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La estancia de los Zozaya en La Habana, una decena de años más o menos, sin duda fue decisiva a la hora cohesionar el núcleo familiar.

Otra cosa bien distinta, fue lo que el entorno social, dadas las características políticas de un fuerista vasco como Tomás, conllevaba. En una palabra, a los Zozaya, gente por naturaleza autónoma, les irritaba el españolismo servil del gremio de comerciantes y exportadores al que “velis nolis”, pertenecían.

Eran conscientes de que se movían con más agrado y por supuesto libertad, en los círculos independentistas. Círculos, que cada vez con más descaro, proliferaban en ambientes más rurales. Justamente allí donde florecían los grandes y pequeños hacendados.

No fue esa la única razón que debió moverles a establecerse en Trinidad. El acicate, como no, fue las condiciones tanto laborales como ambientales que les proporcionó Ernesto.

Cierto que Iñazi, al parecer había logrado crear en La Habana, una residencia, más que digna. Se trataba de una linda estancia con su pequeño huerto y jardín incluido…

Pero el Caribe para ella, era como un sueño…

Cuando Ernesto explicó a Iñazi lo que al parecer iba a ser su nueva morada, pareció como disculparse. Por su situación, bastante próxima a la catedral y muy en el centro de la ciudad, el edificio parecía perfecto.

Iñazi, cierto, la vio algo desvencijada, y entendió la mirada como culpable de Ernesto. En realidad, se trataba de una edificación plenamente colonial, algo abandonada, pero que con ciertos retoques y algo de pintura, prometía transfigurarse en un palacio. Ernesto, como de costumbre no les había ofrecido cualquier cosa.

Se trataba de un edificio de una planta. Grandes ventanales con verjas y adornos neoclásicos, componían su fachada rebozada de azuletes desconchados… La verdad, componer aquel rostro algo sucio y descuidado, no parecía insuperable tarea.

Por suerte, el interior de la casa, además de amplio y de permanecer bastante bien conservado, disponía de un patio interior. Un patio que por el momento parecía engullido por una especie de batiburrillo tropical. Acondicionar este pequeño bosque desmadrado, sería el primer quehacer de Iñazi, con el trabajo insuperable de la pareja de negros y de sus propios hijos.

Los africanos pasarían a engrosar el servicio de la pequeña hacienda. Aprendían con extraordinaria rapidez, el castellano. Y por supuesto, las labores caseras. Lo más curioso era que sin que nadie lo pretendiera, simplemente de oír a la familia, comenzaban a entender el vascuence, lengua habitual de los Zozaya.

Durante unos meses, Tomás padre debió permanecer en la Habana. Era preciso terminar de atar los cabos del negocio de Ernesto, antes de depositarlo en manos expertas… Esporádicamente, aprovechando los tramos de ferrocarril que pululaban por la isla, visitaba a los suyos.

Lo cierto es que la familia en pocas fechas fue capaz de montar su pequeño negocio, Iñazi y Marisa se encargarían de la herboristería y Tomás de los salazones.

 

Tras la marcha precipitada de la Habana, y la instalación de la familia en Trinidad, hay unos años, concretamente hasta mediados de 1967, sin noticias.

Al parecer fue un período próspero y tranquilo para los Zozaya. En alguno de los apuntes, tan solo se menciona vagamente el evento de la boda de Marialuisa. Pero al parecer, madre de una niña, por razones que no se especifican debió de enviudar tempranamente.

Poco más hubiera podido añadir. Probablemente todo mi relato hubiese quedado hasta el momento en un álgido suspense. Probablemente incluso ni hubiera merecido la pena entregarme a la trama de esta historia si alguien no me hubiese ofertado un cierre razonable más o menos coherente.

Para ello fue preciso, que los hados, siempre tan reiterativos en la crónica de los Zozaya, volvieran a manifestarse…

 

La hija del abad
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