Capítulo 44
Ezio corrió por el Passetto di Borgo, que pasaba por la rione de Borgo y conectaba el Castel Sant'Angelo con el Vaticano. Deseó haber podido llevar algunos de sus hombres con él, o haber tenido tiempo de encontrar un caballo, pero la urgencia le dio alas a sus pies y todos los guardias con los que se topó se apartaron enseguida por su precipitada carrera.
Una vez en el Vaticano, Ezio se dirigió al pabellón del patio, donde Lucrezia le había indicado que estaría la Manzana. Ahora que ya no estaba Rodrigo, había bastantes posibilidades de que hubiera un nuevo Papa sobre el que los Borgia no tuvieran influencia, puesto que el Colegio Cardenalicio, aparte de aquellos miembros que sin duda estaban comprados, estaba indignado y harto de ser mangoneado por esta familia extranjera.
Pero por ahora Ezio tenía que detener a Cesare, antes de que pudiera apoderarse de la Manzana y usar su poder —aunque apenas lo entendiera— para recuperar todo el terreno que había perdido.
Había llegado el momento de acabar con su enemigo de una vez por todas. Era ahora o nunca.
Ezio llegó al patio sólo para encontrárselo desierto. Se dio cuenta de que en el centro, en vez de una fuente, había una gran escultura de arenisca de una piña en un cáliz de piedra sobre un pedestal. Mediría unos tres metros de alto. Examinó el resto del patio soleado, pero no había nada, tan sólo un polvoriento suelo blanco que le quemaba los ojos con su resplandor. Ni siquiera había una columnata y las paredes de los edificios de alrededor no presentaban ninguna decoración, aunque había hileras de ventanas estrechas en los pisos superiores y, al nivel del suelo, una puerta sencilla a cada lado, todas ellas cerradas. Era un lugar austero y poco corriente.
Volvió a mirar la piña y se acercó a ella. Al observarla con más detenimiento, distinguió un hueco estrecho entre la bóveda del cono y su cuerpo, que daba toda la vuelta en una circunferencia. Cuando se subió al pedestal, se dio cuenta de que podía sujetarse con la punta de los pies y, agarrado con una mano, palpó con la otra cuidadosamente el otro lado de la piña, en busca de cualquier posible imperfección que pudiera revelar un botón o dispositivo oculto.
¡Ahí! Lo había encontrado. Lo apretó con suavidad y la parte superior de la piña se abrió de golpe por las bisagras de bronce, hasta entonces escondidas, atornilladas firmemente en la lisa piedra y reforzadas con cemento. En medio del hueco que ahora estaba descubierto, vio una bolsa de cuero verde. Desató los cordones y el débil resplandor que vio al fondo confirmó sus esperanzas: ¡había encontrado la Manzana!
Tenía el corazón en la boca cuando levantó con cuidado la bolsa para sacarla de allí. Conocía a los Borgia y nada le garantizaba que no hubiera una trampa, pero tenía que arriesgarse.
¿Dónde diablos estaba Cesare? El hombre había tenido unos minutos de ventaja y sin duda había ido hasta allí a caballo.
—Ya la cojo yo —gritó una voz fría y cruel detrás de Ezio.
Con la bolsa en la mano, saltó despacio al suelo y se dio la vuelta para enfrentarse a Cesare, que acababa de irrumpir por la puerta de la pared sur, seguido de una tropa de sus guardias personales, que se abrieron en abanico por el patio para rodear a Ezio.
Claro, pensó Ezio, no esperaba competencia, así que había perdido el tiempo reuniendo refuerzos.
—Me he adelantado —provocó a Cesare.
—No te servirá de nada, Ezio Auditore. Has sido una espina que he tenido clavada durante mucho tiempo. Pero se va a terminar aquí. Ahora. Mi espada acabará con tu vida.
Desenvainó una moderna schiavona con empuñadura de canasta y avanzó hacia Ezio. Pero entonces, de pronto, se puso gris, se agarró el estómago y dejó caer la espada cuando las rodillas se le doblaron. Evidentemente el antídoto no había sido lo bastante fuerte, pensó Ezio, al tiempo que suspiraba de alivio.
—¡Guardias! —dijo Cesare con voz ronca mientras se esforzaba por mantenerse en pie.
Eran diez, cinco armados con mosquetes. Ezio esquivó el fuego y las balas chocaron contra el suelo y las paredes mientras él se escondía detrás de una columna. Sacó los dardos venenosos de su cinturón, salió de repente de su escondite, se acercó a los mosqueteros y empezó a lanzarles los dardos uno a uno. Los hombres de Cesare no esperaban un ataque y se miraron unos a otros, sorprendidos. Ezio tiró los dardos y cada uno de ellos alcanzó su objetivo fatal. En cuestión de segundos, habían caído tres guardias y el veneno de los dardos enseguida tuvo un efecto mortal.
Uno de los mosqueteros recobró su compostura por un momento y le tiró su arma como si fuera un garrote, pero Ezio se agachó y el arma pasó en espiral por encima de su cabeza. Rápidamente lanzó los siguientes dos dardos y cayeron todos los mosqueteros. Ezio no tuvo tiempo de recuperarlos como Leonardo le había sugerido.
Los cinco espadachines, tras recuperarse de su shock inicial —pues habían supuesto que sus compañeros acabarían pronto con el Asesino—, le rodearon de inmediato, blandiendo sus falcatas. Ezio casi bailaba entre ellos mientras evitaba sus torpes ataques —aquellas espadas eran demasiado pesadas para ir rápido o tener maniobrabilidad— y sacó la daga venenosa y el puñal. Ezio sabía que no tenía mucho tiempo para combatir con los soldados antes de que Cesare se moviera, así que su técnica de lucha era más escasa y eficiente que de costumbre, prefería frenar la espada de sus oponentes con el puñal y utilizar la daga venenosa para terminar el trabajo. Los dos primeros cayeron en un suspiro y a aquellas alturas, los tres que quedaban decidieron atacar todos a la vez. Ezio retrocedió cinco pasos rápidos, extendió su puñal hacia arriba y cargó hacia el guardia que estaba más cerca de los tres. Cuando se puso a su alcance, Ezio se deslizó hacia sus rodillas, resbalando por el suelo bajo la hoja de un guardia perplejo. La daga venenosa alcanzó el muslo del hombre cuando Ezio pasó deslizándose, disparado hacia los guardias restantes, mientras su puñal les cortaba los tendones de la parte inferior de sus piernas. Ambos hombres chillaron cuando la hoja de Ezio alcanzó su objetivo y cayeron, con las piernas inútiles.
Cesare observó todo aquello, en silencio, sin dar crédito, y mientras Ezio iba a toda velocidad hacia los tres guardias que quedaban, Cesare decidió no esperar a ver el resultado de la pelea. Se recuperó lo bastante como para darse la vuelta y salir huyendo.
Rodeado por los guardias, incapaz de seguirle, Ezio le vio marcharse por el rabillo del ojo.
Aunque no importaba, puesto que aún tenía la Manzana y recordaba lo suficiente de su poder —¿cómo iba a olvidarlo?— para utilizarla, después de terminar la refriega, y que le guiara de vuelta al Vaticano por un camino distinto del que había venido, pues recordaba que Cesare no habría perdido el tiempo en proteger el Pasetto di Borgo. La Manzana, que resplandecía en el interior de la bolsa de cuero, indicaba en la superficie una ruta por los altos salones pintados y las cámaras de las oficinas del Vaticano hacia la Capilla Sixtina, y desde allí por un pasillo que llevaba al sur, hacia el mismo San Pedro. Su poder era tal que los monjes y sacerdotes en el interior del Vaticano se apartaban a su paso, le evitaban, y los guardias papales se quedaban rígidos en sus puestos.
Ezio se preguntó cuánto tardaría en filtrarse en la jerarquía del Vaticano la noticia de que el Papa había muerto. La confusión que reinaría a continuación precisaría de una mano fuerte que la controlara, y rezaba por que Cesare no tuviera la oportunidad de aprovecharse de cualquier incertidumbre para reivindicar su derecho, si no al Papado —que con seguridad estaría fuera de su alcance—, sí a ejercer una influencia sobre la elección del nuevo Papa, que sería amigo de sus ambiciones, al trono de San Pedro.
A su izquierda, Ezio pasó la brillante nueva escultura del joven Michelangelo sobre la Pietá, abandonó la basílica y se mezcló entre la multitud que se arremolinaba en la vieja plaza, situada enfrente de la entrada este.