XXIII
Fuera del avión la noche era tan profunda que ni siquiera se percibía. Había ensayado mil posturas, para conciliar el sueño. Intenté distraerme, con revistas, libros pero se me caían los párpados. En cambio, mi compañera si lograba dormir o al menos dormitar… Y en aquel pesado aburrimiento, me acordé de la carta recogida en el hotel in extremis…
Pulsé el botoncito del panel cenital y enfoqué el rayo de luz hacia aquel legajo de una decena de pliegos bien ocres. Había una nota en la que Ricardito me enviaba sus respetos, indicándome que había considerado que aquellas hojas podían ser de mi interés, escritas como están, “en la lengua del pueblo cuya sangre llevo en mis venas”…
Pude apreciar que los rasgos caligráficos se confundían como manchas de nicotina con el fondo del papel y que algunas de las palabras de aquel euskera, para mí algo enrevesado, estaban escritas con rasgos, bastante firmes…
Decidí que aquel no era el lugar más apropiado para descifrar aquella caligrafía tan deteriorada, pero la curiosidad, o mejor la intriga, no dejaba de acuciarme.
Desistí. La verdad es, que sinceramente, sin la ayuda de gente más experta que un servidor a la que posteriormente hube de consultar, hoy no podría haberme hecho cargo del contenido completo del documento. Aquel Euskera, resultaba demasiado “korapilatsu” (enrevesado) para un modesto Euskaldunberri como un servidor.
Era una carta escrita en el Ferrol y dirigida a Iñazi, que por aquel entonces ya llevaría un par de años residiendo en Campeche, al parecer en casa de unos parientes por parte de su madre.
Iñazi cuidaba de María y los hijos gemelos, cuya existencia Fausto ignoraba, por haber nacido en el propio bergantín que les trasladó a Indias. En el viejo sobre que contenía la carta, tan solo constaba el nombre de Iñazi Zozaya. Esto indicaba, que sin duda el mensaje fue depositado en manos de algún emisario. Sin duda, tal emisario no pudo ser otro que el capitán Eizaguirre
Tomás y Pierre, eran los nombres de los mellizos. Uno el primero, por decisión de Fausto —que evidentemente no había supuesto un parto gemelar— y el segundo por decisión de su mujer. Tomás, en honor al Tío Tomás, con el que Fausto había compartido penalidades en las cuevas de Urdax y Pierre, recordando al viejo comerciante de Bayonne, que tan buena acogida les prestó.
Afortunadamente Iñazi había encontrado una gran ayuda en Petra. Inicialmente, la muchacha se había sentido algo constreñida ante cierta sequedad de la prima de su madre. Llegó a pensar que no era bien recibida. Estaba equivocada.
Petra aparentaba, más bien por el tono seco de su voz que pos sus ademanes, cierta displicencia. Era una simple apariencia. En nada correspondía a la bondad de un corazón que llegó a encariñarse de la madre y de los niños, hasta límites en que ya no hubiera podido prescindir de ellos.
Su marido Francisco Ojeda, viejo criollo, mostraba un carácter bien distinto. Se expresaba con una dulce calma, en un tono tan irónico como taimado. No es que fuera mala persona. Muy probablemente, aquella forma de comunicarse, perfectamente podía responder a un mero disfraz. Como si tratara de ocultar sus verdaderos sentimientos o despistar al interlocutor.
De todas formas, como quiera que fuera la situación de Iñazi, tal como se expresaba Fausto en la misiva, para el muchacho debía suponer un alivio ver a su familia aposentada. Sobre todo, dejados atrás los amargos trances de la Rochelle y tras el último grito del maldito monje, prometiéndole que su sombra le perseguiría de por vida. ¡Cuántas veces debió lamentar el muchacho que aquel clérigo, el violador de su mujer, hubiera sobrevivido al percance del santuario!
Siguiendo con la tradición de los Zozaya, Petra regentaba un pequeño establecimiento herborista. Al propio tiempo y de acuerdo estrictamente con la tradición, ejercía y con bastante predicamento, como partera.
Así que a Iñazi, bastante adiestrada por su madre en estos menesteres, le vino de perillas.
Y ciertamente siempre que podía liberarse del cuidado de los pequeños, la joven se ocupaba del negocio. Y lo hacía con absoluta naturalidad, consciente de que Petra se hacía cargo, gustosamente y cada vez con más asiduidad de los niños. Porque aunque Petra tenía un hijo en edad núbil, sólo Dios sabía por qué andurriales vagaba. Y la verdad, que el “tarambana”, según decía la tía Petra, era un descastado que tan sólo de ciento a viento se acordaba de que tenía progenitores. “Así es él murmuraba resignada Petra, amanece y desaparece sin dejar huella. Nunca sabes ni de donde viene ni a donde va, con quien anda o en que mejunjes anda metido”.
Pero era bien cierto, que a pesar de todo, la vida no debía irle mal, pues jamás les pedía un maldito real. Pero que no le veían bajo ningún concepto asentado, por lo que lo más conveniente era que se olvidara de tener prole, al menos hasta que asesara un poco.
Realmente la carta de Fausto, dando por primera vez, tras dos años de silencio, señales de vida, se redujo no más que a los habituales buenos augurios que se expresan en estos casos y a tranquilizar a su mujer.
Se alargaba un tanto, al detallar sus andanzas por Vigo, reconociendo que aunque la vida como estibador era algo dura, era el único camino para ahorrar unas monedas que le permitieran la travesía a ultramar. Y que además, en sus propósitos, existía la idea de hacerse con algunos ahorros para plantearse una vida moderadamente acomodada para ella y para sus hijos.
También insinuaba la posibilidad de recalar en Cuba, como el lugar más indicado para rehacer sus vidas.
Nada, pude deducir de la misiva en torno a las razones que motivaron la huida del Havre.
Para eso no me quedaba más remedio que recurrir, más que al manuscrito, al batiburrillo de Oswaldo.
De todas formas, como mas adelante expondré, la carta sí que cuadraba con todos los acontecimientos, que de una forma u otra y en confusa verborrea, pude entresacar de las confidencias con Oswaldo.
Evidentemente, me he anticipado en exceso. Mucho antes de que Fausto pudiera redactar esta carta, tuvieron que navegar por negros y procelosos mares. Trataré de ser capaz de pormenorizar con la mayor destreza posible, las vicisitudes de tal travesía. No dejemos inconexos tantos aconteceres…