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PARACUELLOS

LA REUNIÓN

A las diez y media de la mañana del domingo 8 de noviembre empezó una reunión convocada por el Comité Nacional de la CNT en Madrid. Entre los presentes se encontraban el presidente del Comité Nacional, Mariano Cardona Rosell, varios miembros del Comité Nacional de la Federación Nacional de Industria Ferroviaria, del Comité Nacional de Defensa y del Comité Peninsular de Juventudes Libertarias, representantes de los diferentes comités de la CNT-FAI madrileña, como la Federación Local de los Sindicatos Únicos, los Comités Regionales del Centro y de Defensa y representantes de la prensa y la propaganda, Miguel González Inestal y David Antona[1]. Eran tiempos turbulentos para el anarcosindicalismo en España. Cuatro días antes, los líderes del movimiento abandonaron su apoliticismo y entraron en el Gobierno de Largo Caballero. Las dos corrientes ideológicas principales estaban representadas: Juan Peiró y Juan López Sánchez, anarcosindicalistas que habían firmado el famoso manifiesto treintista de agosto de 1931 que criticaba la influencia de la FAI en el movimiento, ocuparon las carteras de Industria y Comercio; y Federica Montseny y Juan García Oliver, dirigentes destacados de la FAI, se convirtieron en ministros de Sanidad y Asistencia Social y Justicia, respectivamente.

García Oliver había sido una elección poco probable como ministro de Justicia. Con solo 35 años en 1936, el hombre al que se puso al frente de las prisiones de la República era, junto con Francisco Ascaso y Buenaventura Durruti, entre otros, miembro del grupo de acción anarquista «Los Nosotros», que no solo financió sus actividades en los años veinte mediante el robo armado, sino que también cometió asesinatos. Destacado miembro de la FAI en Cataluña antes de la Guerra Civil, participó de manera activa en los violentos intentos de llevar el comunismo libertario a España a principios de los años treinta. Así que no sorprendió que García Oliver estuviera al frente de la revolución dirigida por la CNT-FAI en Cataluña en el verano de 1936. Rápidamente fue conocido como el «hombre fuerte» del Comité Central de Milicias que había suplantado de facto al Gobierno catalán el 21 de julio. A mediados de agosto, decidió encargarse personalmente de la columna de los Aguiluchos que salió de Barcelona para recuperar el fuerte de Zaragoza: su paso por Lleida vio la destrucción de la catedral y la «limpieza» de la prisión local, donde resultaron muertos entre diecisiete y veintidós reclusos. Pese a no estar presente en la reunión, García Oliver tuvo un papel fundamental en la solución del problema de las prisiones en la capital española. Tras su nombramiento como ministro, García Oliver trató el tema de la justicia y el orden público en Madrid con su antiguo amigo Eduardo Val, jefe del Comité Regional de Defensa. El líder de la FAI sentía poca simpatía por los sospechosos de ser quintacolumnistas y se quejaba en sus memorias de que fueron más audaces en Madrid que en Barcelona aquel noviembre: «O se sometía a aquella chusma fascistoide o la ciudad terminaría por caer en estado de honda tensión». Este era su rotundo resumen de las alternativas a las que se enfrentaban las autoridades en la capital. Como veremos, el ministro de Justicia intermediaría para garantizar que las ejecuciones extrajudiciales de «aquella chusma fascistoide» continuaban.

La incorporación de la CNT-FAI al Gobierno dividió al movimiento y contribuyó a su desintegración después de la Guerra Civil. Pero este hecho histórico no estaba en el orden del día de la reunión del 8 de noviembre de 1936. Más bien, comenzó con el intento infructuoso de Mariano Cardona por justificar la salida de Madrid del Comité Nacional de la CNT con el Gobierno republicano la tarde del 6 de noviembre con dirección a Valencia. Esta decisión, que llevó al humillante espectáculo de la prohibición del paso a ministros por Tarancón por parte de la columna anarcosindicalista de Francisco el Rosal, terminó con la dimisión de Horacio Martínez Prieto, secretario del Comité Nacional. Se ha escrito mucho sobre la repentina salida del Gobierno republicano y la creación de la Junta de Defensa de Madrid (JDM) y es difícil alegar nada en contra de la conclusión de que Largo Caballero asignara a un personaje no político como el general José Miaja Menant la Presidencia de la Junta porque estaba convencido de que la capital estaba a punto de caer.

Realmente, los dos políticos encargados del orden público en Madrid —Manuel Muñoz y Ángel Galarza— se mostraban pesimistas con relación a las posibilidades de la resistencia republicana en la capital. Con el frente acercándose a los barrios periféricos de Madrid, iniciaron el traslado de bienes confiscadas desde la DGS. El 5 de noviembre, Alberto Vázquez Sánchez, capitán de milicias y jefe del puesto de las MVR en la calle Marqués de Riscal número 1, se presentó ante Muñoz y Galarza en la DGS. Como hombre de confianza del ministro de la Gobernación, se ordenó al capitán Vázquez que llevara unas cuantas maletas de joyas y piedras preciosas confiscadas desde la DGS a Barcelona y que allí esperara futuras instrucciones. El capitán de las MVR consiguió ponerse en contacto con sus superiores durante las difíciles horas que siguieron a su exitosa llegada a la capital catalana al día siguiente. La hora exacta de la salida de Galarza y Muñoz de Madrid no está clara pero parece que salieron juntos. Lo que sí se sabe es que Muñoz solicitó asilo en la Embajada británica, aunque sin éxito, antes de dirigirse hacia Levante, lo cual indica que el director general de Seguridad perdió los nervios en un momento crítico. En cualquier caso, está claro que tanto Galarza como Muñoz estaban en Valencia la noche del 7 de noviembre, porque Vázquez —desobedeciendo las órdenes de quedarse en Barcelona— cenó con los dos en el hotel Ripalda. Al saber que Vázquez había dejado las maletas en la ciudad catalana con el hermano anarcosindicalista de uno de sus oficiales de milicia, Muñoz lo envió de vuelta al día siguiente para recogerlas. Por desgracia para Vázquez, el anarcosindicalista había dado parte al faísta Aurelio Fernández, entonces jefe de las fuerzas de seguridad catalanas, sobre las maletas que le habían dejado en depósito. Vázquez fue detenido por posesión de bienes robados, aunque parece que lo liberaron pronto, porque en marzo de 1937 era el jefe de una compañía de las MVR en Valencia[2].

El arresto y la posterior liberación de Vázquez —debida seguramente a la intervención de Galarza o Muñoz— son otro ejemplo más de las disputas entre partidos/sindicatos de izquierda con relación a lo que constituía actividad «incontrolada». Pero para nuestro más inmediato propósito, las experiencias de Vázquez indican las prioridades de Muñoz y Galarza durante aquel frenético fin de semana del 6 al 8 de noviembre. Como veremos más adelante, aunque conocían lo que estaba ocurriendo en las prisiones de la capital, se mostraron más permisivos que emprendedores, dejando que otros tomaran las decisiones más importantes sobre el mantenimiento del orden público en Madrid. En cualquier caso, tal y como explica el acta de la reunión de la CNT-FAI del 8 de noviembre, la Policía se había convertido en la responsabilidad inmediata de «la Junta de Defensa de Madrid, bajo su presidencia [de Miaja] y con la colaboración de la organizaciones sindicales y políticas de izquierda». La de Orden Público era una de las nueve consejerías y fue asignada a las JSU, con Santiago Carrillo, su secretario general, como consejero y José Cazorla como segundo. Las circunstancias de la creación de la Junta de Defensa fueron explicadas a los representantes anarcosindicalistas en una intervención de la «Federación Local». Jorge Reverte ha alegado que el ponente principal fue Amor Nuño. Como secretario de la Federación Local de Sindicatos, Nuño sería la elección lógica. De hecho, acababa de convertirse en consejero de Industrias de Guerra de la Junta. Sin embargo, es posible que Manuel Rascón hablara también en la reunión, ya que el jefe del CPIP también estaba en la Ejecutiva de la Federación Local. Además, como veremos más adelante, Rascón formaba ahora parte del Consejo de Investigación de la Dirección de Seguridad de Carrillo, creado dentro de la Consejería de Orden Público para coordinar el mantenimiento del orden dentro de la capital. Lo que se dijo lleva el sello de una fuente bien conectada dentro de la Consejería de Orden Público:

La Federación Local… confirma… el interés de las Embajadas sobre presos y refugiados políticos, citando el caso de que se quiso ayer asaltar la Embajada de Chile por saber los compañeros de manera positiva que allí hay refugiados fascistas en gran cantidad, intento que hubo de cortar.

A continuación da cuenta de los acuerdos que han tenido con los socialistas que tienen la Consejería de Orden Público sobre lo que debe hacerse con los presos, habiendo tomado el acuerdo de dividirlos en tres grupos, a saber:

PRIMER GRUPO. Fascistas y elementos peligrosos. Ejecución inmediata, cubriendo la responsabilidad.

SEGUNDO GRUPO. Detenidos de menor peligrosidad, su evacuación inmediata al penal de Chinchilla con toda clase de seguridades.

TERCER GRUPO. Detenidos sin responsabilidad, su libertad inmediata con toda clase de garantías sirviéndonos de ello como instrumento para demostrar a las Embajadas nuestro humanitarismo[3].

Estas reveladoras observaciones ilustran varios aspectos clave de las masacres de presos durante el mes de noviembre y comienzos de diciembre de 1936 en Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz. En primer lugar, y a pesar de la referencia a «los socialistas», aquellas matanzas contaban con el respaldo de la CNT-FAI y el PCE —Carrillo y Cazorla, junto con otros líderes de las JSU, decidieron entrar en el Partido Comunista el 6 de noviembre—. El PSOE no tuvo un papel importante en estos sucesos. La otrora poderosa Agrupación Socialista Madrileña estaba hecha un desastre. Como hemos visto, sus dirigentes caballeristas se encontraban demasiado absortos en el esfuerzo bélico como para dedicarse en ningún momento a asuntos del partido. Hasta el 4 de noviembre Enrique de Francisco, secretario de la ASM, ordenó el traspaso de archivos de esta a Valencia, después de que Largo Caballero expresara su preocupación por las represalias contra sus militantes en caso de que los registros del partido cayeran en manos del enemigo. De Francisco se reunió también con Julio de Mora, jefe de la CIEP, el servicio de investigación de la Agrupación Socialista Madrileña de la calle Fuencarral número 103 y le preguntó por el actual estado de las reservas financieras de la ASM. Estas, como las del resto de las organizaciones políticas y sindicales de izquierdas, se encontraban en un estado saludable debido a las masivas confiscaciones de caudales realizadas en nombre de la erradicación del fascismo de Madrid (véase el capítulo 5). Ordenó que se llevara de inmediato el patrimonio transferible de la ASM a Valencia para su custodia. De Mora volvió a la capital el 9 de noviembre y se encontró con que el comité de la ASM, con la excepción de Wenceslao Carrillo, se había ido a Valencia. No es de sorprender que también se diera cuenta de que la moral entre los 6.000 militantes de base del partido había caído en picado debido a la deserción de los líderes de la ASM, y hubo numerosas llamadas de círculos socialistas pidiendo la fusión con el PCE. Con el fin de evitar esto, De Mora organizó el 9 de noviembre una reunión de los círculos en la calle Fuencarral, 103. Al contrario que en el encuentro del día anterior de la CNT-FAI, el asunto principal en la orden del día era la supervivencia de la ASM y la creación de un comité interino bajo la presidencia de De Mora. De todos modos, su autoridad nunca llegó a ser reconocida por Enrique de Francisco ni por los representantes socialistas de la Junta de Defensa de Madrid —Francisco Frade y Máximo de Dios—, y en agosto de 1937 volvió el comité de la ASM a la capital para expulsar a los usurpadores del noviembre anterior.

Las divisiones internas del PSOE supusieron que el partido no proporcionara un fuerte apoyo a la limpieza de las cárceles de Madrid. Esto no quiere decir, por supuesto, que los socialistas no participaran en la operación. Pero la implicación de estos no se basaba en «órdenes» del partido, sino en su previa contribución a la eliminación del enemigo interno. Así, la labor del caballerista Eloy de la Figuera fue importante porque había estado en la Secretaría Técnica de la DGS como agente de la brigada Amanecer y, por tanto, era un analista experto en la identificación de «fascistas y elementos peligrosos» para su fusilamiento. No obstante, este rol secundario del PSOE no implica que sus dirigentes no fueran conscientes de las matanzas en Paracuellos. El 8 de noviembre, la reunión de la CNT-FAI revela que la verdadera naturaleza de las «evacuaciones» de las cárceles de Madrid era un secreto a voces. Por desgracia, no contamos con una lista completa de los asistentes, pero hemos visto que no se trataba de un pequeño cónclave de dirigentes anarcosindicalistas. Sin embargo, pese a que se habló de ello abiertamente, Paracuellos continuaría siendo un secreto: las muertes debían considerarse «cubriendo la responsabilidad» o, como más tarde lo calificaría la Agencia Central de Inteligencia norteamericana —la CIA— en inglés, «plausibly deniable». En pocas palabras, se llegó a la conclusión de que para confundir a los extranjeros preocupados por el bienestar de los prisioneros, no podía haber un rastro de documentos incriminatorios. Es muy poco probable que se recabaran informes internos pormenorizados relativos a la selección y ejecución de presos, y mucho menos que sobrevivieran a la Guerra Civil. Aun así, la consigna de «cubrir la responsabilidad» no consistía simplemente en garantizar que cualquier información delicada cayera en las manos equivocadas. El deseo de «demostrar a las embajadas nuestro humanitarismo» dio lugar a una campaña sistemática de desinformación para ocultar la verdad de las masacres. Como veremos, se mintió a las víctimas y a sus familias en relación con el verdadero destino de las «evacuaciones» realizadas por sus responsables. La Junta de Defensa de Madrid mintió sobre el destino de los reclusos; incluso hubo ministros que mintieron a sus preocupados colegas cuando preguntaban si se estaba fusilando a prisioneros en masa. Lo irónico es que este secreto, si es que lo fue, no sobrevivió mucho tiempo tras la reunión del 8 de noviembre. El Gobierno británico, por ejemplo, recibió esta «sensacional» noticia por parte de Ogilvie-Forbes el día 15. Menos de una semana después, Londres recibió un informe preciso de las sacas del 7 y 8 de noviembre elaborado por el encargado de negocios argentino Edgardo Pérez Quesada el día 17. La respuesta de Anthony Eden, ministro de Asuntos Exteriores, fue inequívoca: «Una noticia espantosa».

Las masacres terminaron a primeros de diciembre porque ya no resultaba verosímil seguir negándolas. El fracaso en el mantenimiento del secreto puede explicarse en parte por la incapacidad de permanecer en silencio por parte de algunos de los que estaban al corriente. Melchor Rodríguez, el anarquista que, más que ningún otro, acabó con las matanzas, estaba presente en la reunión. Más importante era la improvisada naturaleza de las sacas. No fue esta una operación del NKVD, sino que consistió en una serie de masacres organizadas principalmente por jóvenes de izquierda. Paradójicamente, el último aspecto de Paracuellos que se reveló en la reunión fue la ausencia de un proyecto de exterminio. Los tres criterios de selección de presos elaborados el día 8 de noviembre no fueron después puestos del todo en práctica. Aunque sí se fusiló a prisioneros considerados «fascistas y elementos peligrosos», no hubo traslado de «detenidos de menor peligrosidad» a la cárcel de Chinchilla. Todas las transferencias que sí se hicieron fueron a la prisión central de Alcalá de Henares. Además, mientras algunos «detenidos sin responsabilidad» fueron liberados sin más, otros tuvieron que enfrentarse a un juicio ante un tribunal popular republicano o un jurado de urgencia. Por tanto, este capítulo matizará la afirmación de Ian Gibson de que la operación «funcionó, tanto en Paracuellos del Jarama como en Torrejón de Ardoz, con la precisión de una máquina bien engrasada. De improvisación, nada»[4]. Sí que existió una máquina de destrucción, pero una máquina que renqueaba porque sus engranajes no funcionaban bien. Como veremos, las piezas más importantes de su mecanismo tuvieron que ser reparadas o sustituidas en los momentos cruciales de la operación.

Este capítulo también demostrará que lo sucedido en Paracuellos solo puede explicarse si se ve en su más amplio contexto de la guerra contra la supuesta quinta columna de Madrid. La referencia hecha en la reunión al intento de asalto de la Embajada de Chile es indicativa de la creencia popular de que las embajadas eran nidos de subversión fascista. El temor al enemigo oculto no hizo más que intensificarse durante las primeras etapas de la batalla de Madrid, cuando los «pacos» volvieron de repente en gran número a las calles de la capital. La acción contra los «fascistas y elementos peligrosos» en las prisiones debería considerarse, por tanto, como un avance contra el elemento más visible de la quinta columna. Las ejecuciones extrajudiciales de «fascistas» detenidos por toda la ciudad continuaron a lo largo del mes de noviembre. Muchas de ellas las llevó a cabo el CPIP. Aunque esta organización fue suprimida a mediados de noviembre, sus agentes continuaron en la vanguardia de la lucha contra el enemigo interno. No solamente tendrían un papel fundamental en Paracuellos, sino que también se convertirían en un elemento esencial en la nueva Policía de investigación criminal antifascista de Santiago Carrillo. Para algunos dirigentes del CPIP, como Manuel Rascón, Benigno Mancebo, Arturo de la Rosa y Félix Vega, el mes de noviembre significó una intensificación de sus actividades represivas.

LAS SACAS DE 7 AL 9 DE NOVIEMBRE (I)
¿UNA MÁQUINA BIEN ENGRASADA?

Durante la reunión de la CNT-FAI de aquella mañana de domingo, en Paracuellos se estaban enterrando cadáveres y en Torrejón de Ardoz se procedía al fusilamiento de presos. Las causas inmediatas de la sangrienta resolución del problema de las prisiones deben buscarse en la noche del 6 al 7 de noviembre. El tiempo se estaba acabando. Los rebeldes confiaban en una victoria rápida. Alberto Alcocer había sido nombrado primer alcalde franquista de Madrid, y en el Boletín Oficial del Estado de Burgos anunciaba el día 5 que se habían creado ocho tribunales militares, dieciséis jueces instructores y la auditoría del Ejército de Ocupación para castigar a los «delincuentes rojos» tras la «liberación». Esta columna legal, dirigida por el coronel Ángel Manzaneque y Feltrer, se reunió en Navalcarnero y se le ordenó que esperara a la entrada de las tropas franquistas en la capital. Al día siguiente, el general Varela ordenó el asalto final a Madrid. Dos columnas dirigidas por Barrón y Tella tenían que distraer a las fuerzas republicanas al sur, en los Carabancheles, mientras que las columnas de Asensio y Delgado Serrano tenían que ocupar la capital desde el oeste. En aquel entonces, había tumultos en las prisiones de Madrid. En la Cárcel Modelo, los falsos rumores sobre la rendición republicana hicieron que algunas milicias entregaran armas a los reclusos; en San Antón, las desmoralizadas guardias de milicias del Partido Sindicalista, convencidas de que habría un motín de los prisioneros, los encerraron en sus celdas despojándoles de artículos, como mangos de escoba y latas, por considerarse armas ofensivas[5].

La gravedad de la situación implicó que el cambio político de Galarza y Muñoz a Carrillo y Cazorla fuera rápido. La decisión de Largo Caballero de abandonar Madrid y crear la Junta de Defensa de Madrid, anunciada en una junta del Gobierno a primera hora de la tarde del 6 de noviembre, fue inmediatamente filtrada por los ministros comunistas a la organización de su partido y a las JSU. Aprovechándose de que contaba con información privilegiada, Miaja destinó oficialmente a Carrillo y Cazorla a la Consejería de Orden Público tras ser propuestos por el resto de los miembros del Comité Central del PCE. No es necesario recurrir a teorías sobre conspiración para explicar por qué los comunistas españoles estaban tan deseosos de ocupar la Consejería de Orden Público. El PCE se describía a sí mismo como el partido de la guerra y su propaganda durante el mes de noviembre exigía que Madrid emulara la resistencia del Petrogrado soviético durante la guerra civil rusa acaecida entre 1917 y 1921. No es casualidad que la otra consejería ocupada por el PCE fuera la de Guerra (Antonio Mije). Como hemos visto a lo largo de este libro, el discurso del PCE en 1936 hacía hincapié en que la eliminación despiadada del enemigo interno era una condición sine qua non para la victoria en la Guerra Civil. Este mensaje fue recalcado una y otra vez aquel mes de noviembre. Mundo Obrero declaraba el día 3 que el partido tenía la «obligación vital de aniquilar» a la quinta columna cuando «la proximidad de la línea de fuego impulse a los enemigos emboscados a dar muestras de audacia».

Para los comunistas era evidente que solamente el PCE podría proporcionar el firme liderazgo necesario para destruir a la quinta columna. A sus aliados —o rivales— izquierdistas se les acusó de dar refugio a «incontrolados» y fascistas. La inquina que los líderes comunistas sentían hacia la CNT-FAI en particular no se disipó de repente porque pareciera que Franco estaba listo para tomar la capital. De hecho, no hay más que examinar las páginas de las memorias de Santiago Carrillo para ver hasta qué punto sigue mezclando a los «incontrolados», a los «quintacolumnistas» y a la CNT-FAI. El problema al que se enfrentó Carrillo el 6 de noviembre fue que no tenía un control total sobre el mantenimiento del orden público en Madrid. Es cierto que nombró inmediatamente a Segundo Serrano Poncela, editor de Claridad y otro líder de las JSU que había entrado en el Partido Comunista con él, como delegado de la Dirección General de Seguridad, es decir, director general de Seguridad de la Junta de Defensa de Madrid. Poncela fue uno de los cinco delegados de la Consejería de Orden Público. Todos los demás eran miembros del Comité Ejecutivo de las JSU designado el mes de septiembre anterior: Luis Rodríguez Cuesta (secretario); Fernando Claudín Pontes (Gabinete de Prensa); Alfredo Cabello (Emisión Radiofónica); y Federico Melchor (Fuerzas de Seguridad, Asalto y Guardia Nacional Republicana).

Pero como bien sabían Manuel Muñoz y Ángel Galarza, la DGS no tenía el monopolio sobre el mantenimiento del orden. Carrillo tuvo que enfrentarse al «problema» del CPIP con su significativa representación anarcosindicalista. Siempre ha asegurado que su primer logro fue el de eliminar las «checas» de la capital y le contó a Ian Gibson en septiembre de 1982 que «el día siete [de noviembre de 1936], me parece, ya empezamos a… acabar con lo que luego se han llamado las checas, es decir con las policías paralelas. Y, eh… echamos de Madrid a todas las gentes de las checas… de las policías paralelas, los echamos de Madrid». Para comprender las sacas masivas de noviembre de 1936 es importante reconocer que Carrillo no «echó» a las «policías paralelas». Más bien, las integró en su nueva estructura de seguridad. La misma noche del 6 al 7 de noviembre creó el Consejo de Investigación de la Dirección General de Seguridad. Estaba presidido por Poncela, que contaba como su adjunto con Vicente Girauta —es significativo que el subdirector general de Seguridad se hubiera quedado en Madrid—. Carrillo explicó las razones que había detrás de su reforma en una notificación pública emitida cuatro días después. Era necesario «conseguir una perfecta coordinación en lo que se refiere a los Servicios de Vigilancia e Investigación dado el irregular funcionamiento de estos, debido principalmente a la multitud de Comités que existen constituidos, dentro o alrededor de estos Cuerpos». De crucial importancia es que entre las responsabilidades del nuevo Consejo se incluyera «todo cuanto se relacione con el mantenimiento de detenciones y libertades, así como también en el movimiento, traslado, etc. de detenidos[6]».

El nuevo Consejo de Investigación era un comité compuesto por representantes políticos y sindicales de izquierdas; a excepción de Girauta, se excluyó de él a policías profesionales. Además de Poncela (JSU) y Girauta, sus otros miembros fueron Manuel Rascón Ramírez (CNT); Manuel Ramos Martínez (FAI); Félix Vega Sáez (UGT); Arturo García de la Rosa (JSU); Antonio Molina Martínez (PCE); Juan Alcántara Cristóbal (JSU); Ramón Torrecilla Guijarro (PCE); y Santiago Álvarez Santiago (JSU). La estrecha base política era manifiesta. No había representantes del PSOE ni de los partidos republicanos. Como los representantes de las JSU eran, en realidad, comunistas, la dominación del PCE era evidente (seis a cuatro). Pero la composición del Consejo de Investigación no debe analizarse solamente a través del prisma de la afiliación política. Cinco de sus miembros —Rascón, Vega, García de la Rosa, Ramos y Molina— pertenecían al CPIP. Lo más significativo es el hecho de que Rascón y Vega, arquitectos de las sacas de las prisiones durante los quince días anteriores, eran ahora miembros de un comité de la DGS encargado de organizar «el movimiento, traslado, etc. de detenidos». Estos hombres habían seleccionado a diario a «fascistas y elementos peligrosos» para ser ejecutados durante el verano y el comienzo del otoño de 1936 y volverían a hacerlo en noviembre. Como diría Arturo de la Rosa —de forma algo exagerada— en octubre de 1982, «lo de Paracuellos no era nada comparado con lo que pasó antes».

El Consejo de Investigación de la DGS se reunió por primera vez a primera hora del 7 de noviembre. No hay acta sobre lo que allí se trató, pero debemos resistirnos a la tentación de considerar esta reunión como el «comienzo» del desarrollo de las matanzas. A partir de las pruebas fragmentarias de las que disponemos, es más probable que el Consejo discutiera sobre los problemas logísticos de llevar a cabo el existente plan de «evacuación» del CPIP. En el capítulo anterior concluimos con la observación de que la clasificación de reclusos en la Cárcel Modelo comenzó el 6 de noviembre. Es casi seguro que la elaboración de estas listas, que no comenzó a hacerse hasta después de las siete de la tarde, fue sancionada por una orden de evacuación a la cárcel de San Miguel de los Reyes de Valencia emitida por Vicente Girauta. Aunque no ha aparecido ninguna copia de este documento, su contenido —fecha incluida— puede reconstruirse a partir de distintas fuentes. En la Causa General, por ejemplo, Romualdo Montojo, abogado fiscal del Tribunal Supremo en 1936, testificó que fue a la Cárcel Modelo la mañana del día 7 después de que varios preocupados familiares de prisioneros se quejaran de que la mañana anterior se hubieran prohibido todas las visitas a la cárcel. Tras atravesar un cordón de milicianos, Jacinto Ramos, el director, le enseñó la orden de la DGS. Más importantes son las referencias a partir de fuentes republicanas. Manuel de Irujo y José Giral se refirieron a las órdenes de traslado firmadas por Girauta en una conversación por teletipo con Galarza el 11 de noviembre. La fecha —6 de noviembre— puede deducirse por la respuesta dada por las autoridades carcelarias de Madrid a las preguntas sobre el paradero de varios presos de la Cárcel Modelo asesinados entre el 7 y el 8. Por ejemplo, el 24 de noviembre, Gregorio de Rabago Fernández, abogado, apareció en la Secretaría de los Tribunales Populares para dar parte de que Jacinto Ramos, el director de la Cárcel Modelo, le había dicho que sus parientes Blas y Ruperto Rabago Jarrín «se encuentran actualmente en el penal de San Miguel de los Reyes a donde fueron trasladados los días seis, siete u ocho del corriente mes». Solicitó una confirmación telegráfica desde Valencia, pero la respuesta fue negativa: Blas, de 67 años, y Ruperto, de 64, propietarios detenidos el 3 de noviembre por «estar comprometidos en un alijo de armas», habían sido seleccionados para Paracuellos.

La referencia a los traslados de «los días seis, siete u ocho» no significa que las sacas comenzaran cuando el gobierno republicano estaba en Madrid. En la orden no había nombres. Girauta había emitido un cheque en blanco. La creación de la Consejería de Orden Público tuvo lugar en medio de un desesperado intento de identificar a los prisioneros más peligrosos entre los aproximadamente 5.400 reclusos de la Cárcel Modelo. No debe describirse esta actividad como un «proceso de selección». En teoría, aquellos cuya «evacuación» era prioritaria debían ser identificados a partir del fichero general —que contenía información sobre su ocupación, las razones de su reclusión y su ubicación dentro de la cárcel—, que se encontraba en el edificio central de la administración; la ficha de cada preso se compararía después con la que había en el pertinente fichero de la galería y, si eran idénticas, se seleccionaría al prisionero para ser trasladado. La realidad era más confusa. En parte, esto de debía a que no existían aún unas claras directrices de selección. A primera hora del 7 de noviembre, Fernando Sánchez Mesa, teniente de Caballería encarcelado en la primera galería, fue sacado para su evacuación y fue devuelto después a su celda cuando se vio que se había elegido a demasiados oficiales jóvenes —y no a suficientes mayores—. Pero aquel desorden estaba también causado por las prisas de los policías de la DGS, que trataban de tomar decisiones a partir de los mal organizados registros de la Cárcel Modelo. Arsenio de Izaga, prisionero de la tercera galería, recordaba que «lo hacían con… tanto desorden que no pocas veces originaron la pérdida, el extravío o el trastrueque de algunas fichas. Por eso acaeció que en más de una ocasión no pudo encontrarse a determinados presos… lo que obligaba a los asesinos a recorrer las celdas o a inspeccionar los patios en su deseo de apoderarse de sus víctimas». En algunas ocasiones, la imposibilidad de encontrar fichas o reclusos se debió al sabotaje más que a la incompetencia; algunos guardianes compasivos hicieron pedazos las fichas de la galería y ordenaron a los prisioneros que se quedaran en silencio cuando los llamaran para ser evacuados[7].

Estos problemas llevaron a la suspensión del primer traslado desde la Cárcel Modelo hasta Paracuellos la mañana del 7 de noviembre. Las primeras víctimas no llegaron desde la prisión más grande de la capital —y la más expuesta a tiroteos—, sino desde Porlier y San Antón. Estas sacas, que tuvieron lugar entre las cinco y las siete de la mañana, fueron parecidas a las anteriores «evacuaciones» del CPIP de ambas prisiones en lo que se refiere a su escala —al menos 26 fueron sacados de Porlier y un máximo de 62 de San Antón— y a los antecedentes ocupacionales de las víctimas —una abrumadora mayoría eran militares—. Sin embargo, puesto que no existen pruebas de una previa selección durante la noche, es probable que las víctimas hubieran sido identificadas menos de 72 horas antes por tribunales del CPIP encabezados por Rascón y Vega. Que estas excarcelaciones constituían en su esencia la continuación de las que había realizado antes el CPIP puede verse en la presencia de Agapito Sáez de Pedro. Este policía comunista, que llevó a cabo la anterior «evacuación» de San Antón el día 5, también estuvo al cargo de la saca de aquella mañana del 7. Antes de salir, se despojó a los presos de sus pertenencias y se arrancaron de sus ropas las etiquetas de identificación. De Pedro dirigiría también dos traslados posteriores de 120 prisioneros de Alcalá de Henares. A estos reclusos no se les robó previamente.

Había, desde luego, una clara diferencia entre las dos sacas de primera hora de aquella mañana desde Porlier y San Antón y las anteriores «evacuaciones» del CPIP: su destino final. El CPIP podría haber matado a pequeños grupos de personas con regularidad desde agosto de 1936, pero carecía de los recursos logísticos necesarios para realizar asesinatos masivos a corto plazo. Yo diría que esta fue la principal contribución de la Consejería de Orden Público a los asesinatos de Paracuellos el 7 de noviembre. Su principal prioridad fue encontrar un lugar apropiado para la ejecución; los enclaves preferidos del CPIP en Aravaca y Rivas-Vaciamadrid ya no estaban disponibles por estar demasiado cerca del frente. Las afueras del pueblo de Paracuellos del Jarama, en un lugar conocido en la zona como el «Arroyo de San José», parecían ser una buena alternativa por un par de razones. La primera era geográfica. El pueblo, unos veinte kilómetros al noreste de la capital, estaba relativamente lejos de los enfrentamientos y, asimismo, tenía un acceso fácil desde Madrid: el Arroyo de San José corría en paralelo a la carretera de Madrid a Belvis del Jarama, una carretera local que conectaba con la de Aragón, el camino principal hacia Levante en noviembre de 1936. La segunda razón era política. El PCE tenía una presencia activa en el noreste de Madrid. Siguiendo los consejos de su secretario, Faustino Villalobos García, la Radio Comunista de Ventas había confiscado varios edificios —principalmente religiosos— en la carretera de Aragón que sirvieron como centros de interrogatorios y detenciones durante el verano de 1936. Al igual que otras Radios, mató a varios prisioneros en el acto mientras transfería a otros al CPIP y a la DGS. También colaboró con Ramón Torrecilla, el policía designado por el PCE y consejero de la DGS. En noviembre, Villalobos y sus subordinados trabajaron sin descanso para garantizar que las organizaciones locales de la UGT y el PCE de Paracuellos y Torrejón de Ardoz enterraban los cuerpos de las víctimas lo más deprisa posible.

Sin embargo, es indicativo del carácter improvisado de las muertes de Paracuellos el hecho de que al alcalde del pueblo, Eusebio Aresté Fernández (de UGT), no le fuera notificada previamente la llegada de los reclusos de Porlier y San Antón al Arroyo de San José a las ocho de la mañana. Es bien conocido que las víctimas llegaron en «autobuses de los del Servicio Público de Madrid, algunos de ellos de dos pisos». Iban acompañados de camiones y coches llenos de milicianos: «Se veía un gran movimiento de coches de todo tipo. Aquello fue un hervidero». Como todos los que morirían en Paracuellos y Torrejón de Ardoz, las víctimas «estaban atados por parejas, la muñeca de uno con la de otro». Los obligaron a salir de los autobuses y los fusilaron en campo abierto. Tal y como escribió Gibson, «Aquella mañana, cuando los milicianos habían terminado su macabra tarea, quedaba en medio de la llanura un enorme montón de cadáveres». Eusebio Aresté pronto se dio cuenta de que aquel no era un acto incontrolado cuando fue a Madrid y se le ordenó sin rodeos que enterrara los cadáveres y evitara «meterse por medio, porque, posiblemente, sería uno también de los que quedarían allí». Los verdugos eran miembros de las MVR que operaban —en ausencia del ministro de la Gobernación— bajo la autoridad del líder de las JSU convertido al comunismo, Federico Melchor, delegado de las Fuerzas de Seguridad, Asalto y Guardia Nacional Republicana dentro de la Consejería de Orden Público. La capacidad de recurrir a la mano de obra de las MVR fue otro «beneficio» de la incorporación de la actividad del CPIP a la nueva red de seguridad de la Consejería de Orden Público. Aunque es cierto que varios integrantes de las MVR participaron en la masacre de Rivas-Vaciamadrid entre el 4 y 5 de noviembre, el Consejo de Investigación de la DGS fue capaz de asegurar la movilización de todos los puestos de las MVR para encargarse de la evacuación de las prisiones. El control de estas operaciones se encontraba bajo las órdenes de Federico Manzano Govantes, nombrado inspector general el día 7 de noviembre. Manzano fue otro ejemplo de socialista atraído al comunismo durante la guerra. Miembro del PSOE desde 1931 y funcionario del Ministerio de Obras Públicas durante el estallido de la guerra, fue llamado del frente en septiembre de 1936 por la Inspección de Milicias y colocado al mando del puesto de vigilancia número 3 —poco después llamado puesto número 3 de las MVR— de la Plaza de Colón, donde permaneció hasta que fue ascendido el 7 de noviembre. Manzano supervisó personalmente la salida de los autobuses de la Cárcel Modelo y parece ser que comandó al menos uno de los pelotones de ejecución de Paracuellos. Después de que se disolvieran las MVR en 1937, Manzano entró en la Policía de investigación criminal en calidad de agente de primera clase en Valencia como militante del Partido Comunista. Participó en la resistencia dirigida por los comunistas contra el golpe del coronel Casado en marzo de 1939 y terminó la guerra cumpliendo una condena de treinta años en la cárcel de San Miguel de los Reyes de Valencia[8].

Las MVR de Manzano regresaron enseguida al Arroyo de San José con el convoy atrasado y mayor de la Cárcel Modelo. A primeras horas de la tarde del día 7, las puertas de las celdas se abrieron y se leyeron los nombres elegidos para la «evacuación». Izaga recuerda la presencia de «dos sujetos desconocidos para nosotros. Tienen en sus manos gran cantidad de cédulas amarillentas. Pertenecen al fichero de la cárcel». Tras llevarlos a Paracuellos en autobús, los prisioneros se enfrentaron a una aterradora escena a su llegada: los cuerpos sin enterrar de la saca de la mañana de San Antón y Porlier, un espantoso indicativo de que no había coordinación entre las autoridades locales de Paracuellos y el Consejo de Investigación de la DGS de Madrid. Eusebio Aresté, quien sabiamente seguía los consejos que le habían dado en Madrid, había movilizado a la población local del pueblo y, al terminar la mañana, unos 500 vecinos cavaban una fosa común de unos dos metros y medio de profundidad. Entre los elegidos para hacer el trabajo sucio se encontraban sospechosos de derechas como Gregorio Muñoz Juan, más tarde alcalde franquista de Paracuellos. Sin embargo, los improvisados enterradores de Aresté habían vuelto a casa antes de la llegada del convoy de la Cárcel Modelo, con solo «más de la mitad de los cadáveres» en la zanja. No es fácil imaginar la reacción entre los presos de la Cárcel Modelo al ver la fosa común sin cubrir rodeada de cadáveres, pero parece ser que, a pesar de estar esposados, algunos trataron de resistirse antes de la ejecución, porque a la mañana siguiente los vecinos encontraron allí a su regreso cristales de las ventanillas de los autobuses.

Aunque por fin había comenzado la «evacuación» masiva de la Cárcel Modelo, la situación militar siguió siendo crítica. Como ya se sabe, el Madrid antifascista no sucumbió el día 7 de noviembre, pero durante aquel día la batalla se había limitado en gran medida a luchar casa por casa en Carabanchel Bajo. Los republicanos sabían que el asalto principal era inminente porque había caído en sus manos una copia del plan de batalla de Varela. Por tanto, los transportes de la muerte desde la Cárcel Modelo continuaron, pero el Consejo de Investigación de la DGS estaba deseando evitar el fiasco de la saca suspendida de la noche del 6 al 7. Según Ramón Torrecilla, Serrano Poncela le ordenó ir a la Cárcel Modelo aquella noche para preparar otro traslado. Le acompañaron otros cinco. Dos eran anarcosindicalistas —Rascón y Ramos, sus consejeros—. Los otros tres eran agentes provisionales del Cuerpo de Investigación y Vigilancia designados por el PCE. Todos habían estado implicados en la lucha contra el enemigo interno desde julio de 1936. Uno de ellos, Agapito Sáez de Pedro, se había ocupado aquel día del convoy a Paracuellos de los reclusos de San Antón. Otro, Andrés Urresola Ochoa, un albañil vasco de 30 años, había trabajado junto a una brigada de investigación del tribunal revolucionario comunista de la calle San Bernardo número 72; terminó la guerra como agente de segunda clase en la Brigada Social de Madrid. El último miembro del grupo era Lino Delgado Sáiz, un empelado de 29 años que había dirigido una brigada de investigación situada en el Salón Teatro Rojas de Carabanchel Bajo. Como muchos profesionales del terror en 1936, tenía conexión personal con otras brigadas de la muerte, puesto que su hermano Mariano fue miembro del grupo de investigación del CPIP de Carlos Escanilla de Simón[9].

Tras entrar en la Cárcel Modelo, los componentes del grupo de Torrecilla, según la declaración de este en noviembre de 1939, «se encaminaron seguidamente al fichero de presos y pasaron varias horas clasificando las fichas, según la profesión de los presos, en los cuatro grupos siguientes:

1.º Militares.

2.º Hombres de carreras y aristócratas.

3.º Obreros.

4.º Personas cuya profesión no constaba».

Pero la presión de la guerra volvió a provocar cambios de última hora en la evacuación. Torrecilla continúa: «Ya llevaban seleccionado más de la mitad del fichero, cuando de madrugada, se presentó el Delegado de Orden Público o Director General de Seguridad Serrano Poncela y ordenó que todos los seleccionados en los grupos 1º y 2º (Militares y burgueses) saliesen de las galerías a las naves exteriores porque los fascistas avanzaban y si los libertasen les serían un refuerzo formidable. Mandó prepararlos, pues en seguida llegarían unos autobuses para trasladarlos y refirió que el Ministro de la Gobernación (lo era Ángel Galarza) cuando marchó a Valencia la noche del 6 de noviembre había dado orden por Teléfono desde Tarancón de que los trasladasen y [Poncela] añadió en tono malicioso que quien mandaba la expedición ya tenía instrucciones de lo que había de hacerse con los presos, que era “una evacuación… definitiva”[10].

»En cumplimiento de esta orden de Serrano Poncela, suspendieron la selección de fichas el declarante y sus compañeros. Era entre tres y cuatro de la madrugada. Sacaron a los seleccionados a las naves y les ataron con cuerdas las manos a la espalda uno a uno y, a veces, por parejas. No se puede precisar cuántos eran, pero sí que pasaban de los quinientos. La mayoría eran militares, pero también había paisanos.

»Alrededor de las nueve o diez de la mañana del 8 de noviembre llegaron a la Cárcel Modelo siete o nueve autobuses de los de dos pisos del servicio público urbano y dos autobuses grandes de turismo. Todos los llenaron de presos. En el interior de cada uno de los coches metieron a 60 detenidos o más y en su plataforma delantera, digo trasera, iban de 8 a 12 milicianos armados. Partió la expedición y con ella marcharon algunos de los que habían hecho la selección de las victimas en el fichero, entre ellos Agapito Sainz [sic] y Lino Delgado y se cree que también Urresola y Rascón. Aquella expedición la vio partir el declarante, que seguidamente salió de la cárcel».

Para evitar la debacle del día anterior de fusilamientos entre los cuerpos sin enterrar, un primer convoy de vehículos con policías de la DGS y miembros de la Radio Comunista de Ventas fue al Arroyo de San José para comprobar los avances de los enterradores de Paracuellos. Aquello fue desalentador. Los vecinos del pueblo habían vuelto al lugar a las ocho y media de la mañana y se encontraron con el horrible espectáculo de las pilas de cadáveres abandonados tras las ejecuciones de la tarde anterior. Se les ordenó que abrieran otra fosa para meter a las víctimas, pero estaba claro que no había posibilidad de que terminaran su ardua tarea antes de la llegada del segundo traslado de la Cárcel Modelo. De hecho, los habitantes de Paracuellos tardaron todo el día en enterrar a todos los fusilados del día 7. La operación de las matanzas estaba cayendo en un sinsentido. Se hizo necesario encontrar una ubicación alternativa rápidamente. El lugar elegido fue un pueblo cercano y de fácil acceso desde Madrid en la carretera de Aragón: Torrejón de Ardoz. Al principio, se escogió una finca llamada «La Granja» como el lugar más apropiado para la inminente masacre, pero José Montegrifo, el presidente local de la UGT, sugirió que su finca confiscada de Soto de Aldovea supondría menos esfuerzo para los trabajadores locales. Esto se debía a que tenía un canal de riego que estaba seco y que había sido excavado antes de la guerra, conocido en el lugar como el «caz» y que hacía que fuera innecesario cavar fosas comunes. Además, como la tierra excavada no se había retirado, el enterramiento de los cadáveres en el «caz» era sencillo. De este modo, el nombre de Torrejón de Ardoz ha quedado para siempre asociado a las masacres de los prisioneros de Madrid de noviembre de 1936. Murieron por grupos víctimas de los disparos de los rifles cerca del canal y sus cuerpos fueron lanzados a este. Los seguirían hasta 40 reclusos más de Porlier —entre los que había veintinueve militares— que llegaron a Soto de Aldovea esa misma tarde. Al día siguiente, la tarde del día 9, hubo una saca más de Porlier a Paracuellos. Fusilaron hasta a treinta presos, aunque eran de un nivel social más heterogéneo que los de las sacas anteriores, y entre las víctimas se incluían un seminarista y cuatro sacerdotes. Para entonces ya se habían abierto cuatro fosas comunes en el Arroyo de San José[11]. Pero esta saca marcó el fin provisional de las matanzas.

LAS SACAS DEL 7 AL 9 DE NOVIEMBRE (II).
VÍCTIMAS Y VERDUGOS

Todavía no hemos tratado algunos de los asuntos más controvertidos en torno a las masacres de Paracuellos y Torrejón de Ardoz entre el 7 y el 9 de noviembre. ¿A cuántos presos de la Cárcel Modelo sacaron de sus celdas, los ataron y los obligaron a subir a un autobús para fusilarlos a sangre fría antes de ser abandonados en una fosa común? Ningún historiador puede aportar una cifra exacta. Lo único seguro es que en diciembre de 1939 se exhumaron 414 cuerpos de Soto de Aldovea que fueron vueltos a enterrar en el camposanto de Paracuellos. Aun así, existe un sorprendente grado de coherencia entre los cálculos de la época que nos permiten establecer algunas conclusiones provisionales. La primera fuente, y la más exhaustiva, la constituye Mariano Valenciano Herranz, celador de la Cárcel Modelo. Valenciano elaboró una lista de 967 víctimas con la ayuda de varios presos y la envió a las Embajadas británica y chilena en noviembre de 1936. Después de la Guerra Civil se entregó una copia a la Causa General. En 1994 Casas de la Vega criticó la veracidad de la lista alegando que se basaba en la memoria, con los inevitables problemas de errores ortográficos y repeticiones. El general franquista tiene razón, pero los cálculos de Valenciano son más fiables que la lista del general de 1.443 nombres. Esta última no solamente contiene repeticiones, sino también nombres de prisioneros que no fueron asesinados en 1936[12].

Por lo tanto, la cifra de Casas debería considerarse como una exageración de la escala de las sacas del 7 y 8 de noviembre de la Cárcel Modelo. Los números de Valenciano, por otra parte, son similares a los de los testigos que aseguraron haber tenido acceso a los registros de evacuación. Se dice que Adrián Huarte Echenique, médico de la prisión, le contó a un recluido que «1.039» reclusos habían salido de la prisión. Esta cifra es casi idéntica a la de «1.043» aportada en 1939 por Romualdo Montojo, el abogado fiscal del Tribunal Supremo que recibió la orden de la DGS de manos del director de la prisión, Ramos. Sin embargo, puesto que Montojo continúa diciendo en su declaración que en la cifra que él aporta se incluyen «50 o 60… entre ellos… el señor Fernández Cuesta» trasladados a Alcalá de Henares, la cantidad real es algo inferior a los 1.000. La cifra de Valenciano también se acerca a otras aportadas por extranjeros y por los mismos republicanos. Durante una entrevista con Ramos el día 9 o 10 de noviembre, Félix Schlayer examinó la orden de traslado de la DGS a San Miguel de los Reyes que iba firmada por Girauta. Contenía «970» nombres. Menos de tres semanas después, y como parte de la campaña de desinformación que tenía el propósito de aplacar los rumores que circulaban en el extranjero sobre que los reclusos de Madrid habían sido masacrados, las agencias de prensa republicanas comenzaron a hacer circular cifras entre la prensa internacional de prisioneros de la Cárcel Modelo que habían salido de la capital y se encontraban «a salvo». Esto revela de manera inconsciente la posible escala de las matanzas. El día 26 The Manchester Guardian británico publicó «una declaración oficial» que decía: «Un grupo de 960 recluidos evacuados de la Cárcel Modelo de Madrid ha llegado a la Cárcel de San Miguel de los Reyes cerca de Valencia… Casi todos son antiguos oficiales seriamente implicados en la rebelión y pertenecientes a la famosa “Quinta Columna”». Al día siguiente, el diario comunista británico The Daily Worker denunciaba que «novecientos prisioneros —miembros de la “Quinta Columna”» habían sido «sacados» de la Cárcel Modelo. De este modo podemos concluir con prudencia que algo menos de 1.000 reclusos de la Cárcel Modelo fueron sacados y fusilados los días 7 y 8 de noviembre; y puesto que menos de 400 fueron asesinados en Torrejón de Ardoz, la que provocó la mayor parte de las víctimas fue la primera saca de Paracuellos.

Así, alrededor de una quinta parte de la población de la Cárcel Modelo pereció en menos de veinticuatro horas. ¿Quiénes fueron los elegidos y por qué? Jesús Galíndez, el nacionalista vasco entonces en Madrid, ha escrito en sus memorias que «la misma rapidez de la limpieza hizo que esta fuese a veces disparatada. Jefes de Falange, como Raimundo Fernández Cuesta… salvaron su vida; infelices inofensivos, cayeron tontamente». Para Izaga, «el hilo de nuestra existencia pendía muy a menudo del azar. Solo así he podido comprender… este raro sistema de selección». Hay mucho de cierto en estas declaraciones. Aunque los datos de Casas no son definitivos, sí que aportan información general sobre los antecedentes socioeconómicos de los ejecutados. No es de extrañar que los militares —el 40%— fueran las víctimas principales, seguidas de propietarios, profesionales liberales y estudiantes —un 14%—. Entre los militares que perdieron la vida, sobresalen los de más alto rango. Veinte eran oficiales generales, entre quienes se encontraba el vicealmirante Francisco Javier Salas y González, dos veces ministro de Marina en 1935 y jefe del Estado Mayor en el Ministerio de Marina en julio de 1936. Hasta 446 eran jefes y oficiales de la Armada y del Ejército, incluyendo a 59 de la Guardia Civil. Pero el rango no lo dice todo. De los 507 militares que, según Casas, fueron asesinados, 142 —el 28%— se habían retirado. Algunos pasaron muy poco tiempo en la Cárcel Modelo antes de sufrir su violenta muerte. El 29 de octubre, los comandantes retirados Eduardo y Adolfo Zaccagnini Westermayer fueron detenidos por ser «elementos fascistas y enemigos del Régimen» tras haber descubierto armas ilegales —es decir, sus antiguas pistolas de servicio— y material subversivo —como una «condecoración con bandera bicolor» y un obituario de José Calvo Sotelo del ABC—. Tras su ingreso en la Cárcel Modelo el jueves 5 de noviembre, fueron fusilados al final de ese fin de semana.

La horrible sensación de que los asientos de los autobuses que se dirigían a Paracuellos o Torrejón de Ardoz se asignaban en parte dependiendo del lugar que ocupaban las víctimas en el registro de la Cárcel Modelo se acrecienta si examinamos con más detalle a los que estaban clasificados para ser ejecutados por considerarse «fascistas y elementos peligrosos». Es cierto que murieron militantes falangistas, entre quienes estaba Federico Primo de Rivera, primo de José Antonio y participante en la conspiración de Unión Radio de agosto de 1936. Pero otros, como Federico Salmón Amorín, ministro de la CEDA en 1935, solo eran «peligrosos» en el sentido de que sus carreras políticas antes de la guerra los habían marcado como enemigos del Frente Popular. Al menos, Salmón había sido políticamente activo. Fue a la tumba con otros desafortunados cuya única culpa fue la pura mala suerte. El martes 3 de noviembre, Valentín y Buenaventura Romero Jiménez fueron enviados a la Cárcel Modelo con Fernando Díaz Soto. A los hermanos se les acusó de ser «elementos reaccionarios», mientras que el último era un supuesto «falangista de acción». Díaz sobrevivió; los otros dos no. Al día siguiente se unieron a ellos en la Cárcel Modelo Gabriel Sánchez Moncoso, Julián García Ibarnola, Emilio Carcaro Rugal, Francisco Suárez del Oso y Leónides Muelas de Gonzalo, «detenidos el primero por ser de Falange, el segundo por dedicarse a propalar bulos y hacer propaganda bulista, el tercero por pertenecer a la JONS y los dos últimos de Acción Popular». La DGS envió también al hermano de Francisco Suárez del Oso, Nicolás, y a Ismael Alonso de Velasco, «el primero por ser jefe administrativo de la CEDA y el segundo exaltado de las ideas monárquicas y fascistas». De los siete, solamente dos —García Ibarrola y Muelas de Gonzalo— sobrevivieron a las masacres del 7 y 8 de noviembre, aunque morirían más tarde en Paracuellos a finales de mes. Pero no fueron los candidatos a morir más nuevos de aquel fin de semana. Alfonso Beltrán de Lis pasó apenas veinticuatro horas en la Cárcel Modelo antes de que lo fusilaran. Encarcelado el 6 de noviembre «por pertenecer a las milicias ciudadanas de la J[uventud] A[cción] P[opular]», su cuerpo fue exhumado del Soto de Aldovea en 1939. Los Romero y los Suárez del Oso fueron dos de las veintiuna parejas de hermanos sacadas de la Cárcel Modelo y fusiladas entre el 7 y 8 de noviembre. Esto indica que el Consejo de Investigación de la DGS de Poncela seleccionaba a las víctimas a partir de los registros de la prisión organizados alfabéticamente por apellido y fecha de ingreso. Haber llegado la semana anterior y/o tener un hermano en la prisión implicaba que un nombre llamara la atención de quienes realizaban la selección y fuera invitado a morir. Al contrario que en los juicios del CPIP, donde los sospechosos podían alegar su inocencia, este otro caso consistía en morir por capricho administrativo.

Pero en un aspecto fundamental, las sacas masivas de presos de la Cárcel Modelo fueron idénticas a las matanzas del CPIP de los tres meses anteriores: la sistemática confiscación de los enseres de las víctimas antes de su muerte. Se ordenaba a los condenados que se despojaran de sus posesiones antes de montar en los autobuses. A muy pocos se les encontraron carteras o documentos personales, lo cual hizo que su identificación fuera extremadamente difícil: menos de 30 de los 414 cadáveres desenterrados del Soto de Aldovea en 1939 pudieron ser identificados. Sin embargo, el fin de las matanzas no consistía en conseguir un beneficio económico personal. Por lo general, en los cadáveres no se encontraron objetos de valor, pero esto no se puede atribuir a la rapacidad de los verdugos y enterradores en particular. Hacerse con las posesiones de la víctima para contribuir al esfuerzo bélico republicano formaba parte de la operación. En Paracuellos, un destacamento especial de milicianos inspeccionaba los cuerpos en busca de objetos de valor antes de ser enterrados. No es de extrañar que el cambio de última hora a Torrejón de Ardoz el día 8 de noviembre causara problemas. José Montegrifo, el presidente local de la UGT, declaró más tarde que en el «caz» de Soto de Aldovea «unos que se decían agentes» fueron en su busca «para que se preparase una habitación donde almacenar los objetos de que se había desvalijado a los cadáveres». En un sentido más amplio, la naturaleza improvisada de las masacres impuso límites a lo que se podía coger. A pesar de la necesidad imperiosa de la República de metales preciosos, las excavaciones de 1939 revelan que los muertos fueron enterrados con sus dientes de oro[13].

Fundamentalmente, las masacres acaecidas entre el 7 y el 9 de noviembre fueron como las ejecuciones del CPIP, pero a una escala mucho mayor. Organizadas por dirigentes del CPIP y agentes de la DGS familiarizados con los métodos revolucionarios del CPIP de mantener el orden público, como Torrecilla, estas matanzas fueron crímenes motorizados, aunque el traslado en cuestión se realizara en autobuses de dos pisos y no en coches elegantes y veloces. Estas similitudes son de esperar dado que las sacas masivas se desarrollaron a partir de una operación ya existente del CPIP que se realizaba desde el 27 de octubre para vaciar las cárceles madrileñas de sus reclusos más «peligrosos». La colocación de Paracuellos dentro de un marco cronológico más amplio implica que el largo y estéril debate sobre si el Gobierno republicano «ordenó» las masacres antes de su salida el 6 de noviembre pierde su importancia. No hubo directivas del Gobierno para que se realizaran esas matanzas, pero los ministros clave aceptaron la solución del CPIP para el problema de las prisiones. Aquello no fue solo pecar por omisión. Aunque el CPIP actuó por propia iniciativa, recibió la legitimación retrospectiva por sus acciones de manos de Ángel Galarza y Manuel Muñoz en forma de órdenes de la DGS de evacuación. Dicho de otro modo, el ministro de la Gobernación y su Dirección General de Seguridad mantuvieron una atmósfera permisiva que dejó que las sacas continuaran sin obstáculos hasta el 6 de noviembre.

Galarza —si no Muñoz— se esforzó por proteger a los perpetradores de las matanzas tras su salida de la capital entre el 6 y el 7 de noviembre. Por suerte, la supervivencia de una extraordinaria conversación mantenida por teletipo con sus compañeros ministros Manuel de Irujo y José Giral el día 11 nos permite evaluar de cerca la contribución de Galarza en Paracuellos. El ministro de la Gobernación había mantenido a algunos de sus colegas ministeriales en la ignorancia con respecto a lo que estaba ocurriendo en las cárceles de Madrid desde finales de octubre. Se puede entender por qué el hombre que anunció el día 1 de julio en las Cortes que la violencia contra Calvo Sotelo no constituía delito no pasara esta información a Irujo, el nacionalista vasco que entró en el Gobierno de Largo Caballero en calidad de ministro sin cartera el 16 de septiembre. Tras su nombramiento, Irujo reiteró públicamente su convicción de que la República evitaba los métodos de guerra absoluta y respetaba las vidas de sus enemigos. El día 3 de octubre, por ejemplo, declaró: «Queremos llevar piedad para el vencido, respeto para el prisionero, un marco de tolerancia de sentido cristiano, de humanidad, a esta lucha bárbara y cruel que ensangrienta las tierras del Estado y que tantas vidas inocentes y tantos millones de la riqueza del pueblo ha costado». Como vimos en el capítulo 6, Irujo era tanto un hombre de acción como de palabra. Pero a medida que Franco se acercaba a la capital, temía, y con razón, que la tolerancia se convirtiera en un bien escaso en Madrid. El 3 de noviembre Irujo envió un telegrama desde Barcelona en el que solicitaba con éxito la prórroga del juicio de Federico Salmón, cuyo comienzo estaba programado para el día 7. Estaba claramente preocupado por que el antiguo ministro de la CEDA no tuviera una vista justa durante la inminente batalla por Madrid. No podía saber que Salmón nunca se enfrentaría a un tribunal republicano.

Irujo tuvo conocimiento de las sacas masivas de presos debido a la información proporcionada por los militantes del PNV en Madrid. El día 10 envió un teletipo desde Valencia al capitán Castañeda, ayudante secretario del general Miaja, en el que expresaba su preocupación ante la noticia de «HABERSE PRODUCIDO EN LAS CÁRCELES DÍAS PASADOS HECHOS LAMENTABLES COMO CONSECUENCIA DE LOS CUALES HAN SIDO FUSILADOS GRAN NÚMERO DE DETENIDOS, SIRVIÉNDOSE LAS MILICIAS, PARA EXTRAERLOS DE LAS CÁRCELES DE ORDENES DE TRASLADO SUSCRITAS POR LA DIRECCIÓN GENERAL DE SEGURIDAD». Quería conocer de inmediato el número de víctimas, quién había autorizado las extracciones y qué medidas habían tomado las autoridades para acabar con las masacres.

Al día siguiente, Irujo —apoyado por Giral, el ex presidente del Gobierno y ahora ministro sin cartera— trató del asunto con Galarza. Esta conversación por teletipo muestra que la actitud permisiva de Galarza consistió en algo más que simplemente hacer la vista gorda. Plagada de mentiras y medias verdades, merece una amplia mención[14]. El ministro de la Gobernación comenzó asegurando a sus interlocutores que la primera evacuación de reclusos «SE HIZO SIN NOVEDAD, EN TRES GRUPOS, TRASLADO DE PRESOS EL MISMO DIA EN QUE EL GOBIERNO ACORDÓ SU SALIDA DE MADRID. SUMABAN LOS PRESOS TRASLADADOS 180 TODOS ELLOS MILITARES Y LLEGARON SIN NOVEDAD A LOS PUNTOS DESTINO. HASTA LAS DOS DE LA MADRUGADA EN QUE HABIA DE HACERSE UN NUEVO TRASLADO NO HABIA OCURRIDO NOVEDAD EN NINGUNA DE LAS CARCELES. AL INTENTARSE A ESA HORA EL 4/0 TRASLADO SE ADVIRTIO QUE GRUPOS DE GENTE RODEABAN LA CARCEL MODELO, Y POR ELLO SE SUSPENDIO LA EXPEDICION».

Esta burda distorsión de la verdad revela de todos modos que Galarza fue informado de lo ocurrido el día 7 de noviembre. Su referencia a los traslados en tres grupos seguramente se refiere a los que se llevaron a cabo desde San Antón, puesto que la orden inicial de la DGS incluía a 175 nombres —aunque, por supuesto, solo dos de estos tres llegaron realmente a su destino establecido—. La mención a la evacuación suspendida a las cuatro de la mañana indica también que estaba al corriente del desarrollo de los sucesos en la Cárcel Modelo, aunque lo normal fue culpar de las posteriores muertes de reclusos a mafias frenéticas decididas a vengar la matanza nacional de inocentes:

«ORDENÉ [continuaba] REFORZAR LA VIGILANCIA PERO ELLO NO SE PUDO HACER EN EL GRADO QUE HUBIERA DESEADO POR ESTAR LAS FUERZAS OCUPADAS EN SERVICIOS DE GUERRA Y EN LA VIGILANCIA DE EMBAJADAS Y EDIFICIOS OFICIALES. APROXIMADAMENTE A ESA HORA ME VISITÓ UNA COMISIÓN DE FAMILIARES DE VICTIMAS DE LOS BOMBARDEOS PIDIENDOME QUE SE LES ENTREGASEN LOS PRESOS. ME NEGUE A ELLO Y LA HORA DE MI SALIDA NO HABIA OCURRIDO INCIDENTE ALGUNO EN LA CARCEL. POSTERIORMENTE SEGUN NOTICIAS RECIBIDAS AQUI YA DE DIA Y COMO CONSECUENCIA DE LA EXCITACION [que] PRODUJO EL FUEGO CAÑON Y UN BOMBARDEO AEREO ALGUNOS GRUPOS CONSIGUIERON ENTRAR EN LA CARCEL MODELO Y HUBO ALGUNOS FUSILAMIENTOS EN NUMERO MUY INFERIOR AL QUE SE HA HECHO CIRCULAR… HUBO [que] SUSPENDER EVACUACION DE PRESOS POR HABER SIDO UN PELIGRO PARA LOS MISMOS. PUEDO ASEGURAR QUE HA OCURRIDO, LAMENTABLEMENTE, LO MENOS QUE PUDO OCURRIR TENIENDO EN CUENTA EL NUMERO VICTIMAS PRODUCIDO POR LA AVIACION Y MUCHAS ELLAS MUJERES Y NIÑOS Y LAS ESCASAS FUERZAS QUE SE TENIAN PARA EL INTERIOR MADRID. DESDE LUEGO EL PODER PUBLICO CUMPLIO CON SU DEBER CORTANDO EL MOTIN RAPIDAMENTE…».

Es interesante que Galarza prefiriera mentir a Giral y a Irujo apelando implícitamente a un escenario que todos conocían bien: la anterior masacre de la Cárcel Modelo del 22 de agosto. Sin embargo, sus compañeros ministros se impacientaron más con aquellas evasivas e interrumpieron con una pregunta directa:

«NOS CONVENDRIA SABER EL NUMERO DE VICTIMAS PRODUCIDAS EN LAS CARCELES Y CUALES FUERON ÉSTAS Y LAS QUE HAYAN PODIDO PRODUCIRSE FUERA EN LA CALLE DE MODO INCONTROLADO».

Galarza sorteó hábilmente la pregunta en su respuesta:

«DE NUMERO VICTIMAS SOLO TENGO LAS SIGUIENTES: PRODUCIDAS POR LA AVIACION ENEMIGA EN EL PRIMER BOMBARDEO, 142 MUERTOS Y 608 HERIDOS; EN LOS BOMBARDEOS SUCESIVOS 32 MUERTOS Y 385 HERIDOS. MUERTOS EN LAS CALLES POR SUPONER HABIAN HOSTILIZADO DESDE LAS AZOTEAS Y BALCONES 6, Y SE HA MANDADO ABRIR UNA INFORMACION PARA CONOCER AL DETALLE MUERTOS EN LA CARCEL. POR HABER SIDO EN EL INTERIOR LO ESTA HACIENDO EL MINISTERIO JUSTICIA [Juan García Oliver]»[15].

Una vez más, lo significativo no es si Galarza proporciona una explicación exacta de los sucesos —que no lo hace—, sino las justificaciones que utiliza para ocultar las masacres. Por ejemplo, es digno de mención que asegurara que seis civiles habían sido víctimas de las acciones de los quintacolumnistas en la ciudad. Como veremos en breve, la suposición de que la quinta columna estaba actuando en Madrid proporciona un contexto más amplio a las matanzas. Galarza también ofrece una confirmación de que García Oliver estaba dentro del bucle de Paracuellos. En cualquier caso, Giral e Irujo se cansaron de las explicaciones de Galarza y jugaron su mejor carta:

«SEGUN LAS NOTICIAS RECIBIDAS AQUI SOLAMENTE EN LA CARCEL MODELO FUERON EXTRAIDOS CON ORDENES DE TRASLADO SUSCRITAS POR EL SUBDIRECTOR DE SEGURIDAD SR. GIRALTA [sic] DE 700 A 800 PERSONAS CUYO HECHO SE REPITIO EN TODAS LAS RESTANTES CARCELES DE MADRID, AÑADIENDOSE QUE HAN SIDO VISTOS HACIA ARAVACA CAMIONES DE LA BASURA DE MADRID CONDUCIENDO CADAVERES QUE DESNUDOS SON ENTERRADOS EN AQUELLOS CAMPOS, DATOS QUE CONVENDRIA ACLARAR COMO SUPONEMOS SE HARA EN LA INFORMACIÓN ABIERTA, PUES NO COINCIDEN CON LA QUE VD. NOS HA PROPORCIONADO…».

Galarza, claramente molesto por haber sido puesto en evidencia, respondió: «LES INFORMARE PERO LES ADVIERTO QUE LO DE ARAVACA DEBE SER EQUIVOCADO PUESTO QUE ALLI ESTABA EL ENEMIGO YA EN LA MADRUGADA QUE YO SALI DE MADRID». Y, a continuación, terminó la conversación de forma repentina[16].

Debemos recordar que Galarza estaba manteniendo una conversación privada con otros dos ministros y no haciendo una declaración pública delante de periodistas difíciles. Incluso cuando Giral e Irujo sacaron a colación de manera inconsciente las matanzas del CPIP en Aravaca, no hubo intento alguno de lamento o de condena contra sus autores. La reacción de Galarza fue la de la negación y el enfado. El caballerista se mostró claramente perplejo ante el humanitarismo liberal de Giral e Irujo. En un discurso con el deliberado título de «¿Queremos ganar la guerra?», pronunciado once días después en el teatro Apolo de Valencia, Galarza dio su visión de la guerra. Se trataba ahora, según aseguró, de un conflicto internacional revolucionario: «Por una parte, el proletariado; por la otra, la alta Banca y el capitalismo». Era tanto lo que había en juego que «La guerra actual necesitamos ganarla, cueste lo que cueste»[17]. Para Galarza, el precio personal de la victoria era la protección política de aquellos que habían decidido extirpar la quinta columna de las cárceles de Madrid. Aunque enfadado por las preguntas de Giral e Irujo, el ministro de la Gobernación podía desestimarlos sin peligro, a sabiendas de que sus inquisidores estaban políticamente aislados. No hay pruebas firmes de que otros ministros republicanos protestaran ante las masacres[18]. Solo se puede especular sobre si Irujo y Giral trataron este asunto directamente con Largo Caballero, pero parece ser que ambos ministros desistieron de seguir investigando las sacas del 7 al 9 de noviembre tras su poca cordial conversación con Galarza. De hecho, pasaron la mayor parte de lo que quedaba de mes en Barcelona, lejos de la sede del Gobierno en Valencia.

Lo que sí es cierto es que ni Giral ni Irujo podían esperar acción alguna por parte del general Miaja en Madrid. En respuesta a la antes mencionada solicitud realizada por teletipo al jefe de la Junta de Defensa del 10 de noviembre, el ayudante de Miaja alegó que «EL GENERAL DESCONOCE EN ABSOLUTO LOS HECHOS QUE DENUNCIA V.E». Los dos ministros no fueron los primeros en avisar a Miaja de los alarmantes acontecimientos que estaban sucediendo en las cárceles madrileñas. Ya en la tarde del 7 de noviembre, unos representantes del Cuerpo Diplomático le dijeron que las vidas de los prisioneros se encontraban en peligro. El general, consciente de que su supervivencia política dependía del PCE y la CNT-FAI— las mismas organizaciones que estaban implicadas en las masacres—, no quiso tentar a la suerte. De hecho, presidió una reunión de la JDM el 13 de noviembre —en la que es significativa la asistencia de los ministros anarquistas García Oliver y Montseny— en la cual se acordó el siguiente comunicado de prensa: «A la Junta de Defensa de Madrid han llegado noticias de que las emisoras facciosas han lanzado informaciones recogidas de periódicos extranjeros sobre malos tratos a los detenidos fascistas. En vista del conato de campaña que con ella se ha comenzado a realizar, se han visto obligados los consejeros a declarar ante España y ante las naciones que cuanto se diga de este asunto es completamente falso. Ni los presos son víctimas de malos tratos ni menos deben temer por su vida. Todos serán juzgados dentro de la legalidad de cada caso…».

Para Gibson, casi 50 años después, «produce conmoción leer las falsedades emitidas por la Junta al respecto». Por supuesto, los consejeros comunistas y de la CNT de la Junta sabían que aquellas falsedades formaban parte de la estrategia de crear un espacio político para las masacres. Se informara oficialmente o no al resto de los consejeros sobre la verdadera naturaleza de las «evacuaciones» de presos, está claro que la JDM como organismo ejerció poca vigilancia sobre la Consejería de Orden Público. Al final de la prolongada discusión sobre los traslados de prisioneros en la Junta del 11 de noviembre —en la que el suplente de Amor Nuño en la Consejería de Industrias de Guerra, Enrique García, mantenía la farsa de que las evacuaciones solo necesitaban más seguridad externa para proteger a los reclusos—, «Se concede un voto de confianza al camarada CARRILLOA para que resuelva esta cuestión [la falta de seguridad externa para los presos]»[19].

El rol exacto del futuro líder del PCE, de 21 años, en las masacres es, por supuesto, el aspecto de Paracuellos que más fervientemente se ha debatido. Pocos historiadores, ni siquiera los de izquierdas, creen que sean creíbles las declaraciones de Carrillo de que no supo nada de las masacres hasta después de la Guerra Civil. En 1998, Cervera concluyó que «el día 9 o quizá el 10, pero no más tarde», Carrillo «conocía la suerte que estaban corriendo los internos de las cárceles madrileñas», pero prefirió no intervenir. Este argumento de negligencia lo repitió cuatro años más tarde Helen Graham cuando alegó que la responsabilidad de Carrillo «era por omisión». En lugar de intervenir para evitar más traslados una vez que supo que «estaba pasando algo —es decir, alrededor de un día después de los primeros traslados de prisioneros que no llegaron a su destino— Carrillo y Poncela hicieron la vista gorda». De igual modo, en el año 2007, Ángel Viñas escribió que «Es posible que al principio [Carrillo] no estuviera al corriente de la operación», pero sí lo supo el 11 de noviembre como muy tarde y no hizo nada porque, como «joven ambicioso y recién pasado al PCE», no quiso enfrentarse a Pedro Checa, secretario de Organización del PCE o del NKVD soviético. Esta tesis de la relativa culpabilidad de Carrillo se basa en dos suposiciones falsas. La primera, que los traslados de los más de 1.000 reclusos desde las tres prisiones más grandes de Madrid —Modelo, Porlier y San Antón— entre el 7 y 8 de noviembre podrían haber tenido lugar sin el conocimiento del consejero de Orden Público; y la segunda, que los miembros del Consejo de Investigación de la DGS —el órgano al que se encargó que realizara las evacuaciones— querían ocultar a Carrillo la verdad de la operación, presumiblemente porque temían que este acabaría con ella. No hay razón por la que «los acuerdos que han tenido con los socialistas que tienen la Consejería de Orden Público sobre lo que debe hacerse con los presos» no deban incluir al secretario general de las JSU, sobre todo porque su deserción al PCE no la habrían conocido los anarcosindicalistas durante su reunión del día 8 de noviembre.

La distribución espacial del poder dentro de la Consejería de Orden Público indica que la ignorancia de su jefe fue poco probable. El despacho de Carrillo se encontraba en un palacete en la esquina de la calle Lista con Núñez de Balboa que antes de la guerra pertenecía al financiero Juan March. Situado en el corazón del barrio de Salamanca, estaba a unos minutos de la cárcel de Porlier y de las oficinas del Consejo de Investigación de la DGS de Poncela, situado en un edificio ministerial de la calle Serrano número 37. La comandancia de las MVR, la principal fuente de mano de obra para las sacas masivas, se encontraba seis portales más adelante. La proximidad geográfica de los centros neurálgicos de poder de la Consejería da credibilidad a la afirmación de Torrecilla de que Carrillo se reunía a diario con Poncela para hablar sobre la labor del Consejo de Investigación. Fue revelador que Carrillo le contara a Gibson por error en septiembre de 1982 que trabajaba desde la calle de Serrano número 37, la base del Consejo de Investigación.

Los métodos de trabajo de Carrillo pueden atisbarse a partir de un arrebato que sufrió durante una reunión de la Junta del día 23 de diciembre de 1936. El principal asunto de esta tempestuosa sesión fue el enfrentamiento entre milicianos anarcosindicalistas y Pablo Yagüe, el responsable de Abastos en la JDM, que se saldó con este último en el hospital con serias heridas por disparo (véase el capítulo 11). Después de que Carrillo anunciara su dimisión, el joven comunista dio su opinión sobre el método más adecuado para castigar a los culpables: «CARRILLO dice que en la dirección [General de Seguridad] hay un Consejo que es el que decide estas cuestiones; que lo decida él; no podemos esperar a los Tribunales ni a los Jueces, ni podemos “pasearlos”, porque no es un procedimiento, yo estoy de acuerdo con [Isidoro] DIEGUEZ [el responsable de milicias del PCE] en que hay que fusilarlos»[20]. Así pues, para Carrillo, las ejecuciones extrajudiciales eran legítimas si se había establecido un «procedimiento». Fue crucial el hecho de que el Consejo de Investigación de la DGS hubiera estipulado esto en el pasado y pudiera repetirlo con los agresores de Yagüe. No necesariamente se debe deducir de esto que Carrillo formara parte activa en sus actividades. Su frenética agenda del mes de noviembre apoyando la causa republicana —pasó, por ejemplo, parte de la noche del 6 al 7 recorriendo estaciones de metro, en parte porque «El metro era uno de los lugares desde donde podía iniciarse una sublevación de la quinta columna»— implicaba que no podía dedicar su tiempo por completo a las obligaciones administrativas, y mucho menos a organizar las evacuaciones de las prisiones de Madrid. Pero Carrillo se mostró claramente dispuesto a subcontratar decisiones de vida o muerte a su entonces colega político Poncela y su Consejo de Investigación.

La vena implacable de Carrillo también se revela en sus pronunciamientos públicos durante el mes de noviembre de 1936. Estos demuestran que participó de lleno en el engaño acordado en la Consejería de Orden Público la mañana del día 8 para facilitar las masacres. La tarde del 12 de noviembre, por ejemplo, proclamó en Unión Radio que «Cuando comenzamos la misión encomendada por el Gobierno a la Junta de Defensa de organizar y dirigir la de Madrid, hubo quien creyó que esta Junta había de dedicarse a realizar una serie de desmanes… Los días que la Junta de Defensa lleva trabajando han servido para demostrar que la Junta no ha venido para realizar atropellos ni arbitrariedades…». Continuó asegurando a los radioyentes que «La “quinta columna” está camino de ser aplastada…». Indudablemente, los asesores soviéticos de los comunistas españoles estaban impresionados con la dura actitud de Carrillo hacia los enemigos internos. El 30 de julio de 1937 el búlgaro Stoyán Mínev (Stepánov), representante del Comintern en Valencia, lo ensalzó al compararlo con Manuel de Irujo, entonces ministro de Justicia, quien «actúa como un verdadero fascista. Se dedica sobre todo a perseguir y atrapar a personas de entre las masas y a los antifascistas que los meses de agosto, septiembre, octubre y noviembre del año pasado trataron cruelmente a los fascistas encarcelados. Quería detener a Carrillo, el secretario general de las Juventudes Socialistas Unificadas porque cuando los fascistas se estaban acercando a Madrid, Carrillo, que entonces era gobernador [sic], dio la orden de fusilar a varios de los oficiales detenidos de los fascistas».

Las observaciones de Stepánov indican que la información dentro de la Consejería de Orden Público pasaba de dentro afuera y de abajo arriba. Los representantes de la CNT-FAI en el Consejo de Investigación de la DGS informaban a Eduardo Val, jefe del Comité de Defensa, mientras que sus colegas del PCE/JSU respondían ante Pedro Checa, secretario de Organización del PCE. Pero este intercambio de información no siempre quiere decir que Val o Checa se metieran de lleno en las nimiedades de las evacuaciones de presos. Sobre todo, no implica que Paracuellos fuera la consecuencia de las órdenes emitidas por Checa en nombre de Koltsov, el periodista del Pravda, ni del puñado de agentes del NKVD que había entonces en Madrid. Aunque Viñas alega que Paracuellos constituyó la primera gran hazaña del NKVD en terreno español, fue en realidad una operación organizada por españoles para matar a otros españoles. En cuanto a la excitación que ha provocado entre los historiadores la presencia de misteriosos soviéticos en la capital española durante el mes de noviembre de 1936, es probable que la verdad sea más prosaica. Sin duda, los representantes soviéticos en Madrid —ya fueran periodistas como Koltsov o agentes del NKVD, como Orlov o Iosif Grigulevich, Grig— animaron a sus camaradas comunistas españoles a ser implacables con la quinta columna. Viñas cita un informe policial republicano de octubre de 1937 que indica que el NKVD proporcionó asesoramiento técnico a Carrillo en noviembre de 1936[21]. Pero esto apenas constituye una prueba convincente que demuestre que el NKVD tuviera un papel importante en las matanzas de noviembre. El hecho es que algunos militantes de las JSU y del PCE en el Consejo de Investigación de la DGS, como Arturo de la Rosa y Antonio Molina Martínez, eran enérgicos practicantes del terror dentro del CPIP antes de la llegada del NKVD.

RESISTENCIA E INTERVENCIÓN EXTRANJERA
MELCHOR RODRÍGUEZ DETIENE LAS EVACUACIONES

El papel secundario de los soviéticos en las matanzas puede verse también en las razones por las que las masacres terminaron de una forma tan repentina el 9 de noviembre. No existe una explicación clara con respecto a por qué dejaron de salir autobuses de las cárceles de Madrid con dirección a Paracuellos. Podría argumentarse que el hecho de seleccionar y transportar a reclusos desde la Cárcel Modelo se había vuelto demasiado peligroso. Al fin y al cabo, el día 9 la ofensiva franquista se encontraba en pleno auge con intensos enfrentamientos en la Casa de Campo. Como la principal prisión de la capital se encontraba entonces extremadamente cerca del frente, hubo bajas de reclusos, al igual que de otros no combatientes, debido a los bombardeos aéreos y de la artillería. Aun así, esto no explica por qué no hubo más sacas desde las prisiones de zonas de Madrid menos expuestas como Ventas. Tanto es así, que el hecho de que las ejecuciones masivas terminaran cuando la batalla por Madrid se intensificó nos recuerda que la relación entre las masacres de Paracuellos y la situación militar en torno a la capital no está clara. Las primeras podrían haber terminado definitivamente en cualquier momento del mes de noviembre, independientemente del éxito o fracaso de las armas republicanas. Pero al no haber una oposición real dentro del Gobierno en Valencia ni en la Junta de Defensa de Madrid a las primeras matanzas de Paracuellos y Torrejón de Ardoz, se dejó que fueran otros los que frustraran los «acuerdos» entre los representantes de la CNT y las JSU/PCE de la Consejería de Orden Público. Los más destacados fueron los diplomáticos extranjeros que permanecieron en Madrid en lugar de seguir al Gobierno republicano hasta Valencia. En la reunión de la CNT-FAI del 8 de noviembre, el «compañero Enrique» comentó con razón que «los verdaderos motivos que tienen las Embajadas para no marcharse es su interés por los presos, y la gran cantidad de fascistas que tienen refugiados en sus locales». Uno de los que verdaderamente había mostrado su preocupación por el destino de los prisioneros en noviembre de 1936 fue el alemán Félix Schlayer, el cónsul honorario noruego. A finales de octubre su protección de los «fascistas» había tenido tanto éxito que la Legación noruega de la calle José Abascal número 27 no pudo seguir dando cobijo a más refugiados. Schlayer estaba especialmente preocupado por las presas y visitó la cárcel de Conde de Toreno a diario para impedir cualquier acto de agresión contra las reclusas.

Fue durante su visita del 5 de noviembre cuando un guardia le habló de una fallida saca de presas la noche anterior. Tres días antes, alrededor de dieciocho prisioneras destacadas, entre quienes se encontraban la duquesa de la Victoria y Amelia Azarola Echevarría, viuda del líder falangista asesinado Julio Ruiz de Alda, habían sido separadas del resto de reclusas y encerradas en una habitación en la que permanecieron hasta la noche del 4 de noviembre, cuando unos milicianos recién llegados les dijeron a catorce de ellas que estaban a punto de ser liberadas. Azarola era una mujer excepcional. Hija de un antiguo diputado radical socialista y educada en la Institución Libre de Enseñanza, fue estudiante de la facultad de Medicina de Madrid, donde estableció «una íntima amistad» con el médico y futuro presidente del Gobierno republicano Juan Negrín, tras matricularse en su curso de Fisiología de 1927-1928. Considerada como una republicana liberal en sus tiempos de estudiante, su elección de marido implicó que terminara en la prisión de Conde de Toreno en julio de 1936. Azarola receló de lo que habían dicho los milicianos y les aconsejó a sus compañeras presas que no salieran de la celda. Durante el compás de espera que hubo a continuación, las reclusas de otras partes de la prisión protestaron contra el intento de «liberación» y aseguraron que defenderían a las elegidas. Sorprendentemente, los milicianos se retiraron jurando volver a la noche siguiente. Dado el momento del intento de saca —noche del 4 al 5 de noviembre—, es probable que aquella actitud rebelde de las reclusas las salvara de una ejecución del CPIP en el cementerio de Rivas-Vaciamadrid. Para asegurarse de que las milicias no volvieran, Schlayer se quedó en la prisión de Conde de Toreno con el doctor Georges Henny, delegado de la Cruz Roja Internacional en Madrid[22].

Lo acontecido entre el 4 y el 5 de noviembre demuestra que no debe darse por sentada la falta de víctimas femeninas en Paracuellos. Así, puede entenderse la reacción de las presas cuando les dijeron, la noche del 17 al 18 de noviembre que iban a ser trasladadas desde Conde de Toreno al asilo de San Rafael, en Chamartín de la Rosa. A las siete de la mañana siguiente, un exasperado Félix Vega, del Consejo de Investigación de la DGS, llamó por teléfono a Schlayer para quejarse de que las mujeres se habían negado a salir sin la presencia del cónsul honorario noruego. Cuando llegó a Conde de Toreno con el doctor Henny vio que en el patio «se encontraban formadas todas las mujeres observando en ellas que estaban dispuestas a dejarse matar allí mismo antes que entregarse al riesgo de que los milicianos las mataran en el traslado. Le sorprendió mucho ver la brava actitud de estas mujeres, pues no solo se resistían pasivamente al traslado, sino que también denostaban a las milicias con fuertes insultos y dirigiéndose a ellas con vocabulario muy crudo, las culpaban de las muertes de sus hijos y maridos». Con la asistencia de Schlayer y Henny, el traslado se desarrolló sin incidentes.

La actitud de las presas de Conde de Toreno no se hizo notar en las cárceles masculinas de la capital. Izaga comparó las sacas de la Cárcel Modelo con «llevar animales al matadero». Un recluso, Pedro Homs, se lamentaba después de la guerra de no haber seguido el ejemplo de las mujeres: «si los presos hubiesen hecho desde el primer momento una resuelta resistencia, negándose a ser extraídos de la cárcel, hubiesensido [sic] muy posiblemente evitados los asesinatos colectivos, de noviembre de 1936, ya que en la Cárcel de Mujeres se observó esta resuelta actitud de resistencia, que hizo fracasar un proyecto de saca, ya decidido. Pero los presos creyeron de buena fe las manifestaciones de los milicianos que les aseguraban iban a ser traslados a las prisiones de Alicante y Ocaña». Como en los meses anteriores, las conversaciones sobre la resistencia no se trasladaron a la acción. En San Antón, por ejemplo, el teniente coronel de Infantería Richard, uno de los 31 militares seleccionados para su traslado a Chinchilla la noche del 4 al 5 de noviembre, envió un mensaje a otros recluidos suplicándoles que «opusieran la mayor resistencia, pues antes que morir como corderos se debía morir luchando». Aunque al principio la respuesta fue positiva, otro teniente coronel aconsejó que fueran cautelosos y dijo que un traslado a Chinchilla significaba «una muerte probable», mientras que la resistencia implicaba que «la muerte es segura». El transporte al cementerio de Rivas-Vaciamadrid salió sin que hubiera oposición. Dos días después, y tras el anuncio que se hizo a primera hora de la mañana del traslado de la primera tanda de presos a Alcalá de Henares, dos comandantes «eran partidarios de desarmar por la violencia a los que habían ido a la Prisión». Una vez más, intervino un oficial de alto rango, el general Emilio Araujo, alegando que cualquier resistencia ponía en riesgo a toda la población de la cárcel y que los que habían sido seleccionados deberían partir en calma y ofrecer sus vidas por España. Araujo no actuó por cobardía: él mismo formaba parte de la lista y fue ejecutado aquella mañana en Paracuellos.

En aquellas circunstancias, la no resistencia era una decisión racional, aunque mortal. Las evacuaciones se llevaron a cabo en medio de una masiva seguridad y los guardias armados permanecían atentos a cualquier signo de revuelta quintacolumnista. La única posibilidad de sobrevivir era la de tener un amigo entre los ejecutores: Jaime Nart Trobat, agente de Policía, fue llevado de la Cárcel Modelo a Paracuellos para ser fusilado, pero a su llegada un guardia de asalto lo ocultó en el maletero de un coche y lo llevó directamente a la Legación francesa. No había posibilidad de sobrevivir a los batallones de fusilamiento de Paracuellos ni de Torrejón de Ardoz: a los que no morían en el acto se les daba un tiro de gracia y, en una ocasión en la que un prisionero herido consiguió ponerse de pie y tratar de salir huyendo de Soto de Aldovea, fue perseguido y muerto por los disparos. Tampoco sorprende que hubiera presos que se dejaran confundir por lo que se conoce como hacerse ilusiones. Los reclusos de la Cárcel Modelo podían oír cómo se acercaban las tropas franquistas y se regocijaban ante la noticia de que el Gobierno republicano había huido de Madrid entre el 6 y el 7 de noviembre. Seguro que la liberación y el final de la guerra eran inminentes. Además, las sacas de aquella prisión hasta la fecha habían sido esporádicas y en pequeña escala. Seguramente, la República no iba a fusilar a cientos de presos a la vez. Los reclusos sabían también que el cuerpo diplomático estaba preocupado por su bienestar. Seguro que no los ejecutarían ante las narices de los diplomáticos extranjeros en un momento en el que la República necesitaba con desesperación el apoyo internacional. Por tanto, cuando se les decía a los prisioneros que los iban a evacuar al este, querían creer que era de verdad. Tal y como declaró en junio de 1942 el agente de Policía Francisco Rodríguez Benedicto: «Desde luego, ni en la Cárcel Modelo ni después en la de Porlier, tenían los presos la seguridad absoluta de que las expediciones estaban destinadas a ser asesinadas, aunque circulaban rumores en este sentido, pero siempre se conservaba la esperanza de que efectivamente fuese verdad lo que se les afirmaba de que se trataba de traslados a otras prisiones y principalmente a la de Chinchilla, ya que de haber tenido la absoluta seguridad del destino que les aguardaba es de suponer se hubiera hecho mayor resistencia».

Lo inimaginable se hizo realidad. Pero el cuerpo diplomático no fue un espectador pasivo. Schlayer, inevitablemente, fue uno de los primeros en averiguar que algo iba mal en la Cárcel Modelo. Ya la había visitado el día 6 y, a pesar de la actitud amenazante de los guardias de las milicias, pudo hablar con alguno de los reclusos. Veinticuatro horas después se encontró con una escena muy distinta. Acompañado por el doctor Henny, vio la prisión «rodeada de parapetos» y autobuses aparcados junto a la puerta principal. El director informó a los extranjeros que aquellos vehículos iban a llevar a 125 militares a la prisión de San Miguel de los Reyes de Valencia. En realidad, fueron utilizados para el primer convoy de víctimas a Paracuellos. Schlayer informó de lo que había visto en una reunión del cuerpo diplomático celebrada aquella tarde y se envió una comisión ante Miaja para pedir garantías con respecto a la seguridad de los presos. Por si acaso, Schalyer fue también a ver a Miaja y a Carrillo con las mismas exigencias. La respuesta de los dos líderes de la JDM fue parecida: los prisioneros estaban a salvo. Las investigaciones de Schlayer durante los dos o tres días siguientes revelaron que estas garantías carecían de valor alguno. Aun así, el Cuerpo Diplomático no obtuvo una confirmación de las masacres del 7 al 9 de noviembre hasta que el día 15, Schlayer, Henny y Pérez Quesada fueron a Torrejón de Ardoz a inspeccionar el lugar de las matanzas en Soto de Aldovea[23].

La presión diplomática antes del 9 de noviembre tenía el propósito de respaldar los esfuerzos de los españoles que estaban decididos a terminar con las masacres: principalmente, Mariano Gómez, presidente del Tribunal Supremo republicano, y el anarquista Melchor Rodríguez. Aunque la mayoría de los magistrados del Tribunal Supremo salieron de Madrid al mismo tiempo que el Gobierno, Gómez se quedó oficialmente atrás para organizar el traslado de los archivos y del personal del Tribunal a Valencia. También fue penosamente consciente de que las sacas extrajudiciales suponían un duro golpe contra sus esperanzas de que se restaurara el imperio de la ley en la España republicana. Los acusados estaban desapareciendo literalmente de la sala de justicia. El 4 de noviembre, comenzó el juicio contra el vicealmirante Francisco Javier Salas y González, jefe del Estado Mayor del Ministerio de Marina en julio de 1936 por el delito de rebelión militar. A los tres días, el jurado de la sección segunda del Tribunal Popular Especial de Madrid dio su veredicto: Salas era conocedor de la conspiración, pero no apoyó activamente a los rebeldes entre el 17 y el 21 de julio. El tribunal popular condenó a Salas a cadena perpetua. Para entonces, el vicealmirante había recibido una segunda sentencia más importante: morir en Paracuellos.

Gómez —que trabajaba con la Junta Revolucionaria del Consejo de Abogados, el organismo que había condenado públicamente el terror rebelde apenas un mes antes— era muy consciente de que necesitaba contar con aliados dentro de la izquierda obrera para tener alguna posibilidad de acabar con las sacas de las prisiones. Por suerte, tuvo noticias de las actividades del ficticio tribunal revolucionario «Los Libertos» de Melchor Rodríguez durante las negociaciones para entregar a Rafael Salazar Alonso para ser juzgado en septiembre. A pesar de las posteriores afirmaciones de sus oponentes políticos, el líder de la FAI no fue un quintacolumnista encubierto durante el mes de noviembre de 1936. Como dijo Gregorio Gallego, quizá sí que «asumió la defensa de los reclusos con la obstinación y vehemencia que él ponía en todas las empresas». Al contrario que Carrillo —o Galarza—, Rodríguez siempre creyó que los presos en las cárceles madrileñas debían ser considerados como prisioneros de guerra. En una conversación con Schlayer el 10 de noviembre, le comentó su deseo de clasificar a la población penal en tres grupos: el primero, el grupo más «peligroso», sería trasladado a las provincias; el segundo, el grupo «dudoso», permanecería en Madrid para ser juzgado; y el tercer grupo de presos, sin una acusación clara, debía ser liberado[24].

Esta insólita alianza de abogados y un anarquista adoptó una estrategia dual. Lo primero era convencer a los diplomáticos extranjeros sobre la urgencia del peligro de muerte de los reclusos. Gómez, por ejemplo, les habló a los norteamericanos y a los británicos de su «preocupación», mientras que la Junta Revolucionaria del Consejo de Abogados informó a Schlayer de que estaba dispuesta a proporcionar un batallón de milicianos para garantizar la seguridad de los prisioneros. Esto debía facilitar el principal objetivo, el nombramiento de Melchor Rodríguez como director general de Prisiones de Madrid. En la reunión de la CNT-FAI del 8 de noviembre, Rodríguez anunció que «el Colegio de Abogados en su Junta Revolucionaria» lo había propuesto «para el cargo de director de Prisiones» y solicitaba el apoyo de la organización para su trabajo. A esto le siguió un telegrama enviado aquel día por Luis de Zubillaga, secretario del Colegio de Abogados, al ministro de Justicia, García Oliver, y a su subsecretario, el republicano de izquierdas Mariano Sánchez Roca, solicitándoles la ratificación de aquella decisión «previa consulta y aceptación por su parte del presidente del Tribunal Supremo [Gómez]» para nombrar a Rodríguez «director general de Prisiones», puesto que sus «cualidades personales y posición sindical en relación con los problemas y preocupaciones que sugiere esta propuesta representa las máximas garantías posibles para defender los intereses de la Justicia de la Republica del Pueblo».

Aquella estrategia tuvo éxito porque sus defensores no criticaban abiertamente a la JDM ni exigía el fin de las evacuaciones masivas comenzadas el 7 de noviembre. Gómez y algunos representantes del Colegio de Abogados se reunieron con Carrillo el día 8 para ofrecer a la JDM «su fervorosa e incondicional adhesión». Las actas de la reunión de la CNT-FAI de aquel día no registran crítica alguna por parte de Rodríguez a los tristemente célebres «acuerdos»; su intervención se limitó a garantizar el apoyo de la CNT-FAI a su nombramiento como director general de Prisiones. De igual modo, el telegrama de Zubillaga solo proporciona vagos fundamentos para el nombramiento de Rodríguez y recalcaba, por el contrario, sus cualidades y antecedentes personales. De hecho, fue precisamente el pasado revolucionario de Rodríguez lo que le había hecho pasar numerosas temporadas en la cárcel, lo cual le convertía en un apropiado candidato para el puesto. Esto sirve para explicar por qué, a pesar de aprobar la operación de Paracuellos, los comités nacionales y regionales de la CNT-FAI acordaron el día 8 aceptar su nombramiento siempre que no minara la autoridad del subsecretario de Justicia. Esto no supondría una decepción para Rodríguez, puesto que Sánchez Roca era un miembro de la Junta Revolucionaria del Colegio de Abogados de Madrid que se había hecho amigo del faísta mientras actuaba como abogado de la defensa de anarcosindicalistas antes de la guerra. Es significativo que fuera Sánchez Roca —y no García Oliver— quien emitiera la orden del 9 de noviembre que nombraba a Melchor Rodríguez «inspector general del Cuerpo de Prisiones». Este engorroso título reflejaba el hecho de que García Oliver ya había elegido a uno de sus compinches, Antonio Carnero Jiménez, director general de Prisiones el día 5 de noviembre. Pero tras ser informado por teléfono de su nombramiento el día 9, Rodríguez actuó de inmediato como director general de Prisiones de Madrid ordenando a todos los directores de prisiones que suspendieran las sacas nocturnas y restauraran la autoridad de los funcionarios de prisiones. Una de las primeras acciones de Rodríguez fue la de designar a Juan Batista, jefe de servicios de la Cárcel Modelo, como su secretario personal, y tras la guerra declaró que fue gracias a un soplo de Batista que se abortó una inminente saca a Paracuellos de «más de cuatrocientos presos» la noche del 9 al 10 de noviembre.

Las enérgicas acciones de Rodríguez acabaron temporalmente con los traslados a Paracuellos. Su intervención demuestra que la atmósfera permisiva que facilitó el desarrollo de las matanzas era frágil. Los directores de las prisiones siguieron aceptando las órdenes de la autoridad, pero el 9 de noviembre estaban claramente más preocupados por proteger a los presos que por trasladarlos a una fosa común. Los miembros anarcosindicalistas de la Consejería de Orden Público se quedaron paralizados ante el hecho de que era uno de los suyos, designado con el respaldo de la CNT-FAI, quien estaba al cargo de las prisiones de Madrid. A sus compañeros de las JSU/PCE les salió el tiro por la culata en el sentido de que la Junta de Defensa de Madrid no tenía autoridad independiente y estaba atada a las decisiones tomadas por los miembros del Gobierno[25]. En otras palabras, la solución criminal al problema de las prisiones se habría evitado si Largo Caballero, Ángel Galarza o Santiago Carrillo hubieran dado las mismas instrucciones entre los días 6 y 7 de noviembre que las lanzadas por Rodríguez apenas dos días antes.

LA DISOLUCIÓN DEL CPIP

Aunque los líderes del CPIP tuvieron un papel principal en las masacres del 7 al 9 de noviembre, el CPIP fue suprimido el día 12. ¿Por qué se abolió tan rápido? La urgencia militar no explica por sí misma la desaparición del CPIP ni de otras «checas». De hecho, la ofensiva franquista sobre Madrid provocó el deterioro del orden público en la capital a medida que el pánico se adueñaba de los antifascistas. Los bombardeos de la artillería y los ataques aéreos durante la primera semana de noviembre hicieron que los milicianos creyeran que los «pacos» habían vuelto para apoyar el ataque rebelde sobre la ciudad. El periodista polaco Ksawery Pruszynski escribió que «la epidemia de disparos nocturnos que estalló en varios puntos de la ciudad causó mayor impacto… Los tiroteos nocturnos daban la sensación de que Madrid estaba repleta de conspiradores». No solo los que se atrevieron a salir corrían el peligro de ser tachados de «pacos». Juan Manuel Corujo Valvidares, secretario de la Audiencia de Madrid, y su hijo, Luciano Corujo Ovalla, secretario habilitado de Audiencia, estaban en su casa de la Avenida Menéndez Pelayo número 4 a eso de las tres de la tarde del 9 de noviembre cuando los aviones franquistas bombardearon el centro de la ciudad. Tras oír una fuerte explosión buscaron refugio en el sótano, pero se encontraron con un gran número de milicianos. Los Corujo, como el resto de los habitantes del edificio, fueron entregados a agentes de la brigada Amanecer por disparar «al paso de los aviones». Trasladados a la Cárcel Modelo, los Corujo fueron absueltos por un jurado de urgencia el día 27.

Como era frecuente, los comunistas lideraron la guerra verbal contra los «pacos». Un día antes de la detención de los Corujo, la comandancia del quinto regimiento emitió un manifiesto en el que exigía que los comités de vecinos nombraran a «un responsable de investigación haciendo nuevos registros para buscar armas y montando una vigilancia permanente en azoteas, tejados y portales» con el fin de asegurar que «la quinta columna, de la cual quedan restos en Madrid», quedara «exterminada en el plazo de horas». El Socialista de Zugazagoitia fue uno de los pocos periódicos en darse cuenta de que el manifiesto del quinto regimiento no haría más que empeorar las cosas. En un editorial censurado del 12 de noviembre reconocía que «Madrid… tenía las noches pasadas un nerviosismo explicable, pero inconveniente. Las guardias nocturnas, las múltiples guardias nocturnas de todos los cuarteles, disparaban por un quítame allá esas pajas. Estos disparos eran contagiosos… y con rapidez se generalizaban unos tiroteos imponentes». Temía que «no era imposible que nuestros disparos representasen la pérdida de algunas vidas de camaradas nuestros». Este ejemplo de buen criterio fue, sobre todo, consecuencia de un ataque a las oficinas de la editorial de El Socialista nueve noches antes cuando un rayo de luz desde una ventana durante un ataque aéreo fue confundido con una señal para el enemigo.

El carácter ilusorio de la amenaza de los «pacos» no implicó la ausencia de paseos. El número de víctimas asesinadas que se encontraron en las calles de la ciudad o en el cementerio del Este aumentó de veinte el día 1 de noviembre a 120 el día 13. En esta última cifra se incluye la matanza de veintitrés monjas de la casa-colegio de Religiosas Adoratrices de Madrid la noche del 9 al 10 de noviembre. Durante el bombardeo aéreo de la tarde anterior, las hermanas se disponían a refugiarse en el sótano de la calle de Costanilla de los Ángeles número 15, cuando tres milicianos las acusaron de efectuar disparos desde sus balcones y de matar a uno de sus compañeros. Las llevaron al CPIP y sus cuerpos fueron encontrados a la mañana siguiente en el cementerio del Este. La matanza de las adoratrices es indicativa de que la actividad del CPIP no disminuyó a principios de noviembre. El último día de su existencia, Schlayer acudió a la calle Fomento número 9 con el doctor Henny y el nacionalista vasco Galíndez en busca de un empleado de la Legación de Japón. Tras reunirse con Félix Vega, recorrieron el edificio. Galíndez vio una sala del tribunal «con su aspecto inconfundible de sordidez» que tenía una atmósfera de «aire enrarecido por el tabaco y milicianada». Las celdas eran más lúgubres. Schlayer recordaba que «eran húmedas y oscuras» y que en ellas «se encontraban hacinadas numerosas personas sin distinción de sexos y que todas ellas daban muestra de indecible terror cada vez que los guardianes abrían las puertas». Aun así, Galíndez pensó que los detenidos se las arreglaban para «conservar aquel aspecto de relativa limpieza» porque eran condenados muy rápidamente. Antes de que los visitantes se marcharan, Vega les dio una lista de 65 prisioneros que, según les dijo, iban a ser traslados de inmediato a la DGS[26].

El CPIP fue disuelto porque sus líderes se adhirieron a lo que Santiago Carrillo llamó el 12 de noviembre «el mantenimiento del orden público revolucionario indiscutible». Como vimos en el capítulo 7, este era también el objetivo de Galarza en septiembre, pero las circunstancias eran mucho más favorables para el joven consejero de Orden Público. La aparición de la Junta de Defensa de Madrid coincidió con una aceleración de la depuración de policías no izquierdistas de la DGS. A nivel oficial, esta limpieza política se intensificó antes de la salida del Gobierno con dirección a Valencia cuando el ministro de la Gobernación anunció el despido entre el 1 y el 6 de noviembre de docenas de agentes del Cuerpo de Investigación y Vigilancia de antes de la guerra. Entre ellos se encontraba Antonio Lino, el comisario general del Cuerpo. Avisaron al antiguo jefe de Atadell de que el CPIP estaba buscándolo y se refugió en la Embajada mexicana antes de salir de España con destino a Francia. A estos despidos los siguió la detención el día 7 de noviembre de policías de formación profesional que hasta entonces habían evitado su arresto, pero cuyo antifascismo seguía estando en cuestión. A unos 130 los recogieron en el trabajo para llevarlos a la Cárcel Modelo. Se esperaba que los que continuaban sin afiliación política entraran en una organización del Frente Popular. La DGS dejó de ser una fuerza «reaccionaria».

Estos acontecimientos acarrearon serias consecuencias para la supervivencia del CPIP. Al fin y al cabo, había sido creado en agosto para complementar el trabajo de la DGS mientras esta sufría la purga de enemigos políticos. Es verdad que, en cierta medida, los anarcosindicalistas solo participaron en principio en el CPIP porque esperaban que finalmente suplantara a la DGS, pero las objeciones políticas a colaborar con las instituciones del Estado republicano perdieron mucha importancia después de que los líderes de la CNT-FAI decidieran entrar en el Gobierno el día 4 de noviembre. Así, una delegación del CPIP, en la que se encontraban los anarcosindicalistas Rascón y Mancebo, los socialistas Vega y Escámez y el comunista Molina, no había decidido la continuación de la existencia de su organización cuando fueron convocados para reunirse con Carrillo para hablar sobre el futuro del mantenimiento del orden entre los días 6 y 7 de noviembre. Aun así, supieron negociar. Carrillo fue superado tácticamente por sus interlocutores del CPIP. Puede que consiguiera su objetivo de la abolición, pero el precio a pagar fue la absorción a corto plazo del CPIP por parte de la DGS. La cuenta se saldó en la forma de la composición y obligaciones del Consejo de Investigación de la DGS, creado para coordinar los servicios de vigilancia e investigación en la capital. Como hemos visto, la mitad de aquel Consejo de diez hombres estaba compuesto por miembros del CPIP. Aparte de ser responsable de las evacuaciones de las prisiones, el nuevo Consejo podía ordenar las detenciones y el despido del personal de la DGS. A nivel de comisaría, su autoridad se haría cumplir a través de Consejillos compuestos «por el comisario y por dos miembros más, que actuarán bajo el control del Consejo establecido en la Dirección General de Seguridad y sobre las orientaciones que este determine». Esos «dos miembros» eran principalmente integrantes del comité del CPIP o jefes de grupo:

Comisaría de Palacio

Agustín Aliaga de Miguel (PSOE/CPIP)

Leopoldo Carrillo Gómez (IR/CPIP)

Comisaría del Centro

Domingo García Mateos (UR/CPIP)

Julián Rodríguez Gálvez (PCE)

Comisaría de Buenavista

Bruno Carrera[s] Villanueva (Sindicalista/CPIP)

Benigno Mancebo Martínez (CNT-FAI/CPIP)

Comisaría del Hospital

Vicente Ivar Ronda (CNT-FAI/CPIP)

Antonio Fazlivar (?)

Comisaría de Chamberi

Rafael Iborra Medel (UR/CPIP)

José Delgado Prieto (PSOE/CPIP)

Comisaría del Hospicio

Angel Pedroche Segovia (UGT/CPIP)

Virgilio Escámez Mancebo (UGT/CPIP)

Comisaría del Congreso

Matías Hernández Serrano (CNT-FAI)

José Montes García (CNT-FAI)

Comisaría de la Latina

Emilio Llorente (?)

Martín Torres Mondrego (?)

Comisaría de la Universidad

Juan López Ginel (CNT-FAI/CPIP)

Nicolás Hernández Macías (UGT/CPIP)

Comisaría de la Inclusa

Diego Castillo Castaños (?)

Fernando García Alcorta (?)

Comisaría de Olías [Cuatro Caminos]

Antonio Lodeiro Sánchez (?)

Ernesto Huerta López (Sindicalista/CPIP)

Comisaría de Vallecas

Vicente Estévez [Quejido] (CNT-FAI/CPIP)

De este modo, se sabe con certeza que todas las comisarías menos tres contaban, como mínimo, con un miembro del antiguo CPIP; al menos cinco tenían dos. Curiosamente, la mayoría que tenía la JSU/PCE en el Consejo de Investigación de la DGS no se repitió en los peldaños inferiores de la escala; solo se conoce un miembro del consejillo que haya sido militante del PCE. Dicho de otro modo, como el comisario siempre estaba en minoría en los consejillos, Carrillo había concedido en realidad el control de al menos cinco comisarías a antiguos agentes del CPIP y un mínimo de seis eran sindicalistas o anarcosindicalistas. No cabe duda, pues, de que la delegación del CPIP había quedado satisfecha en términos generales con su trato con el secretario general de las JSU. Podían seguir luchando contra el enemigo interno, si bien es cierto que ahora lo hacían dentro de la DGS. Como recalcó Mancebo después de la guerra, «En términos generales, la función de este Consejo Superior [Consejo de Investigación de la DGS], era la misma que la del Comité [Provincial] de Investigación Publica»[27].

El único obstáculo al acuerdo lo constituyeron los grupos de investigación del CPIP. Entre el 8 y el 12 de noviembre se celebraron dos plenos del CPIP para debatir su disolución. El tema a tratar no era el principio de abolición, sino el paquete económico que cada miembro recibiría. Las reservas del CPIP eran enormes. Según Leopoldo Carrillo, su cajero-pagador, el 12 de noviembre contaba con 1.750.000 pesetas en efectivo, oro valorado en 600.000 pesetas y una cantidad desconocida de bonos confiscados durante sus registros. El CPIP también acumuló dos cajas de joyas y 460 cajas de objetos de valor entre los que se incluían artículos de plata, porcelana, cubiertos, vajilla e incluso relojes de pared. Aunque había mucha inquietud, sobre todo entre los anarcosindicalistas, porque los treinta miembros del comité del CPIP recibieran un pago de 30.000 pesetas, se alcanzó finalmente un acuerdo por el cual se pagaría a sus agentes diez pesetas cada día durante un periodo transitorio; finalmente se desembolsaron 160.000 pesetas. Al parecer, otras 150.000 pesetas volvieron a sus propietarios originales y se hizo un pago de 50.000 pesetas en calidad de «haberes a las brigadas de policía», reflejando así los fuertes lazos entre el CPIP y la DGS. El resto de los activos del CPIP fueron al Estado republicano —500.000 pesetas a la Junta de Defensa, todo el oro a la DGS y los bonos al Ministerio de Hacienda—. Las 460 cajas de artículos de lujo fueron entregadas a la Caja de Reparaciones, la agencia gubernamental que administraba los bienes confiscados para el Estado, aunque permanecieron en la calle Fomento número 9, puesto que la Caja convirtió las antiguas instalaciones del CPIP en almacén. De esta forma, aparte de sus actividades de seguridad, no se debe subestimar la contribución económica del CPIP al esfuerzo bélico republicano en 1936.

El subsidio destinado a los agentes del CPIP iba acompañado de la garantía de que se les daría otro empleo. Esta promesa se cumplió en gran medida: muchos siguieron con su trabajo de policías dentro de las Milicias de Vigilancia de Retaguardia. Las MVR habían demostrado ser un fracaso total en las primeras seis semanas de su existencia, cuando las esperanzas de Galarza en que la actividad de las milicias de retaguardia pudiera coordinarse dentro de una nueva organización se hundieron por el rechazo de los grupos de milicias —sobre todo del CPIP y la Inspección General de Milicias de Barceló— a abandonar su autonomía (véase el capítulo 7). Así pues, no hubo integración y sí poco interés en las MVR. El 3 de noviembre un comunicado público amenazaba a los agentes del CPIP con que se les retirarían sus nombramientos si no aportaban una fotografía para su carné de las MVR. Pero las perspectivas de la nueva organización de Galarza mejoraron la primera semana de noviembre. La resistencia dentro de la IGM con respecto a la incorporación de 35 puestos de retaguardia en las MVR se debilitó tras las masivas protestas organizadas por los milicianos de base en contra de sus comandantes en la sede central de la Inspección General de Milicias de la calle Ríos Rosas número 37 a principios de mes, tras la negativa de Galarza a pagarles su salario. Por tanto, hubo poca oposición entre el 5 y el 12 de noviembre cuando la Inspección General de Milicias fue disuelta y Santiago Carrillo volvió a restituir las MVR bajo a su nuevo inspector general, Federico Manzano Govantes[28].

La inminente disolución del CPIP hizo que para sus agentes la pertenencia a las MVR fuera mucho más atractiva de lo que había sido una semana antes. De hecho, fue ese el método por el cual las redes del CPIP se incorporaron a la fuerza de la Policía revolucionaria de Carrillo. El ejemplo que mejor se conoce es el de los grupos del CPIP convertidos en milicianos de las MVR que acompañaron a Bruno Carreras Villanueva y a Benigno Mancebo Martínez a la calle Hermosilla número 124, la sede de la comisaría de Buenavista. Habiendo estado hasta ese momento bajo el mando de Luis Omaña, agente de segunda clase y luego comisario, la comisaría del barrio más rico de Madrid perseguía activamente a «fascistas», pero no mataba a sus sospechosos (véase el capitulo 4). Esto cambió con la llegada de Mancebo y Carreras. Trabajando como ayudantes estaban Fidel Losa, anterior secretario de Mancebo dentro del CPIP y soplón en la cárcel de Ventas, y Rafael Montiel Pérez, un delineante anarcosindicalista de 27 años. Reclutaron como agentes a los miembros de cuatro grupos del antiguo CPIP del Comité Nacional de la CNT bajo las órdenes de Felipe Sandoval, Crisóstomo González, José María Jareno Muñoz y Antonio Pérez González. También se destinó al grupo del Ateneo Libertario de Puente de Vallecas bajo el mando de Antonio Ariño y a los grupos anarcosindicalistas de Antonio Paulet García y Victoriano Buitrago.

En otras palabras, la comisaría de Buenavista terminó convirtiéndose en el feudo de Eduardo Val. Su actividad se extendió mucho más allá de los límites del distrito. Por ejemplo, Sandoval fue a Barcelona a detener a un antiguo «enemigo» del anarcosindicalista comité de Telefónica; la víctima fue devuelta a Buenavista y fusilada por el grupo de Ariño. Los agentes del consejillo fueron también a varios pueblos de Guadalajara para realizar detenciones. Sin embargo, los detenidos del consejillo eran principalmente de Madrid. A los sospechosos se les llevaba ante el consejillo, que decidía lo que les ocurriría después. Según los registros de la comisaría, cuando el tribunal fue abolido a finales de enero de 1937 había procesado 1.427 casos, con 980 liberaciones, 27 enviados directamente a Porlier, 33 mandados a otras autoridades militares o policiales y 387 entregados al Consejo de Investigación de la DGS para su resolución final. Estas cifras requieren explicación. No todos fueron detenidos por sus agentes, puesto que otros consejillos enviaron a sus presos a Buenavista para que fueran procesados. Al igual que en el CPIP, la «libertad» tenía un siniestro doble sentido. Podría significar la libertad real o la muerte. No puede determinarse el número de asesinados por el Consejillo, pero sí sabemos que las ejecuciones se llevaron a cabo en los cementerios del Este y Puente de Vallecas, así como en los altos del hipódromo. Mancebo testificó que el número mucho más alto de «libertades» —un 69%— comparado con el de derivados al Consejo de Investigación —el 27%— era un reflejo de las instrucciones dadas por este de que «todos aquellos detenidos que se supiera que con seguridad iban a ser condenados por el Consejo Superior [Consejo de Investigación de la DGS] que no se molestaran y los ejecutaran directamente»[29]. Esto reflejaba la cultura permisiva existente en la Consejería de Orden Público: se esperaba que los curtidos veteranos de la lucha contra los espías se ocuparan del trabajo sucio sin necesidad de consultar con sus superiores.

El consejillo de la comisaría de Buenavista fue excepcional: a ningún otro consejillo se le dio su propio expediente de la sección de la «checa» de la Causa General de Madrid. Los datos de Cervera sobre los paseos extrajudiciales en noviembre indican que solo el 25% tuvieron lugar después del día 13. Aunque sus cifras deberían considerarse mínimas, al no incluir los asesinatos fuera de la ciudad, sí que indican una decisiva tendencia descendente —como mucho el 4% de los cadáveres encontrados en Madrid desde el 18 de julio fueron recogidos en diciembre—. Cervera lo atribuye a «las disposiciones del consejero de Orden Público, Santiago Carrillo», que «consiguieron en gran medida el propósito que perseguían: eliminar en lo posible, la práctica de los paseos». Esta explicación se basa en una falsa dicotomía entre las actividades de los «incontrolados» y la Consejería de Orden Público. Las «disposiciones» a las que se refiere Cervera fueron emitidas públicamente el 9 y el 11 de noviembre. En el primer comunicado se ordenaba a los ciudadanos entregar las armas de fuego sin licencia y se les decía que en lo sucesivo el mantenimiento del orden público se reservaría en exclusiva a la Consejería de Carrillo. Los infractores serían castigados como desafectos. El segundo detallaba los nuevos servicios de vigilancia, tales como el Consejo de Investigación de la DGS, que sustituía a «todos los Comités, Juntas, etc., de Investigación o Vigilancia, que designados por las organizaciones políticas o sindicales, venían funcionando».

Es importante reconocer que estas medidas no fueron contrarrevolucionarias; la depuración ideológica de la policía continuó con un ritmo acelerado. Por ejemplo, el 10 de noviembre El Socialista publicaba una lista de unos 400 guardias, cabos, sargentos y clases del Cuerpo de Seguridad y de Asalto que habían sido despedidos «por desafectos al régimen» por el «Comité central del Frente Popular». Dada la naturaleza de la supresión de tribunales revolucionarios, como el CPIP y la creación de los consejillos de comisaría, había poco en estas medidas que hubiera evitado que los asesinos prolíficos continuaran con su labor. Esto puede ilustrarse con un breve análisis de quienes estaban relacionados con la organización del mismo Santiago Carrillo, las JSU. El principal tribunal revolucionario de las JSU, con representantes de sus radios de toda la ciudad, estaba ubicado en la calle Zurbano número 68. Al igual que otros tribunales revolucionarios, intercambió detenidos con el CPIP a través de sus miembros en los tribunales de este último —Arturo de la Rosa— y sus jefes de grupos de investigación del CPIP —principalmente, Pedro Soler Puertas y Juan Almela Soler (véase el capítulo 5)—. Ninguno de ellos tenía motivos para estar preocupado por las disposiciones de su secretario general. De la Rosa, como ya sabemos, era miembro del Consejo de Investigación de la DGS; Soler y Almela habían sido destinados a la Comisaría de Buenavista para informar sobre el Consejillo anarcosindicalista. En otras palabras, los que tenían antecedentes en el CPIP no eran tratados como parte del problema del mantenimiento del orden público, sino como parte integral de la solución.

El motivo del decisivo descenso de paseos desde noviembre está en los «acuerdos» celebrados entre las JSU/PCE y la CNT-FAI entre el 6 y el 8 de noviembre. Estos acuerdos limitaban los motivos de lo que se consideraría como matanzas «legítimas». Por una parte, las masacres de reclusos desde el día 7, organizadas dentro de la Consejería de Orden Público, eran necesarias por motivos de seguridad; por otra, los paseos de los comités «designados por las organizaciones políticas y sindicales» ya no serían tolerados ni defendidos por su respectiva organización del Frente Popular. Las ejecuciones se reservaron en adelante a las fuerzas de seguridad cercanas a sus jefaturas nacionales o regionales: no es casualidad que el tribunal revolucionario más activo y sanguinario en noviembre y diciembre de 1936 fuera el consejillo de la comisaría de Buenavista, dominado por los hombres de Eduardo Val. Sobre los recalcitrantes podían ejercerse distintas formas de presión. En un nivel más básico, los paseos no autorizados podrían evitarse con la retirada de gasolina, puesto que los coches de los grupos del CPIP, que gastaban mucho carburante, siempre dependían del comité del CPIP que proporcionaba el fuel. Y lo que es más importante, puesto que la adquisición y conservación continuada de un carné de las MVR necesitaba el apoyo de un partido o de un sindicato de izquierda, las posibles consecuencias de perder este carné por motivos de indisciplina eran más graves que anteriormente. Podía suponer el fin repentino de una carrera en la nueva Policía revolucionaria. Tal y como decía con cierto cinismo un informe de la Policía franquista, los que estaban implicados en el terror «se dan cuenta de que las MVR o los Agentes en las Comisarías tienen ventajas, cobran sus sueldos, perciben gratificaciones por evacuación de familiares y como tales Agentes están exentos de ir al frente y laboran por obtener en aquel momento el carné de las MVR pensando que más tarde, así ocurrió [sic], se disolvía el Cuerpo de Seguridad y se autorizaba a las MVR para ingresar en el nuevo Cuerpo de Seguridad»[30].

Pero hay también una explicación más sencilla a corto plazo para el descenso de paseos durante los últimos días de noviembre: la reanudación de las masacres en Paracuellos del Jarama. Para muchos asesinos del CPIP, las salas de justicia llenas de humo de la calle Fomento, 9 habían sido sustituidas por una oficina creada ad hoc en las cárceles de Madrid. Los paseos en pequeña escala habían dejado de ser su principal actividad; se dedicaban a seleccionar «fascistas» para ocupar los asientos de los autobuses con destino al Arroyo de San José.

SE REANUDA LA OPERACIÓN. SACAS DE VENTAS, SAN ANTÓN Y PORLIER

La titularidad de Melchor Rodríguez como «inspector general del Cuerpo de Prisiones» de Madrid fue siempre frágil. Como hemos visto, su nombramiento el día 9 de noviembre no se basó en una oposición abierta a los «acuerdos» de los días 6 al 8. De hecho, cualquier crítica a la operación de Paracuellos habría dañado enormemente sus esperanzas de conseguir el control de las prisiones de Madrid. Así pues, las órdenes de Rodríguez de acabar con las sacas nocturnas no marcaron el final de las matanzas. El Consejo de Investigación de la DGS solo las tomó como una molestia temporal. En su sede de la calle Serrano número 37, Manuel Rascón se quejaba de que su compañero anarquista «ponía muchas dificultades a todo lo que ellos querían hacer» y que sacar a cualquier preso «habría costado “poner los huevos encima de la mesa”». Rascón informó a sus superiores de la CNT-FAI del problema de Melchor Rodríguez. La posición del nuevo inspector general en su propia organización era débil. Le debía el puesto a su amigo republicano Mariano Sánchez Roca y no al ministro de Justicia García Oliver, su compañero de la FAI. Por desgracia para Rodríguez, este último decidió visitar Madrid el día 12 con Federica Montseny. La presencia de los ministros republicanos en Madrid no era poco frecuente: Álvarez del Vayo había presidido la reunión de la JDM del día anterior. Sin embargo, la aparición de García Oliver en la ciudad supuso el fin de la tregua en las sacas de las prisiones. Tras una reunión en la que el ministro de Justicia reprendió a Rodríguez por dar órdenes sin su aprobación, el inspector general fue despedido mediante telegrama el día 14 de noviembre por excederse en sus poderes.

La decisiva intervención de García Oliver es una prueba más del papel activo de los ministros en Paracuellos. Con el despido de Rodríguez, García Oliver restauró el ambiente permisivo que toleraba que el Consejo de Investigación de la DGS realizara las masacres. De hecho, tanto habían confiado los consejeros de Carrillo en que Rodríguez solo constituía un obstáculo pasajero para sus actividades que se aprovecharon de aquella breve pausa para poner a punto sus caóticos procedimientos de matanzas el día 10 de noviembre. Se acordó que los criterios para las futuras selecciones de prisioneros para ser fusilados se basarían en tres elementos. El primero era ocupacional: todos los «militares con graduación superior a Capitán». Los otros eran políticos: «Todos los falangistas» y «Todos los hombres que hubieran tenido actividades políticas francamente derechistas». Para evitar que se repitieran los caóticos sucesos acaecidos entre los días 7 y 9, los consejeros decidieron crear dos nuevas comisiones. La primera —«Presos»— sería dirigida por Manuel Rascón y englobaría a equipos de tribunales de selección ubicados en las prisiones. La segunda decidiría si se debía fusilar, trasladar o liberar a un preso en base a los interrogatorios y a la información proporcionada por la Secretaría Técnica de la DGS. Sus «sentencias» tenían que pasar al Consejo de Investigación de la DGS para su aprobación oficial. Con el fin de cubrir la responsabilidad, se ordenó que no se podría otorgar ninguna condena a muerte explícitamente por escrito. Según Torrecilla en 1939: «Se limitaban a mandar al Consejo [de Investigación] de la Dirección General de Seguridad listas de condenados a muerte escritas en una simple hoja de papel que el “responsable” de la mencionada expedición llevaba allí diciendo que era la lista de condenados a muerte, en la respectiva cárcel. Todos los que componían el Consejo de Investigación de la Dirección General de Seguridad estaban enterados de que los incluidos en tales relaciones eran seguidamente extraídos de la cárcel y asesinados en serie». La puesta en práctica de las decisiones de los tribunales de la prisión tenía que llevarla a cabo la segunda comisión, «Personal», dirigida por Torrecilla. Los reclusos cuyo destino fuera la muerte, serían incluidos en una «orden de libertad» de la DGS firmada por Serrano Poncela, y los subordinados de Torrecilla la llevaban a la cárcel pertinente. Para estas víctimas, el destino final sería siempre Paracuellos.

La reanudación de esta ardua tarea de selección tendría que esperar a que una tercera comisión del Consejo de Investigación hubiera realizado la evacuación completa de la Cárcel Modelo. No había perspectivas de que los interrogadores de Rascón pudieran operar en la prisión más grande de Madrid. Tal y como recordaba Pablo del Valle, el presidente de su comité del Frente Popular: «La vida en la Cárcel Modelo era ya imposible». La cárcel, que efectivamente se encontraba en la primera línea de la defensa de Madrid, se había convertido en un hospital para hombres de las recién llegadas XI Brigada Internacional y la columna Durruti ,y los recluidos se ocupaban de realizar las tareas de camilleros en medio de los disparos. La vida en el frente era obviamente muy peligrosa, pero algunos reclusos, ayudados por el mismo Pablo del Valle, se aprovecharon de la confusión para escapar. La muy esperada evacuación se realizó en autobús la noche del 16 al 17 de noviembre, «tronando los cañones por todos los sitios». Fue justo a tiempo, puesto que durante los tres días siguientes, los intentos de Félix Schlayer por recoger en camiones los petates y colchonetas de los presos quedaron frustrados por el intenso fuego de artillería de las tropas del general Varela que trataban en vano de entrar en la ciudad desde la Casa de Campo.

Se llevó a los evacuados a Porlier, San Antón y Ventas. Como estas cárceles ya estaban repletas de gente, «no cuesta trabajo imaginar el caos producido entonces por la llegada de los evacuados de la Modelo». Para colmo, las administraciones carcelarias introdujeron regímenes más severos. En Porlier, se prohibió a los reclusos cambiarse de ropa interior más de una vez en 40 días. Pero aquel hacinamiento fue temporal. En San Antón, por ejemplo, entraron 950 presos en el mes de noviembre pero salieron 1.078. La principal explicación de este trasvase fueron, por supuesto, las sacas organizadas por el Consejo de Investigación. Con Melchor Rodríguez fuera de escena, los convoyes a Paracuellos pudieron empezar de nuevo. Aun así, y a pesar del nuevo modus operandi adoptado en la reunión del 10 de noviembre, aquella «máquina bien engrasada» siguió renqueando. El 18 de noviembre, llegó a Ventas la primera «orden de libertad» extensa firmada por el subdirector general de Seguridad, Vicente Girauta. Sin embargo, aquel plan de saca de 72 reclusos tuvo que abandonarse al descubrirse que no se podía encontrar a 65 de ellos en el interior de la cárcel. Aquello no constituyó en modo alguno un incidente aislado, puesto que había mucha confusión sobre el paradero de los condenados. El 26 de noviembre, se devolvió una orden de «libertad» de 138 presos que supuestamente se encontraban en Porlier con un «no» escrito junto a 108 de los nombres. Entre los asesinados aquella noche se encontraban Dimas Adánez Horcajuelo, el diputado de la CEDA por Toledo, que también estaba en otras tres órdenes de «libertad» dadas entre los días 26 y el 28 de noviembre. En una ocasión, la necesidad de mantener el secretismo administrativo casi terminó en tragedia. El día 27, un autobús con 65 presos seleccionados para ser traslados a Alcalá de Henares salió de San Antón a las siete de la tarde. A bordo iban Cayetano Luca de Tena, el futuro director teatral, y su hermano Rafael. Sin embargo, los milicianos comunistas encargados del traslado supusieron que su destino final era Paracuellos. Milagrosamente, en San Antón se dieron cuenta del error y un coche de la DGS alcanzó al autobús antes de que fuera demasiado tarde. Tras una tensa conversación entre los milicianos y el policía de la DGS —probablememente Agapito Sainz de Pedro—, el autobús cambió su dirección hacia Alcalá de Henares[31]. Otros no corrieron tanta suerte. La primera saca con dirección a Paracuellos tras el despido de Melchor Rodríguez tuvo lugar en Porlier el día 18. Poncela ordenó al director de la cárcel de Porlier: «Sírvase poner en libertad a los detenidos cuya relación se expresa a continuación por haberlo estimado así el Consejo [de Investigación] de la Dirección [General de Seguridad]». Fusilaron a un mínimo de veintisiete, siendo la mayoría de las víctimas militares. Entre los muertos había un estudiante, Francisco Serón Gómez. El muchacho, de 20 años, fue detenido el 24 de agosto cuando iba a enviar una carta a su novia. Según un informe de la DGS, fue llevado a prisión «a instancias del delegado gubernativo de Cartagena, que lo tenía reclamado por fascista. Figura en los ficheros de Falange Española». Aquello fue suficiente para que lo ejecutaran en Paracuellos.

La saca del 18 de noviembre fue la primera de una serie de expediciones desde las prisiones de Madrid hasta el 4 de diciembre. Dada la determinación de cubrir la responsabilidad y la desorganización administrativa del Consejo de Investigación, es difícil afirmar con seguridad el número ni el destino final de las sacas que se realizaron durante aquel periodo. Por ejemplo, el 20 de noviembre se emitió una «orden de libertad» para veinticinco reclusos de Ventas. Una comparación de los nombres con los archivos de los tribunales populares revela que algunos desaparecieron ese mes y otros continuaban vivos en 1937. De todos modos, podemos afirmar que, al menos, se llevaron a cabo quince sacas —sobre todo a primera hora de la mañana— desde Ventas, San Antón y Porlier a Paracuellos. De Ventas salieron cuatro entre el 27 de noviembre y el 3 de diciembre, con 226 víctimas. De San Antón salieron cinco entre los días 22 y 30 de noviembre, con un máximo de 505 víctimas. De Porlier salieron seis del 18 de noviembre al 3 de diciembre, con unas 440 víctimas. Solamente hubo cinco convoyes a Alcalá de Henares durante este periodo. Dos salieron desde Porlier el día 30 de noviembre y 4 de diciembre, con un máximo de 119 presos, y tres desde San Antón entre los días 27 y 29 noviembre, con unos 290 reclusos.

Hay un par de reveladoras ausencias en estas cifras. Las prisiones provisionales 1, 2 y 3 no albergaban a la totalidad de la población carcelaria de Madrid, incluso después de haberse cerrado la Cárcel Modelo entre el 16 y 17 de noviembre. ¿Por qué más de mil reclusas encerradas en el asilo de San Rafael de Chamartín de la Rosa permanecieron tal cual estaban? Al fin y al cabo, Manuel Rascón nombró un tribunal de tres hombres con experiencia en el CPIP para que clasificara a las presas desde mediados de noviembre: el socialista Agustín Aliaga de Miguel, el republicano de izquierdas Leopoldo Carrillo y el faísta Felipe Sandoval. Realizaron su labor con diligencia. Por ejemplo, la alemana Otilia Ulbricht Protze era profesora de idiomas de Julio Ruiz de Alda antes de la guerra. Tras una imprudente visita a Amelia Azarola, la esposa del líder falangista, en la cárcel de Conde de Toreno en agosto de 1936, Ulbricht fue arrestada por espía nazi por los agentes del CPIP. Cuando ese mes de noviembre la trasladaron con Azarola a San Rafael, el tribunal del Consejo de Investigación de la DGS la clasificó como «elemento de enlace y mujer muy peligrosa» y recomendó su traslado a otra prisión fuera de Madrid. Como no se habían organizado traslados de reclusas, Ulbricht permaneció en San Rafael el resto del año. Finalmente, terminó en la prisión de Segorbe (Castellón) bajo la jurisdicción del temido DEDIDE, la Policía secreta del Ministerio de la Gobernación en 1937 y 1938. No se sabe si sobrevivió o no a la guerra. En cualquier caso, la falta de transportes desde San Rafael reflejaba la determinación del Consejo de Investigación de la DGS de proyectar una actitud «humanitaria» ante los diplomáticos extranjeros. Los consejeros no podían olvidar que el traslado inicial de presas desde Conde de Toreno hasta San Rafael solo podía realizarse bajo la supervisión de Félix Schlayer. El cónsul honorario noruego siguió vigilando de cerca a las presas. Con el fin de terminar con las sacas nocturnas, Schlayer envió coches a San Rafael para recoger a cualquier presa que fuera liberada por orden de la DGS.

La ausencia de sacas desde Duque de Sexto, la Prisión Provisional número 5, es un misterio mucho mayor. A finales de noviembre, en esta cárcel había 509 reclusos. Entre ellos estaban 139 con antecedentes militares o en la policía. Pero no hay pruebas que indiquen que durante aquel mes estos presos fueran ni siquiera clasificados, y mucho menos enviados a Paracuellos. Como los investigadores franquistas después de la guerra solamente estaban interesados en los «crímenes rojos», existe una ausencia casi completa de testimonios en la Causa General con relación a las condiciones que había en Duque de Sexto. Sí que tenemos la importante declaración de Fernando Martínez Illaña, funcionario de prisiones de esta cárcel tras su traslado desde la Cárcel Modelo en noviembre de 1936. En junio de 1939 aseguró que «nunca observó nada anormal, a pesar de las intenciones de los milicianos, que chocaron con la actitud enérgica del director de la Prisión del Duque de Sexto, Patricio Gimeno y funcionarios a sus órdenes». Tanto Gimeno como el resto de los diecisiete funcionarios, menos uno, destinados en Duque de Sexto durante la Guerra Civil mantuvieron sus trabajos después de marzo de 1939. Al igual que Melchor Rodríguez, la «actitud enérgica» de Gimeno frustró de forma evidente las esperanzas del Consejo de Investigación de encontrar una solución definitiva al problema de la prisión, El ambiente permisivo que facilitó las matanzas no se aplicó en la Prisión Provisional número 5.

Patricio Gimeno fue un caso único entre los directores de prisiones de Madrid. Antonio Garay de Lucas (Ventas), Simón García Martín del Val (Porlier), y Jacinto Ramos (director de San Antón tras la evacuación de la Cárcel Modelo) permitieron que los tribunales de clasificación de Rascón entraran en sus establecimientos. Cada una de las seis galerías de Porlier contaba con un tribunal de tres hombres designado por una organización del Frente Popular —PCE, PSOE, CNT-FAI/Sindicalista, IR y UR— que respondía ante Arturo de la Rosa, de las JSU. Estaban compuestos por antiguos miembros curtidos de los tribunales o jefes de grupo del CPIP, como Domingo García Mateos (UR); Benigno Mancebo (CNT-FAI); Bruno Carreras (Sindicalista); Felipe Sandoval (CNT-FAI); Jaime Ballester Baeza (CNT-FAI); Agustín Aliaga de Miguel (PSOE); Félix Vega (UGT) y Pedro Soler Puertas (JSU). Debe señalarse que al menos dos de los miembros de los tribunales de Porlier —Aliaga de Miguel y Sandoval— juzgaron también a presas de San Rafael. Las comisiones de clasificación de Rascón no siempre estaban ubicadas exclusivamente en una prisión. De hecho, los tribunales de Porlier se trasladaron en bloque a Ventas el día 26 de noviembre para comenzar la tarea de selección de reclusos para enviarlos a Paracuellos bajo la supervisión Manuel Ramos Martínez (CNT-FAI). Hubo seis tribunales en San Antón que comenzaron a funcionar bajo la dirección del mismo Manuel Rascón a partir de la última semana de noviembre[32].

Dados los criterios de clasificación acordados en la reunión del Consejo de Investigación del día 10 de noviembre, no es de extrañar que hubiera militares y policías entre los elegidos para ser fusilados en Paracuellos después del 28 de aquel mes. Pero la orden de que todos los militares con rango superior al de capitán fueran seleccionados para su fusilamiento no fue puesta en práctica por los tribunales de prisión de Rascón. De las 318 víctimas de Porlier con ocupación conocida, 47 —el 15%— habían prestados servicio en las Fuerzas Armadas o en la Policía. De estos, solamente cuatro eran comandantes, uno era coronel y dos eran tenientes coroneles. Esto no se debe a que el suministro potencial de víctimas se hubiera agotado. Al menos 42 de los 93 reclusos transferidos de la cárcel de Porlier a la de Alcalá de Henares el día 4 de diciembre eran militares, tres de ellos comandantes y un teniente coronel. En la lista de 135 militares encarcelados después del 18 de julio de 1936 y que seguían en Porlier el día 21 de diciembre, se incluyen veintiún oficiales superiores, entre los que había tres tenientes coroneles. La decisión de no exterminar a los oficiales de alto rango no puede explicarse por el hecho de que —en anteriores ocasiones— los tribunales de selección concedieran a todos los militares una última oportunidad de servir a la República, puesto que siguió habiendo unos cuantos interesados. Las pruebas sugieren que los hombres de Rascón en Porlier fueron dejando de prestar atención a los militares para dirigir su interés cada vez más a los civiles con antecedentes sociopolíticos «peligrosos». Por ejemplo, en las sacas realizadas entre el 25 de noviembre y el 3 de diciembre, pueden identificarse a nueve policías o militares, comparados con los diecinueve empleados, catorce estudiantes y nueve jornaleros y labradores.

La información sobre las sacas de Ventas y San Antón es más incompleta, pero la tendencia hacia la selección de civiles para ser ejecutados también es evidente. Los tribunales de selección de San Antón eran extremadamente anticlericales. De los casi 500 reclusos seleccionados para morir y ejecutados en cuatro sacas entre el 27 y el 30 de noviembre, más de 123 eran sacerdotes o religiosos, incluyendo a 51 agustinos de El Escorial que serían fusilados a primera hora del día 30. Para los interrogadores de Rascón, los prisioneros eclesiásticos representaban una potencial amenaza militar tan grande como la de sus compañeros laicos: a los religiosos, como a los militares, se les preguntaba si estarían dispuestos a servir a la República en el frente. En general, cualquier expresión externa de catolicismo podía inclinar la balanza hacia una condena de muerte. Cayetano Luca de Tena escribió en 1977 que los miembros del tribunal de San Antón «Operaban a ojo, por intuición elemental… Las preguntas eran políticas y religiosas. Decían, por ejemplo: “¿A ti qué te parece eso de que el Papa haya bendecido los cañones de los facciosos?”. Y no faltaba, en ningún caso, la pregunta directa que ponía a la gente entre la espada y la pared: “¿Tú eres católico?”».

El grado de reflexión dado por los miembros del tribunal antes de tomar sus decisiones no debió de ser muy alto. Como sucedió con las sacas del 7 al 9 de noviembre, el azar también fue importante a la hora de determinar si un preso vivía o moría. José Arizcun y Moreno, diputado de la CEDA por Guadalajara, estaba en San Antón, pero sobrevivió a las sacas. Su hermano Alejandro, abogado y notario, estaba en Porlier con sus hijos Ramón, Francisco, Luis y Carlos. Aunque eran mucho menos importantes desde un punto de vista político, los cinco fueron ejecutados con otros diecinueve reclusos en Paracuellos la noche del 25 al 26 de noviembre. Por tanto, la selección solo era ligeramente menos arbitraria que las que se llevaron a cabo anteriormente en la Cárcel Modelo. Aunque al menos se entrevistaba a los prisioneros antes de evaluar su «peligrosidad», el número de reclusos y la apremiante necesidad de clasificarlos con rapidez implicaban que estos «juicios» fueran cortos. Los veinticinco minutos dedicados a Pedro Muñoz Seca en San Antón fueron algo excepcional. El famoso autor de comedias bufas o astracanadas fue detenido en Barcelona el 29 de julio de 1936 y trasladado a la cárcel de San Antón de Madrid una semana después. Su «delito» fue su conocida lealtad a la monarquía española. Muñoz Seca dejó una fuerte impresión entre aquellos que se cruzaron con él en San Antón. El padre Carlos Vicuña, por ejemplo, recordaba que les dijo a los milicianos: «Me habéis quitado mi libertad, mi empleo, el trabajo, la paz, la familia, todo… pero hay una cosa que no me podéis quitar… y es el miedo que os tengo». El comediógrafo fue uno de los enviados desde San Antón a Paracuellos la mañana del día 28 —113 en total—. Gregorio Muñoz Juan, al que obligaron a hacer de enterrador, presenció las ejecuciones y declaró en 1939 que las últimas palabras de Muñoz Seca fueron: «Ahí va el último actor de la escena; hasta al morir, con la sonrisa en los labios. Este es el último epílogo de mi vida».

Si la responsabilidad de seleccionar a los reclusos para su ejecución fue distribuida entre las organizaciones del Frente Popular, la logística del transporte de las víctimas desde las prisiones hasta Paracuellos estaba en manos de la comisión «Personal», dominada por los comunistas bajo el mando de Ramón Torrecilla. Cada prisión tenía un enlace de la DGS que entregaba las «órdenes de libertad» y se encargaba de la custodia de los condenados. En San Antón, este enlace era Agapito Sáez de Pedro, el comunista que se había ocupado de las anteriores sacas de la cárcel. El hombre de Torrecilla en Porlier era Andrés Urresola Ochoa, un policía comunista que había participado en la selección de presos de la Cárcel Modelo el 7 y 8 de noviembre. Y en Ventas, esta tarea le fue asignada a Álvaro Marasa Barasa. Al igual que los otros dos enlaces, Marasa había sido nominado agente provisional comunista en la DGS por el PCE y había prestado servicio en el tribunal revolucionario del partido en la calle San Bernardo número 72. Terminó la guerra en la capital como agente de segunda clase dentro de la Brigada de Investigación Social.

Los convoyes de la muerte eran organizados de un modo similar a los de comienzos de mes. Los prisioneros esposados eran acompañados a unos autobuses de dos plantas por guardas de las MVR que después actuaban como sus ejecutores. Aunque a las víctimas no se les decía cuál era el destino final, el hecho de que se les obligaran a dejar sus enseres en la prisión indicaba que no se trataba de traslados normales. Aun así, la coordinación entre el Consejo de Investigación en Madrid y el emplazamiento de las matanzas en el Arroyo de San José seguía siendo escasa. A finales de mes, se habían abierto un total de seis zanjas para enterrar a los muertos, pero demostraron ser demasiado pequeñas para albergar a los muchos que venían de la ciudad. A partir del 27 de noviembre, los enterradores sepultaban cuerpos a la vez que ampliaban tres zanjas para darles mayor capacidad. Esto significó que algunos convoyes, como el de Muñoz Seca del día 28, fueran recibidos a su llegada por el horrendo panorama de los montones de cuerpos sin enterrar de las sacas anteriores. Pero la incapacidad de los enterradores para ponerse al día con las exigencias del Consejo de Investigación no detuvo las ejecuciones. Al igual que en las matanzas del 7 al 9, las víctimas eran alineadas al lado de una zanja por grupos y fusiladas[33].

EL FIN DE LAS MASACRES

La última expedición a Paracuellos llegó desde Porlier la mañana del 4 de diciembre. De los autobuses bajaron 71 personas de diverso rango socioeconómico, entre los que había nueve empleados, cuatro jornaleros y tres albañiles. El más viejo del grupo de condenados era un ingeniero industrial de 81 años, Tomás García Noblejas y Quevedo. Había sido encarcelado en Porlier «en virtud de denuncia firmada por todos los comités del pueblo de Ruidera (Ciudad Real) en la que hacen constar es sumamente peligroso y desafecto al régimen. Figura en A[cción]. P[opular]. y T[radición]. I. R[enovación]. E[spañola]. y A[cción]. C[atólica]». No tiene sentido que la matanza de estos «desafectos» tuviera el propósito de marcar el final de la operación. Un examen minucioso de la cronología de las sacas después del 18 de noviembre revela un patrón claro. A Porlier le dieron «órdenes de libertad» masivas durante un periodo de tres días —del 24 al 26 de noviembre— y terminaron cuando comenzaron las sacas de Ventas —del 27 de noviembre al 2 de diciembre—. Como vimos anteriormente, esto se reflejó en el traslado de los tribunales de selección de Rascón desde la primera prisión hasta esta última. Aun así, y aparte de dos sacas pequeñas —es decir, inferiores a treinta— del 30 de noviembre y el 1 de diciembre, se recibió otra «orden de libertad» masiva para los 71 reclusos antes mencionados de Porlier el día 3 de diciembre. Siguieron un día después las órdenes de traslado de 93 prisioneros a Alcalá de Henares. Es decir, que este fue el comienzo de una segunda ola de traslados desde Porlier, lo que indica que los hombres de Rascón habían vuelto de Ventas para seguir con su tarea de clasificación de la Prisión Provisional número 3. Los tribunales de selección de San Antón iban tres días por detrás de los de Porlier y la primera tanda de «órdenes de libertad» masiva no se recibió hasta los días 27 al 29 de noviembre. Lo inquietante es que a la prisión se le concedió a continuación una serie de «órdenes de libertad» para 139 reclusos el día 3 de diciembre, pero las anotaciones que se hicieron en las órdenes indican que la gran mayoría no pudieron realizarse, porque los presos de la lista ya habían salido de la cárcel o se desconocía su paradero.

Lo que evitó que el Consejo de Investigación de la DGS continuara con su espantosa tarea fue el repentino desmoronamiento de la atmósfera permisiva que había facilitado la masacre de prisioneros desde finales de octubre. Como ya hemos visto, aunque estas matanzas fueron consideradas «necesarias», hubo un intento sistemático de cubrir la responsabilidad. A los familiares se les engañaba constantemente con respecto al destino de sus seres queridos. Dos oficinas de información oficiales les hacían creer que los reclusos eran interceptados en la carretera por tropas franquistas y los nombres de los liberados eran posteriormente leídos en Radio Burgos. Entre otros engaños estaba el secuestro de presos por parte de incontrolados y los intentos del Gobierno por garantizar su liberación en las negociaciones. Pero resultó imposible disimular la desaparición de más de mil prisioneros de las cárceles de Madrid entre los días 7 y 9 de noviembre. Esto se debe en parte a que los lugares de ejecución, elegidos por su fácil accesibilidad, se encontraban en zonas desprotegidas. Felipe Velázquez Molina, conductor que transportaba productos alimenticios desde Belvis del Jarama a Madrid, pasaba por el Arroyo de San José a diario y vio claramente las zanjas. Además, y a pesar de que habían jurado mantener el secreto, los vecinos de Paracuellos y Torrejón de Ardoz les hablaron a los forasteros de las masacres. Esto provocó que los periodistas extranjeros, al igual que los diplomáticos, tuvieran enseguida noticia de lo que estaba ocurriendo. El corresponsal del The New York Times, William Carney, un católico que no sentía afecto alguno por la República, aprovechó una visita a París a primeros de diciembre de 1936 para enviar un extenso informe sobre la situación en Madrid. En él hacía referencia a la evacuación masiva de presos desde la Cárcel Modelo y comentaba que «el descubrimiento de dos fosas comunes, además de otras pruebas, refuerza la suposición de que la mayor parte [de los prisioneros evacuados] habían sido asesinados en dos tandas los días 7 y 8 de Nov[iembre]»[34].

A pesar de esto, las atrocidades de Paracuellos no provocaron ningún reportaje similar a las devastadoras crónicas de las masacres de Badajoz, en agosto de 1936, realizadas por el periodista portugués Mario Neves y el norteamericano Jay Allen, o al desgarrador relato de la destrucción de Gernika en abril de 1937 del sudafricano George Steer. Debido en parte, sin duda alguna, a la eficacia de la censura republicana, la narrativa dominante que saldría de la prensa internacional que estaba en Madrid hablaba de una ciudad heroica que se defendía desesperadamente de las oscuras fuerzas del fascismo internacional. Los artículos del mes de noviembre del corresponsal del Paris-Soir Louis Delaprée, por ejemplo, se centraban en las terribles consecuencias de los ataques aéreos franquistas sobre la población civil. Tras su muerte por «fuego amigo» accidental aquel diciembre, el Gobierno republicano consideró que sus últimos informes tenían suficiente valor como para volver a ser publicados en un panfleto de propaganda titulado «El martirio de Madrid».

Aun así, había suficiente especulación entre la prensa internacional en cuanto al destino de los reclusos de Madrid como para hacer que la Junta de Defensa de Madrid lanzara su tristemente célebre comunicado de prensa del 13 de noviembre en el que negaba cualquier tipo de irregularidad en sus establecimientos penales. Esto no evitó que una delegación de seis diputados parlamentarios británicos de todos los tintes políticos —tres conservadores, dos laboristas y un liberal— llegara de Londres el día 19 para investigar las condiciones de las cárceles de Madrid. El Gobierno republicano, desesperado por que los británicos abandonaran su política de no intervención, permitió la visita y la Junta de Defensa designó a Margarita Nelken para que les hiciera de escolta cuando llegara el grupo a Madrid a las tres de la mañana del día 25. La diputada por Badajoz fue una buena elección. Con antecedentes judíos francoalemanes, Nelken tenía una gran facilidad para los idiomas. Durante los primeros meses de la Guerra Civil, la entonces caballerista era una incansable propagandista de la causa republicana e hizo uso de su habitual columna en Claridad para advertir a los lectores de la amenaza que suponían los espías y los enemigos ocultos. El 9 de octubre exigió «la pena del muerte al enemigo emboscado»; cuatro días después escribió largamente sobre «los indeseables», pidiendo «las más inexorables medidas de profilaxis» contra los «provocadores». Nelken protestó vehementemente contra la evacuación del Gobierno republicano de Madrid, y la noche del 6 al 7 de noviembre instó a Manuel Muñoz a que se quedara en la capital. La reunión con él suscitó la noticia de que Nelken se había convertido en la nueva directora general de Seguridad. Aunque se trataba de una noticia falsa, ella quiso colaborar con la lucha contra los quintacolumnistas y solicitó un puesto en la Consejería de Orden Público de Carrillo. En lugar de ello, fue destinada a la plantilla de Miaja para ocuparse de los asuntos de prensa y propaganda. Como también entró en el PCE por aquella época, Nelken se convirtió en la persona ideal para proteger la operación de Paracuellos de los entrometidos ojos de los extranjeros[35].

Su tarea fue, como mínimo, todo un desafío. Los visitantes británicos estuvieron en Madrid al mismo tiempo que las sacas masivas de Porlier, San Antón y Ventas —del 25 de noviembre al 3 de diciembre—. Nelken pasó apuros a la hora de controlar las conversaciones entre los políticos y los prisioneros. Por ejemplo, durante una visita a Ventas el día 27, Santiago Magariños, profesor de universidad, distrajo a Nelken durante un momento permitiendo que los reclusos que hablaban inglés le contaran brevemente a la delegación la verdad sobre las matanzas. Sus inspecciones de las prisiones hicieron que los diputados británicos escribieran formalmente a Nelken y a Largo Caballero el día 30 para exigir «que las autoridades de Madrid… proporcionaran alguna prueba definitiva a la Delegación, antes de su marcha, de que todos aquellos excesos habían terminado». La respuesta de Nelken, como la de Galarza a Irujo dos semanas antes, fue una mezcla de evasivas y descarados desmentidos. Expresó su «dolorosa sorpresa» ante lo que le pedían, dado que «Ustedes mismos estarán de acuerdo en que se les ha concedido todas las facilidades posibles para visitar a estos prisioneros, hablar con ellos y, por tanto, informarse de primera mano de la situación de estos… Reconocerán ustedes que ninguno de los se [sic] prisioneros ha oído una palabra de insulto y mucho menos han sido víctimas de malos tratos… Estoy segura de que ustedes serán los primeros en ver que el modo en que se da de comer a los prisioneros políticos es precisamente la mayor prueba del humanitarismo de nuestras autoridades y de nuestro pueblo».

Para una delegación conmocionada por el sufrimiento de la población civil a causa de los bombardeos insurgentes, la ardiente evocación de Nelken del «humanitarismo» republicano aplacó sus dudas. En el informe que elaboraron a su vuelta a Londres, la delegación admitía que «Visitamos a los prisioneros y tuvimos ciertas dificultades para conversar con ellos, puesto que normalmente los oficiales podían oírnos». De todos modos, a la hora de explicar un «claro descenso del número» de reclusos en las cárceles de Madrid, hicieron referencia a «un legítimo traslado de prisioneros desde Madrid a las provincias por parte de las autoridades gubernamentales». La Embajada española en Londres quedó tan encantada con el informe que su departamento de prensa volvió a publicarlo como panfleto.

Pero no todo salió tan bien. La delegación británica se había reunido con Largo Caballero y su ministro del Estado Álvarez del Vayo, la tarde del 4 de diciembre en Valencia antes de volver a Gran Bretaña. Durante su conversación, los británicos volvieron a sacar a colación el asunto de los «excesos» cometidos contra los presos y el primer ministro republicano aceptó crear una «Comisión de Seguridad» interministerial especial compuesta por representantes de todas las organizaciones del Frente Popular para investigar el asunto de la seguridad de los presos políticos. Largo Caballero no ocultó su malestar por aquella petición. En su respuesta formal por escrito a la delegación, se quejó de «la actitud verdaderamente provocativa en muchos casos por parte de los prisioneros políticos que jalearon a los primeros aviones rebeldes cuyas bombas se llevó la vida de muchas mujeres y niños, con gritos de bienvenida y vivas al fascismo desde sus prisiones. De todos modos, el Gobierno siempre ha podido controlar la justa indignación del pueblo». Largo Caballero continuó afirmando después que «El Gobierno también había preparado la evacuación de los prisioneros políticos de la capital de la República y, en la medida de lo posible, la ha llevado a cabo. Seguirá haciéndolo y, de este modo, una de las tareas inmediatas de la “Comisión de Seguridad” quedará completada».

La carta del presidente del Consejo de Ministros republicano es reveladora en dos aspectos. En primer lugar, la actitud de Largo Caballero con respecto a los presos políticos es similar a la de sus colegas ministeriales Álvarez del Vayo y Galarza; es poco probable que este último le hubiera ocultado la verdad de las sacas. En segundo lugar, demuestra que el deseo de «cubrir la responsabilidad» era una de las cuestiones más importantes para el Gobierno. Su inequívoca declaración de que los reclusos de Madrid habían sido evacuados y estaban a salvo recordaba a los anteriores desmentidos de Nelken y a la mendacidad de Galarza ante Irujo y Giral.

La prensa republicana no anunció el establecimiento de la «Comisión de Seguridad». Existen dudas de que alguna vez se designara. No era necesaria. Hasta que no hubo una presión intensa, el Gobierno republicano no acabó, con retraso, con la atmósfera permisiva que facilitó que el Consejo de Investigación de la DGS de Serrano Poncela organizara la matanza masiva de presos. Por supuesto, los británicos no fueron los únicos preocupados por lo que estaba ocurriendo en Porlier, San Antón y Ventas. La coalición de fuerzas que ayudó a garantizar el control temporal de Melchor Rodríguez sobre las cárceles de Madrid el 9 de noviembre —Mariano Gómez, el Colegio de Abogados de Madrid y el Cuerpo Diplomático— exigió su restitución. Cuando los diputados británicos llegaron a Madrid, García Oliver convocó a Melchor Rodríguez en Valencia para reunirse con él. Por culpa de un accidente de tráfico sufrido cuando salió de Madrid, Rodríguez no llegó hasta la noche del 28 al 29 de noviembre, fecha en la que el ministro de Justicia acordó revocar su despido del día 14. Pero García Oliver no mostró urgencia alguna por poner en práctica su decisión. La orden —firmada por su subsecretario Sánchez Roca— que nombraba a Rodríguez «delegado especial de la Dirección General de Prisiones» fue rubricada el 1 de diciembre, pero no se publicó en la Gaceta hasta dos días después. El nuevo delegado especial no salió de Valencia hasta que tuvo una copia de la confirmación de su nombramiento en la Gaceta, lo cual quiere decir que no ocupó su puesto hasta el 5 de diciembre. Rodríguez dio después las mismas órdenes que habían suspendido las matanzas casi un mes antes y que restringían los traslados de presos[36]. La operación asesina del Consejo de Investigación de la DGS había terminado por fin.