XXVIII
El mercado de Campeche, era uno de los atractivos para la Joven Iñazi.
Este mercado, podía considerarse como una de las arterias más activa de la ciudad. Ya por aquellos años se le conoció como “El mercado Pedro Sainz de Baranda”, en honor a este ilustre marino mejicano.
Mercaderías de todo tipo: vituallas, enseres, tejidos…y sobre todo pescados y ahumados, se amontonaban en cuadras de chamizos y cabañas, auténticos amasijos de infinitos colores… Un permanente y penetrante aroma a sal y a algas presidía indefectiblemente aquel abigarrado cordón marítimo…
Las primeras veces, Petra se acompañaba de Iñazi, con la idea de que la joven madre, adquiriera los hábitos y sobre todo la destreza de una buena compradora. Y es que, uno de los atractivos del mercado, al menos para Petra, consistía en el arte del regateo.
Una vez que la dueña de la casa se apercibió, tanto de la facilidad en captar los detalles, como de las dotes de la vasca, con frecuencia la mandaba con la niñera, e incluso sola, caso de que circunstancialmente, tuviera que atender algún parto y Blanquita la cholita hubiera de ocuparse de los niños
Aquel día, el firmamento permanecía cenizoso. No aparecía ningún rayo de luz, suficientemente potente como para rasgar una costra grisácea, tan turbia como densa. La temperatura, netamente otoñal, aunque agradable. Se acercaba el invierno y las lluvias tendían a moderarse….
Ambas vestían blusa con bordados azabaches y faldones blancos, con los bajos sencillamente pespunteados. Es que Iñazi, por encima de la coquetería, elegía la comodidad y la simplicidad en su vestimenta.
Blanquita apenas superaba el hombro de Iñazi. Miradas por detrás, el diseño pleno de hombros y caderas de la vasca, contrastaba con la estilización del cuerpo de su acompañante. Poco más de una adolescente, aunque sin duda, a las puertas de un despliegue femenino más decidido. Así contempladas hubieran pasado por madre e hija de no ser por una disparidad en sus cabellos tan opuesta. Porque el contraste entre las guedejas doradas de Iñazi, recogidas por una pañoleta grana y el negro irisado de la mulata, resuelto en dos largas trenzas, gritaba a la vista.
Comentaban, sin dar tregua al palique, el aspecto de las mercancías. Las pescaderas se enredaban con ellas en las habituales valoraciones, discusiones y tiradillas, ya endémicas de puro reiterativas…
Más que sobresalto, resultó sorpresivo el inesperado saludo de Ernesto Gamboa. No había vuelto a coincidir con él, desde que se lo presentaron en la hacienda de los Ojeda. Y no es porque el hombre careciera de interés. Difícilmente podía pasar desapercibido un caballero tan apuesto…
—Por fin he podido dar con usted —le ofreció la mano esbozando un suave ademán—. En su casa me habían advertido de que lo más probable era que anduviera pululando por el mercado, afortunadamente no estaban equivocados…
Enseguida, viendo cierta indecisión en la joven, se explicó.
—No he querido esperar porque creía que pudiera ser de sumo interés para usted entregarle este sobre. Un gran amigo mío, sabedor de que por suerte me manejo bien por Campeche, me escribió y solicitó que diera con su dirección. Como ve no me fue difícil…
—Dice usted, que un amigo… —Vio escrito su propio nombre en el sobre por lo que la conmoción que penetró en su pecho al reconocer la letra de Fausto, fue indescriptible.
Iñazi no tuvo que apretarse mucho los cascos. Había de tratarse del capitán Eizaguirre, de cuya relación se hizo la sueca, cuando Ernesto lo mencionó.
—Un gran amigo, como en su día se lo comenté—. No en vano frecuentó tanto estas latitudes…
La muchacha no pudo evitar un cierto enrojecimiento. Su rostro tal vez había perdido algo de su frescura, quizás porque sus pupilas, como más cansinas, hubieran refrenado su habitual fluidez. En cualquier caso agradeció profundamente, que él no mencionara que el día en que se conocieron había aludido al “tal Eizaguirre”, porque si de algo estaba segura, era de que Ernesto no habría olvidado el lance…
Tras departir unos minutos, la tensión inicial de Iñazi se fue desmontando. Luego, en un ambiente agradable y distendido, banalizaron sobre las incidencias del mercado. Antes de despedirse, la muchacha agradeció las molestias que se había tomado por ella, insistiendo que no veía como agradecerle semejante favor….
Una vez que “aquel caballero” —era lo que opinaba Iñazi— se alejó, aquel sobre empezó a quemarle. Era como si portara una brasa entre los dedos.
Las escasas noticias que hasta ahora había recibido sobre las andanzas de su marido, tan breves, resultaban confusas o incluso desesperanzadoras.
Luchaba endemoniadamente para que sus niños y padres adoptivos no advirtieran la profunda desazón, o más aún, el tormento que como un escorpión, agujereaba sus entrañas. Incluso cada vez se despertaba más noches con la cruel pesadilla del diabólico fraile, violentando su vientre… Hasta los intestinos, le revolvían, semejantes delirios….
La primera carta que recibió de Jerôme, no aclaraba nada. El buen hombre trataba dulcificar sus impresiones, sin poder ofrecer ningún dato esperanzador. Fausto, sin duda, había levantado el vuelo en busca de mejores expectativas. Eso era algo que Iñazi no debía poner jamás en duda. Pero esas eran todas las noticias que poseía Jerôme de su marido, meros augurios…
La carta de Pierre meses después, poniéndole al tanto de su encuentro con Eizaguirre, tampoco le ilustraba gran cosa…. Todo se reducía a calmar a la joven, asegurándole que si el asunto estaba decididamente en manos del viejo marino, era una garantía. Nadie mejor que él, dadas sus profundas “conocencias” para encontrar a Fausto…
Ahora se trataba de una misiva del propio Eizaguirre… Iñazi, sentía como se le cortaba el aliento. Trató de disimular ante Blanquita, no con demasiado acierto, ya que la premura con la que asida de su brazo se encaminaba hacia casa, hacía presagiar un volcán interior incontenible…
Justamente por esos días, tan intempestivamente como siempre, había aparecido Francisco hijo. Y esta vez, como para más rebote de sus progenitores, con una mulata exageradamente vistosa y llamativa.
Resultaba la tal nativa, a primera vista, una alharaca física y síquica, a tono con su desparpajo, al margen de cualquier complejo. Difícil encontrar una forma de ser tan opuesta a la de Iñazi.
Y sin embargo aquella naturalidad o si se quiere espontaneidad, con frecuencia tan ruidosa, como que no creaba en el ambiente ningún resquemor. Eso sí, tanta naturalidad, simpatía, o si se quiere verborrea, acababa agotando al personal. A todos, menos a su amigo, querido, o lo que fuera Francisco.
El propio Francisco, tampoco dejaba a su paso ningún residuo de malestar, porque amable, complaciente, chistoso y zalamero como él, pocos.
Pero a Petra, con ser madre y todo, esa forma de ser, a los pocos días, acababa con su paciencia. Casi deseaba, sobre todo desde que Iñazi y los niños eran como el centro de la casa, que al menos por una temporada, se le ventilara el hijo, en busca de nuevos caminos.
Iñazi y Francisco hijo, este ya en la treintena, se caían bien, a pesar de que se veían de ciento a viento. La verdad era que el muchacho, muy viva la virgen y todo lo que se quiera, era muy noblote y a las primeras de cambio, se había acostumbrado a tratarle como una hermana. Y de alguna manera, si que su relación había adquirido ciertos tintes fraternales.
Tan pronto llegó a casa, vio que Francisco y la esplendorosa mulata alborotaban con la pequeña María Luisa, y los gemelos. Ni siquiera se detuvo a ver a sus niños, quizás porque los vio perfectamente entretenidos con la pareja y subió a su habitación.
Francisco y su amiga, se miraron con una mueca de extrañeza, pero no dieron más importancia al hecho, completamente enredados en las risas de Marisa —que tan poco puso especial interés en la presencia de su madre— y en los gorjeos de los bebés.
Fue Blanqui, que entraba más tranquila en pos de Iñazi, quien viendo cierta extrañeza en los presentes, aclaró con cierta brevedad las razones de la premura de la madre de las criaturas. Y sin más preámbulos, cada quien siguió enfrascado en los suyo…