LII
Entre todos los recuerdos que Oswaldo almacenó como depositario de las confidencias de Tomás Zozaya, sin duda el más insistente, fue el del encuentro del abuelo Tomás con sus hijos…
Incluso llegó a confiarme el “Anguila”, que tantas veces el abuelo Tomás, refería el evento del encuentro de su padre con sus hijos, otras tantas le resultaba imposible contener las lágrimas. Luego, con las flaquezas de la senectud, el encuentro del abuelo Tomás con sus hijos, era un referente —cierto que siempre con alguna nueva matización—, un tema con variaciones, bastante reiterativo. Y no es que al anciano, en ningún momento le patinara la mente, eso nunca. Simplemente, se trataba de que le conmovía la soledad y el hundimiento en que se vio sumido, un tal Fausto Errandonea, finalmente Tomás Zozaya, su padre…
—A mi abuelo Tomás, aunque parecía no arredrarse por nada —comentaba “Oswaldo el anguila”—, de vez en cuando le entraba el “gorrión” (nostalgia) y se me ponía harto sentimental… El, por supuesto, no era consciente de la impresión que les causó su padre a él y a su hermano Pierre cuando lo vieron por primera vez… Cuando tuvieron unos años más, fue la “amona Iñazi”, quien les revivió en reiteradas ocasiones, la escena… Eso sí, insistiendo fundamentalmente en la reacción del aita, que debió ser indescriptible…
El anguila me refirió, entiendo que adobado con su peculiar musa, que la que sí acudió a fundirse en un largo abrazo con su aita, tan pronto lo vio, fue Marisa… Pierre, se acercó a él algo indeciso y con cierta timidez, sin duda, impulsado por la incitación de su amatxo, y como si el trance no fuera con él… El pequeño Tomás en cambio, en un principio estuvo completamente remiso… Ya cuando fue a recoger el regalo que le traía su aita, así como medio obligado, imprimió un rapidísimo ósculo en la mejilla de su aita y se retiró raudo con su regalo.
El nuevo Tomás Zozaya, se debió encontrar, por una parte, como transido de emociones… Era sin duda, un ambiente propicio para cualquier expresión emotiva, ajena a la palabra…
Los inicios de Tomás Zozaya Errandonea, que era como se presentó nuestro Fausto, no fueron tan difíciles como cabía esperar. Iñazi se las arregló para explicar a Petra y Francisco Ojeda, y así mismo a Ernesto Gamboa, la nueva identificación de su marido. Simplemente, razones de seguridad, debidas a la contienda carlista… No creyó preciso dar más explicaciones.
Desde el primer momento, Ernesto Gamboa, le ofreció un digno empleo en su empresa.
El indiano intentó darle a entender, que el recién llegado era para él alguien que no necesitaba de ningún gesto específico o particular. Procuraba comportarse con él, como si se conocieran de toda la vida. Con la misma naturalidad con la que te enrollas con el amigo de siempre.
Aunque en un principio, Ernesto pensó situarle cercano a labores burocráticas, pronto entendió que las facultades del vasco para las labores organizativas del estibo eran excelentes. Tomás padre, parecía moverse como pez en el agua en el entresijo de los muelles.
En lo referente pues a su situación laboral, todo marchaba como la seda.
La introducción en el mundo de los Ojedas, fue otro cantar. No es que el acogimiento, inicialmente al menos, fuera conflictivo. Incluso en un principio, hasta pudo parecer el evento más feliz de la vida de la familia. Quizás más de lo conveniente, porque con frecuencia, las expectativas cuando se exageran, acaban decepcionando.
Tomás se implicó rápidamente en la educación de sus hijos. Estos no tardaron en quererle y dejarse querer. Iñazi se veía casi completamente feliz. La familia, ciertamente se estaba reconstituyendo a marchas forzadas. Esto sin duda resultaba excelente. Otra cosa que a Iñazi no podía pasarle desapercibida, era el hecho del cambio que se estaba dando en la actitud de Petra.
Para el patriarca Francisco Ojeda, la presencia de Tomás, incluso le servía de compañía, tanto como de entretenimiento. Sin embargo para Petra, acostumbrada a intervenir en los afanes de los niños, de alguna forma las cosas adquirían otro cariz. Quiere decir esto, que en la actual situación, los criterios educativos de Tomás parecían como de obligado cumplimiento. En ausencia del padre, las discusiones y la disparidad de criterios con Iñazi, al menos en temas superficiales, solían estar a la orden del día. Ahora en cambio…
Y es que con el padre de los niños, no cabían disquisiciones. Y no es que este se metiera tanto en lo habitual. Se trataba simplemente, de que en actitudes más definitorias del comportamiento de las personas, la gravedad y seguridad de Tomás era bastante ostensible. Los niños, por ejemplo, debían obedecer sin rechistar, de la misma forma que asumir unas normas de limpieza etc…
Iñazi, aun estando completamente de acuerdo con su marido, se daba cuenta de que en aquella casa fluía un ambiente, antes algo inusitado, de ligero malestar. Y aunque este sentimiento no se verbalizaba, flotaba inevitablemente.
Dos años, ya parecían excesivos, para cohabitar en este clima que por momentos se enrarecía.
Ya no era posible ni conveniente soportar aquella tensión... Iñazi hubo de convenir con su marido que debían buscar nuevos derroteros.
Y es que además había otro asunto. Probablemente más significativo de lo que se podía esperar.
En una ciudad tan pequeña como Francisco de Campeche, las murmuraciones y habladurías, estaban a la orden del día. Y resultaban tan venenosas, que con harta frecuencia, destruían personas y familias.
No era Tomás Zozaya alguien, que sobre todo a causa de sus amargas vivencias, tuviera un celo especial por entregarse a las prácticas religiosas.
Algo similar le ocurría a Ernesto Gamboa, poco o nada adepto a las ceremonias eclesiásticas. Por ello, Ernesto, máxime sabiendo como acostumbraba a gastarlas el clero, se curaba en salud, entregando de vez en cuando un pingüe óbolo. Era sin duda la perfecta mordaza para el lenguaraz D. Eladio. Y es que el clérigo en cuestión, a pesar de no ser ni obispo, ni siquiera vicario de la comunidad, venía a ser el “factótum”.
Tomás, en efecto, no era una persona dada a ejercer gestos de cordialidad con las sotanas. Como norma, no solía fiarse de, como él los catalogaba, “tales sujetos”.
Razones tenía. Los había visto moverse en una contienda tan cruel como la carlistada, desprovistos de ese toque místico más teatral que real. Cierto que había de todo. Pero en principio, introducirse en su ambiente, ya significaba para él, mantener una atenta prevención.
D. Eladio, no era ciego. Inmediatamente se apercibió de las reticencias del vasco.
Algo que fastidiaba profundamente a Tomás, era las libertades que se tomaba el cura a la hora de dirigirse a los niños. Aquellas familiaridades concretadas en exagerados manoseos y caricias…
Cuando el cura se las dedicaba a Marisa, no podía disimularlo. En ese momento, el rostro de Tomás, se contraía en un amargor irrefrenable… El cura lo percibía y sin duda le odiaba por esto…
El conflicto se emponzoñó aun más si cabe, cuando Iñazi y Tomás decidieron llevar a la niña a la catequesis de los franciscanos… Bien lejos de las influencias del chantre catedralicio, cargo que ocupaba el intrigante D. Eladio.
Con el tiempo la inquina era notoria y el sacerdote, ni siquiera se molestaba en ocultarlo en los mentideros de la parroquia.
Allí se arremolinaban, viejas beatas, atrabiliarios viudos y solterones como nuestro conocido criollo Pancracio, el tipejo que acosó a Iñazi…
Como vulgarmente se dice, allí, en el garito de las sacristías, se mondaba y juzgaba a todo “cristiano” que disintiera o pusiera en tela de juicio, los antojos de la clerecía…
El hecho, de que con la excusa del imperativo del trabajo en los muelles, le retrajera a Tomás con harta frecuencia de los servicios litúrgicos, se trataba como un escándalo “oficial”. En cambio, como he señalado, similar proceder en Ernesto, ni siquiera era considerado…
Era claro y manifiesto, que D. Eladio, se la tenía jurada a Tomás. Y por razones inconfesadas, probablemente aún más a Iñazi.
Lo que D. Eladio nunca debió hacer, es acudir con todo su veneno y el de las habladurías a Petra. Y esta, a pesar de que Francisco, le aseguró que todo el mensaje del cura no pasaba de puro veneno, envidias y otras maledicencias, quedó tocada.
Iñazi, bastante confusa, creyó que era el momento de instalarse en otra residencia.
Tomás en cambio, con absoluta seguridad propuso que lo correcto no era cambiar de casa, sino de aires…
Por otra parte, tras la independencia de México, muchos españoles huidos de las garras de la “madre patria”, sobre todo de la perla de las Antillas, se refugiaban en México.
Tomás sabía perfectamente, que el espíritu de la independencia de las colonias, todavía no se había encarnado en multitud de clérigos y frailes, que seguían fieles a la monarquía española.
Sin duda, D. Eladio era uno de estos. Lo normal es que pusiera toda la carne en el asador, para dar con todos los detalles de la semblanza del auténtico Tomás Zozaya Errandonea.
Entonces y en previsión de males mayores, Tomás aprovechó para clarificar sus proyectos. Era algo que ya lo tenía hablado con Ernesto Gamboa.
Iñazi, en principio, se opuso con todas sus fuerzas. Habían logrado una buena acomodación tanto económica como social… Cierto que surgían algunas complicaciones… ¿Qué familia no debe sortear circunstancialmente algunas complicaciones…?
Tomás sin embargo, se manifestaba bastante preocupado. Era como si las enseñanzas de su azarosa vida, le hubieran adiestrado para poder leer el futuro, apoyado en unos pocos, aunque para él, bien elocuentes acontecimientos.
La excusa de reorganizar y dar una mayor entidad la delegación, de la empresa de Ernesto Gamboa en la Habana, fue concluyente.
Iñazi no tuvo más remedio que aceptar la propuesta de su marido. No estaba dispuesta de por vida a permitir que la familia volviera a disgregarse nuevamente.
Le daba pena abandonar el cariño y las atenciones de los Ojeda. Reconocía sin embargo, que aquello se estaba de alguna forma rompiendo. Ciertamente ya no era lo mismo. Mejor acabar bien antes que enemistarse. Que además, aunque remotos, ahí estaban los lazos familiares y lejos de la tierra. Y que nunca se sabe…
Así pues, todo se resolvió de forma que la partida fuera comunicada a los Ojedas, y solamente a ellos, un par de días antes del embarque.
Conscientemente, la marcha se planteó como muy de improviso. Esto permitió no dar tiempo a demasiadas explicaciones ni a engorrosos rumores…
Ernesto, conocido su ascendiente entre los Ojeda, les aseguró que tanto por la coyuntura como por el interés de su negocio y por el propio de la familia Zozaya, el momento era el más oportuno.
Petra, tal como se estaban poniendo las cosas, sabía que tarde o temprano era una marcha anunciada. Le fastidió sin duda verse sorprendida, sin espacio para articular sus consideraciones. Ya su intervención personal, no pintaba nada. Eso era algo para su carácter, que sobrepasaba por decirlo así, tanto sus competencias, como su cualidad de mujer indispensable.
Aprovechando uno de los pataches que semanalmente transitaban entre Campeche y La Habana. La familia Zozaya, acompañada en esta ocasión por Ernesto Gamboa, de la forma más discreta posible, abandonó Yucatán.
Probablemente para Petra y Francisco Ojeda, fue uno de los días más amargos de su vida.
Trataron de analizar las causas de lo que para ellos resultaba como una desgracia familiar. Llegó el momento en que Francisco, viendo que dar vueltas una y otra vez, sólo servía para emponzoñar más el ambiente, optó por no tocar más el asunto. Le dijo a Petra, que si ella quería reconcomerse las entrañas, que lo hiciera, pero que a él le dejara en paz. Que las cosas ya no tenían remedio, que ya era tarde para zurcir rotos y que en todo caso, que si se sentía culpable de algo, que lo hubiera pensado mejor, que él ya se lo había advertido… Y que eso solía pasar, cuando se estiran las orejas para dar pábulo a la maledicencia…