III
El invierno, había sido tan húmedo como de costumbre, pero algo más cálido. Eso favoreció el que la primavera espabilara algo prematuramente. Ane no quería perderse ni la más mínima coma del relato entrecortado de su amiga.
El molino era el mentidero más fecundo del pueblo. En aquellos momentos estaba al pil-pil. No era para menos. El pueblo de corazón carlista, había de padecer una guarnición cristina, o de peseteros, como despectivamente les llamaban.
Las escaramuzas entre isabelinos y la guerrilla carlista que no cesaba de ciriquearles, eran habituales. Evidentemente siempre demasiado noveladas o coloreadas, dependiendo del narrador, o mejor del trasmisor.
Era muy frecuente que la guerrilla carlista les arrebatara un furgón de vituallas o de material militar, o destrozara una patrulla o simplemente baleara la guarnición. Hechos estos que así, aunque fuera por los bajines, levantaban la moral de los paisanos. Porque podían contarse con los dedos, las familias que no tenían a uno o más miembros en las filas carlistas.
Pero había que andar con cuidado. Se conocía el pelaje de cada quien, pero no te podías fiar.
Se daba por seguro, que Fray Alfonso estaba con los isabelinos, pero salvo esto, poco o nada se sabía.
Pero no eran estos temas los que devanaban las muchachas. Iñazi estaba un poco harta del acoso —pues eso y no otra cosa era su pertinaz presencia en el molino— del joven fraile ecónomo y una buena moza ya tenía por el hecho de serlo, suficientes obstáculos para poner en tela de juicio su probidad…
Lo cierto es, que el monasterio nunca había sido tan meticuloso en sus inspecciones y muchísimo menos con el anterior abad.
Santi, el molinero, de índole pacífica, ni remugaba. María, su mujer, se encolerizaba, porque en el fondo de su corazón guardaba mucha inquina a los frailes. Iñazi simplemente se sentía molesta y bastante turbada.
La tarde se impregnaba de aromas y profundas transparencias. Allí, las primeras violetas se entrometían esporádicamente con su melosidad en el potente aroma de los tilos silvestres.
Las jóvenes ascendían hacia la ermita y chismorreaban encendidas por aquel vigor tan verde de bosques y prados.
— ¿Quién nos abrirá la ermita?
—¿No te lo imaginas…? El pelma de Fray Alfonso…Parece que no haya otro fraile en el monasterio… Porque nos lo ha pedido el abad y ya sabes que para mis padres, lo que diga el abad…
—Mujer…que para eso tenéis el molino…
—Entiéndeme Ane… ir a la ermita no es ningún trabajo, es tener que encontrarme con alguien que no soporto.
—Exageras mucho…A la gente le encanta el cura… ¡Tú que eres un poco rarita!
—Por mí puedes pensar lo que te venga en gana…
Tuvieron que esperan unos minutos… Creyeron distinguir al fraile, en el camino a Zugarramurdi, despidiéndose de algún extraño que no pudieron distinguir, algún cristino, sin duda.
Muy atrevido parecía el eclesiástico. Sólo un necio podría ignorar que todos aquellos bosques y colinas, estaban preñados de ojos envenenados.
De todos modos ninguna de ellas se atrevió a aventurar conjeturas. Por lo que fuera, las andanzas del religioso, al menos para ellas, era un tema tabú…
Nada más llegar a la altura de la ermita, Iñazi invitó a Ane a que fuera a los prados cercanos a recolectar unos buqués de narcisos, prímulas y algunos de los margaritones que ya despuntaban por las veredas.
Iñazi prepararía el altar. Había que sacudir el abundante polvo del viejo mantel, retirar las flores secas y frotar los candelabros.
Una vaharada de aire viejo, frío y húmedo con sabor a madera descompuesta se desató incontenible tan pronto el viejo portón se despegó del muro.
El Fraile acudió sin dilación a liberar los dos ventanillos, permitiendo que la intensa penumbra diera paso a una luminosidad como oxidada, inicialmente escasa.
Iñazi acababa de alcanzar el pequeño altar con la idea de retirar los viejos ramos de flores silvestres, alzada sobre un taburete. Ni siquiera tuvo tiempo de apresar el búcaro. No pudo articular el más mínimo quiebro de voz, cuando sorpresivamente se vio asida por ambos tobillos. Hubiera caído de bruces si las palmas de sus manos no hubieran topado con la tarima del escaso presbiterio.
Con suma celeridad y trazas de energúmeno, el fraile la empujó hacia el rincón más tenebroso. Allí le alzó las enaguas y tumbado sobre las espaldas de la joven, penetró frenéticamente la suavidad nunca estrenada de sus secretos virginales…
Todo sucedió inusitadamente rápido. La joven cerraba los ojos, estrujando sus labios contra el frío polvo de las losas. Trataba de negar la cruda realidad de la escena. El resuello y las embestidas brutales del clérigo, le parecieron interminables, ella sentía morirse en aquella oscuridad infernal…
El golpe sobre el cráneo del religioso, hubo de ser tremendo, a juzgar por el sonido a rama quebrada que interrumpió el silencio de la pequeña ermita.
La muchacha, no pudo ver nada. Tan sólo sentía que la presión de la bestia cedía por completo.
Una vez liberada, se irguió y sin tiempo para enjuagarse sus lágrimas, acudió a la pila del agua bendita para con la escasa agua que quedaba, limpiarse frotándose como enloquecida aquel magma de sangre y pérfidos humores. Un hierro candente hubiera deseado para quitarse de encima la más mínima huella de aquel cura pervertido.
Allí lo dejó con la cabeza abierta sobre el negro charco de sangre, sin ni siquiera preguntarse por la misteriosa presencia y ausencia de su liberador…
Se compuso la vestimenta y sus cabellos. Dirigió una última mirada, entreverada de rabia y venganza satisfecha, al cuerpo inerte del fraile y abandonó la ermita.
Ane se acercaba con un polícromo ramillete… Acudía como engarzando pequeños saltitos…
—Vamos —Iñazi fingió absoluta serenidad—, ya te pondré al tanto por el camino…
Ante la extrañeza de Ane, que parecía resistirse a abandonar, así tan repentinamente y sin más explicaciones, su amiga le soltó sin más ambages…
—Alguien ha matado a fray Alfonso.
—Ane le miró, como sin entender nada. Como si a su amiga, algo inexplicable le hubiera trastornado.