XXXV
Pero evidentemente, para que el nido de la madeja comenzara a desenredarse, hube de patear un complejo camino.
Como tantas veces he insistido, estaban los papeles que llegaron a mi mano bastante confusos. El conglomerado de apuntes, que entresaqué de las revelaciones de la voz aguardentosa del viejo Oswaldo, aún más farragosos si cabe. Esto hacía que arribar a buen puerto, no fuera una faena sencilla.
Para dar coherencia y una veracidad moderadamente lógica al relato, como ya he indicado, se necesitaban unas buenas dosis de paciencia y de sentido común.
Parece probable, al menos en muchos momentos de la lectura del pequeño legajo, es lo que llegué a pensar, que el joven Fausto, trato de inhibirse de este periplo vital. Hubo de tratarse de momentos realmente crudos, tanto para sus fuerzas físicas como anímicas… Algo sin duda extraño para tal personalidad o si se quiere para al temple de acero de un carácter tan bien armado como el de Fausto…
Cierto es que los avatares de la vida, como el fuego, son capaces, tanto de templar, como de doblegar al metal más duro y compacto.
Así pues, antes de abrir su alma, hubo de transitar desiertos y lodazales… Y probablemente, esto con ser mucho, no hubiera atemperado la rigidez de su alma, sin la ayuda, como no, del viejo lobo Eizaguirre.
Evidentemente, nunca creyó que el muchacho hubiera muerto en la trifulca del muelle del Havre, como lo confirmó tras parlamentar largo y tendido con René.
Con todo, la prudencia y discreción que requería el tema, indagó, rebuscó, curioseó en mil mentideros… Pero nada.
Eso sí, una vez que llegó a sus manos una misiva del indiano Gamboa comunicándole la existencia de Iñazi, se decidió a ser más incisivo, aún a riesgo de perder la discreción…
Zorro viejo, el capitán de la Isabelle. Meses después, sabedor no sólo de la gran amistad sino de las profundas complicidades que habían existido entre Fausto y Ander, sondeó a éste. Simple curiosidad, sin más. Ander, intentó aparentar un total despiste. Algo debió fallar en su fingimiento, porque Eizaguirre, no se quedó muy convencido.
Está vez, aprovechando el fondeo en Baiona de la Isabelle, le buscó. No se anduvo con rodeos.
—¡Por todas las tormentas del Caribe! —le amenazaba al muchachote levantándose de puntillas, para poder llegarle como mínimo al pescuezo—, ya estás soltando el cabo si no quieres que te emboque un trabucazo. ¡Se trata de vida o muerte y mira que no me andes con ciabogas o cualquier trafulquería de esas…!
Al fin, después de muchos dimes y diretes, Ander hubo de confesar. Probablemente, el chavalote entendió que en semejantes circunstancias, guardar el secreto de su amigo, no conducía a nada. Es más, sin duda todo indicaba que se trataba de vida o muerte.
Se le aclaraban las ideas, pues el día en que se le presentó Fausto, tanto por su forma de hablar como por la odisea que llevaba tras sus espaldas, Ander vio que su amigo no estaba nada bien.
Al fin y al cabo, era algo que cabía esperar tras semejantes vivencias...
Y es que en Fausto concurrían con su propia odisea, el amargor nunca enjuagado de la debacle carlista.
Como militantes carlistas, como vulgarmente se dice, habían puesto toda la carne en el asador… Pocos, sobre todo los genuinos navarros, se fiaron de aquel fraudulento convenio. La historia era tenazmente elocuente. España nunca fue de fiar.
Fiarse de la palabra española, en boca de un felón como Espartero, era como así resultó, un suicidio.
En principio, porque muchos de los que gestaron aquella fraudulenta paz, ni eran navarros, ni estaban convencidos de que el mantenimiento de los fueros mereciera una gota de sangre.
Y es que, la verdad, por lo menos a ciertos dirigentes del llamado tradicionalismo, el fuero y su significado, les traía al pairo. Bien claro había quedado, que solo el medro personal había motivado su intervención en la contienda.
Pero para los jóvenes patriotas navarros, como era el caso de Ander o Fausto, el desbarajuste de la cruel refriega, supuso un auténtico cataclismo moral, económico y sobre todo patriótico.
Y es que, como de día en día queda más patente, las bases sociológicas del carlismo, más que a la espera de unos beneficios contable y sonantes, se cohesionaban por la virtualidad del fuero. Es decir, porque los postulados liberales burgueses con sus transformaciones, lesionaban un mínimo bienestar básico del pueblo sencillo. Ahí estaba la amenaza a los comunales, a unas instituciones propias y cercanas…
Y en aquellos momentos, la sensación, más que de haber sido derrotados, de haber sido asquerosamente engañados, quebró y humilló el corazón y la autoestima de la juventud navarra.
Sin duda, ese había sido y era históricamente la intención del imperio español, desarmar física y moralmente a Euskalherria. Y siempre arteramente, con la sangre y el acero.
Que así se escribe la historia, no con la pluma, sino con la punta de la espada… Y que para más INRI, es precisamente el que avasalla con las razones del acero, quien nos la cuenta… Y en consecuencia, el posterior padecer, descomposición y en su caso aniquilamiento de tantos pueblos invadidos.
¿Qué otras razones explican este permanente y sufriente parto de la humanidad?
Estos sentimientos, eran sin duda, los que de alguna forma habían fermentado en la enjundia del alma de ambos muchachos y sobre todo de Fausto. Es la sequedad que suele provenir de la desesperanza, de que las cosas están tan grises y quietas, que ya ni la más mínima alteración se puede prever…
Ander, prosigamos el cauce narrativo, en consecuencia, no tuvo ningún problema en entender la premura de Fausto. Verdaderamente, en tales circunstancias, moverse entre los gabachos era una temeridad.
¿Por qué no le habrían dado la boleta al diabólico fraile, a su debido tiempo? En el berenjenal de la guerra, las cosas hubieran sido más simples.
Por cierto, nadie, ni siquiera el mismo Pierre recibiría la menor noticia de sus andanzas. El “affaire” no estaba para deferencias…
Así pues, Fausto le comunicó a su amigo Ander, las intenciones de algo que ni siquiera llegaba a proyecto. Ciertamente más sonaba a huida que a un camino definido…
De momento marcharía a Galicia, con Jorge, su amigo y en este caso, protector. El paquebote saldría en unas horas y eso era todo.
Eizaguirre pensó que sería suficiente, conociendo el tipo de barco y su destino dar con los huesos del infeliz prófugo…
Por aquellos años, parecía que la industria naviera ferrolana, comenzaba a despuntar tímidamente. Tras unas décadas, en que el mayor astillero militar del estado, prácticamente permanecía anquilosado, parecía despertar una cierta actividad.
El hecho de, por lo menos plantearse, el astillero —por fin— la construcción de naves de vapor, abría ciertas perspectivas fabriles.
Fausto hubo de esperar, unos días a que arribara Jorge, el “Gallego”. Este no se portó mal. Lo primero que hizo fue rescatar al vasco de aquella inmunda pensión en que se alojaba. Sin dilación, aprovechó sus “conocencias”, o por precisarlo mejor, influencias.
No resulto muy complicado, para alguien como Jorge, que si se enredó en la navegación, más que por sus dotes marineras, fue por sus habilidades artesanales. Digamos que era un muchacho altamente estimado por sus facultades para trabajar con el hierro y el acero. Con este curriculum, no sólo se empleó él en la naval, sino que posteriormente, consiguió enchufar a Fausto.
Y no es que hubiera tenido con el vasco un trato prolongado, ni siquiera profundo. Simplemente, que desde que topó con él en los muelles del Havre, le caía bien. Eso era todo, sin más.
Fue a primeros de la década de los cuarenta, cuando el Marqués de Molins, se empeñó en activar los astilleros del Ferrol.
Los españoles, en anteriores décadas tan activos en lo referente a la industria naval, en aquel momento se mostraban bastante remisos. Probablemente los conflictos políticos internos y externos y sobre todo la gravosa carlistada, habían extenuado los ya limitados recursos económicos del estado.
Por aquellas fechas, la introducción de los ingenios de vapor, revolucionaban profundamente los sistemas de navegación. Inglaterra y Francia, encabezaban tal progreso.
El estado español pues, empobrecido por su nefasta política, permanecía achantado. Se habían terminando los endémicos hitos de bravuconería.
En tales coyunturas, más por la altivez de la marca del imperio que por capacidad económica, se intentaba recomponer el astillero ferrolano. La idea era demostrar al mundo, que en los lares de Iberia no se arrojaba la toalla en la carrera naval. España, también era capaz de construir vapores…
Eso sí, las dificultades y los imprevistos que surgieron en el camino no debieron ser pocos. De hecho, sólo a finales de siglo, sobre todo con la importante aportación de los astilleros vascos, la industria naval obtuvo cierta consideración.
En principio Fausto optó, por muchas razones por encontrar algún trabajo que le permitiera aislarse del mundo. Jorge para empezar, antes de enrolarle en el astillero, le encaminó a las Fragas del Eume. Allí trabajó en quehaceres bastante próximos a sus viejas vivencias, como la tala de madera y el carbón. Algo bastante próximo a sus experiencias tanto por sus orígenes campesinos como por las características de su terruño.
Cerca de año y medio pasaría en tal menester de leñador. Algo que al parecer debería servirle para centrarle y supuestamente para encontrarse en si mismo…
En teoría, en aquel medio tan apropiado, el vasco podía sentirse como en su propio entorno. Luego pudimos comprobar que no fue así…
La vida sistemáticamente surgía absolutamente simple y monótona.
Fundamentalmente su labor consistía en ayudar al carbonero Simón. Es decir cortar carballones y formar astillas para unidos a la leña menuda, levantar la parva de las carboneras.
No había más vida que el tronzador y el hacha. Frecuentemente llegaba a pensar, que el hacha venía a ser prolongación de su cuerpo, como un apéndice más.
Muy a menudo, se asqueaba, sobre todo en los meses fríos, de aquellas nieblas tan persistentes, cuya fría humedad conseguía calar sus huesos. Aquellas masas grisáceas que se enredaban en las copas de los castaños como los pulpos en las redes.
Nada comparable con su nostálgico Urdax. Allí, por lo menos la pesada “lainoa” no era tan persistente. Enseguida se presentaba el soplo fresco del cantábrico para ventilarlas.
Prácticamente convivía con dos monteros, que prontamente se hicieron cargo de la personalidad y del temple del vasco. Enseguida se percataron, de que en todos los aspectos había que respetarlo. La cordialidad con aquel muchacho, les facilitaba en algún sentido, tanto la convivencia como la propia supervivencia.
Y luego estaba el taimado Simón, que venía a ser una especie de encargado.
Habitaban una chabola de paredes de helechos y un rústico tejado con lajas.
En invierno era un helero, por lo que debían protegerse con una permanente hoguera. Entonces el problema ya no era el frío, sino el intenso tufo del humo, que nunca acababa por esfumarse definitivamente del chamizo.
Una mesa de pino con unos bancos rústicos, unos catres amontonados durante el día y la más elemental de las vajillas, componían todo el ajuar de los tres leñadores.
Cierto es que tan poco precisaban de melindres, puesto que el condumio prácticamente se reducía a tocino, pan duro, a menudo de piedra, sardinas viejas, habas, patatas y grelos.
Por eso, cuando aparecían las castañas o las setas —Fausto era un experto micófilo y micólogo—, el menú lograba enriquecerse notablemente. Lo propio sucedía, cuando uno de aquellos leñadores enganchaba alguna trucha o algún cangrejo en los arroyos que raudos se escapaban al Landro o al Eume…
Y poca cosa más, de no ser algún conejo entrampado. Eso sí, siempre, bajo el riesgo de una fuerte sanción.
Esporádicamente aparecían por allí algunas mujeres, algo maduritas. Todas se llamaban Maruxinas. Simón, con indisimulada discreción se las ofrecía a los leñadores del entorno. Cobraba por la gestión unos seis reales, de los que aproximadamente la mitad, se perdían en su zurrón.
Las vísperas de feria pululaban las maruxiñas, las queimadiñas, y garrafiñas de orujo. Tras éstas, la brumosa fraga se henchía de meigas y en ocasiones, hasta la santa compaña difuminaba su procesión…
De cuando en vez, se escapaban a Ponte de Eume, cosa de un par de horas… Allí daban cumplida cuenta de los rescoldos del pecunio… Era, lo habitual entre las brigadas de leñadores que laboraban en los confines de la extensa fraga… Evidentemente, no era el caso de Fausto. Por las razones que fueran, en el tiempo en que trabajó en la Fraga, procuró no confraternizar más de lo imprescindible con la gente.
Lo cierto es que por unas razones y otras, el mísero peculio, se les fundía a los desamparados galleguiños…
Pues eso, que los sueldos no eran para echar cohetes… Ese era el sino del proletariado, por lo que tanto obreros como campesinos, eran pobres de solemnidad.
La escala social era muy simple, tanto en Galicia como en la mayoría del estado.
Estaba la nobleza, generalmente dueña de la tierra. Sucedíale la alta burguesía y los pequeño-burgueses: comerciantes y artesanos. Y la más prolífica. O sea, la “masa” proletaria...
Pero sigamos con nuestro rollo particular. Simón intentó encaminar al vasco, a experimentar lo de la pernada con las maruxiñas… Este, ni se dignó contestarle. Como respuesta, tan sólo una ácida mirada. Era suficiente para hacerse cargo de las pulgas que gastaba el vasco, y de la gracia que le hacía el tema…
Y es que además del veneno que para él comportaba el asunto sexual, si algo no soportaba Fausto, era a las personas oscuras e hipócritas. Como Simón. Y es que con él, nunca te aclarabas si iba o venía, si se quedaba o se marchaba…
Por otra parte, estaba su afán por ahorrar. A pesar de que el asunto de atesorar dinero para el futuro, no le debía quedar muy claro, dada sus prevenciones… No quedaba bien definido si el volver con Iñazi respondía a una esperanza real, a algo meramente utópico o el planteamiento no pasaba de un mero hábito o simple mecanismo instintivo.
Simón a primera vista no pasaba de aparentar un peje esmirriadillo, con trazas de un Tancredo cualquiera y con aires de humilde sacristán…
Pues nada de eso. Toda la poca cosa que se quiera, pero no había detalle que se le pasara por alto. Se encargaba de proporcionar tanto los suministros como los salarios… Para ello, disponía de una vieja galera con un tiro de bueyes. Normalmente una vez por semana bajaba a Ponte de Eume, para aprovisionarse y hacer —mediante comisión—, recados y encargos para los currelas del bosque…
El organizaba las sacas, los arboles abatibles, las corredoiras donde debería ser apilado el material etc… Utilizaba con exquisita sutileza la amenaza del despido. Evidentemente, todos sus manejos eran posibles, sabedores los asalariados, de los amplios poderes depositados en él, por parte de los amos de la explotación.
Fausto no se fiaba ni un pelo de él. Jamás de los jamases le hubiera participado la más mínima confidencia de su vida y milagros…
Y sin embargo, el trato educado y el respeto que Simón mostraba hacia el vasco, era notoriamente palpable.
Difícilmente, se hubiera atrevido él, vamos a decir, sucedáneo de capataz, a solicitar la compañía de cualquiera de los otros leñadores.
Eso hizo cuando sin apercibirse de la contrariedad que para Fausto significaba el evento, le invitó a asistir con él, a la misa dominical del monasterio de Caaveiro.
Del bello monasterio románico del s. X, prácticamente sólo quedaba en pie la fábrica del templo. Benedictinos y premonstratenses se encargaron, al parecer durante siglos de su mantenimiento. Sin embargo en estas fechas, mostraba descaradamente su pétreo esqueleto apresado por las hiedras y la vorágine vegetal. Triste destino, para lo que durante siglos, constituyó un centro de prestigio y de poder espiritual y sobre todo económico. Claro que en definitiva ese venía a resultar el talante de los grandes monasterios.
Por aquel entonces, la diócesis había mostrado un especial interés, en al menos conservarlo. No por otro interés que el de poder atender a un ámbito rural, bastante disperso, de fieles. No desgraciadamente, porque aquella joya románica ruinosa y decadente, mereciera un toque importante de atención para su propietaria, la iglesia.
Cruzaron el viejo puente románico, prácticamente enmascarado entre enredaderas y atrevidos medros de los castaños. Rápidamente llegaron a la escalinata que asciende hasta el templo.
Fausto se quedó paralizado. Fueron unos segundos. Pudo percibir una silueta parda, la que en momentos culminantes de su vida, tan mal fario le suscitaba.
Como una exhalación, atravesó el hueco del arco ligeramente ojival de la base de la torre. En breves instantes un hábito pardo se esfumó hacia las entrañas del templo dejándole las venas hirviendo… Se contuvo y firmemente trató de perseguir su estela… Pero pudo comprobar que la tal estela no pasaba de algún tipo de alucinación… Una de las trastadas sin pizca de gracia que su calenturienta imaginación solía armarle de vez en cuando…
Aunque pretendió auto convencerse de la futilidad de sus apreciaciones, sin duda, debidas a cierto grado de agotamiento, decidió no volver más al monasterio.
Ya no se trataba únicamente de que intentase desplegar todo su arsenal de cautelas en circunstancias confusas. No. El tema se centraba fundamentalmente, en que desde bastante tiempo atrás, pasaba de toda esa parafernalia católica, apostólica y romana. Resoluciones y actitudes que difícilmente, en los tiempos que corrían, pocos se hubieran atrevido a declarar espontáneamente.
Así pues, ni se enteró de la larga ceremonia, cuyos ritos y ritmos siguió mecánicamente. Mucho menos de la rutinaria prédica del monje. Esta vez, ni siquiera se inmutó al contemplar aquella espesa fila de frailes, con dispares hábitos en tonos crudos y oscuros que ocupaban el presbiterio. Trató de identificarlos por instintiva curiosidad. Cosa realmente difícil, ya que se situaban de espaldas al público y sus cabezas quedaban medio ocultas por los enormes capuchos…
Aunque el perfil de uno o dos de ellos, no le diera buena espina, decidió, ya un poco molesto consigo mismo, que dadas las circunstancias, cualquier similitud podía acarrearle pésimos efluvios… Sin embargo no estaban los tiempos para obsesiones enfermizas y mandó al cuerno sus cavilaciones…
Ya en la siguiente feria “de guardar”, Simón, siempre tras su indescifrable sonrisa, volvió a invitarle. Fausto, con cierta sequedad, sin ni siquiera excusarse, rechazo la invitación. Pero la vida, como que se le envenenaba en aquel ambiente… No sabría decir, si fue la dureza del trabajo, o algún tipo de depresión o de hipocondría, debida a los frecuentes resfriados… Pero Fausto ya no parecía el que fue…
Y es que habida cuenta de las numerosas heridas que tan adversas vicisitudes habían esculpido en su alma, Fausto se hundía en las sombras…
Aquellos bosques, sombríos, musgosos, preñados de alimañas y sobre todo eso, profundamente tristes incluso bajo la canícula, no eran los suyos. Y además, aunque lo hubieran sido, él necesitaba luz, mucha luz o mejor todavía, nuevas luces…
Fue entonces cuando apareció Jorge. Tres o cuatro veces al año, aparecía por la fragua en busca de carbón y cisco de roble…
Difícil resulta saber cómo lo consiguió. Más difícil todavía, adivinar cómo le convenció. Lo cierto es, que por fin, Jorge arrancó al vasco de la profunda y oscura fraga. Fausto a pesar de su natural prevención a la hora de concitar amistades, debido a este congénito instinto, siempre creyó en Jorge.
Y así fue, que un buen día, con el nuevo otoño, sin darle demasiado espacio, para pensar y decidir, se lo trajo a Ferrol
Ya sabemos que Fausto reunía unas dotes privilegiadas para adaptarse a cualquier cometido. Empezó en lo más simple, descargando las pesadas carretas de bueyes que accedían al puerto con los distintos materiales. En pocos días los capataces se apercibieron de sus facultades y le pusieron a trabajar con los carpinteros.
Evidentemente, se trataba de construir un complejo andamiaje de madera, capaz de fabricar un casco, como mínimo de cincuenta metros de eslora y nueve o diez de manga.
El vapor que se proyectaba se votaría en casco de madera. Ya se construían en hierro en Francia e Inglaterra, pero la todavía limitada capacidad tecnológica hispana, no lo permitía. Es bien sabido que la construcción del casco de hierro en las factorías de la península, tendría que esperar hasta 1881.
No era mucho más que un chamizo la morada de Fausto. Quizás no se podía pretender otra cosa, en un barrio que medraba alocadamente y sin mesura. Se extendía como una tela de araña entre el astillero y los arenales. Viejos mástiles y cuadernas, cantos irregulares de granitos, ramas de pino… Todo era válido para que aceleradamente, surgiera un nuevo hábitat…
Fundamentalmente eran los propios gallegos y algunos vascos, quienes acudían ante las perspectivas de trabajo…
No le pareció pues a Fausto tan despreciable, ateniéndose a las circunstancias, su cubículo.
Se trataba de un edificio, por llamarlo de alguna forma de una sola planta. Dos ventanucos rompían la mugre de las desconchadas paredes que daban a una rúa permanentemente encharcada. Disponía de seis habitaciones, o mejor nichos, sin más ventilación que una pequeña claraboya. El propietario era uno de los barandas del astillero que la alquilaba a precios abusivos. La ley de la oferta y de la demanda, en un momento en que la escasez de alojamiento resultaba agobiante…
El del vasco por lo menos disponía de un ventanuco, para Fausto algo indispensable. Y por supuesto, el muchacho estaba plenamente convencido de que aquella situación era algo absolutamente provisional. Poco tiempo, o no se llamaba Fausto, habría de tardar en mejorar notablemente aquellas condiciones vitales…
Fueron días muy duros, digamos crueles. La premura de los armadores y la necesidad de menestrales diestros, imponían un horario y una tensión en el trabajo exageradas. Tan sólo unos pocos, tan dispuestos como Fausto, eran capaces de mantener semejante intensidad. Cierto que la retribución era considerablemente superior al del resto de los operarios. Los días pasaban y muchos, bien sea por enfermedad o agotamiento, desertaban.
Fausto, por el momento soportaba semejante sacrificio. Su cuerpo no pasaba de ser un manojo de músculos, tan escuetos que parecía imposible hallar una partícula de grasa.
Su rostro cetrino, resultaba más que tenso, anguloso. Prácticamente parecía vivir exclusivamente para el trabajo. Daba la sensación de que no existiera en su vida otro objetivo que el trabajo. Algunos colegas, aseguraban que tal desmedido empeño, no tenía otro objetivo que acumular dinero. Incluso había quien había insinuado que trataba de ahorrar dinero para largarse a ultramar.
Sin ningún género de dudas, el vasco se había doctorado como un excelente carpintero de ribera. Tal era la destreza que había conseguido, que el patrón siempre contaba con él en el trabajo de encaje de las varengas, las cuadernas o la propia quilla.
Un buen día, todo se complicó, debido a que nuestro buen hombre pescó una grave disentería.
No era algo tan extraño en semejantes condiciones de vida. El hecho es que la inexistente salubridad suponía un caldo de cultivo inmejorable para la dichosa ameba histolytica.
Y es que el barrio del Esteiro crecía absolutamente desmadrado. Por doquier pululaban mercadillos. Allí se arremolinaban en confusa mezcolanza las frutas con fiambres y empanadas, rústicos tejidos, chanclos, alpargatas… Vamos, que alguien vistas las condiciones higiénicas, apodaría aquello, como el mercado de la Bernarda. Pero claro, no eran momentos para esmerarse por las normas de higiene.
Y sobre todo las aguas… En el mejor de los casos se podía acceder a fuentes públicas. Sin embargo era bastante común, abastecerse de las cunetas que definían las corredoiras.
Los efectos de la amebasis amenazaban acabar con la existencia de Fausto. Casi una semana permaneció acogotado por diarreas sanguinolentas, dolores intestinales insoportables, vómitos, náuseas… Los primeros días, tales efectos le sumían en tal inconsciencia, que ni siquiera era consciente de las constantes atenciones de cierta mujer.
Jorge, surgió en el camino de Fausto, como un auténtico ángel. Una de esas personas que por misterios del destino, sin ningún tipo de razonamientos, te entregan su amistad con un altruismo ciego.
Anxela era su amante. Eso sí, siempre a la espera de que en cualquier momento, el gallego le pidiera matrimonio.
—Si de verdad me quieres, cuídalo como si me cuidaras a mí… —recomendó encarecidamente Jorge a su novia.
Y así fue. Hasta tal punto de que a pesar de que pocos dieran un centavo por la vida de Fausto, sus desvelos, hicieron posible que lo que se daba por perdido, por fin, pasadas tres semanas, renaciera.
Tuvo la paciencia de aliviar insistentemente su frente con un paño húmedo y de insistir una y mil veces en hacerle ingerir agua de arroz y de limón, a pesar de que el enfermo otras tantas veces acabara arrojándola.
—Algo se le quedará —le decía a su novio…
Y así fue. Por fin, el vasco, un buen día dejó de vomitar. Y siguieron pasando los días y se curó. Y transcurrieron más días, pero ya no pudo encontrar trabajo. El antiguo patrono ya había contratado a otro carpintero. Como mucho, podría colocarle entre los arrieros que se dedicaban al acarreo de la piedra… Duro trabajo. Pero era lo que había… De momento prefirió buscar…
Y así se quedó. En el ínterin, poca cosa, algún estibo ocasional y poco más. Por otra parte, no podía permitirse bajo ningún concepto utilizar sus ahorros. Sabía que la única posibilidad de presentarse ante su familia, si algún día lo intentaba, sí o sí, habría de ser con una respetable bolsa… “Hori Gabe, zer da ba? (¿A qué se puede aspirar sin eso?)
De esta guisa anduvo algunas semanas. De una forma u otra, al menos para vivir algo rascaba. Pero si algo tenía bien claro, era que mientras le quedara una gota de sangre, trabajaría hasta la extenuación por su mujer e hijos. Aún a sabiendas, de que las circunstancias de la vida le impidieran por siempre jamás, el volver a verlos…