMATADA. ABAJO EL FASCIO», decía una nota en uno de los dos cadáveres encontrados con heridas de bala en la cabeza en la carretera de Chamartín de la Rosa el 17 de agosto. La nota que había en el otro decía: «MERCEDES FERNÁNDEZ MOLANOS, RELACIONADO [sic] CON LA CANALLA MILITAR FASCISTA EN EL MOVIMIENTO, ABAJO EL FASCIO ASESINO». Esto indica que las mujeres también eran ejecutadas por sus actividades políticas antes de la Guerra Civil. Historiadores como Samuel Pierce han demostrado cómo la CEDA consiguió movilizar a las mujeres católicas en su lucha electoral por el poder. Su sección femenina en Madrid estaba especialmente bien organizada, y en las elecciones se implicó activamente en labores caritativas: durante el invierno de 1934 y 1935 repartió 200.000 pesetas en ayuda a los pobres. Quizá sea una muestra de su importancia el hecho de que las mujeres católicas politizadas fueran identificadas y arrestadas por tribunales revolucionarios. En octubre, María Gloria Morales Martín, presidenta de la sección femenina de la CEDA en el municipio de Fuencarral, fue detenida porque «se dedicaba en los periodos electorales a la compra de votos, y a coaccionar». Encarcelada, fue condenada a dos años de trabajos forzados un año después. Lucía Alonso Gutiérrez, de 33 años y militante de Acción Popular, tuvo menos suerte. «Juzgada» por el tribunal comunista de Ventas el 27 de agosto de 1936, fue ejecutada ese mismo día en el cercano pueblo de Vicálvaro.

No todas las víctimas femeninas estaban implicadas en la política. Alfaya afirma que 73 monjas desaparecieron o fueron asesinadas en Madrid durante la Guerra Civil. Al igual que el de sus compañeros masculinos, el asesinato de las monjas no fue monopolio de ninguna organización izquierdista. Entre las implicadas se encontraban tanto las radios comunistas como los ateneos libertarios. Aun así, la ejecución de monjas fue un suceso excepcional. Una masacre de noviembre de 1936 se saldó con 23 de las 73 víctimas (véase el capítulo 10). Las monjas eran detenidas en grandes grupos y era habitual verlas en el CPIP. Sin embargo, a pesar de las amenazas, e incluso de algún simulacro de ejecución, generalmente sus captores las trataban bien. Existen pocas pruebas de violencia sexual. Esto refleja el hecho de que la violación no fue una característica habitual del terror. Aunque los testimonios de la Causa General ofrecen unos cuantos ejemplos —aunque vagos— de milicianos que violaron a prisioneras, se trató de incidentes aislados.

Pero si bien figuraban mujeres entre las víctimas, rara vez aparecían entre los perpetradores. El gangsterismo era una cosa de hombres y las mujeres quedaban excluidas. El único ejemplo de una mujer que desempeñó un papel significativo en el arresto de «fascistas» sospechosos fue el de una comunista llamada Estefanía Martín García, más conocida como «Fany». Jefa de un grupo de investigación de un destacamento de milicias en la ermita de San Antonio de La Florida, cerca de la Casa de Campo, Fany trasladó a sospechosos que trataban de salir de Madrid sin la pertinente acreditación al tribunal revolucionario de la calle San Bernardo, 72. En el resto de los lugares, los tribunales revolucionarios eran entidades patriarcales en las que las mujeres se limitaban a desempeñar tareas tradicionales, como cocinar y limpiar. Algunas eran antiguas prisioneras: el tribunal revolucionario de la CNT-FAI del cine Europa trató de reformar a tres prostitutas obligándolas a realizar tareas domésticas. Una forma más común de ingreso era a través de parientes y amigos masculinos. Varias gallegas del pueblo natal de Atadell, Vivero, preparaban las comidas de la brigada y lavaban su ropa. El CPIP fue también un nido de enchufismo donde los miembros del Comité se repartían los trabajos entre sí. Por ejemplo, el ugetista Nicolás Hernández Macías nombró a su hija adolescente mecanógrafa de su tribunal. Sin embargo, algunas mujeres antifascistas quisieron desempeñar un papel más activo en la lucha contra el enemigo interno. La nueva DGS de Manuel Muñoz de agosto de 1936 estaba dominada por los hombres: todos los designados izquierdistas a entrar en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia eran hombres. No obstante, el 23 de septiembre el Ministerio de la Gobernación emitió un decreto que permitía a las mujeres entrar en la Policía de investigación criminal. Para el 7 de octubre se habían recibido ya 130 solicitudes para el Cuerpo de Investigación y Vigilancia madrileño, pero ninguna de ellas fue posteriormente aceptada y ninguna mujer llegaría a ser agente durante la Guerra Civil. La cultura arraigada sobre el «adecuado» papel de la mujer frustró este movimiento hacia la igualdad de sexos[28].

ADENTRÁNDOSE MÁS ALLÁ

Hasta ahora hemos tratado principalmente el terror en la capital. Pero la utilización de pueblos cercanos, como Aravaca, para las ejecuciones es un indicativo de que la ciudad no puede analizarse de forma aislada. Al fin y al cabo, la seguridad se percibía en términos geográficos más amplios. El CPIP era el Comité Provincial de Investigación Pública. La rendición del cuartel de la Montaña el 20 de julio supuso que la provincia continuara en manos republicanas. Los oficiales de las guarniciones de Alcalá de Henares y Getafe se rebelaron entre el 18 y el 21 de julio, pero la ausencia de refuerzos provenientes de la capital y la fuerza de la respuesta de los partidarios del régimen —incluida la respuesta aérea—, trajo consigo la rápida desmoralización y capitulación. Viendo por dónde iban los tiros, el coronel Carrascosa, jefe rebelde del regimiento de Transmisiones, situado en el pueblo de El Pardo, en el noroeste, consiguió llevar a 500 hombres hacia el norte, en dirección a Segovia, el 20 de julio para reunirse con las columnas del general Mola. A finales de ese mes, las columnas rebeldes que partieron de Segovia solamente habían conseguido ocupar los pueblos norteños de La Acebeda, Braojos, Horcajuelo de la Sierra y Prádena del Rincón, en Somosierra.

Dado el carácter chapucero de la rebelión en la provincia, sus potenciales defensores civiles permanecieron pasivos. Solo en Estremera, un pueblo del extremo sudeste, consiguieron los derechistas locales hacerse con el control de forma temporal. En el resto de los pueblos, los antifascistas se movilizaron contra la amenaza «fascista». En Carabaña, unos trece kilómetros al norte de Estremera, una patrulla armada ordenó a Víctor Algara Lueches que abandonara su escopeta el 18 de julio; este se negó y huyó a su casa, lo que condujo a un asedio de tres días que terminó con la muerte violenta de Algara. Para entonces, otros cuatro habían sido ejecutados en Carabaña, entre ellos el secretario del Ayuntamiento, Víctor Gómez Fernández. Algunos pueblos reaccionaron a la noticia de la rebelión asaltando la iglesia local y asesinando al sacerdote. En cinco municipios —Arroyomolinos, Oteruelo del Valle, Rascafría, Redueña y Rivas de Jarama y Vaciamadrid— la muerte de este último durante los primeros días del conflicto representó la única muerte extrajudicial de toda la Guerra Civil.

De todos modos, el violento anticlericalismo rural no era solamente un fenómeno endógeno, incluso durante los primeros y caóticos días de la Guerra Civil. La llegada de «desconocidos» el día 25 de julio a El Vellón, un pueblo casi 50 kilómetros al norte de Madrid, provocó la ejecución del sacerdote y el saqueo de la iglesia. Dos días después, unas «milicias forasteras» armadas llegaron en coche a Santorcaz, catorce kilómetros al este de Alcalá de Henares, y se llevaron al sacerdote del pueblo para ejecutarlo. Antes de irse, obligaron a los vecinos a quemar los cuadros de la iglesia. Al menos, algunas de estas milicias armadas viajeras procedían de la capital, puesto que durante las primeras semanas de la guerra las carreteras de la provincia estaban repletas de madrileños que se dirigían al norte —hacia Somosierra—, al oeste —hacia Guadarrama y Ávila—, al sur —Toledo y Andalucía— y al este —Guadalajara y Sigüenza— para luchar contra los rebeldes. Los desvíos fueron habituales. El 28 de julio, unos milicianos de la CNT-FAI que se dirigían al sitiado Alcázar de Toledo tomaron un desvío hacia Griñón —a cinco kilómetros de la carretera que iba a Toledo— al oír la noticia de un tiroteo entre milicianos y los hermanos de las Escuelas Cristianas del pueblo. La acusación de que los hermanos se resistían violentamente a su arresto no era cierta, pero el asalto a su colegio les costó la vida a diez religiosos y a un asistente.

Hasta cierto punto, el posterior terror en la provincia puede explicarse mediante el análisis de su red de comunicaciones. La topografía de la zona —sobre todo, las cadenas montañosas del oeste y al norte— implicaba que la proximidad geográfica a Madrid no necesariamente significaba que la ciudad fuera fácil de conseguir. En 1936, 95 de 196 municipios seguían careciendo de conexión telegráfica y telefónica con la capital. Y fueron esos pueblos con mala conexión los que consiguieron escapar de lo peor. En 1939, 53 de esos 196 municipios —el 27%— informaron de que no se había matado a nadie durante la «dominación roja». Incluso hubo algunos que admitieron que en su localidad no había ocurrido gran cosa. «No ha habido tormentos, torturas ni incendios de edificios particulares», escribió el alcalde de Canencia ese mes de mayo. Este pueblo estaba situado en el precario y montañoso partido judicial de Torrelaguna, con tan solo una carretera principal —la carretera de Francia—. Es significativo que 20 de los 53 municipios sin víctimas (el 37%) pertenecieran a este partido judicial de 47 municipios. De hecho, y a pesar de que el frente estaba cerca, solo la cabeza de partido denunció más de cinco víctimas de derechas en 1939.

A partir de agosto de 1936, la red de carreteras permitió que los Comités de Salud Pública que surgieron por toda la provincia conectaran con la red de terror de la capital. Los grupos del CPIP no solo recorrían diez kilómetros hasta Aravaca para matar a sus víctimas en el cementerio. También intercambiaban prisioneros con el Comité Local de la CNT-UGT, dirigido por Eusebio Martín López, para su juicio y ejecución. Los coches del CPIP recorrían con frecuencia los treinta kilómetros de camino hasta Alcalá de Henares para intercambiar prisioneros con los cuatro tribunales revolucionarios —principalmente socialistas y comunistas— que estaban activos en la ciudad. Sin embargo, era más común que los grupos de investigación del CPIP recorrieran los municipios, procedieran a realizar detenciones y se llevaran a los prisioneros que habían sido encarcelados por los comités locales que se habían hecho con el poder tras el fracaso de la rebelión. Por ejemplo, el pueblo de Miraflores de la Sierra, a 40 kilómetros al norte de Madrid, tenía su propia «brigada de información e investigación criminal», que detenía pero no ejecutaba a los derechistas del pueblo. Pero tras una visita de la brigada Campo Libre de la CNT-FAI del CPIP en octubre de 1936, diez desafortunados fueron sacados del pueblo y posteriormente ejecutados. Esta no fue la primera vez que el CPIP hizo visitas. Otro grupo de la CNT-FAI liderado por Victoriano Buitrago había detenido previamente a locales, incluyendo al dependiente de una tienda por vender un jersey con una esvástica estampada en él. Los anarcosindicalistas del CPIP no solo organizaron excursiones a Miraflores de la Sierra. La brigada de la CNT-FAI dirigida por Felipe Sandoval visitó con asiduidad los pueblos del partido judicial de San Lorenzo del Escorial, en el noroeste. Como vimos anteriormente, Sandoval estuvo en la cárcel en julio de 1936 por robo a mano armada, pero la presión de la CNT-FAI garantizó su pronta liberación y Sandoval prestó servicios en la brigada del cine Europa antes de que lo nombraran responsable de un grupo de investigación del Comité Nacional del CPIP. Fue en este cargo donde Sandoval, según sus propias palabras, llevó a cabo «la depuración de los pueblos de alrededor [de San Lorenzo de El Escorial]». El grupo del CPIP de Sandoval no fue el único que hizo notar su presencia en la dimensión rural y provincial de Madrid. Varios grupos socialistas del CPIP, dirigidos por Tomás Carbajo, estuvieron también activos fuera de la capital. De hecho, la comisaría de la Agrupación Socialista Madrileña se interesó especialmente por San Lorenzo del Escorial, estableciendo un puesto en esta ciudad en octubre de 1936. Sus prisioneros eran trasladados a la sede central de la capital o entregados a los grupos del CPIP. Sandoval se encargó de la custodia de al menos uno de ellos, al que fusiló mientras volvía a Madrid desde San Lorenzo de El Escorial. Se trataba de un asunto revolucionario; las identidades de las víctimas eran desconocidas. «A todo esto», confesó Sandoval en 1939, «nunca se daban nombres».

La reacción de los vecinos a esta intrusión en sus asuntos por parte de «forasteros» de Madrid variaba. Como hemos visto, en algunos casos, el CPIP disfrutaba de una colaboración activa de los Comités de Salud Pública. En otros lugares, las autoridades revolucionarias se mostraron contentas porque el CPIP se llevara a sus vecinos de derechas. En Villaverde, diez kilómetros al sur de la capital por la carretera de Andalucía, los comités de investigación entregaban con regularidad a sus prisioneros al CPIP y al Ateneo Libertario de Barrios Bajos. Entre quienes posteriormente desaparecieron se encontraban dos antiguos alcaldes, un teniente de alcalde, el juez municipal y su secretario. Sin embargo, parece ser también que algunos líderes izquierdistas locales trataron de evitar las intenciones asesinas de los visitantes procedentes de Madrid. El alcalde de IR de Chinchón, Rafael Díaz Sánchez, escribió varias cartas en las que suplicaba la liberación de los que se habían llevado a la capital. Aunque consciente de su comportamiento «siempre moderado», un tribunal militar franquista lo condenó a treinta años de cárcel en mayo de 1940. Otros fueron más allá. Según el alcalde falangista de Becerril de la Sierra en 1941, Primitivo Sanz Fernández, el presidente de UGT de la junta de investigación del pueblo en 1936, arriesgó su vida para proteger a sus vecinos, incluyendo al sacerdote, de «elementos marxistas que se presentaban con frecuencia en el pueblo». Una vez más, esto no le evitó una condena a treinta años de cárcel en junio de 1939, aunque Sanz fue liberado en mayo de 1941. La resistencia a la puesta en práctica de la justicia revolucionaria provocó las sospechas de la capital. El PCE, por ejemplo, se sintió obligado a crear una brigada de investigación para el municipio de Fuencarral. Como explicó en octubre de 1937 su responsable, Jesús Vargas Tapia, «fue designado por su partido para trasladarse a Fuencarral, toda vez es publico que se trataba de un puebllo [sic] muy reaccionario»[29].

Los temores a una retaguardia «reaccionaria» impulsaron los tribunales revolucionarios de la ciudad fuera de los límites de la provincia, como los jacobinos «representantes en misión» entre 1793 y 1795 en Francia. Las solicitudes de reembolso de gastos de los agentes del CPIP revelan que la organización estuvo activa por toda la zona republicana (véase el capítulo 4). Otros tribunales, aprovechándose de su flota de automóviles, también llevaron la justicia revolucionaria a las provincias periféricas. El 14 de agosto, algunos elementos del Ateneo Libertario del Retiro llegaron al pueblo de Pedro Muñoz (Ciudad Real). Aunque se había amenazado a los derechistas, aún no habían asesinado a ningún vecino. Fue esta falta de entusiasmo revolucionario lo que hizo que un maestro anarquista del pueblo que trabajaba en Madrid se quejara al Ateneo de que aún no se había realizado ninguna limpieza. La respuesta fue inmediata: Mariano García Cascales, el secretario del Comité de Defensa del Ateneo, se presentó en el pueblo con otros veinte hombres y organizó un tribunal ad hoc que condenó a muerte a diez de ellos, incluido el sacerdote. Cinco fueron fusilados de inmediato en el cementerio del pueblo, y el resto murió a manos de los hombres de Cascales cuando se dirigían de vuelta a Madrid.

Varias brigadas de la Dirección General de Seguridad salieron también de la capital para perseguir al enemigo interno. A primeros de octubre, el jefe de la brigada Amanecer, Valero Serrano Tagüeña, fue a Albacete con sus agentes Eloy de la Figuera y Marcos de la Fuente para reunirse con su jefe de Policía, el gobernador civil provisional (Tomás Serna González) y el presidente del Comité del Frente Popular. Estos líderes provinciales informaron de los avances realizados en la identificación de derechistas, asegurando que habían confiscado la totalidad de los registros de Acción Popular. Pero Tagüeña y sus compañeros estaban claramente insatisfechos con respecto a lo poco que se había hecho con aquella información. En su informe del 15 de octubre de 1936 a la DGS escribieron incrédulos que varios militantes de Acción Popular «paseaban tranquilamente por la calle y nada se había intentado contra ellos… Todo ello en una capital donde los facciosos mandaron ocho días». La brigada Amanecer enseñó entonces a aquellos provincianos lo que tenían que hacer, llevando a cabo en seis días dieciséis registros de viviendas, ocho arrestos y la ejecución de Consuelo Flores, de la que se descubrió que había donado 5.000 pesetas a la campaña de elecciones de Acción Popular de 1936 y que poseía «abundantes manifiestos de Primo de Rivera, gran cantidad de retratos del ex rey y enorme propaganda religiosa». Estos métodos de control espantaron a tres policías locales, que detuvieron a Tagüeña y a sus hombres. Sin embargo, fueron liberados enseguida cuando se supo que «la materialidad de las pruebas en contra de dicha Sra.», así como «el momento esencialmente revolucionario que vive el país [que] obliga a prescindir de aquellas formas legales propias de épocas normales en que la lucha puede tener lugar sin radicalismos ni riesgos al error». El informe terminaba con la nota feliz de que al «presidente y secretario del Comité del Frente Popular se nos aplaudió totalmente nuestra labor».

La brigada Amanecer no fue la única brigada de la Dirección General de Seguridad a la que dieron la bienvenida las autoridades provinciales o regionales. García Atadell pasó casi tanto tiempo fuera de Madrid como en la capital. En octubre se reunió en Barcelona con los líderes políticos catalanes, entre quienes estaba el presidente de la Generalitat Lluís Companys, tras visitar Cartagena y Valencia. El periódico La Vanguardia se mostró encantado con el hecho de que una figura tan importante pudiera ir a la ciudad catalana: «García Atadell, cuya labor de investigación en la retaguardia de Madrid y de las provincias afectas al Gobierno es sobradamente conocida y justamente elogiada». En una entrevista con el periódico, el socialista declaró con descaro que «mi brigada no ha realizado ni un solo acto del que tenga que avergonzarse»[30].

Los tradicionales relatos de violencia republicana «incontrolados» pueden apenas explicar la intensificación del terror a partir de agosto. La red de asesinatos, aunque no estaba basada en ningún plan, fue forjada por organizaciones del Frente Popular en conjunción con una Dirección General de Seguridad que ya había sufrido una purga. El centro fue el Comité Provincial de Investigación Pública, una organización oficialmente consentida que proporcionaba «justicia» las veinticuatro horas del día. Aun así, hubo denuncias de violencia «incontrolada» procedentes de líderes de la izquierda a lo largo del verano de 1936. ¿Podría haberse creado esta red de terror sin su aprobación?