IX

 

 

Fausto que en principio receló de la auténtica identidad del fraile Hernán, enseguida supo que debía ser además de fraile, algo más comprometido…

Sin duda fue o ejerció como tal, aunque en los últimos años, su comportamiento era más propio de un clérigo renegado. Es lo que podía deducirse de su dedicación al espionaje para la causa liberal, en lugar de a los menesteres de la liturgia y de la pastoral, como corresponde a todo buen eclesiástico…

En tierra Estella, su figura ampulosa, era tan bien conocida como su astucia, doblez y sus misteriosas correrías.

Fausto insistió ante Pierre, su mujer y la propia iñazi, en que en tales circunstancias, toda cautela y discreción serían pocas. Trató no obstante de no apurarles en exceso, asegurándoles que en cualquier caso, el permanecería atento ante cualquier movimiento extraño y sospechoso.

Louise, la mujer del comerciante, extrajo de su interior unas prendas que para Pierre resultaban desconocidas. Ella, que quizás por la temprana pérdida de su bebé, siempre se había mostrado como una mujer amargada y esquiva, acogió a Iñazi, con el cariño de la madre más comprensiva.

Puede decirse que desde el primer momento, las dos mujeres congeniaron prácticamente sin fisuras. Para la muchacha, los meses previos al parto, fueron un auténtico remanso de paz. Louise había conseguido un aroma de hogar, que jamás hubiera soñado Pierre en sus mejores sueños.

Así es que cuando llegó María, una criatura por cierto bien rolliza, Louise la acogió con el cariño propio de una abuela que recibe a su primera nieta.

Ella había preparado el advenimiento del bebé con toda exquisitez. Y ella misma, a pesar de haber solicitado a la mejor comadre de Baiona, asistió al parto, como si temiera que en el más insospechado momento algo pudiera fallar.

El propio Fausto, aún sabiendo que no era su hija, la recibió como tal.

—Nada pasará a nuestra hija, insistía con firmeza cuando Iñazi se veía como torturada por sombríos temores…

A pesar de todo, Iñazi no sería completamente feliz, mientras su madre, no tuviera en sus brazos a la pequeña María. Louise lo entendió, aparentemente —y así debía ser— sin el más mínimo recelo.

Ciertamente, sacar a María de Urdax en aquellos momentos en que en las fronteras estaban tan sumamente infiltradas era un riesgo.

Fausto lo planeó con tanta minuciosidad como si en el envite estuviera en juego la misma causa carlista.

Entendió que la jugada debía ser ejecutada a plena luz, pues los movimientos en las sombras, sistemáticamente promovían mayores sospechas.

La recogida del heno era una fecha excelente para que el tránsito de las pesadas carretas no suscitaran extrañas preguntas.

Unos amigos de Espelette de toda confianza, poseían campos que prácticamente cabalgaban sobre las dos mugas. Ellos, también excelentes mugalaris, se harían cargo del “paquete”.

Pero como vulgarmente se dice, todas las aventuras tienen su “pasadizo”.

Días después, cuando ya la “amona” María, disfrutaba plenamente de su nieta, no podían contener la risa celebrando la astucia de los caseros de Espelette ante los espías españoles.

El paso de la muga fue tan simple como divertido. Previamente María, en el bosque cercano al campo del heno, había sustituido a la mujer de Vincent. No fue difícil, pues según lo acordado, sus indumentarias eran idénticas: el típico faldón grueso azul, propio de las campesinas, una blusa tostada, toquilla negra y pañolón del mismo color recogiendo el cabello.

Así apareció María en el prado confiada en que si alguien la observaba, difícilmente notaría que sustituía a la mujer del baserritarra de iparralde.

Estaba algo nerviosa. Vincent se apercibió e intentó calmarla. No habría ningún problema. En caso de que hubiera algo sospechoso, él se encargaría de poner los puntos sobre las íes.

Por eso cuando aparecieron aquellos dos tipos con pintas de leñadores, aizkoras al hombro, ni se inmutó…

A ver si por casualidad —preguntaron— venían de Urdax y si habían topado con alguna mujer en el camino…

Por supuesto, ni por su deje castellano, ni por sus modos tenían algo que ver con gentes de la tierra.

—Hombres, mujeres… En las cercanías de San Esteban resulta difícil no encontrarte con algún paisano…

—¿Conocen ustedes a María Zozaya?

—¿Quién no conoce a la molinera de Urdax?

—Es que D. Hernán necesita estar con ella, debe tratarse de un asunto urgente…

—Pues… —interpelando a María—, ¿ikusi duzu errotaria? (¿Has visto a la molinera?)

—Noski baietz (por supuesto) —respondió ella con todo el aplomo del mundo.

—Ya hará unos cuarenta minutos… Probablemente ya estará llegando al Molino…

Un escueto gracias fue suficiente para que ambos falsos leñadores, con paso rápido y decidido se pusieran en marcha.

—¡Vaya modales! ¿Has visto alguna vez a esta gente?

—Sigue adelante sin mirar para atrás… son peseteros…

— Por supuesto, estaba clarísimo…

—A ver si van a encontrar a tu mujer.

—Ni te preocupes… Co mi mujer es fácil llevarse sorpresas…

Y se la llevaron. La mujer de Vincent se había detenido en la ermita el espacio suficiente como para dar tiempo a los espías del fraile Hernán para que topasen con ella. No es para contar el desencanto de aquellos dos granujas.

María pensó que tras permanecer con su hija casi un mes, con enorme pena debía regresar a su molino. No se trataba de que estuviera desatendido, ya que Santi solía contratar un peón, con bastante asiduidad. Era más bien que no tenía ganas de dar que hablar, pues ya se sabe lo que pasa en pueblos tan pequeños, cuando cualquier acontecimiento o cualquier ausencia, excede lo normal…

La hija del abad
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