Capítulo 10

Cuando Ezio volvió en sí, había vuelto la batalla y había llevado a los atacantes Borgia hasta las murallas externas de la ciudadela. Vio que le arrastraban hasta un lugar seguro mientras los soldados que habían retomado la rocca cerraban la puerta rota con una barricada y reunían a todos los ciudadanos de Monteriggioni que quedaban para empezar a organizar su huida al campo. No sabían cuánto tiempo podrían resistir contra las fuerzas decididas de los Borgia, cuya fuerza parecía ilimitada.

De todo esto se enteró Ezio gracias al sargento mayor mientras se estaba recuperando.

—Quedaos quieto, mi señor.

—¿Dónde estoy?

—En una camilla. Os llevamos al santuario. Al santuario interior. Nadie buscará allí.

—Bajadme. Puedo caminar.

—Tenemos que vendar esa herida.

Ezio le ignoró y gritó una orden a los camilleros, pero al incorporarse, la cabeza le dio vueltas.

—No puedo luchar así.

—Dios mío, ya están aquí otra vez —bramó el sargento cuando una torre de asedio chocó contra las almenas superiores de la ciudadela para descargar una nueva tropa de soldados de los Borgia.

Ezio se volvió para mirarlos mientras su cabeza poco a poco se alejaba de aquella oscuridad, pues su férreo autocontrol superaba el dolor agudo de la herida de bala. Los Asesinos condottieri enseguida le rodearon para combatir a los hombres de Cesare. Consiguieron batirse en retirada con unos cuantos heridos, pero mientras se adentraban en la inmensidad del castillo, Claudia gritó desde detrás de una puerta, impaciente por oír que su hermano estaba bien. Cuando salió al aire libre, un capitán Borgia corrió hacia ella, con una espada ensangrentada en la mano. Ezio se quedó mirando, horrorizado, pero recobró la compostura a tiempo para avisar a sus hombres. Dos luchadores Asesinos corrieron hacia la hermana de Ezio y lograron interponerse entre ella y la brillante hoja del criminal Borgia. Unas chispas saltaron al entrar en contacto las tres espadas cuando los dos Asesinos alzaron sus hojas a la vez para impedir el golpe mortal. Claudia cayó al suelo, con la boca abierta en un grito silencioso. El más fuerte de los soldados Asesinos, el sargento mayor, empujó hacia el cielo la espada del enemigo, bloqueando la empuñadura en la cazoleta, mientras el otro Asesino retiraba hacia atrás su espada para clavársela al capitán Borgia en las tripas. Claudia recobró la compostura y se levantó despacio. A salvo con las tropas Asesinas, corrió hasta Ezio, rompió un trozo de algodón de sus faldas y lo apretó contra su hombro; la tela blanca enseguida se tiñó de rojo por la sangre de la herida.

—¡Mierda! ¡No te arriesgues de esa manera! —le dijo Ezio y le dio las gracias al sargento mientras sus hombres hacían retroceder al enemigo, tirando a algunos de las altas almenas al tiempo que otros escapaban.

—Tenemos que meterte en el santuario —gritó Claudia—. ¡Venga!

Ezio permitió que le llevaran de nuevo, puesto que había perdido un montón de sangre. Mientras tanto, los ciudadanos que quedaban, que aún no habían podido huir, se reunieron a su alrededor. Monteriggioni estaba desierta y bajo el control total de las fuerzas Borgia. Tan sólo la ciudadela seguía en manos de los Asesinos.

Por fin llegaron a su objetivo: la sala cavernosa, fortificada, que había bajo el muro norte del castillo, conectada al edificio principal por un pasadizo secreto que empezaba en la biblioteca de Mario. Pero por poco. Uno de sus hombres, un ladrón veneciano llamado Paganino que antes había estado bajo el control de Antonio de Magianis, estaba cerrando la puerta secreta de la escalera cuando el último de los fugitivos la atravesó.

—¡Pensábamos que os habían matado, ser Ezio! —gritó.

—Aún no lo han conseguido —respondió Ezio en tono grave.

—No sé qué hacer. ¿Adónde lleva este pasadizo?

—Al norte, al otro lado de las murallas.

—Así que es cierto. Siempre creímos que era una leyenda.

—Bueno, ahora ya lo sabes —contestó Ezio y se quedó mirando al hombre pensando si, en un momento de exaltación, le había dicho demasiado a alguien a quien conocía más bien poco.

Le ordenó a su sargento que cerrara la puerta, pero en el último momento Paganino se escabulló para volver al edificio principal.

—¿Adónde vas?

—Tengo que ayudar a los defensores. No os preocupéis, los traeré hasta aquí.

—Tengo que echarle el pestillo a esta puerta. Si no vienes ahora, te quedarás solo.

—Ya me las apañaré, señor. Siempre lo hago.

—Entonces ve con Dios. Tengo que asegurarme de poner a salvo a esta gente.

Ezio hizo un balance de la multitud que había reunida en el santuario. En la penumbra, entre los fugitivos, pudo distinguir los rasgos no sólo de Claudia, sino de su madre, y suspiró de alivio para sus adentros.

—No hay tiempo que perder —les dijo y acompañó la puerta para cerrarla con una barra de hierro de considerables dimensiones.