Capítulo 6
La sala le resultaba muy familiar a Ezio. Allí, en la pared interior, ahora al descubierto, las páginas del Gran Códice estaban dispuestas en orden. Sobre el escritorio, que normalmente estaba lleno de mapas, no había nada, y a su alrededor, en unas sillas de madera oscura, con el respaldo muy recto, estaban sentados los miembros de la Hermandad de los Asesinos que se habían reunido en Monteriggioni, junto con los miembros de la familia Auditore que tenían conocimiento de su causa. Mario estaba sentado detrás de su escritorio y en uno de los extremos estaba el hombre serio, vestido de oscuro, que aún parecía joven, aunque tenía profundas arrugas que le surcaban la frente, y se había convertido en uno de los colegas más cercanos a Ezio, así como en uno de sus más incesantes críticos: Nicolás Maquiavelo. Los dos hombres se saludaron cautamente con la cabeza mientras Ezio recibía a Claudia y a su madre, María Auditore, la matriarca de la familia desde que su padre había muerto. María abrazó a su único hijo superviviente, como si su vida dependiera de ello, y le miró con los ojos llorosos al separarse de ella y sentarse al lado de Caterina y enfrente de Maquiavelo, que se había levantado y ahora le miraba de manera inquisidora. Estaba claro que no iba a haber un prólogo cortés al tema que tenían entre manos.
—Primero, tal vez, te debo una disculpa —empezó Maquiavelo—. No estuve presente en la cripta, pues un asunto urgente me llevó a Florencia antes de que pudiera analizar qué pasaba allí. Mario nos ha dado su versión, pero tan sólo la tuya será la completa.
Ezio se puso de pie y habló de forma sencilla y directa.
—Entré en el Vaticano, donde me topé con Rodrigo Borgia, el Papa Alejandro VI, y me enfrenté a él. Poseía uno de los Fragmentos del Edén, el Báculo, y lo usó contra mí. Logré derrotarle. Utilicé el poder de la Manzana y el Báculo para acceder a la cripta secreta y le dejé a él fuera. Estaba desesperado y me suplicó que le matara, pero no lo hice.
Ezio se calló.
—¿Y qué pasó? —le urgió Maquiavelo mientras el resto observaba en silencio.
—Dentro de la cripta ocurrieron muchas cosas extrañas, cosas con las que no soñaríamos en nuestro mundo. —Obviamente emocionado, Ezio se obligó a continuar en un tono desapasionado—. Se me apareció la diosa Minerva y me contó la terrible tragedia que le sucederá a la humanidad en algún momento en el futuro, pero también habló de templos perdidos que, cuando los encontremos, puede que nos ayuden y nos lleven a una especie de salvación. Pareció invocar a un fantasma, que tenía algún tipo de conexión conmigo, pero no sabría deciros cuál. Tras sus advertencias y predicciones, desapareció. Al salir, vi al Papa muriéndose o al menos eso parecía; por lo visto, había tomado veneno. Más tarde, algo me hizo volver. Cogí la Manzana, pero al Báculo, que podría haber sido otro Fragmento del Edén, se lo tragó la tierra. Me alegro, pues sólo con la Manzana, que se encuentra bajo la custodia de Mario, ya es suficiente responsabilidad para mí.
—¡Increíble! —gritó Caterina.
—No puedo imaginar tal milagro —añadió Claudia.
—Así que la cripta entonces no albergaba la terrible arma que temíamos. O por lo menos no cayó en manos de los Templarios. Eso son buenas noticias —dijo Maquiavelo sin alterarse.
—¿Y esa diosa, Minerva? —preguntó Claudia—. ¿Era como… nosotros?
—Su apariencia era humana y también sobrenatural —respondió Ezio—. Sus palabras demostraron que pertenecía a una raza mucho más antigua e importante que la nuestra. El resto de los suyos murió hace muchos siglos. Ella había estado esperando aquel momento durante bastante tiempo. Ojalá tuviera las palabras para describir la magia que transmitió.
—¿Y qué hay de esos templos que describió? —intervino Mario—. No conozco ninguno.
—¿Dijo que teníamos que buscarlos? ¿Cómo sabremos qué buscar?
—Tal vez deberíamos…, tal vez la búsqueda nos mostrará el camino.
—Debemos emprender la búsqueda —dijo Maquiavelo con resolución—. Pero antes tenemos que despejar el camino. Cuéntanos qué pasó con el Papa. ¿Has dicho que no murió?
—Cuando regresé a la cripta, su capa estaba en el suelo de la capilla, pero él había desaparecido.
—¿Había hecho alguna promesa? ¿Había mostrado arrepentimiento?
—No. Estaba empeñado en hacerse con el poder. Cuando vio que no iba a conseguirlo, se derrumbó.
—Y tú le dejaste morir.
—Yo no iba a matarlo.
—Deberías haberlo hecho.
—No estoy aquí para discutir sobre el pasado. Mantengo mi decisión. Ahora deberíamos hablar del futuro, de lo que vamos a hacer.
—Lo que vamos a hacer es encargarnos con urgencia del fallo que tuviste al no acabar con el líder de los Templarios cuando se te presentó la oportunidad. —Maquiavelo respiró con fuerza, pero luego se relajó un poco—. Muy bien, Ezio. Sabes la alta estima en la que te tenemos todos. No actuaríamos igual si no hubieras mostrado devoción durante estos veinte años por la Hermandad de los Asesinos y nuestro Credo. Una parte de mí aprueba que no hayas matado si no lo considerabas necesario. Eso también está en nuestro código de honor. Pero has juzgado mal, amigo mío, y eso significa que ante nosotros tenemos una tarea inmediata y peligrosa. —Hizo una pausa y lanzó una mirada escrutadora a la compañía que estaba reunida—. Nuestros espías en Roma nos han informado de que Rodrigo de hecho es una amenaza menor. Al menos de algún modo ha quedado afectado. Se dice que es menos peligroso luchar contra un cachorro de león que contra un viejo león moribundo; pero en el caso del Borgia, es más bien lo contrario. El hijo de Rodrigo, Cesare, es el hombre con el que debemos combatir ahora. Con la gran fortuna que los Borgia han amasado por las buenas o por las malas (pero más bien por las malas) —aquí Maquiavelo se permitió una sonrisa irónica—, encabeza un gran ejército de tropas armadas hasta arriba, con el que tiene la intención de apoderarse de Italia, de toda la península, y no va a detenerse en los límites del Reino de Nápoles.
—¡No se atreverá, no podrá hacerlo! —bramó Mario.
—Se atreverá y puede hacerlo —soltó Maquiavelo—. Es malvado hasta la médula, y un Templario tan dedicado como su padre, el Papa, pero también es un soldado muy bueno aunque totalmente despiadado. Siempre había querido ser soldado, incluso después de que su padre le hiciera cardenal de Valencia cuando tan sólo tenía diecisiete años. Como todos sabemos, renunció a ese puesto y se convirtió en el primer cardenal en la historia de la Iglesia que lo hizo. Los Borgia tratan a nuestro país y al Vaticano como si fueran su propio feudo. El plan de Cesare es arrasar primero el norte, someter la Romaña y aislar Venecia. Además, pretende erradicar y destruir a todos los Asesinos que queden, pues sabe que al fin y al cabo somos los únicos que podemos detenerle. El lema es «Aut Cesar, Aut Nihil», «o estás conmigo o estás muerto». ¿Y sabes qué? Me parece que el muy loco se lo cree de verdad.
—Mi tío mencionó que tenía una hermana —empezó a decir Ezio.
Maquiavelo se volvió hacia él.
—Sí. Lucrezia. Ella y Cesare son… ¿cómo diría? Tienen una relación muy estrecha. Son una familia muy unida; cuando no están matando a los hermanos y hermanas, maridos y mujeres, a todos aquellos que les resultan un inconveniente, están… copulando.
María Auditore no pudo contener un grito de repugnancia.
—Debemos acercarnos a ellos con la misma prudencia con la que nos acercaríamos a un nido de víboras —concluyó Maquiavelo—. Y Dios sabe dónde y cuándo atacarán la próxima vez. —Hizo una pausa para beber medio vaso de vino—. Bueno, Mario, te dejo. Ezio, confío en que volveremos a encontrarnos pronto.
—¿Te vas esta misma noche?
—El tiempo apremia, querido Mario. Partiré hacia Roma en caballo esta noche. Adiós.
La sala se quedó en silencio en cuanto Maquiavelo se marchó. Tras una larga pausa, Ezio dijo con amargura:
—Me culpa por no haber matado a Rodrigo cuando tuve oportunidad. —Miró a su alrededor—. Todos lo hacéis.
—Cualquiera de nosotros podría haber tomado la decisión que tú escogiste —dijo su madre—. Estabas seguro de que estaba muriéndose.
Mario se acercó a él y le rodeó los hombros con un brazo.
—Maquiavelo sabe cuánto vales; todos lo sabemos. E incluso aunque hubieses quitado al Papa de en medio, todavía tendríamos que ocuparnos de su prole.
—Pero si le hubiera cortado la cabeza, ¿habría sobrevivido el cuerpo?
—Tenemos que encargarnos de la situación tal y como está, querido Ezio, y no de lo que podría haber sido. —Mario le dio unas palmaditas en la espalda—. Y ahora, como mañana será un día ajetreado, ¡sugiero que cenemos y nos vayamos a dormir pronto!
Los ojos de Caterina se encontraron con los de Ezio. ¿Se lo había imaginado o había visto una mínima señal de deseo? Se encogió de hombros para sus adentros. A lo mejor tan sólo se lo había imaginado.