Capítulo 2
—¿Adónde han ido los demás? —le preguntó Ezio a Mario, con la cabeza aún dándole vueltas por sus recientes experiencias, mientras volvían a la gran nave de la Capilla Sixtina. Los Asesinos que estaban reunidos allí se habían marchado.
—Les dije que se fueran. Paola ha vuelto a Florencia; Teodora y Antonio, a Venecia. Tenemos que mantenernos a cubierto por toda Italia. Los Templarios están divididos pero no hemos acabado con ellos. Se reagruparán si nuestra Hermandad de los Asesinos no está alerta. Eternamente alerta. El resto de nuestra compañía ha seguido adelante y nos esperará en nuestro cuartel general de Monteriggioni.
—Estaban haciendo guardia.
—Sí, pero sabían cuándo habían terminado con su deber. Ezio, no hay tiempo que perder. Todos lo sabemos.
Mario estaba serio.
—Debería haberme asegurado de que Rodrigo Borgia estaba muerto.
—¿Te hirió durante la batalla?
—Me protegió la armadura.
Mario le dio a su sobrino unas palmaditas en la espalda.
—Antes he hablado precipitadamente. Creo que hiciste bien al no matarle si no había necesidad. Siempre aconsejo moderación. Creíste que se había quitado él mismo la vida. ¿Quién sabe? Tal vez estaba fingiendo o tal vez se equivocó en la dosis de veneno. Sea como fuere, tenemos que encargarnos de la situación tal como está y no malgastar energía considerando lo que podría haber sido. De todos modos, te enviamos a ti, un solo hombre contra un ejército entero de Templarios. Has cumplido más que de sobra con tu parte. Y yo sigo siendo tu tío, por lo que he estado preocupado por ti. Vamos, Ezio. Tenemos que salir de aquí. Tenemos trabajo que hacer y lo último que necesitamos es que nos acorralen los guardias de los Borgia.
—No creerías las cosas que he visto, tío.
—Tan sólo asegúrate de mantenerte con vida. Luego puede que me lo cuentes. Escucha: he guardado algunos caballos más allá de San Pedro, fuera de los límites del Vaticano. En cuanto lleguemos allí, podremos salir sanos y salvos.
—Los Borgia intentarán detenernos, supongo.
Mario mostró una amplia sonrisa.
—¡Por supuesto! Y yo espero que los Borgia lloren la pérdida de muchas vidas esta noche.
En la capilla, Ezio y su tío se sorprendieron al encontrarse con unos cuantos sacerdotes, que habían vuelto para terminar la misa que había interrumpido la confrontación de Ezio con el Papa, cuando Rodrigo y él habían luchado por el control de los Fragmentos del Edén que habían descubierto.
Los curas se encararon con ellos, enfadados, les rodearon y les gritaron:
—Che cosa fate 'qui? ¿Qué estáis haciendo aquí? —chillaron—. ¡Habéis profanado la santidad de este Lugar Sagrado! Assassini! ¡Dios se encargará de que paguéis por vuestros crímenes!
Mientras Mario y Ezio se abrían paso a través de la furiosa multitud, las campanas de San Pedro empezaron a dar la alarma.
—Condenáis lo que no entendéis —le dijo Ezio a un sacerdote que intentaba cortarles el paso.
Le repelía lo blando que tenía el cuerpo y lo empujó hacia un lado con la mayor delicadeza posible.
—Debemos marcharnos, Ezio —dijo Mario con tono apremiante—. ¡Ahora!
—¡Es la voz del Diablo! —resonó la voz de otro cura.
—Apártate de ellos —dijo otro.
Ezio y Mario se abrieron camino entre la muchedumbre y salieron al gran patio de la iglesia, donde se encontraron con miles de túnicas rojas. Parecía que el Colegio Cardenalicio al completo se había reunido, confundido, pero todavía bajo el dominio del Papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia, capitán de la Asociación de los Templarios.
—Porque no luchamos contra la carne y la sangre —rezaban los cardenales—, sino contra los principados, contra el poder, contra los gobernantes de la oscuridad de este mundo, contra la maldad espiritual en las altas esferas. Porque os ofrecemos la armadura de Dios, y el escudo de la Fe, para que sofoquéis los ardientes dardos de los malvados.
—¿Qué les pasa? —preguntó Ezio.
—Están confundidos. Buscan a alguien que les guíe —contestó Mario en tono grave—. Vamos. Debemos salir de aquí antes de que los guardias de los Borgia adviertan nuestra presencia.
Se volvió hacia el Vaticano y vio el resplandor de una armadura bajo la luz del sol.
—Demasiado tarde. Ya vienen. ¡Date prisa!