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LOS TRIBUNALES POPULARES Y LAS MVR
A las siete de la mañana del domingo 23 de agosto de 1936, José Giral se encontraba al teléfono leyéndole el texto de un decreto a Manuel Azaña. «Salvamos así algunos miles de vidas», le dijo el jefe del Gobierno al presidente de la República. El decreto en cuestión creaba en Madrid un «Tribunal especial para juzgar los delitos de rebelión y sedición y los cometidos contra la seguridad del Estado». Tal era la urgencia provocada por las matanzas en la Cárcel Modelo que el tribunal se constituyó apenas tres horas después de la llamada de Giral a Azaña. Su composición marcaba una separación radical de la justicia anterior a la guerra. Estaba presidido por Mariano Gómez, presidente del Tribunal Supremo, e incluía a otros dos magistrados, Santiago de Valle y Fernando González Barón. Pero los veredictos serían decididos por catorce miembros del jurado elegidos por los partidos del Frente Popular y los sindicatos. IR, UR, PCE, JSU, PSOE, UGT y CNT-FAI contaban cada uno con dos miembros. La naturaleza política del tribunal la acentuaba la elección de estos miembros. Entre los que prestaron juramento del cargo se encontraban Francisco Antón, secretario provincial del PCE, Felipe Arconada, secretario provincial de las JSU, y Amor Nuño Pérez, secretario de la Federación Local de Sindicatos de la CNT.
El objetivo del tribunal era evitar más masacres ofreciéndole al «pueblo» justicia sumaria. Esto quedó patente cuando comenzó su primera sesión en el salón de actos de la Cárcel Modelo a las once de la mañana del mismo domingo. La improvisada sala de justicia estaba abarrotada de milicianos y periodistas y «se quedó sin entrar una verdadera multitud». El primer juicio era contra Alfonso Font Toha, teniente del regimiento número 1 de Artillería de Getafe. Font estaba acusado por su implicación en el intento fallido por parte de los rebeldes dentro del regimiento de hacerse con el control del aeródromo de la ciudad entre el 18 y 19 de julio. Tres horas después, el jurado encontró a Font culpable del delito de rebelión militar, tal y como lo describe el Código de Justicia Militar de 1890, y al acusado se le condenó a treinta años de cárcel. Font no fue el único hombre al que el nuevo tribunal condenó el 23 de agosto. Tras un descanso para el almuerzo, volvió a reunirse a las cinco de la tarde para tratar el caso de cuatro oficiales acusados de participar en la rebelión de Alcalá de Henares: el comandante de Infantería Baldomero Rojo Arana y los capitanes Isidoro Rubio Paz, Juan Aguilar Gómez y Pedro Mohino Díez. Los acusados defendieron su inocencia durante todo el juicio, aunque los historiadores franquistas admitirían más tarde que Rojo fue el cabecilla de la rebelión de Alcalá. A las diez de la noche el jurado se retiró para discutir el veredicto. El tribunal condenó a cuatro penas de muerte esa misma noche. Los condenados fueron ejecutados a las seis de la mañana siguiente, veintitrés horas después de la conversación de Giral con Azaña[1]. La nueva era de la justicia republicana acababa de comenzar.
¿EL COLAPSO DE LA JUSTICIA REPUBLICANA?
Pese a su carácter histórico, no se debe considerar al decreto del 23 de agosto como el comienzo de un proceso de reconstrucción del sistema de justicia penal. Glicerio Sánchez Recio ha alegado que la rebelión militar provocó «el colapso judicial» y «la paralización de la administración de justicia». Cervera lo ha descartado con razón, alegando que esto es una exageración, señalando que los tribunales revolucionarios que emergieron en Madrid durante el primer mes de la Guerra Civil «no paralizó o colapsó la Justicia porque actuaba[n] al margen de ella, y además… los tribunales [ordinarios] siguieron desarrollando su labor, ciertamente con dificultades y de forma paralela a esa violencia [revolucionaria]». Así, en esta temprana etapa, tratando de frenar las matanzas extrajudiciales, la administración de Giral se empeñaba en intentar hacer que la justicia «burguesa» fuera aceptada por el «pueblo». Como ha escrito Ramón Salas, el decreto del 23 de agosto «culminaba» un proceso de «profunda renovación de la justicia».
La determinación del Gobierno de demostrar su compromiso con la causa antifascista puede verse en su enérgica respuesta al problema de los rebeldes capturados tras el fracaso del Alzamiento. Inmediatamente ordenó la creación de un juzgado especial liderado por Francisco Javier Elola, magistrado del Tribunal Supremo, para investigar a quienes estuvieron implicados en la rebelión. Elola tenía a su disposición a cuatro jueces de instrucción de Madrid y se esperaba que actuara estrechamente con Alberto de la Paz, el fiscal general de la República, quien tenía un equipo de fiscales que trabajaban en la investigación. El 19 de agosto, el sumario de Elola contaba con 21 piezas en tramitación y 273 esperaban juicio por el delito de rebelión. La lista de acusados indicaba que los oficiales subalternos habían formado la columna vertebral de la rebelión, puesto que se había acusado a 66 capitanes y 108 tenientes frente a 3 generales, 7 coroneles, 6 tenientes coronel y 20 comandantes. Estas cifras no incluyen a dos de los líderes que sobrevivieron a la rebelión: el general Joaquín Fanjul y el coronel de Ingenieros Tomás Fernández Quintana. Tras su detención el 20 de julio, los dos habían sido conducidos a la DGS y, de allí, a la Cárcel Modelo. Elola dirigió la investigación bajo procedimiento sumarísimo, provocando que Fanjul se quejara amargamente de que «la intención [es] dejarme por completo indefenso». El caso fue designado a la Sala de Justicia Militar del Tribunal Supremo (Sala Sexta) para ser juzgado el 16 de agosto, aunque solamente dos de los nueve hombres del tribunal eran generales. Los otros siete eran magistrados del Tribunal Supremo, entre quienes se incluían dos de los tres jueces de Derecho posteriormente asignados al Tribunal Especial del 23 de agosto: Mariano Gómez —el entonces presidente de la Sala Sexta— y Fernando González Barón. El secretario de la Sala Sexta, Ricardo Calderón y Serrano, también sería transferido al nuevo tribunal una semana después. La continuidad es también evidente en el emplazamiento del juicio. Fanjul y Fernández se sentaron en el mismo salón de actos de la Cárcel Modelo que sería utilizado para Font y los otros cuatro oficiales una semana después. El interés popular era enorme. Una larga cola de personas que esperaban hacerse con un lugar en la galería pública estaba ya en el exterior de la prisión a las siete menos cuarto de la mañana del día 16. El juicio comenzó unos 90 minutos después y no terminó hasta última hora de la tarde. El resultado no dejó lugar a dudas. La Sala Sexta rechazó la alegación de los acusados de que el Ejército se había sublevado para salvar a España, dictaminando que los generales no tenían ningún derecho a «derribar a un Gobierno que tiene su origen en la voluntad del pueblo» y sentenció a los dos a la pena de muerte. Fanjul y Fernández fueron fusilados en el patio central de la Cárcel Modelo a las cinco y diez de la mañana del día siguiente[2].
El compromiso público de la Sala Sexta con «la voluntad del pueblo» quedó también reflejado en niveles inferiores de la judicatura, que siguió trabajando en circunstancias cada vez más difíciles. En particular, los jueces de instrucción de la Audiencia Territorial de Madrid llevaban a cabo a diario el macabro ritual legal de identificar los cuerpos de las víctimas abandonadas en las calles y determinar las circunstancias de sus muertes. Sabiamente, decidieron no hacer preguntas delicadas y muchos cerraron sus sumarios inmediatamente después de identificar a los autores. Por ejemplo, a las seis y media de la mañana del 13 de septiembre, la comisaría del Congreso fue informada de que había trece cadáveres abandonados junto a los muros del cementerio del Este. Algunos iban acompañados de notas explicativas. La mayoría ponía «Fascista» o «Espía fascista», aunque el mensaje que acompañaba al cuerpo de Manuel Manzano Ambrona decía «Dueño de pensión, encubridor de los espías». El juez instructor, Luis Moliner y Buil, fue llamado después para llevar a cabo la investigación. Sus indagaciones se beneficiaron del descubrimiento de documentos personales en la mayor parte de los cadáveres. En los interrogatorios a los familiares quedó patente que los agentes del CPIP habían detenido a las víctimas unos días antes. Moliner y Buil archivó rápidamente su investigación.
El hecho de que los jueces y magistrados siguieran sirviendo a la República no significa que fueran comprometidos antifascistas. El Gobierno se enfrentó a una fuerte resistencia en la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo cuando exigió que todos los funcionarios de la justicia declararan su lealtad al régimen. Dado que apenas un 7% de los jueces y fiscales fueron despedidos por el régimen de Franco durante la Guerra Civil y después de esta, es difícil refutar la conclusión de Sánchez Recio de que «adoptaron una actitud de moderación y se mantuvieron a la expectativa a lo largo del conflicto». Pero el simple hecho de que el personal judicial permaneciera en sus puestos ayuda a explicar por qué la mayoría sobrevivió durante el terror. De los aproximadamente 1.200 miembros de la carrera judicial y fiscal en España al comienzo de la guerra, 95 fueron ejecutados en zona republicana, incluyendo a veinte que estaban en Madrid. Entre los últimos se encontraban algunas personas cuyo conocido punto de vista político o sus actividades profesionales les señalaban como enemigos del «pueblo». Jesús Arias de Velasco, presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo en julio de 1936, tenía tendencias carlistas, y en la junta de la Sala de Gobierno alegó con virulencia que las declaraciones de fidelidad republicana comprometían la independencia de la judicatura. Fue fusilado junto a sus dos hijos dos meses después. El magistrado del Tribunal Supremo y compañero de Arias de Velasco, Salvador Alarcón Horcas, fue otro hombre señalado. Había conducido un «Juzgado de Instrucción Especial Anticomunista» durante la dictadura de Primo de Rivera y fue nombrado investigador jefe del tráfico ilegal de armas tras la revolución de octubre de 1934. Encontraron su cuerpo en la Casa de Campo el día 8 de agosto[3].
Las vidas de los magistrados considerados indulgentes con la amenaza fascista antes de la guerra, durante la violenta primavera de 1936, también corrían peligro. Ángel Aldecoa y Jiménez, presidente de la Audiencia Territorial de Madrid, fue trasladando a Almería en marzo de 1936 tras la airada reacción de los socialistas después de condenar a cortas penas de prisión a dos falangistas en marzo de 1936 (véase el capítulo 1). Aquel mes de septiembre, Aldecoa volvió a la capital como prisionero del CPIP. Después de trasladarlo accidentalmente a la jurisdicción de la DGS, Tomás Carbajo, uno de los representantes socialistas del Comité del CPIP, le escribió a Manuel Muñoz solicitando «con urgencia de V.E. ordene sea puesto [Aldecoa] a disposición de este Comité». La DGS, como siempre preocupada por no ofender a los representantes del «pueblo», devolvió a Aldecoa y, a continuación, fue fusilado por un pelotón del CPIP.
Las carreras de Aldecoa, Arias de Velasco y Alarcón en la judicatura terminaron antes de sus muertes violentas. Como trasfondo de los esfuerzos del Gobierno de Giral por demostrar la credibilidad del sistema de justicia estatal ante el «pueblo» antifascista estaba la depuración política de funcionarios de la administración de justicia. El proceso comenzó formalmente con el decreto del 21 de julio que ordenaba el despido de todos los funcionarios «que hubieran tenido participación en el movimiento subversivo o fueran notoriamente enemigos del Régimen». Las normativas específicas para la depuración de personal jurídico fueron dadas en una serie de decretos emitidos a mediados de agosto. Con el fin de garantizar «una actuación limpiamente republicana», se despidió a todos los jueces y fiscales municipales el día 15; todo aquel que deseara conservar su trabajo tenía que volver a solicitarlo, aportando pruebas de que «el solicitante es notoriamente afecto al Régimen». Seis días después, y como parte de la «transformación a fondo de órganos judiciales», se crearon Juntas de Inspección de Tribunales especiales para investigar a todos los funcionarios de la administración de justicia. Se pueden encontrar más pruebas de la determinación del Gobierno por transformar la justicia española antes del incendio en la Cárcel Modelo y la posterior matanza en el repentino —e inconstitucional— retiro de Diego Medina como presidente del Tribunal Supremo, el 18 de agosto, y el nombramiento de Mariano Gómez, magistrado republicano de confianza, como su sucesor. Medina fue uno de los 35 magistrados del Tribunal Supremo y de la Audiencia Territorial que fueron jubilados o despedidos a la fuerza ese día.
Concomitante a la depuración de funcionarios jurídicos fue la depuración de la profesión jurídica, a la que procedió el Colegio de Abogados de Madrid en lugar del Estado. El día 24 de julio, una Junta del Frente Popular, dirigida por el socialista Ángel Martín y Martín, se hizo con el control del Colegio de Abogados y nombró a una nueva Junta directiva bajo el mando del diputado de UR Francisco López de Goicoechea. Rápidamente demostró su compromiso con la causa antifascista organizando una milicia y dos hospitales de sangre. A esto le siguió el día 16 de agosto la expulsión de treinta conocidos abogados considerados por la Junta directiva como un obstáculo a «la obra revolucionaria de trasformar profundamente la Magistratura» y «la nueva justicia popular». En la lista no solo se incluía a José María Gil Robles y a José Antonio Primo de Rivera, sino también a republicanos centristas, como el antiguo presidente Niceto Alcalá-Zamora y los expresidentes del Consejo de Ministros Alejandro Lerroux y Ricardo Samper. Tales despidos eran considerados por el Gobierno como fundamentales, puesto que la limpieza política de los Colegios de Abogados era un requisito esencial para una mayor depuración de funcionarios de la administración de justicia, dado que proporcionaba a dos de los cinco miembros de las Juntas de Inspección de Tribunales[4].
EL FRACASO DE LOS TRIBUNALES POPULARES
José Giral trató de cambiar radicalmente el sistema republicano de justicia antes de la espantosa noche del 22 al 23 de agosto. Pero eso no iba a ser nunca suficiente para los representantes políticos y sindicales del «pueblo». En un extremo, los comunistas argumentaban a favor de un fuerte sistema de justicia del pueblo organizado por el Estado y lamentaban la timidez de las medidas del Gobierno de Giral. Mundo Obrero, el autodenominado «Diario de la Revolución», vociferaba el 13 de agosto: «No ha llegado aún y no sabemos por qué, la limpia de emboscados y enemigos del régimen a las madrigueras de la judicatura». Alegando que «cientos» de «agentes judiciales del fascismo» seguían en sus puestos, exigía «una limpia a fondo, sin escrúpulos ni contemplaciones», puesto que «Ahora hay que crear el organismo de la nueva justicia, de la justicia democrática, de la justicia que está imponiendo el pueblo con las armas». En el otro, los anarcosindicalistas demandaban la abolición del mismo sistema judicial. «En España no hay más ley ni más poder que los del pueblo», exclamaba CNT el día anterior; «Por eso, la voz del pueblo es la suprema ley».
Por supuesto, Giral y sus ministros eran conscientes del hecho de que a su alrededor se estaba poniendo en práctica la «justicia del pueblo» extrajudicial. Pero fue necesaria la masacre en la Cárcel Modelo para convencerlos de que no tenían más opción que obtener la colaboración institucionalizada de la izquierda obrera. Se esperaba que una participación en el sistema de justicia estatal desencadenara un sentido de responsabilidad entre las organizaciones revolucionarias. «Desea el Gobierno», decía el preámbulo del decreto del 25 de agosto por el que se creaban Tribunales especiales por toda la España republicana, «por considerarlo de necesidad imprescindible, dar entrada en los tribunales de justicia al pueblo que defiende la República vertiendo por ella su sangre generosa, a fin de que el aliento popular sea eficaz soporte de las resoluciones de los juristas y de que el pueblo, representado por sus órganos de opinión, sienta su propia responsabilidad». Los republicanos burgueses reconocieron que los supuestos liberales de la justicia habían muerto. En la apertura del año judicial del 5 de octubre, el jurista y ministro de Justicia Mariano Ruiz Funes dijo a los magistrados que «Se la ha caracterizado [a la justicia] en una espada que hiere a ciegas. La justicia no es eso… Los antiguos simbolizaban la Justicia en una diosa con los ojos vendados. Esta concepción tradicional se ha mantenido, por desgracia, con contumaz persistencia en lo más hondo de la justicia española. ¡Hay que arrancar la venda de los ojos de la Justicia!».
La prensa revolucionaria se dio cuenta de inmediato de las trascendentales consecuencias de los nuevos tribunales especiales, aunque ignoraba la nomenclatura oficial cambiándola por la de «tribunales populares». Claridad proporcionó los antecedentes de la acción del Gobierno: «El pueblo necesitaba limpiar de enemigos la retaguardia. Esa tarea de policía y de justicia tuvo que realizarla él mismo». La creación del «Tribunal Popular de la Revolución Española» garantizó «la salvación del pueblo sin salirse de las leyes vigentes en la administración de justicia». Mundo Obrero aclamó la constitución de «los tribunales del pueblo», haciendo constar que «Ha roto con la espesa burocracia de los tribunales ordinarios, tribunales de clase que han venido imponiendo la ilegalidad de magistrados». Pese a que elogiaba la labor del «tribunal popular de Madrid», advertía de que no debía haber «lenidad», «sentimentalismo» ni «perdón» a la hora de dictar sentencia. Incluso CNT aplaudió la nueva «justicia popular» puesto que «la justicia y la ley son del dominio y administración del pueblo español».
Los diplomáticos extranjeros también dieron una cautelosa bienvenida a los tribunales populares con la esperanza de que terminaran tajantemente con los asesinatos arbitrarios. Por desgracia, se demostró que no fue así en la zona republicana[5]. Animados o consentidos por sus líderes, los ateneos libertarios de la capital, las radios comunistas y los círculos socialistas siguieron dispensando justicia directamente o en colaboración con el CPIP, el tribunal revolucionario que representaba a todas las organizaciones del Frente Popular. Incluso las propias brigadas de Policía de la DGS, como Amanecer, continuaron con su trabajo sucio en contra de sospechosos «fascistas» (véanse los capítulos 4 y 5). Así, la colaboración formal de las organizaciones del Frente Popular con el Estado no produjo la desaparición de órganos de justicia paralelos. De hecho, el movimiento anarcosindicalista mandó militantes a los jurados para asegurar que los tribunales populares avanzaran hacia su concepción de justicia revolucionaria. Tal y como decía un editorial del CNT el 27 de agosto, las recientes reformas de Giral implicaban que «se aproximan a paso de gigante a las formulas de los tribunales revolucionarios, con un anhelo social además de jurídico. Muy bien». Sin embargo, recalcaba que estos últimos garantizaban que la Iglesia, la CEDA, la Falange y los oficiales rebeldes africanistas «desaparezcan para siempre como fuerza social». También avisaba de que estas «cuatro organizaciones fascistas… fundidas en un solo y monstruoso enemigo» y «desposeídas de las cualidades específicas de humanidad… esgrimen todas las armas posibles». De este modo, «la Justicia Popular» estaba actuando en un conflicto en el que «no hay más que combatientes».
Como hemos visto, esta visión de la Guerra Civil como lucha a muerte entre el «pueblo» y un enemigo socio-políticamente afianzado era moneda corriente en la izquierda durante el verano de 1936. Es la potencial escala de ese «monstruoso enemigo» en la retaguardia lo que ayuda a explicar de una forma más amplia por qué los tribunales populares del Estado no podían suplantar del todo a sus homólogos revolucionarios. Siendo realistas, los primeros no podían castigar a todos los «fascistas». El 25 de agosto, Mariano Gómez, presidente del tribunal popular de Madrid, dijo a un periodista de Mundo Obrero que, como mucho, su tribunal solo podía enjuiciar «a más de treinta procesados» por día. Esta predicción era desesperadamente optimista. En 48 sesiones entre el 23 de agosto y el 30 de diciembre, el tribunal de Gómez consiguió dictar sentencia para 304 acusados (6,3 por sesión). Con el fin de aumentar la productividad del sistema de justicia popular en la capital, se añadió un segundo tribunal a partir del 21 de octubre bajo la presidencia de Juan José González del Calle. A finales de año había juzgado a 85 en 37 sesiones (2,3 por sesión). No fue solamente una cuestión de cifras —o más bien de la falta de ellas— lo que hizo que los tribunales populares parecieran poco relevantes en la lucha diaria contra los enemigos ocultos. De los 389 acusados que comparecieron ante los dos tribunales, 308 —el 79%— se enfrentaban a cargos relacionados con la rebelión militar de los días 17 al 21 de julio. Además, a partir de un decreto del 15 de septiembre que ampliaba la jurisdicción de los tribunales populares a delitos cometidos en el frente, otros 54 —un 14%— fueron juzgados por delitos militares tales como negligencias y deserción. De los restantes, 21 —el 5%— fueron acusados de subversión interna. En total, solo 17 de los acusados —el 4%— eran civiles.
Entre los últimos se encontraba Rafael Salazar Alonso. El antiguo ministro de la Gobernación radical se había entregado al grupo de «Los Libertos» de Melchor Rodríguez García a finales de agosto e insistió en enfrentarse a un juicio creyendo que su vida no corría peligro (véase el capítulo 6). Subestimó su propia importancia en la narrativa antifascista de los orígenes de la rebelión militar. Este «siniestro lugarteniente de Lerroux», opinaba un columnista de La Voz después de su detención, «se convirtió pronto… en el personaje más antipático de la reacción española». Dando detalles sobre sus acciones durante el «bienio negro», el artículo se refirió a su relación con el entonces diario antirrepublicano Informaciones tras la victoria del Frente Popular en febrero de 1936, calificándolo de «fascista a última hora». El Gobierno republicano dio mucha importancia al juicio de este pez gordo reaccionario y encargó la fiscalía del caso a José Vallés, fiscal general de la República. Durante el juicio, inusualmente largo, en la Cárcel Modelo entre los días 18 y 21 de septiembre, Vallés exigió la pena de muerte por rebelión militar, a pesar de que solamente había pruebas de que Salazar Alonso había pedido una acción firme contra «la revolución» antes de la Guerra Civil. El jurado consideró que aquello era suficiente para declarar al político culpable, y tres magistrados profesionales se vieron obligados a condenar a muerte a Salazar Alonso, pese a que puede discernirse la disconformidad de aquellos con la decisión por sus poco convincentes desmentidos de que la sentencia no infringía el principio de que «el pensamiento no delinque». También se hizo evidente una sensación de malestar cuando el Gabinete de Largo Caballero se reunió el día 22 para confirmar la sentencia. Los ministros se pronunciaron por mayoría de un voto a favor de la conmutación, pero Mariano Gómez, presidente del tribunal que estaba presente en la reunión, advirtió de que aquella decisión podría provocar un amotinamiento entre los miembros del jurado y el desmoronamiento del tribunal. Indalecio Prieto cambió su voto y apoyó la pena de muerte: no se podía hacer frente al «pueblo». La ejecución tuvo lugar a las seis menos cuarto de la mañana siguiente.
La justicia popular era dura. Salazar Alonso fue uno de los 44 acusados —el 11%— condenados a muerte en 1936. La conmutación era poco probable. Excluyendo a cuatro condenados en rebeldía, 33 —el 82,5%— fueron posteriormente fusilados. Aun así, la pena de muerte se reservó en gran parte a aquellos que habían participado en la rebelión —40 de ellos, o el 91%, eran militares—, y la dureza de las sentencias se redujo significativamente tras las seis primeras semanas. La proporción de condena a muerte o reclusión perpetua cayó del 65% en septiembre al 33% en octubre, mientras que la de absoluciones aumentó del 13% al 35%. Esto puede explicarse en parte por la disposición de los miembros del jurado a absolver a los rebeldes sospechosos si declaraban ante el tribunal su intención de luchar por la República. El 16 de octubre, catorce oficiales —entre los que se incluía un teniente coronel— acusados de rebelión en la factoría militar La Marañosa los días 19 y 20 de julio fueron absueltos tras confirmar su juramento de lealtad a la República. Los miembros del jurado también se mostraron reacios a declarar culpables a soldados rasos y milicianos acusados de indisciplina en el frente. El 21 de octubre el segundo tribunal especial se reunió por primera vez para debatir el caso de Francisco Vázquez Rodríguez, un corneta de 16 años acusado de deserción de su unidad en El Casar de Escalona (Toledo) cuatro semanas antes. La acusación fue desestimada después de que el jurado aceptara la alegación del adolescente de que sus superiores —oficiales de carrera— habían huido antes del pueblo. Vázquez abandonó su puesto no «por miedo», sino «para poder continuar luchando por su ideal redentor».
Los dos tribunales populares de Madrid estaban, de hecho, entre los más indulgentes de la zona republicana. En términos relativos, tuvieron el más alto índice de absoluciones y el tercero más bajo en la petición de la pena de muerte. Y a pesar de estar por debajo de las expectativas, Madrid quedó también segunda en términos absolutos en la declaración de condenas, siendo solamente adelantada por Málaga. Dicho de otro modo, los tribunales populares no habían castigado más que a una diminuta fracción de las personas detenidas como amenaza a la República a partir del 17 de julio de 1936. Habiendo desechado el Gobierno a los tribunales «burgueses», la incapacidad de los tribunales populares para proporcionar una alternativa revolucionaria plausible al «paseo» provocó que Largo Caballero instituyera más reformas legales en octubre. El día 6, Jesús Hernández, el ministro comunista de Instrucción Pública y secretario del Consejo de Ministros, celebró una conferencia de prensa. «En el consejo [de hoy]», explicó, «ha habido una cosa muy interesante. Se crea un Tribunal de tipo de urgencia muy restringido para que pueda juzgar a todos los desafectos al régimen que de mil maneras muestran su enemiga contra la República». Esa «cosa muy interesante» apareció en forma de decreto en la Gaceta de Madrid cuatro días después. Gracias a él se creaban jurados de urgencia para castigar «hechos que, siendo por su naturaleza de hostilidad o desafección al Régimen, no revisan caracteres de delito». Las definiciones de hostilidad y desafección eran amenazadoramente confusas. No solo abarcaban la resistencia a órdenes oficiales, sino también «falsos rumores» y conductas que «sin ser constitutivo de delito demuestren, por los antecedentes y móviles, que quien la ejerce es persona notoriamente desafecta al Régimen». Para cubrir todos los actos potenciales de desafección, una última cláusula criminalizaba «Cualquier otro hecho que por sus circunstancias y consecuencias daba estimarse como nocivo a los intereses del Gobierno, el Pueblo o la República».
Por supuesto, los tribunales revolucionarios se habían enfrentado sumariamente a tales hechos a lo largo de todo el verano. Los jurados de urgencia fueron concebidos como un mecanismo para reclamar ese castigo de parte del Estado antifascista. Eran tribunales del «pueblo» puesto que solamente uno de los tres hombres que componían la mesa era magistrado, mientras que los otros eran representantes del Frente Popular. Sin embargo, estos jurados no tenían el poder de dar vida o muerte: el culpable solamente podía ser confinado durante un máximo de tres años. El problema a corto plazo era que los jurados de urgencia, como los tribunales populares, no podían competir seriamente con los tribunales revolucionarios. Distraído con la cada vez peor situación militar, el Gobierno no anunció la composición de los siete jurados de urgencia de Madrid hasta dos semanas después y los juicios no comenzaron a celebrarse en serio hasta el mes siguiente. Lo mismo ocurrió con los tres jurados de guardia que se crearon en Madrid por el decreto del 19 de octubre para tratar delitos específicos como el sabotaje militar[6]. Ni siquiera esta batería de tribunales de emergencia pudo procesar de manera inmediata a la ola de prisioneros encarcelados durante el pánico de octubre de la quinta columna (véase el capítulo 8).
LA CREACIÓN DE LAS MILICIAS DE VIGILANCIA DE LA RETAGUARDIA (MVR)
El 8 de octubre, El Socialista,, la voz más moderada del socialismo español, publicaba un editorial que elogiaba el inminente decreto que anunciaba la llegada de los jurados de urgencia. Lo motivaba el «concepto revolucionario que desde la insurrección militar preside todos los actos del Estado. No debe olvidarse que el Estado, obligado a hacer la guerra, está realizando, al mismo tiempo, la revolución». Así, los esfuerzos del Gobierno de Largo Caballero por centralizar la justicia en el seno del Estado no traicionaban la revolución, sino que más bien tenían el propósito de defenderla y expandirla. Lo mismo ocurría, según el editorial, con la determinación del Gobierno de imponer su autoridad sobre el mantenimiento del orden público. Alegaba que «centralizar… toda la indispensable acción policíaca de estas horas» reduce «al mínimo el coeficiente de error que acompaña a todas las empresas humanas». También aseguraría que «el enemigo filtrado en la ciudad [Madrid] no nos causará daño y no escapará a la sanción que le corresponda». Consideraba que las MVR, anunciadas tres semanas antes, eran fundamentales para alcanzar estos objetivos.
La cuestión del orden público constituía una prioridad para el Gobierno de coalición de Francisco Largo Caballero de seis socialistas, tres republicanos de izquierdas, dos comunistas y un nacionalista catalán cuando se hizo con el poder el día 4 de septiembre. José Giral, su predecesor, había tratado de apaciguar al «pueblo» con la depuración de la Policía. Además, su director general de Seguridad, Manuel Muñoz, había organizado una fuerza paralela de investigación criminal del Frente Popular, el CPIP, para trabajar conjuntamente con la DGS, y mantuvo con obstinación una política de «no confrontación» con las múltiples fuerzas de la izquierda obrera. Pero al igual que su transformación de la justicia republicana, las radicales reformas de la policía realizadas por el Gobierno de Giral no fueron consideradas suficientes por el «pueblo». Largo Caballero se convirtió en presidente en un Madrid en el que los destacamentos de la retaguardia de la Inspección General de Milicias y las organizaciones de distrito anarcosindicalistas, socialistas y comunistas se habían atribuido el poder de realizar detenciones (véanse los capítulos 4 a 6).
El «Lenin español» no buscaba revocar estos logros revolucionarios. Quería que estuvieran organizados en una sola estructura del mantenimiento del orden eficiente y, sobre todo, controlada por el Gobierno. Esta tarea le fue confiada a un aliado ideológico dentro del PSOE, Ángel Galarza. Abogado de profesión, en 1929 Galarza había sido el cofundador del Partido Radical Socialista, «que como su nombre indica era, en la línea del radicalismo francés, un proyecto de republicanismo más radical en su contenido reformista, pero especialmente en tres de sus “anti”: el antimilitarismo, el anticapitalismo y el anticlericalismo». Como director general de Seguridad durante el primer bienio republicano, actuó enérgicamente contra los intentos anarquistas de establecer el comunismo libertario. Haciendo un giro más a la izquierda en 1933, se unió a los socialistas y se relacionó estrechamente con los esfuerzos de Largo Caballero de «bolchevizar» el partido. Con una personalidad de gran desparpajo, a Galarza no le faltaban enemigos políticos: Niceto Alcalá-Zamora le llamó «niño estúpido». Muchos de sus detractores estaban en el ala prietista del PSOE. Zugazagoitia lo tachaba de ser «un republicano de ayer» que «no contaba con ninguna simpatía».
Galarza proclamó rápidamente su visión del futuro inmediato del orden público en la España republicana. Mantuvo a Manuel Muñoz en la DGS, indicando que cualquier cambio sería consensuado. Este mensaje se recalcó de nuevo dos semanas después en el preámbulo del decreto que creaba las MVR. «Es imperiosa la necesidad de regular adecuada al momento presente los servicios de orden de la retaguardia», empezaba diciendo. «Esta labor se ha realizado en parte por grupos de Milicias que comprendían su necesidad y que han colaborado con la Policía y con las fuerzas de seguridad». Pero como no existía una «organización coordinada entre los diferentes grupos… era difícil evitar la filtración de enemigos del régimen, que tenían como único propósito perturbar tan importante labor». Galarza se afanó en recalcar que estos «enemigos» no se referían a las «iniciativas de los partidos políticos y sindicatos», puesto que estas formarían la base de las MVR, un nuevo cuerpo que ayudaría a las agencias de orden público del Estado.
Galarza esperaba que la promesa de empleo eventual dentro del aparato de seguridad del Estado atraería a las MVR a estos «grupos de milicias» organizados por los partidos y los sindicatos. El día 22, le dijo a los periodistas, lleno de confianza, que las MVR estarían operativas a finales de mes con 1.500 hombres distribuidos en 35 puestos de Madrid. Sin embargo, para el 1 de octubre, solamente las milicias de IR, UR y la diminuta Izquierda Federal se habían alistado. Durante las siguientes cuatro semanas otras organizaciones registraron a milicianos de retaguardia en las MVR, aunque las radios comunistas y la Casa del Pueblo socialista retrasaron sorprendentemente sus listas hasta finales de octubre. La CNT-FAI se quedó deliberadamente fuera de las MVR. Los anarcosindicalistas se habían negado a entrar en el Gobierno de Largo Caballero e hicieron campaña por un Consejo Nacional de Defensa alternativo basado predominantemente en la CNT y la UGT. Las antipatías por las MVR no eran solamente ideológicas. En una reunión de los regionales de la CNT en Madrid celebrada entre el 15 y el 17 de septiembre, se denunció a su antiguo adversario, Galarza, como uno de los «elementos… hostiles a la CNT» dentro del Gabinete[7]. La hostilidad de los anarcosindicalistas hacia las MVR no se mitigó hasta noviembre, después de que cuatro de sus líderes se convirtieran en ministros (véase el capítulo 10).
Un total de 1.378 hombres habían ingresado en las MVR de Madrid cuando Galarza ordenó la disolución de la organización en diciembre de 1936. Sus diversos antecedentes socioeconómicos reflejaban al «pueblo» urbano antifascista. De los 1.019 cuyas ocupaciones se conocen, solo 22 (el 2%) habían trabajado en el campo. Del resto, 491 (el 48%) tenía oficios manuales. Esta cifra incluye una variedad de trabajadores cualificados y no cualificados: 60 albañiles y peones, así como 39 topógrafos e impresores. Otros 348 (el 34%) habían trabajado en el abigarrado sector servicios de la capital; había 72 chóferes, 41 dependientes, 32 camareros y 26 panaderos. Los restantes 158 (el 16%) eran industriales, profesionales, empleados y estudiantes. Hasta cierto punto, las afiliaciones políticas y sindicales de los milicianos de las MVR reflejaban sus antecedentes sociales. La mayoría (815, o el 59%) tenía un carné de militante de la UGT. El PSOE era el partido más representado, con 288 miembros (el 21%). Sin embargo, el PCE y las JSU no se quedaban muy atrás, contribuyendo con 239 (el 17%) y 189 militantes (el 14%), respectivamente. IR y UR proporcionaron 215 (el 15%) entre las dos. Más significativo es el hecho de que, al final, la CNT-FAI solo asignó a las MVR 170 (el 12%), un porcentaje bastante por debajo de su verdadera contribución a la limpieza política de la capital.
Se debe hacer hincapié en que la renuencia de los anarcosindicalistas a entrar en las MVR no explica en sí misma que la prolongada formación de las MVR y su consiguiente fracaso tuvieran un impacto inmediato en el orden público de Madrid. Como hemos visto antes, a excepción de los republicanos de izquierdas, grupos de milicias de todas las organizaciones del Frente Popular se mostraron al principio reacios a abandonar su autonomía con respecto al Estado. El 6 de octubre, un frustrado pero aún diplomático Galarza ordenó a todos los «componentes de todos los grupos y brigadas dedicadas espontáneamente, con gran celo, y a veces con la máxima eficacia, a realizar labores de investigación» a incorporarse a las MVR en 48 horas. Para dar contenido a sus exigencias, Galarza emitió una serie de órdenes que estipulaban que las detenciones realizadas en lo sucesivo solo podrían llevarlos a cabo la DGS o las MVR. Pero, una vez más, esto no debe interpretarse como un ataque frontal contra los tribunales revolucionarios. El día 13 de octubre se admitió a agentes del CPIP en bloque en las MVR. Los que se encontraban en primera línea en la sangrienta guerra contra el enemigo interno no tuvieron muchos problemas para entrar en ellas, siempre que pudieran obtener el apoyo de un partido o sindicato. El 27 de octubre, por ejemplo, se admitió a un grupo de veinte hombres que principalmente estaba compuesto por milicianos socialistas adscritos a la brigada de Atadell, después de que Ángel Pedrero hubiera presentado sus nominaciones ocho días antes. El aumento de registros en las MVR durante el mes de octubre puede atribuirse en parte a la comprensión entre los grupos de investigación de la retaguardia de que esta incorporación no afectaría de facto a su autonomía. La integración del CPIP en las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia, por ejemplo, no tendría ningún impacto en las actividades del primero; la mayor parte de sus agentes ni siquiera se molestó en recoger sus carnés de las MVR. De igual modo, aunque los 35 puestos de vigilancia de la Inspección General de Milicias de Barceló entraron oficialmente en las MVR el día 6, sus milicianos siguieron rindiendo cuentas ante la Inspección General de Milicias y no ante el Ministerio de la Gobernación.
Sin embargo, hubo una excepción: el puesto de las MVR de la calle Marqués de Riscal número 1. Este edificio del centro de Madrid albergó las oficinas de Renovación Española antes de la guerra y estuvo ocupado por el Círculo Socialista del Sur en julio de 1936. El mes siguiente compartió sus instalaciones con la Inspección General de Milicias de Barceló, que lo utilizaba como base para los milicianos que patrullaban la Puerta del Sol por la noche. A comienzos de octubre, el capitán socialista de milicias Alberto Vázquez fue retirado del frente y obligado por orden de Galarza a comandar el cuartel de la calle Marqués de Riscal número 1. Con la aquiescencia de Barceló, este puesto había quedado bajo la responsabilidad directa del ministro de la Gobernación. El trabajo de Vázquez, declaró el capitán de milicia un mes después, era doble. En primer lugar, tenía que continuar con la labor de mantenimiento del orden en la Puerta del Sol. Además, tenía que realizar un «servicio de contraespionaje». Su cuartel tenía que servir de «cárcel para los facciosos o presuntos facciosos que estaban pendientes del Comité [provincial] de Investigación [pública]».
El destacamento de Vázquez estaba compuesto por 31 milicianos. A nivel socioeconómico era heterogéneo, puesto que incluía tres contables y un estudiante, así como trabajadores cualificados y no cualificados. También se trataba de una unidad mezclada políticamente, con dos anarcosindicalistas, cuatro comunistas y seis republicanos, pese a que diecinueve de ellos —una clara mayoría— eran miembros de la UGT. Como reflejo de sus atribuciones de contraespionaje, siete habían servido previamente en el CPIP como guardias o agentes de grupo. Vázquez se sentía molesto con su nombramiento y solicitó volver al frente en tres ocasiones durante el mes siguiente[8]. Pero su transferencia fue imposible, puesto que Galarza lo consideraba indispensable. El 5 de noviembre, el ministro de la Gobernación le confió la delicada tarea de transferir piedras preciosas confiscadas desde la DGS de Madrid hasta Barcelona (véase el capítulo 10). En aquel momento, los milicianos de Marqués de Riscal número 1 actuaron de guardia personal de Galarza y el puesto se disolvió la noche del 6 al 7 de noviembre de 1936, cuando acompañaron al líder socialista en su salida de la capital.
El destacamento de milicias de Vázquez, que simultáneamente servía tanto al ministro de la Gobernación como al CPIP, es un buen ejemplo de por qué las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia no constituyeron una clara ruptura con la «justicia del pueblo» extrajudicial. Esto ocurrió también con el emergente sistema de justicia popular de la República. La labor de los jurados de urgencia —«juzgar a todos los desafectos al régimen que de mil maneras muestran su enemiga contra la República»— no se diferenciaba mucho de los tribunales revolucionarios. Los primeros, por supuesto, presagiaban un ejercicio más indulgente de la justicia al no contar con el recurso de la pena de muerte. Pero los jurados de urgencia no estarían disponibles hasta ese mes de noviembre. Con los tribunales populares de la capital ocupados en castigar a los rebeldes militares de julio, los tribunales revolucionarios no podían más que continuar la misión que se asignaron a sí mismos de eliminar la subversión interna en el mes de octubre. Los fracasos militares republicanos en la guerra supusieron que tuvieran mucho trabajo por delante.