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LA REBELIÓN MILITAR
RUMORES Y MOVILIZACIÓN
Aunque las Cortes habían suspendido sus actividades, diez periodistas, entre quienes se encontraba Eduardo de Guzmán, reportero del periódico matutino madrileño La Libertad, pasaron la tarde del viernes 17 de julio en el bar del Parlamento español. En medio de los continuos rumores de un golpe militar, apenas habían dormido desde el asesinato de Calvo Sotelo. Por fin recibieron su recompensa cuando un angustiado Indalecio Prieto, que se dirigía a una reunión de la Ejecutiva del Partido Socialista, les dijo que a las cinco de la tarde la guarnición de Melilla se había sublevado. Al líder socialista le habían dado la noticia unos camaradas de su partido de Ceuta, el otro enclave español en el norte de África. También le dijeron que muchos trabajadores de aquella ciudad estaban siendo aniquilados. Para entonces, algunos madrileños habían dejado ya la capital o se preparaban para hacerlo. La carretera de La Coruña, la principal vía de salida hacia el noreste, estaba mucho más concurrida de lo normal. Entre los vehículos que se encontraban en aquella carretera estaba el de Antonio Goicoechea, uno de los dirigentes de Renovación Española, y al volante iba su secretario, Alfonso López de Letona, con dirección a una finca en la provincia de Salamanca, cerca de la frontera con Portugal. Otro de los que se marcharon para ponerse a salvo fue el obispo de Madrid-Alcalá, Leopoldo Eijo y Garay, que salió después de recibir el aviso del general Villegas, a quien habían nombrado jefe de la rebelión en la capital.
Tras la confirmación de la rebelión en el Marruecos español, el Gobierno republicano impuso de inmediato un bloqueo informativo. Aquel viernes por la noche no se hizo en la radio mención alguna a los sucesos acaecidos en Melilla. Los periódicos que habían tratado de desafiar esta prohibición vieron cómo la Policía hacía redadas en sus imprentas. Aun así, varias organizaciones de izquierdas, que contaban con sus propias fuentes de información, comenzaron a movilizar a sus militantes: la sede del diario El Socialista, situado en la calle Carranza número 20, «no tardó en convertirse en un inmenso cuartel general» cuando empezaron a llegar miembros y simpatizantes del partido dispuestos a obedecer órdenes. Con la huelga de la construcción aún en proceso de desarrollo, los líderes de la CNT-FAI que seguían fuera de la cárcel se reunieron para abordar la situación. A primera hora del 18 de julio, varios grupos de anarcosindicalistas comenzaron a patrullar por el centro de Madrid para vigilar los acuartelamientos de la ciudad. El silencio oficial no hizo más que exacerbar la inquietud en las calles de la capital. Como hemos visto, se suponía que cualquier levantamiento contaría con la participación de elementos reaccionarios, como los terroristas de Falange. De hecho, cuando se informó a los editores de los periódicos izquierdistas sobre el anuncio de Prieto de la rebelión en Melilla, temieron un inmediato asalto de sus instalaciones por parte de los falangistas y pidieron armas a sus respectivos partidos o sindicatos para poder defenderse.
Casares Quiroga admitió por fin la realidad de la rebelión en una nota leída en la radio de Madrid la mañana del 18 de julio. «Se ha frustrado un nuevo intento criminal contra la República». Aquella declaración procuraba limitar el alcance de la rebelión: «Una parte del Ejército que representa a España en Marruecos se ha levantado en armas contra la República… el movimiento está exclusivamente circunscrito a determinadas ciudades de la zona del Protectorado y nadie, absolutamente nadie, se ha sumado en la Península a este empeño absurdo». Posteriores declaraciones del Gobierno transmitidas aquella tarde repetían el mismo mensaje, avisando a los ciudadanos de que no escucharan Radio Ceuta, controlada por los rebeldes y que —de forma pormenorizada— estaba informando sobre la extensión de la rebelión a la España metropolitana [1]. Así pues, el gobierno no solo admitió que la rebelión había tenido lugar, sino también que no podía controlar la información que se ofrecía a la población. Esta declaración de impotencia no hizo más que aumentar aquella tarde los rumores de que los «fascistas» habían tratado de hacerse con el control de los transmisores de radio de la ciudad en un intento de confundir y desmoralizar a los antifascistas. El creciente temor a un enemigo invisible que emergía de las sombras condujo a la búsqueda infructuosa de «fascistas» armados por parte de los milicianos comunistas de las MOAC. Al igual que en el mes de mayo anterior, comenzaron a circular rumores de que había monjas que daban caramelos envenenados a los niños. A las cinco de aquella tarde hubo un tiroteo cuando una multitud trató de prender fuego a la histórica parroquia de San Andrés, en el centro de la ciudad, pero les hizo frente un grupo de jóvenes armados pertenecientes a la asociación Acción Católica que habían pasado las dos semanas anteriores custodiando el edificio del siglo XVII. En la batalla que hubo a continuación, algunos de los defensores murieron mientras trataban en vano de proteger la iglesia de su destrucción.
La violencia el día 18 era todavía escasa en comparación con lo que ocurriría al día siguiente. Aún hubo gente que acudió aquella tarde a muchos de los cines de Madrid. La película que se exhibía en el Capitol, uno de los cines más lujosos de la ciudad, situado en el corazón del distrito de los cines, en plena Gran Vía, era Una chica de provincias, una comedia romántica hollywoodiense dirigida por William A. Wellman. Muchos de los informes sobre el terror que aparecerían posteriormente en la España franquista recordarían el 18 de julio como el último día de normalidad. Leopoldo Huidobro Pardo, abogado-fiscal de la Audiencia de Madrid, escribió que pasó el día con familiares y amigos antes de salir aquella noche a tomar un café por las inmediaciones de su casa, en el barrio de Salamanca. Asustado cuando vio que la cafetería y la zona de alrededor estaban extrañamente tranquilas, no pudo encontrar ningún taxi que lo llevara de vuelta a casa. Se topó con un conocido que pasaba por allí, Bustamante Quijano, pero no consiguió que lo condujera hasta su domicilio. Quijano tenía mucha prisa por salir de Madrid para poder dar «el salto al otro lado». La imposibilidad por parte del abogado-fiscal de dar un salto similar lo llevó a tener que ocultarse en una Legación extranjera hasta su definitiva salida hacia «el otro lado» en abril de 1938[2].
La infructuosa búsqueda de taxi por parte de Huidobro era en parte consecuencia de la masiva requisa de vehículos llevada a cabo por los milicianos aquella noche. A pesar de las órdenes del Gobierno relativas a la escucha de las estaciones de radio controladas por los rebeldes, todo el mundo sabía que había habido sublevaciones no solamente en el Marruecos español, sino también en ciudades españolas como Sevilla, Cádiz, Valladolid, Zaragoza y Córdoba. En vista de cómo iba empeorando la situación, los editores del periódico caballerista Claridad decidieron desafiar a los censores del Gobierno e hicieron un llamamiento a la movilización de los trabajadores. Pero fue la radio la que demostró ser un instrumento mucho más importante para movilizar a los trabajadores en contra del enemigo aún no declarado. A las nueve y cuarto de la noche, se leyó un comunicado conjunto socialista y comunista que ofrecía al Gobierno el apoyo del Frente Popular y del proletariado para aplacar la rebelión y ordenar a sus miembros que se presentaran en sus respectivas secciones para recibir instrucciones. En él se expresaba la confianza en que se vencería a los «adversarios de siempre» de la República. Esta declaración fue seguida de inmediato por otras similares emitidas por otras organizaciones del Frente Popular, pero la actitud de su mayor rival en la izquierda, la CNT-FAI, siguió siendo ambigua. Sin embargo, a medida que avanzaba el día, sus ateneos y centros sindicales volvieron a abrir sin que las autoridades opusieran resistencia. «Como un alud», escribiría más tarde Eduardo de Guzmán, «la avalancha de obreros gana la calle de la Luna [sede central de la Federación Local de Sindicatos], rompe los precintos policíacos, abre las puertas de par en par». Esa misma noche, Unión Radio emitió una declaración, dada por el Comité Regional de la CNT, en la que se comprometía a luchar contra «los elementos criminales de la negra reacción que quieren sumir a nuestra nación en un vasto campo de concentración para asesinarnos sin compasión».
Los que se encontraban en los barrios obreros reaccionaron de manera abrumadora a la llamada a la resistencia. Manuel Tagüeña, líder de las milicias socialistas, pasó la mayor parte del día en el barrio del Puente de Segovia, al suroeste de Madrid, y vio cómo la sede local del partido se llenaba de voluntarios que iban en busca de rifles al salir del trabajo. Otros se desplazarían hasta el centro de la ciudad en metro y tranvía para procurarse armas. Las armerías fueron saqueadas y al caer la noche se estableció un doble cordón policial entre el edificio del Ministerio de la Gobernación, en la Puerta del Sol, y una muchedumbre que pedía armas para enfrentarse al fascismo. A medianoche, era corriente ver patrullas de milicianos en las calles del centro de Madrid. Dado el peligro generalizado que se percibía con relación a la conspiración fascista, las sedes de las organizaciones obreras estaban bien defendidas: «Un hervidero humano bullía» alrededor de la socialista Casa del Pueblo de la calle Piamonte, para evitar que cualquiera sin acreditación de izquierdas se pudiera acercar al edificio. También se enviaron destacamentos de milicianos a las áreas residenciales de la ciudad, donde había pocos cuarteles, pero muchos sospechosos de ser fascistas. El domingo por la mañana, José María Chacón y Calvo, un diplomático cubano y católico devoto, decidió no asistir a misa. Mirando por la ventana de su elegante piso de la calle General Pardiñas, «veía pasar los autos de la milicia, con las escopetas parecían encañonar todos los balcones. Había la presunción de que… eran casas enemigas». Aquella tarde, uno de aquellos milicianos designados para buscar fascistas le contó a un periodista de la revista semanal Crónica que «Mi escuadra tenía a su cargo el trozo quizá más difícil, más arriesgado de Madrid: la zona [noreste] de la calle de Alcalá, entre Torrijos y la Plaza de Manuel Becerra. No es que aquí haya cuarteles y pudiera por esta parte temerse una agresión. Es que hay muchos núcleos fascistas, dispuestos a todo desde cafés, desde balcones o en la calle. Es un sitio muy peligroso. Había que estar esperando la agresión desde cualquier lugar y en cualquier momento». Aunque el joven, un empleado que se estaba preparando unas oposiciones de funcionario, reconocía que ningún fascista le había atacado y que su pelotón había pasado una noche tranquila, «Hubo una hora más inquieta que las demás: desde las once a las doce o doce y media. Sentíamos un tiroteo, y podíamos localizar exactamente dónde era».[3]
Dada la hora del tiroteo, es probable que el informador del Crónica se perdiera la famosa emisión por radio de Dolores Ibárruri del día 19 de julio a las doce y diez de la noche. Reflejando las aspiraciones del PCE de conducir al «pueblo», iba dirigida a «Trabajadores, antifascistas, pueblo laborioso». Como parte fundamental del discurso de La Pasionaria estaba la convicción de que la malevolencia innata del enemigo fascista, mostrada con la supresión de la revolución de octubre de 1934 en Asturias, acababa de resurgir: «… es conocida por todos la gravedad del momento actual. En Marruecos y en Canarias se sigue luchando con entusiasmo y coraje, unidos los trabajadores con las fuerzas leales a la República. A grito de “El fascismo no pasará, no pasarán los verdugos de Octubre”, comunistas, socialistas, anarquistas y republicanos, soldados y todas aquellas fuerzas fieles a la voluntad del pueblo, van destrozando a los traidores insurrectos… Todo el país vibra de indignación ante esos desalmados que quieren, por el fuego y el terror, sumir a la España democrática y popular en un infierno de terror. Pero no pasarán». Pero la definición que la líder comunista hizo del enemigo no era del todo clara y no se restringió a aquellos que habían tomado las armas contra el Gobierno republicano. Volviendo su atención a la situación de Madrid, habló de la movilización del «pueblo» en las calles y la voluntad de este de garantizar «el aplastamiento de los reaccionarios y fascistas sublevados».
La Pasionaria aseguró en su discurso que «el Gobierno ha puesto en nuestras manos los elementos de defensa precisos para que sepamos hacer honor a nuestra obligación» de luchar contra el fascismo. La realidad era algo diferente. A lo largo del día 18 de julio, el presidente Santiago Casares Quiroga estaba decidido a mantener en sus manos el destino del «pueblo» y se negó a distribuir armas entre la población. Según Julián Zugazagoitia, editor de El Socialista, ordenó que todo aquel que desobedeciera esta orden fuera fusilado. Confiando en que el levantamiento militar fuera de pequeña escala y terminara fracasando, como las sublevaciones de 1926, 1929, 1930 y 1932, Casares emitió una serie de decretos que no harían más que fomentar la desintegración del Ejército de la España republicana. No solo destituyó a los jefes rebeldes, sino que también disolvió todas las unidades rebeldes y despidió a sus soldados. Así, el 18 de julio, las únicas armas que recibieron las milicias izquierdistas fueron las que ilegalmente les habían entregado simpatizantes que estaban dentro de las Fuerzas Armadas: el teniente coronel Rodrigo Gil, comandante del depósito de la artillería Pacífico en el sur de Madrid y socialista, entregó 5.000 rifles a sus compañeros de partido y a las MOAC comunistas, pero excluyó deliberadamente a los anarcosindicalistas. Los líderes de la CNT-FAI se vieron así obligados a dirigirse a la Policía, sus hasta entonces mayores enemigos, para conseguir armas. Benigno Mancebo, el que fuera secretario del Sindicato de Artes Gráficas de la CNT y «faísta» con un amplio historial delictivo, suplicó en vano a José Alonso Mallol, director general de Seguridad, que le diera rifles. Hasta el 20 de julio, la mayor parte de los militantes de la CNT-FAI tuvo que conformarse con cócteles molotov y rudimentarias granadas de mano[4].
La situación cambió de forma espectacular la noche del 18 al 19 de julio. Tras un día de noticias cada vez más lóbregas sobre rebeliones en la España metropolitana y una creciente presión por parte de los líderes del Frente Popular para armar a los trabajadores —Largo Caballero e Indalecio Prieto asistieron a una reunión del Gabinete celebrada aquella tarde—, un Casares agotado física y mentalmente dimitió a las dos de la mañana y fue sucedido por Diego Martínez Barrio, el portavoz de las Cortes y líder de la centrista Unión Republicana. Enseguida se expandieron por Madrid rumores de que Martínez Barrio se estaba preparando para rendirse ante los rebeldes, y había muchedumbres por el centro de la ciudad, sobre todo en la Puerta del Sol, que expresaban a voz en grito y con furia su desaprobación acusando al nuevo Gabinete republicano burgués de Martínez Barrio de «traidores, vendidos, fascistas enmascarados». De hecho, Martínez Barrio sí que se puso en contacto con los líderes rebeldes en un intento por evitar la guerra civil, pero el rotundo rechazo de sus ofertas de reconciliación y la negativa de las organizaciones de izquierdas a apoyar a su Gobierno condujeron a su dimisión a las ocho de la mañana. Enfrentado a tener que elegir entre rendirse ante los rebeldes o dar armas a los que querían luchar contra el «fascismo», el presidente Azaña optó por lo último, concediendo la responsabilidad de distribuir las armas a José Giral, su compañero de partido y amigo, quien formó otro Gobierno completamente republicano.
La parálisis que sufrió el núcleo del Gobierno entre los días 18 y 19 de julio podría haber tenido graves consecuencias para los madrileños antifascistas. Hacia el verano, el Gobierno de Casares había concentrado al mayor número de unidades militares en la capital en un esfuerzo por impedir una sublevación de la izquierda o la derecha política. En Madrid estaban los cuarteles generales de artillería, la caballería e infantería de la Primera División, once regimientos —tres de Infantería, tres de Artillería, cuatro de Ingenieros y un tanque—, cuatro batallones independientes —entre los que se incluían dos batallones de Infantería que tenían su sede en el Ministerio de la Guerra y en el Palacio Presidencial—, dos grupos de Artillería especializada —información y aintiaérea—, varios depósitos de división y las administraciones centrales del ejército, la marina y la fuerza aérea. Además, la mayor parte de la fuerza aérea española (aproximadamente 400 aviones) estaba estacionada en los aeródromos de Getafe y Cuatro Vientos, a las afueras de Madrid. En total, la guarnición de Madrid contaba entre 6.000 y 8.000 hombres. Con el fin de garantizar la fiabilidad de la guarnición en época de crisis, la política de concentración iba acompañada de una depuración de oficiales al mando sospechosos de deslealtad al Gobierno del Frente Popular. Así, el teniente coronel Álvarez Rementería, principal organizador del levantamiento en Madrid y jefe del campamento de Carabanchel, al suroeste de la capital, fue sustituido a comienzos de junio por el teniente coronel Carratelá, instructor militar de las milicias socialistas. Sin embargo, no todos los conspiradores fueron destituidos: El jefe del Estado Mayor de la Primera División, el coronel Pérez Peñamaría, por ejemplo, había tratado con el general Mola sobre cómo garantizar el apoyo a la Primera División para el levantamiento[5].
La sedición de Peñamaría fue potencialmente aún más grave entre el 17 y el 20 de julio debido a los constantes cambios en la Primera División. Al menos seis generales ocuparían el puesto en 72 horas. Virgilio Cabanellas, hermano de Miguel, el líder de la rebelión en Zaragoza, fue despedido y sustituido por Luis Castelló, pero como estaba en Extremadura, quedó temporalmente al mando José Miaja, futuro héroe de la defensa de Madrid. Unas horas más tarde, Miaja se convirtió en ministro de la Guerra del efímero Gobierno de Martínez Barrio y le sucedió Manuel Cardenal, puesto que Castelló aún no había llegado a Madrid. A su llegada, el 19 de julio, Castelló se enteró de que José Giral le había nombrado ministro de la Guerra, por lo que Celestino García tomó el control de la Primera División. Su titularidad fue también breve, puesto que veinticuatro horas más tarde fue sustituido por José Riquelme.
LA REBELIÓN CHAPUZA
Los antifascistas tuvieron suerte, por tanto, de que la conspiración militar en Madrid fuera tan torpe. Los preparativos para la rebelión estuvieron dominados por el derrotismo: Madrid estaba considerada tan «roja» que el fracaso era siempre visto por los conspiradores como el resultado más probable. Pero las posibilidades de éxito fueron aún más minimizadas durante las dos semanas anteriores a la rebelión debido a la falta de comunicación entre los dos generales elegidos para dirigir el levantamiento, Joaquín Fanjul y Rafael Villegas, y Álvarez Rementería, jefe de la junta rebelde encargada de su organización. De hecho, la coordinación fue tan mala que la tarde del 17 de julio, tras haber recibido la noticia del levantamiento en Melilla, la junta decidió ofrecer el liderazgo a Miguel García de la Herrán, un general que había participado en el levantamiento de 1932, sin decírselo ni a Villegas ni a Fanjul. Estos dos generales supieron que la rebelión era inminente cuando hablaron a mediodía con el general Andrés Saliquet, el jefe que habían nombrado para la rebelión de Valladolid, antes de que este saliera hacia Castilla la Vieja. Sin embargo, pasaron el día 17 esperando nerviosos unas instrucciones que nunca llegaron.
Cuando el Gobierno de Casares ordenó que todas las tropas acudieran a sus cuarteles la noche del 17 de julio, aún no existía un plan de acción definido. El día siguiente se perdió, tal y como escribe Salas Larrazábal, entre «conciliábulos, idas y venidas, órdenes y contraórdenes». Pérez Peñamaría, jefe del Estado Mayor de la Primera División, pasó el 18 de julio esperando pasivamente, mientras Álvarez Rementería intentaba convencer sin éxito al general Miaja, el nuevo jefe de la Primera División, para que se uniera a la rebelión. No hubo contacto con Fanjul, a pesar de que habían llevado al general al piso de unos parientes situado en frente del cuartel general de la Primera División, en la Plaza Mayor. Los conspiradores intentaban también con desesperación garantizar el apoyo de unos 7.000 policías destinados en la capital. Uno de los organizadores de la rebelión en el cuartel de la Montaña, al oeste de Madrid, el capitán Antenor Betancourt, recibió informes de los capitanes Loma y Saleta, sus enlaces dentro de la Guardia Civil y de Asalto, respectivamente. Las noticias que tenían no eran muy halagüeñas, puesto que el Gobierno había tenido la prudencia de colocar en los puestos de más alto rango de ambas fuerzas militarizadas de la Policía a leales republicanos.
En el anochecer del 18 de julio, la revuelta militar estaba a punto de implosionar. El único conspirador que mostró decisión aquel sábado fue el coronel Moisés Serra Bartolomé, comandante del regimiento Covadonga número 4 apostado en el cuartel de la Montaña. Desobedeció una orden del Ministerio de la Guerra de entregar 45.000 cartuchos de rifle al teniente coronel socialista Rodrigo Gil. Los rebeldes fueron animados a la acción por el general Franco, que acababa de llegar al Marruecos español desde las islas Canarias. El futuro caudillo envió un telegrama a las guarniciones peninsulares desde el «Glorioso Ejército de África. España sobre todo. Recibid saludos míos entusiastas, estas guarniciones, que se unen a nosotros y demás compañeros peninsulares en estos momentos históricos. Fe en el Triunfo. Viva España»[6].
Serían los oficiales rebeldes del cuartel de la Montaña, exasperados por la inactividad del resto de sus compañeros en la conspiración, los que decidieron pasar a la acción. Un grupo salió el domingo por la mañana para llevar a Villegas al cuartel, pero, tras observar que las milicias rodeaban su casa, recogieron en su lugar a Fanjul. A su llegada, dio un discurso a los jefes, oficiales, suboficiales y sargentos del regimiento de Zapadores Minadores —mandados por el coronel Tomás Fernández de la Quintana—, el grupo de Alumbrado —mandados por el comandante Matías Marcos Jiménez— y el regimiento Covandonga número 4 —mandados por el coronel Francisco Serra—, ensalzando el «patriotismo y fe en nuestra victoria». Fanjul había decidido que la única esperanza de éxito estaba en la ocupación de puntos estratégicos dentro de la capital, sobre todo en el cuartel general de la Primera División, en la Plaza Mayor. Redactó el bando declarando el estado de guerra con que su columna empapelaría todo Madrid. Al igual que otras proclamaciones emitidas por los rebeldes por toda España, el bando de Fanjul hacía hincapié en el tradicional rol militar de proteger a España de enemigos internos y externos: «El Ejército Español, dispuesto a salvar a España de la ignominia y dispuesto a que no sigan gobernando bandas de asesinos ni organizaciones internacionales, toma por plazo breve la dirección de España, con el exclusivo objeto de mantener el orden público y de respeto a la propiedad y las personas».
Sin embargo, Fanjul decidió no entrar sin una columna procedente del campamento de Carabanchel. Álvarez Rementería y García de la Herrán habían tomado el control del complejo militar aquella mañana después de que los oficiales rebeldes mataran a su jefe, el teniente coronel Carratelá, cuando lo descubrieron distribuyendo armas entre las milicias antifascistas. Pero Álvarez Rementería y García de la Herrán no respondieron inmediatamente a la petición de ayuda por parte de Fanjul, y la comunicación entre los dos centros de insurgencia se perdió cuando se cortaron las líneas de teléfono del cuartel de la Montaña. Durante el resto del día, Fanjul esperó en vano a que llegaran los refuerzos del campamento, pero dada la situación de confusión, Álvarez Rementería y García de la Herrán optaron por quedarse quietos. Esta decisión les costaría la vida: milicianos y militares leales al Gobierno irrumpieron en el campamento la mañana del 20 de julio y mataron a los dos líderes rebeldes. La posibilidad de una marcha rebelde desde el cuartel de la Montaña se esfumó esa misma tarde de domingo, cuando los enlaces de Fanjul le dijeron que la Guardia Civil no se uniría a sus fuerzas. Aun así, seguía creyendo que la Guardia Civil se uniría a él si las milicias abrían fuego sobre sus tropas, pero salió de su error cuando tanto la Guardia Civil como los milicianos dispararon contra una ambulancia que llevaba a un rebelde herido mientras trataba en vano de salir del cuartel. Al caer la noche, Fanjul decidió ganar tiempo. Aunque había abandonado la posibilidad de salvación desde el campamento, decidió proteger los 45.000 cartuchos de rifle que tenía en su poder con la pequeña esperanza de que la negativa a proporcionar munición al enemigo facilitaría la rápida captura de la capital por parte de Mola desde el norte.
Por simple omisión, más que por una verdadera toma de decisión, el principal objetivo de la rebelión sería el cuartel de la Montaña. En la madrugada del 20 de julio, aproximadamente 1.400 hombres recibieron la orden de prepararse para una defensa numantina. Para entonces, se habían creado cinco nuevos regimientos de voluntarios izquierdistas bajo el mando de oficiales profesionales para luchar por la República. Al primero, a las órdenes del teniente coronel Julio Mangada, lo llamaron Asturias porque en él se incluían mineros de Oviedo que habían llegado a la capital aquella tarde. Entre los instructores que dieron a los reclutas de Mangada un curso intensivo sobre el uso de las armas durante los preparativos para el ataque sobre el cuartel de la Montaña estaba el guardia de asalto Felipe Marcos García Redondo, que pronto estaría al mando de la brigada de Los linces de la República. Sin embargo, el regimiento más famoso fue el quinto, dirigido por el teniente coronel Fernández Navarro, y que enseguida quedaría bajo el control del Partido Comunista, sirviendo, después de transformarse en una vasta organización federativa, como el mayor centro de reclutamiento, formación y movilización militar de la República.
El asalto de la mañana del 20 de julio fue breve y unilateral. El cuartel de la Montaña había quedado rodeado desde la tarde anterior, y unos altavoces instaban a los soldados y suboficiales del interior de forma continuada a que derrocaran a sus superiores. Fanjul no desconocía la presencia de izquierdistas dentro de sus fuerzas y encarceló a un sospechoso comunista, el capitán Martínez, para mantener la disciplina interna. Al final, la victoria antifascista no quedó garantizada por las palabras, sino por el fuego de artillería y el bombardeo aéreo. Hacia el mediodía la batalla había terminado. Tomaron prisionero a un Fanjul herido, pero al menos 93 de los 145 oficiales que participaron en la defensa murieron en acción o fueron fusilados cuando las milicias entraron en el cuartel. Entre ellos había un teniente coronel, un comandante, cinco capitanes y ocho tenientes del regimiento de Zapadores Minadores de Fernández de la Quintana. Los cadáveres abandonados comenzaron a descomponerse rápidamente debido a las altas temperaturas del verano de Madrid. Finalmente, fueron recogidos por basureros y enterrados en el principal cementerio de la ciudad.
LA BATALLA CONTINÚA
Aparte del campamento de Carabanchel, solo el regimiento número 1 del coronel Tulio López en el cuartel de María Cristina, situado cerca del parque del Retiro, ofreció verdadera resistencia en Madrid el día 20 de julio. Así pues, y al contrario que en Barcelona, donde los rebeldes solo pudieron ser sometidos tras un importante enfrentamiento callejero, el levantamiento fue aplastado en los acuartelamientos de la ciudad[7]. Pero los oponentes antifascistas del levantamiento en la capital de los días 19 y 20 de julio no creyeron nunca que los mal organizados rebeldes de los cuarteles de Madrid representaran la totalidad de las fuerzas que luchaban contra ellos. No eran más que la cara más visible del enemigo fascista. Un panfleto emitido por el Comité de Vigilancia del Frente Popular y lanzado sobre la ciudad desde aviones republicanos la mañana del día 20 declaró que «El hecho es este: los fascistas, auxiliados por una parte del Ejército que España mantiene para que guarde sus instituciones… se han alzado contra la República. La finalidad era sencillísima: extinguir el régimen de democracia y de convivencia civil y montar sobre vuestras cabezas el tinglado monstruoso de una dictadura de señoritos y de militares desleales». Por supuesto, existe cierta verdad en esto: los civiles sí tuvieron un papel importante en la ejecución de la rebelión. La junta rebelde tenía enlaces con los partidos monárquicos. Desde finales de junio, los conspiradores pudieron contar también con la colaboración de la Falange, y el día 18 de julio, tres camisas azules —Rafael Garcerán, Manuel Carrión y Juan Ponce de León— entraron en la junta. Tras la noticia de la rebelión en el Marruecos español, un continuo flujo de falangistas penetró en el cuartel de la Montaña para ponerse a disposición de los oficiales rebeldes. Lucharían valientemente el día 20 de julio: al menos 37 falangistas perdieron la vida.
No es de extrañar que las milicias locales y la Policía vieran esta afluencia de civiles. Sin embargo, desde la noche del 18 al 19 de julio, si hacemos caso de las fuentes republicanas, la ciudad ya era un campo de batalla entre fascistas —o «pacos»— y antifascistas. José Martín Blázquez, un oficial republicano que prestaba servicios en la Guardia Presidencial, recordaba aquella noche en particular: «Se oían tiroteos esporádicos por todo Madrid. A veces, verdaderas descargas. Todos los fascistas estaban armados y se pasaron la noche disparando, como si cumplieran órdenes». Hubo incluso «disparos de revólver que parecían venir de dentro del mismo Palacio [Palacio de Oriente, residencia del presidente Azaña]. Incluso empezamos a creer que había fascistas en el interior del edificio». A la mañana siguiente, Mundo Obrero condenaba a «los fascistas provocadores que andan dispersos por la ciudad». Su consejo a los milicianos era brutal: «Si se da esto, exterminarlos»[8]. Al parecer, muchos «pacos» se encontraban en edificios religiosos. El periodista anarquista Eduardo de Guzmán escribió en 1938 que el 19 de julio había oído que «Ya han sonado los primeros disparos. Desde un convento de la calle de Torrijos [en el barrio obrero de Tetuán, al norte de la ciudad] se tirotea al pueblo. La gente reacciona rápida y violentamente. Pronto, con gasolina, se prende fuego a las puertas. La avalancha de obreros entra decididamente. Caen algunos. Pero a los pocos momentos han muerto todos los fascistas. La revolución ha conquistado unos cuantos fusiles. La reacción ha perdido su primer baluarte». Pero se creía que no todos los fascistas utilizaban armas de fuego. Hubo continuos rumores de que los sacerdotes, las monjas y los católicos píos estaban repartiendo caramelos envenenados o que habían contaminado el suministro de agua. En el barrio obrero del Puente de Toledo, al sur de la capital, el puesto médico de la zona estuvo plagado de informes de niños con fiebre, diarrea y cólicos.
La victoria en el cuartel de la Montaña del día 20 de julio pareció no haber hecho más que estimular la actividad fascista en el resto de Madrid. Al escribir sobre el primer aniversario de la rebelión, David Antona, el entonces secretario interino del Comité Nacional de la CNT, que fue liberado de la cárcel la mañana anterior, recordaba: «Tiros por todas partes. Se dice que por el barrio de Salamanca, los fascistas han logrado hacerse dueños de numerosos lugares estratégicos. Cojo el teléfono. Órdenes a las barricadas. Hay que ahogar la rebelión, cueste lo que cueste». De igual modo, César Falcón, editor del diario Mundo Obrero en 1936, escribió que después de la caída del cuartel de la Montaña, «Toda la ciudad es campo de batalla… Disparan desde casi todas las iglesias y conventos. Los tejados son los más tenaces reductos de los fascistas. Cada azotea es un blocao escondido, solapado, artero, que acecha el paso de las milicias obreras. Las bandas fascistas esperaban sin duda la salida victoriosa de los sublevados en la Montaña, para lanzarse al asalto de los barrios obreros, a la caza de antifascistas. ¿Por qué, si no, hasta ahora habían permanecido en silencio y ocultas? Ahora se lanzan al ataque desesperado, a la matanza por la matanza, sin plan ni concierto, para vender cara la derrota». La relación que se observaba entre rebelión y religión implicaba que las llamas y el humo visibles por todos los rincones de la capital durante los primeros días de la Guerra Civil provenían casi exclusivamente de iglesias, prioratos, conventos y monasterios. Entre los días 18 y 21 de julio, al menos 46 de las 132 iglesias fueron asaltadas e incendiadas. La noche del 18 al 19 fue especialmente destructiva, con 32 edificios religiosos —iglesias, monasterios y escuelas— en llamas.
Las denuncias de las actividades de los «pacos», sobre todo desde las iglesias, fueron una característica de la represión del levantamiento militar en otras partes de la España republicana, sobre todo en Barcelona. La anarquista Federica Montseny, que posteriormente sería la primera ministra de la historia de España, en noviembre de 1936, escribió que los fascistas de la capital catalana «Se defendían y atacaban desde las iglesias y los cenobios, y el pueblo, de modo espontáneo, volvió todo su furor contra ellos». En una edición especial sobre la Guerra Civil de la revista francesa Vu, en agosto de 1936, un supuesto testigo presencial de la rebelión en Barcelona aseguraba que «aquella mañana del 19 de julio, hombres vestidos con casacas o hábitos se apresuraban por intercambiar sus rosarios por ametralladoras, por convertir sus iglesias o capillas en guaridas repletas de rifles y munición… Permítanme decir una vez más que todas las iglesias que han sido quemadas habían tenido fascistas en su interior». Posteriormente, esto mismo se convirtió en el tema central de una película producida en Gerona y titulada Sacerdotes trabucaires. Los historiadores descartan este concepto de Iglesia beligerante. Hilari Raguer, en su magistral historia de la Iglesia católica durante la Guerra Civil, rechaza la idea de que las iglesias fueran utilizadas para fusilar a republicanos en julio de 1936, concluyendo que «No se ha podido demostrar ni un solo caso». Pero la tesis de una Iglesia sediciosa se convirtió en el tema central de la propaganda extranjera prorrepublicana y, sobre todo, comunista. En la reunión secreta del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista, celebrada en Moscú el 18 de septiembre de 1936, que aprobó la formación de las Brigadas Internacionales, se acordó también la organización de una campaña de prensa «contra los relatos de persecución de la religión en España, en la que se debe mostrar que solamente se están liquidando los centros de la rebelión contrarrevolucionaria»[9].
Pese a que los historiadores han rechazado las historias de la época de «sacerdotes trabucaires», sí que han aceptado sin cuestionarlas las relativas a la existencia generalizada de «pacos» fascistas. ¿Participaron en los tiroteos los civiles que apoyaban la rebelión de Madrid para facilitar su victoria? O, tal y como asegura Falcón, ¿recurrieron por lo menos a disparar a las milicias «para vender cara la derrota»? Las pruebas disponibles son, cuanto menos, incompletas y se refieren principalmente a los falangistas. Lo que sí es cierto es que José Antonio, cuando decidió apoyar la rebelión militar, no quería jugarse todo su partido en el éxito de esta. En la circular del 29 de junio, el encarcelado jefe nacional de Falange ordenó a sus jefes provinciales que solamente la tercera parte de los activistas de la organización de la milicia del partido, la Primera Línea, quedara bajo las órdenes de los conspiradores. Con el fin de minimizar las posibles bajas posteriores, también estipuló que los que se encontraran en la Primera Línea nunca debían operar de forma individual, sino solo en unidades nunca inferiores a una falange (33 hombres). De este modo, entre el 17 y el 19 de julio, en lugar de actuar de modo preventivo, falangistas de base de toda España esperaban ansiosos las instrucciones de sus superiores. Estos, a su vez, aguardaban las directivas de los insurgentes militares. En Tarragona, por ejemplo, José María Fontana, el jefe provincial, pasó el día 17 en una cabina de teléfonos esperando órdenes en vano. Al final, la rebelión en la capital de provincia catalana nunca se materializó debido a la rendición de Goded en Barcelona dos días después.
Los falangistas de Madrid también sufrieron un angustioso retraso antes de entrar en acción. Joaquín Romero-Marchant, periodista, pasó la tarde del 18 de julio en una cafetería con otros miembros del partido hasta que les sugirieron «ir a los domicilios y allí esperar la orden de Falange para incorporarse a los cuarteles, donde serían armados y recibirían instrucciones». La represión del Gobierno desde la primavera había privado al partido de militantes aguerridos, y aunque había todavía unos 1.200 miembros de la Primera Línea en la capital, muchos de ellos eran reclutas recientes que no sabían usar una pistola. Cuando empezaron a llegar al cuartel de la Montaña el 18 y 19 de julio, Gumersindo García Fernández, subcomandante de la Primera Línea en el cuartel, dedicó unas horas preciosas en impartir instrucción básica a los voluntarios novatos. Los líderes rebeldes tenían petates para 1.500 civiles en el cuartel de la Montaña, pero solo 186 falangistas pudieron entrar. Romero-Marchant se quejó de que las órdenes llegaron tarde o ni siquiera llegaron, con la consecuencia de que «muchos afiliados a Falange, que fueron avisados para incorporarse al cuartel, no pudieron entrar porque el edificio de la calle de Ferraz estaba rodeado y vigiladísimo». Un jefe de pelotón falangista, Reneiro García Pérez, que trató de correr baquetas, cayó muerto de un disparo. Más suerte tuvo David Jato, fundador del sindicato de estudiantes falangista SEU. Detenido por los milicianos que vigilaban el cuartel de la Montaña, no lo reconocieron y escapó tras ser llevado a una sede del partido republicano para comprobar su identidad.
El hecho de que menos de 200 falangistas entraran en el cuartel de la Montaña indica que la mayor parte de los militantes del partido que habían evitado el arresto antes del 17 de julio seguía libre por la ciudad. ¿Se convirtieron estos hombres —a las mujeres no se las dejó entrar en la Primera Línea— en «pacos»? Romero-Marchant, que era uno de los que no consiguieron entrar, escribió tras su llegada a Valladolid en marzo de 1937 que «Aplastando el levantamiento de la Montaña, la Falange empezó a actuar en todas partes, en la calle, desde las terrazas, desde los automóviles. Fue un movimiento desconectado, pero heroico. Se iba a morir y se moría sonriendo. Sin armas, sin conexión; toda acción quedaba plegada a la iniciativa personal. Y todos respondieron individualmente con una despreocupación hacia la muerte que sobrecogía a unos y admiraba a todos. “Son bravos estos señoritos fascistas”, decían los milicianos del Frente Popular pálidos de miedo». El testimonio de Romero-Marchant es contradictorio. ¿Cómo podían luchar los falangistas sin armas? Y su propia reacción ante el fracaso de la revuelta fue mucho menos valiente: se quedó en casa con su familia mientras se preparaba su salida de la zona republicana en un buque de guerra británico. Otros falangistas reaccionaron con un interés similar por su propia supervivencia: Jato, el líder del SEU, buscó la protección de su primo socialista.
Cuando se considera la probabilidad de una resistencia falangista continuada por toda la ciudad, no hay que olvidar la represión del Gobierno sobre el partido antes de la Guerra Civil. Los antifascistas se imaginaban a los «pacos» como aguerridos y despiadados profesionales de las tácticas terroristas. En su edición del 20 de julio, Claridad denunciaba que «La táctica seguida desde primeras horas de la mañana de hoy por los elementos fascistas es la del paqueo constante, que se hace muy nutrido en determinadas barriadas y distritos». Lo más vergonzoso fue que los fascistas no pudieran ser localizados, porque «los agresores, o disparan al aire, o se esconden de tal manera que no son perceptibles. Esta misma táctica criminal la están practicando los fascistas en todos los barrios de Madrid»[10]. La realidad era que los militantes de Falange más aguerridos se encontraban ya detrás de los barrotes de la prisión.
Las acciones de los militares rebeldes que trataron de huir de la muerte o de ser capturados el 19 y 20 de julio estuvieron igualmente faltas de heroicidad alguna. El general Villegas se encontraba en su piso cuando la Policía lo arrestó finalmente el día 24. El coronel Pérez Peñamaría salió del cuartel general de la Primera División con dirección a su casa la mañana del día 21 de julio fingiendo estar enfermo, aunque regresó obediente al día siguiente para entregar los códigos de división. Fue detenido dos semanas después. Los supervivientes de la masacre del cuartel de la Montaña tampoco siguieron con la lucha. Antenor Betancourt, el capitán que no consiguió contar con el apoyo de la Guardia Civil ni de Asalto para la rebelión, logró salir entre los heridos que estaban siendo llevados al hospital en un taxi y se refugió en una embajada extranjera. De igual modo, Néstor Renedo López, comandante de Ingenieros, entró en la Legación de Guatemala tras huir del cuartel de la Montaña. Permaneció allí hasta 1938, cuando pudo salir de Madrid en dirección a la zona nacional. Así pues, aunque lógicamente el fracaso trajo consigo la desesperación, la consecuencia fue la resignación y no la determinación de morir «sonriendo». Enrique Pardo Molina, comandante de Infantería retirado, sacó su vieja pistola para limpiarla con la intención de unirse a los rebeldes de la Montaña. Sin embargo, no consiguió sobrepasar las fuerzas antifascistas que rodeaban los cuarteles y volvió a casa, según dijo su esposa en 1939, «apenadísimo y lamentando con verdadero dolor y desesperación su impotencia ante la desventurada suerte que le habían dicho tuvieron sus compañeros defendiendo el cuartel». Tras desesperados intentos de huir a la zona nacional, fue posteriormente arrestado y asesinado en Paracuellos aquel mes de noviembre. Si de verdad hubo «un movimiento desconectado, pero heroico» que desafiaba a las milicias victoriosas, su valentía apenas fue conmemorada en la España franquista durante la Guerra Civil ni después. Agustín de Foxá, que promovió el mito de resistencia armada aguerrida, aunque condenada al fracaso, por parte de las víctimas durante el terror en Madrid, de corte a checa, descartaba las afirmaciones sobre los «pacos» argumentando que los rojos «Habían inventado el pretexto de que tiraban desde los balcones para asesinar a todos los muchachos de la clase media y de la alta burguesía».
Pero, ¿hasta qué punto fue el fenómeno de los «pacos» un pretexto para la exterminación ideológica? Sin duda, hubo casos en los que la supuesta existencia de los «pacos» sirvió como una excusa de lo más conveniente para cometer asesinatos. Después de la guerra, el doctor Segismundo Garzón recordaba haberse enfrentado a un grupo de anarquistas que arrastraban un cuerpo cerca de su clínica de la calle Ferraz. Cuando uno de ellos le dijo que el muerto era un «paco» al que habían matado en un tiroteo, otro lo interrumpió y dijo que era un prisionero fascista que había recibido un disparo cuando trataba de huir. También es evidente que muchos de los acusados de ser «pacos» eran candidatos poco probables para una batalla a muerte. A las seis de la tarde del 20 de julio, unos milicianos comunistas, entre quienes se encontraba Álvaro Marasa Barasa, un hombre que más tarde tendría un papel destacado en el terror, conducían por la calle de Torrijos cuando oyeron disparos lanzados durante «un tumulto». Se detuvieron en el número 69 e irrumpieron en el piso del que consideraron que procedían los disparos. En su interior estaba Augusto Enríquez Fernández, un viudo de 82 años, y su sirviente, Patrocinio Pastor. Detuvieron a los dos y fusilaron a Enríquez detrás de una iglesia.
La muerte llegó aún más rápidamente para algunos «pacos». El general de Marina José Ignacio Carranza murió del susto cuando los milicianos irrumpieron en su piso del barrio de Salamanca la noche del 20 de julio, asegurando que él había efectuado disparos desde su balcón. Para otros, la muerte llegaría mucho después. Bernardo Cano Beltrán, un representante del Cinema Bilbao de 58 años, fue arrestado el 20 de julio por «fuego a la Fuerza Pública», a pesar de que no le encontraron ningún arma. Murió ocho meses más tarde en la cárcel de Alcalá de Henares. Algunos tuvieron más suerte. León Lizariturry y Martínez era un industrial vasco que en calidad de diputado por San Sebastián había apoyado al Gobierno conservador de Eduardo Dato en 1920. El día 20 de julio se quedó en su habitación del hotel Palace durante un tiroteo en la Carrera de San Jerónimo. Aunque su cuarto no daba a la calle, fue acusado de disparar desde el hotel antes de huir por una puerta de servicio. Al contrario que muchos acusados de paqueo, Lizariturry y Martínez fue juzgado ante un tribunal popular de Madrid en mayo de 1937. El caso fue sobreseído después de que unos expertos testificaran diciendo que no podía haber salido fácilmente de su habitación para disparar contra las milicias[11]. Aun así, las milicias creían que estaban siendo atacadas por los fascistas desde todos lados. Luis Buñuel, el famoso director de cine, que estuvo en Madrid hasta aquel mes de septiembre, fecha en la que se fue a París para trabajar en la Embajada republicana, recordó en sus memorias que «la mayoría de los coches llevaba un par de colchones atados al capó para protegerse de los disparos. Era peligroso hasta sacar la mano para indicar un giro, puesto que ese gesto podría ser interpretado como un saludo fascista y hacer que recibieras una rápida ráfaga de disparos». Las patrullas de las milicias ordenaban también a los residentes que mantuvieran las puertas abiertas y las luces encendidas por la noche para impedir que los «pacos» actuaran. A los porteros de las casas se les hacía responsable de vigilarlos y dieciséis serenos fueron detenidos el 21 de julio por no evitar que personas «sospechosas» entraran en los edificios que estaban a su cargo.
Era un hecho que Madrid estaba inundado de hombres armados. Se calcula que se confiscaron entre 80.000 y 100.000 rifles tras la rendición de los cuarteles el día 20 de julio. Al contrario de lo que había ocurrido con los primeros 5.000 que se dieron a las milicias socialistas y comunistas el día anterior, no hubo un sistema ordenado de distribución. En los caóticos momentos posteriores a la caída del cuartel de la Montaña, las armas eran simplemente recogidas por quienes celebraban la derrota de la revuelta. Félix Schlayer, el jefe alemán del consulado noruego en Madrid, se encontró con un muchacho de 16 años que había vuelto de los cuarteles con un rifle completamente cargado y dos pistolas automáticas. Aquellos hombres armados eran especialmente peligrosos, aunque solo fuera porque pocos de ellos sabían cómo usar correctamente una pistola. Puede medirse aquella falta de conocimiento por las instrucciones dadas a los voluntarios del quinto regimiento comunista sobre cómo usar un rifle Mauser que aparecían en su periódico Milicia Popular el día 4 de agosto. A los reclutas se les decía que nunca debía «golpearse con la culata el suelo ni arrastrar el arma» y «nunca debe dispararse sin haber elegido bien previamente el blanco». Este último aviso era indicativo del hecho de que los milicianos recién armados apretaban el gatillo ante la menor provocación: los dirigentes de la izquierda hicieron una serie de llamamientos en la radio de Madrid el día 20 de julio para que se ahorraran balas. Estos llamamientos se repitieron con regularidad durante la semana siguiente, lo cual indica que los milicianos no habían captado el mensaje. La disposición a utilizar pistolas llevó a los restaurantes a ordenar que los milicianos dejaran sus armas en los guardarropas, puesto que las discusiones terminaban con frecuencia con desafortunados incidentes. Edward Knoblaugh, corresponsal americano, recordaba una conversación con el gerente de un cine que «tras varios tiroteos dentro de la sala, colgó un cartel: “Dejen sus armas en el guardarropa al entrar”».
La actitud impulsiva de las milicias también puede verse en la cantidad de bajas entre los extranjeros. Abel Lafif El Hennawy, un diplomático egipcio, recibió un disparo en una pierna en la calle Alcalá mientras se dirigía a casa a primera hora del día 19. Al día siguiente, los Borger, una pareja británica, resultaron heridos mientras estaban en su balcón de la calle Conde de Peñalver. No sorprende que la primera reacción de muchos extranjeros ante la rebelión fuera la de organizar su salida de Madrid lo antes posible. El día 31 de julio, un informe del Comité de Evacuación británico, organismo compuesto por residentes británicos en Madrid, «hacía hincapié en que el verdadero peligro para los que transitaban por las calles estaba en el hecho de que todos los miembros de los diferentes sindicatos, entre los que se incluyen muchachos y muchachas de 16 años, habían recibido armas del Gobierno de Madrid y patrullaban por las calles con sus armas cargadas. Esto ya habría sido suficientemente malo en caso de que esas armas hubieran estado en manos de soldados entrenados, pero, en manos de la gente de la calle, de los cuales pocos o ninguno había manejado antes un arma, el riesgo de un disparo accidental estaba siempre presente»[12].
Parece, por tanto, probable que muchos de los tiroteos de Madrid podrían haber sido simplemente de milicianos que peleaban entre sí creyendo que se estaban enfrentando a fascistas. Como hemos visto, socialistas y anarquistas se disparaban mutuamente antes de la rebelión. Algunos admitieron abiertamente la posibilidad de que esta práctica continuara tras el levantamiento militar. El 20 de julio, un miliciano al que un periodista del Crónica le había preguntado sobre este peligro, respondió: «Sí, claro… Desde luego, ha habido un grupo nuestro que ha parado a otro grupo también nuestro». Pero en una situación tan confusa y caótica, la culpa de los disparos siempre era para los «fascistas». A primeras horas de la tarde del 19 de julio, un socialista del barrio de Guindalera-Prosperidad murió accidentalmente por un disparo cuando se asomó a su balcón. Una milicia comunista local fue después informada de que los vecinos de la víctima, la familia Ballesteros, era responsable de la muerte. Sacaron inmediatamente del edificio a dos hermanos, Vicente y Juan, y los fusilaron; a un tercer hermano, Pablo, también le dispararon y le dejaron morir, pero sobrevivió y pasó el resto de la guerra escondido. El padre, Julián, fue rescatado por la Guardia de Asalto y conducido a prisión, aunque posteriormente fue fusilado en Paracuellos.
Así, los civiles antifascistas recién armados, convencidos de la amenaza mortal que suponían los fascistas ocultos, dispararían primero y —quizá— preguntarían después. La mañana del 19 de julio, la misa de la abarrotada iglesia del Rosario de la calle Torrijos fue interrumpida por los disparos de las milicias que habían rodeado el edificio. Los antifascistas estaban convencidos de que en su interior se encontraban cuatro falangistas armados. El tiroteo contra los fascistas que no existían duró dos horas y terminó con un sacerdote herido en el pecho. Obviamente, no era necesaria la sospecha de presencia de falangistas para que los milicianos atacaran las iglesias. Como se creía que los sacerdotes se habían unido a la rebelión, se acercaban a algunas iglesias como si de puestos fortificados se tratara. La tarde del día 19, cerca de 50 milicianos abrieron fuego sobre las escuelas salesianas de San Juan Bautista, en la calle Francos Rodríguez, durante una hora antes de convencerse de que no se enfrentaban a ninguna oposición armada. Del mismo modo, la mañana del día 20, el seminario salesiano del Sagrado Corazón de Jesús, situado en el barrio obrero de Carabanchel Alto, fue asaltado, según decía el informe de la inspectoría salesiana de febrero de 1941, «por las turbas revolucionarias que por largo espacio de tiempo la estuvieron tiroteando como si se tratara de tomar una bien defendida fortaleza». Los disparos no terminaron hasta que el director del seminario sacó un pañuelo blanco y los hermanos fueron detenidos.
Por lo que respecta a los antifascistas, la rebelión en los acuartelamientos de Madrid el día 20 de julio fue tan solo una fase —si bien, esencial— del levantamiento en la capital. Una nota conjunta emitida por José Salmerón (IR), Fulgencio Díez Pastor (UR), Manuel Cordero y Juan Simeón Vidarte (PSOE) y Vicente Uribe (PCE), justo después de la caída del cuartel de la Montaña, hacía hincapié en que «el pueblo trabajador» podía haber conseguido una célebre victoria, pero aún eran necesarios «más sacrificios para exterminar al enemigo común». Pocos se aventuraron a dar una definición precisa de ese «enemigo común». Un editorial de El Socialista del 21 de julio comentaba que «Los confabulados [de la rebelión militar] eran todos los miembros de la vieja y podrida sociedad… Desde el ignaciano trapisondista al banquero usurario; desde el aristócrata caduco de sangre al mequetrefe epiceno; desde el rentista… al especulador sin conciencia… en fin, toda la ralea oscura, babeante, untuosa, bancaria y palatina, sacristanesca y rapaz, que se había convertido al fascismo».
Por tanto, la convicción de que los militares rebeldes solamente constituían la parte más visible de una conspiración fascista de escala más amplia tendría importantes consecuencias durante los meses siguientes. El día 31 de julio, un editorial del CNT avisaba de que «en la ciudad —bien escondidos en las covachas industriales comerciales, bancarias, jurídicas, parlamentarias y estatales— abunda un enemigo feroz y sanguinario. Él espera su hora. Espera la ocasión para lanzarse sobre nosotros como lobo carnicero». Así, «los antifascistas no han de tener contemplaciones con el traidor. Hay que eliminar a este, esté donde esté y cualquiera que sea… ¡Nada de sentimentalismos!». Los comunistas, así como los anarcosindicalistas, creían que la amenaza fascista solo podría erradicarse definitivamente con la eliminación del viejo orden. Tal y como recordaba Mundo Obrero a sus lectores el 22 de julio, «Siempre hemos dicho, y hoy repetimos, que no se consolidaría la República como régimen democrático si no se arrebataba la base material a la reacción y al fascismo». Un mensaje parecido aparecía en el primer número de Milicia Popular, el órgano del quinto regimiento, el día 26 de julio. El objetivo era nada menos que «acabar de una vez para siempre con la casta de explotadores y parásitos que la [España] tienen amordazada desde hace siglos y siglos». Aun así, con la capitulación de los militares rebeldes aún fresca en la memoria, la extensión que se percibía de la rebelión no modificaba la idea de que la eliminación definitiva del «fascismo» tendría lugar tras la victoria total. Con el control de Madrid y de Barcelona asegurado, incluso el habitualmente pesimista Prieto declararía en la radio el día 24 de julio que «el triunfo es nuestro»[13]. Pero, como veremos más adelante, los antifascistas tendrían que continuar la batalla contra el enemigo interno a sabiendas de que el externo aún tenía que ser vencido.