LIV
Daba la impresión de que más que una pascua militar, se trataba de un reto entre artilleros. Efectivamente, al estruendo seco de las piezas del castillo de la Real fuerza, respondía el eco, prolongado hasta lontananza, de los cañones del Morro.
El día era espléndido. Ya desde las primeras horas de luz, las claridades hendían las pupilas. Cierto que aun permanecían como indecisas algunas nubes gordas y algodonosas, restos de las cargantes tormentas de las últimas horas.
Iñazi sufría viendo las dificultades respiratorias que la temida humedad infligía a Pierre. Y para más inri, aquella luz tan descarada arrebujando sus párpados. Y mientras el muchacho se aferraba a la mano de su amatxo, como buscando no se qué refugio, su hermano Tomás, brincaba por el muelle como un chivo desmadrado.
Marisa estrenaba su regalo de Reyes. Se trataba de una preciosa pollera azul, tono de mar caribeño, y de un níveo saturado de encajes. A sus quince años, su cuerpo se distanciaba del estilizado de su madre. Apuntaba a formas más rotundas, lo que no impedía que de su rostro con matices tostados, emanara sosiego y sobre todo acogimiento.
Para los Zozaya, no era habitual la asistencia a la misa mayor. Menos aún a la catedral y en un día en que el templo resultaba pasto de la élite… negando el espacio para las clases más humildes. Estas, algunas de las más afortunadas lograban estrujarse hasta desbordarse por el umbral del pórtico.
Les encantaba, sobre todo a Iñazi, por los rompientes abiertos al Atlántico, aspirando el vaho de las olas reventadas, preñadas de salitre.
Aquel día luminoso, la tibieza de un sol acariciante, se ve que había animado a la gente notable a pasear por el litoral del Castillo de la Punta.
Probablemente, de podido preverlo con anticipación, Tomás hubiera evitado aquel incómodo encuentro. No se trataba de algunos conocidos comerciantes. Habitualmente platicaba con ellos con bastante comodidad e incluso cordialmente.
Se trataba de la compañía, algún clérigo notable, algún militar excesivamente entorchado y lo que nunca hubiera deseado, el “arlote”.
—Jamás lo hubiera creído — el colega comerciante, palmeaba el hombro del vasco—. Difícil, casi un acontecimiento —se dirigía exagerando el gesto al resto del grupo—, ver a este perillán fuera de su guarida…
Iñazi trataba de permanecer al margen, mientras el compadre, un conocido criollo bastante amigo de Tomás, presentaba a éste al resto del grupo.
—El intendente D. Luis Hidalgo…
Tomás trataba de componer un ademán afable, mientras dicho intendente se sujetaba el mentón como tratando de ubicarle.
Si no me equivoco… Vamos a ver —se mostraba altamente intrigado— ¿de qué parte de España es usted…?
—No, no —sonrió artificiosamente Tomás—, creo que usted se equivoca… Soy Francés… de la Martinica… ¿Conoce usted la Martinica?
—¿De la Martinica? Pues hubiera jurado… De todos modos perdone Usted. La verdad es que sin duda me he ofuscado… ¡Uno, ya hasta por oficio, ha de cruzarse con tantos rostros…!
Aquel encuentro sin duda intrigó al matrimonio más de lo que cabía esperar. Aún más, cuando a los pocos días, se presentó cierto cliente demandando en francés, cosa bien poco habitual, una cierta partida de bacalao.
Ni que decir tiene, que Tomás le respondió en perfecto francés. Una dicción, sin duda, bastante más perfecta que la de su interlocutor. Esto le hizo sospechar que sin duda, y teniendo en cuenta las pintas del sujeto, había de tratarse de algún funcionario policial en labores de espía…
Los Zozaya decidieron, que precauciones todas, pero que por el momento no era menester cambiar los hábitos… Y que llegado el momento, bueno ahí estaban los papeles demostrando su naturaleza, y en todo caso ya se vería…
En una de las cartas de Ane, la amiga de Iñazi, aludía de alguna forma a estos episodios. En el comentario de la remitente, Ane confesaba a Iñazi que no le extrañaba que incluso tan lejos, alguien quisiera husmear en sus vidas.
Ya hacía algunos años, cuando según Ane, los Zozaya se refugiaban por el Havre, cierto personaje —aunque en vano, porque en Urdax en ciertos temas era imposible sacar algo en limpio— anduvo en indagaciones. Que se fue de vacío y con cajas destempladas, fue bien notorio. Ni ella, ni por supuesto en el Molino o en Indiano Baita, donde le despidieron con un portazo, dieron pábulo a tales pesquisas.
Sobre todo, del manuscrito que me entregó Ricardito, pude entresacar algunas notas, que sin ser exhaustivas, ofrecían una somera reseña de algún episodio concerniente al paso de los Zozaya por la Habana.
Entre alguna de las vivencias de la familia, hubo una que pudo ser el detonante para abandonar la capital de la perla de las Antillas.
A pesar de que la actividad de la trata de negros, estaría dando los últimos coletazos, en esa Habana “Princesa del mar” la llamaban. Y sin embargo tal actividad parecía desaforada.
Eran tiempos en que la presión internacional contra la esclavitud, estaba a punto de dar sus frutos. Los grandes hacendados azucareros, sabedores de tales consecuencias, trataban de aprovechar la coyuntura.
En este ambiente, y en un ramo “comercial”, en que todos se conocían, pocos eran los que no se encontraban encenagados. Es decir, que aquello de que el que no tiene pecado arroje la primera piedra, tenía perfecta aplicación. Y si uno se pasaba, el otro se rezumaba. Y si tú esto, tu más…
Lo más grave, y a eso trato de referirme, era que en el comercio de esclavos, como he apuntado, hasta los propios gobernadores de la isla solían estar de lodo hasta el jarrete.
En este caso concreto, eran bastante notorios, los trapicheos del intendente. Tomás estaba muy al tanto, porque el tal comerciante criollo, hablaba hasta por los codos.
El vasco sabía, que en determinados temas, lo más conveniente era no saber nada, sobre todo si en el tomate están pringados personas importantes. Sabía, que de la misma manera que el correveidile comerciante farfullaba en los rincones contra el intendente, podía hacerlo contra él.
Que el irresponsable criollo, viera que el vasco, hacía oídos sordos a sus comadreos y que pasaba de cotilleos, podría mosquear a éste, con las consiguientes secuelas. Consecuencias, que como veremos cambiaron el rumbo de los Zozayas.
Inesperadamente las cosas debieron precipitarse.
La Habana era excesivamente húmeda —era una perfecta excusa—. Lo más desaconsejable para la afección asmática de Pierre. El Clima del Caribe les vendría de perlas.
A finales de la década de los cincuenta, a pesar de que el negocio, les iba viento en popa, pensaban que más pronto que tarde se mudarían a la zona del Caribe. Y es que por otra parte, empezaban a revolotear ciertos moscones entorno a Marialuisa… Se ve, que por lo que fuera, a Tomás no le hacían ni pizca de gracia.
Marisa a sus 22 años, más que una beldad, aportaba la rotundidad de su físico y de sus maneras…. Sobre todo, encandilaba la profundidad embelesadora de sus enormes ojazos azabaches iluminando su fina tez morena. Se trataba de una hermosura menos estilizada, destilada podría decirse, que la de su madre.
Cierto que pertenecía a una familia de poco ruido… Esto no impedía que se la considerada como moderadamente acaudalada.
Ernesto ¿cómo no?, se había puesto manos al asunto, sin prisas pero sin pausas. La Habana no era su tipo de hábitat…
Pero lo que de verdad debió dinamitar todo el cotarro fue un asunto referente a la fuga de algunos esclavos.
Tomás no sabría decir el tiempo que llevarían escondidos entre los troncos de palo de tinte del almacén.
Cuando les sorprendió, la pareja estaba demacrada, severamente desnutrida y en los huesos. Quizás por esta circunstancia en principio le resultó difícil precisar su edad.
Se trataba de un hombre y una mujer, era evidente. Lo pudo deducir por los pechos macilentos que se entreveían tras los andrajos de la muchacha. Por los ojazos de la negra que ocupaban medio rostro, deberían ser bastante jóvenes, aviejados sin duda por el inhumano maltrato.
En aquellos días del 1858, de la bodega de un bajel fondeado en el puerto, debieron de fugarse una buena cuadrilla de esclavos.
Decían las malas lenguas que tanto el gobernador de la isla, como el intendente estaban en el ajo… Algo por otra parte, prácticamente institucionalizado por las prácticas corruptas de los usurpadores de la colonia.
En casos similares no se andaban con contemplaciones. Los que se escapaban como vulgarmente se dice, eran perseguidos como ratas. La orden era disparar sin miramientos contra los esclavos. Sobre todo cuando se ocultaban en los escabrosos cañaverales de la bahía.
Fue al amanecer, tras sorprenderse por los ladridos del perro. De puro extenuados, no debieron hacer el menor intento para camuflarse. Allí se quedaron como absolutamente abandonados y preparados para el sacrificio…
Tomás inmediatamente se apercibió de la situación. Sabía que de no entregarlos podía verse enredado en una situación sumamente embarazosa. Una gran amenaza para el porvenir de toda su familia.
El vasco repudiaba profundamente la esclavitud. Siempre había abominado de los negreros como si se tratara de auténticos criminales.
Afortunadamente, su hijo Tomás que al revés que Pierre, frecuentaba el almacén, no había topado con los extraños.
Hombre de recursos y rápidas soluciones, Tomás padre, intentó tranquilizar a los africanos. Les ofreció agua, pan y algunas frutas. Les dio a entender como pudo que trataría de ayudarles y que tuvieran paciencia…
No pareció que los esclavos comprendieran a quien trataba de ayudarles. En principio sin que pareciera que les preocupara la intención de Tomás, el muchacho arrimó la vasija de agua, una gran jarra y se la ofreció a su compañera. Esta, mientras bebía trataba de mirar a Tomás. Resultaba difícil saber si era un gesto de agradecimiento o de acatamiento…
Tomás se esforzaba en explicarles que bebieran y se alimentaran sin precipitarse, lo que al parecer ellos lo entendieron a la perfección. Les trajo ropa y les encaminó a un nuevo escondite, bastante más cómodo y discreto. Un pequeño recoveco donde se apilaban lotes y lotes de pescado en salazón.
Al irse, tenía la confianza de que le hubieran comprendido. Les dio a entender que esperaran, que les ayudaría y que no se movieran de ahí, porque corrían un peligro inminente…
Se temía, que lo más probable era que huyeran de ahí a la más mínima ocasión. No obstante, vería de encontrar la mejor salida, para aquellos desgraciados de los que ya se había apiadado profundamente.
Pero el asunto se complicó.
Cuando entró en el pequeño despacho y vio que su hija departía tan apaciblemente con aquel criollo, tan pelma, siempre tan entrometido, siempre tan “kuxkuxero” (husmeador), tembló.
Justamente hablaban de la fuga de los esclavos, que era la comidilla del día… Y justamente en ese momento, se produjo un ruido en la rebotica…
¡Qué rápido estuvo Tomás!
—Otra vez el maldito perro… — se expresó con un bien simulado enfado—. Mira, por fin lo voy a estrangular…
Y rápidamente acudió, como bastante contrariado. Marisa hizo un breve gesto de extrañeza, porque ni el perro frecuentaba aquel espacio, ni acostumbraba a revolver absolutamente en el almacén. Pero rápidamente, apercibiéndose del personaje que tenía delante, suprimió cualquier gesto que pudiera dar a entender algo anormal.
Se ve que ante la poca claridad, alguno de los refugiados tropezó con una pila de bacaladas…
Lo cierto es que esa misma noche, trasladó a los jóvenes negros a las bodegas de una vieja carraca de la compañía, tan solo en uso para urgentes menesteres de cabotaje.
Esto fue sin duda lo que precipitó los acontecimientos.
Porque además, por razones que él prefería —por lo que fuera— no penetrar, hasta su mujer en los últimos días, como si de improviso se le cayera encima La Habana, le urgía a emprender el traslado.
Así pues, con la decisión prácticamente ya tomada de trasladar a la familia a Trinidad.
Lo harían en horas, muy de amanecida, en una vieja, aunque amplia calesa de la compañía. Como siempre, el asunto había quedado en manos de Ernesto, presente en aquellos momentos en la Habana.
Afortunadamente, el episodio, se desarrolló sin ninguna extraña incidencia.
Ernesto Gamboa, el hacendado de Campeche, pensó que lo más oportuno era lanzar la vieja carraca al viento, con los dos negros.
Bordearía la península de Gunanahacabiles. Era la ruta a Jamaica. Evidentemente esperaba que previamente, como así fue, la tartana de la empresa, con Iñazi y la prole, arribara a Trinidad. Era el momento previsto por Ernesto para desembarcar a la pareja negra en Trinidad. Suponía que para entonces, los Zozaya ya se habrían instalado en esta bella ciudad colonial.
Tomás padre, se quedó de momento en la Habana, hasta reorganizar todo aquel cotarro.
La previsión del antiguo espía era de libro. Justo un par de horas después de la partida de su familia, se presentó el intendente con una patrulla. La excusa era bien simple: “Andaban a la búsqueda de ciertos malhechores”. Temían que se hubieran ocultado en alguna de las factorías del muelle, poniendo en riesgo la seguridad de los respetables comerciantes.
Estaba meridianamente claro. El pegajoso criollo, como de costumbre, se había metido en el meollo del mejunje… ¿Quién demonios sería tal tipejo, que con cualquier excusa, dándoselas de amiguete, tan insistentemente rondaba el negocio?