Capítulo 62

Ezio y sus compañeros volvieron a Valencia pasado un mes y allí encontraron la ciudad alborotada. Maquiavelo había subestimado la velocidad con que las cosas podían sucederse en un lugar tan rico.

Habían logrado reunir hombres en secreto y justo a las afueras de Valencia había un enorme campamento de soldados, quizás unos mil. Los Borgia les ofrecían a los mercenarios buenos salarios y se había extendido rápidamente la noticia. Llegaban soldados en ciernes de sitios tan lejanos como Barcelona o Madrid, y de todas las provincias, como Murcia y La Mancha. El dinero de los Borgia consiguió construir una flota de tal vez quince barcos, junto a las embarcaciones para subir a las tropas y media docena de buques de guerra para protegerlos.

—Bueno, no nos hace falta la Manzana para saber lo que está planeando nuestro amigo Cesare —dijo Maquiavelo.

—Eso es cierto. No necesita un ejército tan grande para tomar Nápoles y una vez haya establecido la posición de avanzada allí, reclutará muchos más hombres para su causa. Su plan es conquistar el reino de Nápoles y luego toda Italia.

—¿Qué están haciendo Fernando e Isabel al respecto? —preguntó Maquiavelo.

—Están reuniendo un ejército para aplastarlos. Así que podemos conseguir apoyo por su parte.

—Tardarán demasiado. Su ejército tiene que salir de Madrid. La guarnición de aquí debe de haberse puesto en acción. Pero como ves, Cesare tiene prisa —replicó Maquiavelo.

—Puede que no sea necesario —caviló Leonardo.

—¿A qué te refieres?

—Bombas.

—¿Bombas? —preguntó Maquiavelo.

—Unas bombas pequeñitas, pero bastante efectivas para, digamos, demoler los barcos o dispersar un campamento.

—Bueno, si haces eso por nosotros… —dijo Ezio—. ¿Qué te hace falta para fabricarlas?

—Azufre, carbón y nitrato de potasio. Y acero. Acero muy fino. Flexible. También necesitaré un pequeño estudio y un horno.

Tardaron un rato, pero, por suerte para ellos, el barco Marea di Alba del capitán Alberto estaba amarrado en su muelle habitual. El hombre les saludó de forma amistosa.

—Hola de nuevo —dijo—. Esas personas de las que hablé…, los que no eran caballeros…, supongo que no habéis oído hablar del altercado que hubo en el Lobo Solitario justo después de que llegarais, ¿no?

Ezio sonrió y le dijo lo que necesitaban.

—Hmm. Conozco a un hombre aquí que os podría ayudar.

—¿Cuándo vuelves a Italia? —preguntó Leonardo.

—He traído un cargamento de grapa y vuelvo a llevarme seda. Tal vez en dos o tres días. ¿Por qué?

—Te lo diré más tarde.

—¿Podrías conseguirnos deprisa lo que necesitamos? —preguntó Ezio, que tuvo de repente un mal presentimiento, aunque no podía culpar a Leonardo por querer marcharse.

—¡Desde luego!

Alberto era un hombre de palabra y en pocas horas todo estaba preparado, así que Leonardo se puso a trabajar.

—¿Cuánto tardarás? —preguntó Maquiavelo.

—Dos días porque no tengo ningún ayudante. Aquí tengo material suficiente para hacer veinte o quizá veintiuna bombas. Diez para cada uno.

—Siete para cada uno —dijo Ezio.

—No, amigo mío, diez para cada uno. Unas para ti y otras para Nicolás. No contéis conmigo.

Dos días más tarde las bombas estaban preparadas. Tenían la forma y el tamaño aproximado de un pomelo, recubierto de acero y con una anilla en la parte superior.

—¿Cómo funciona?

Leonardo sonrió, orgulloso.

—Levantas esta pequeña anilla (en realidad es más como una palanca), cuentas hasta tres y luego la tiras a tu objetivo. Cada una de éstas basta para matar a veinte hombres y, si le das a un barco en el sitio adecuado, puedes inutilizarlo totalmente, quizás incluso hundirlo. —Se calló un momento—. Es una pena que no haya tiempo de construir un submarino.

—¿Un qué?

—No importa. Tú tírala después de contar hasta tres. ¡No te la quedes mucho rato o el que saltará por los aires serás tú! —Se levantó—. Y ahora, adiós y buena suerte.

—¿Qué?

Leonardo sonrió con arrepentimiento.

—Ya he estado suficiente tiempo en España, así que he reservado un billete de vuelta con Alberto. Saldrá con la marea de esta tarde. Os veré en Roma, si lo conseguís.

Ezio y Maquiavelo se miraron el uno al otro y luego abrazaron con aire de gravedad a Leonardo.

—Gracias, querido amigo —dijo Ezio.

—No hay de qué.

—Menos mal que no fabricaste estas cosas para Cesare —dijo Maquiavelo.

Después de que Leonardo se hubo marchado, guardaron con cuidado las bombas —cada uno llevaba diez exactamente— en unas bolsas de lino, que se echaron al hombro.

—Encárgate tú del campamento de los mercenarios y yo iré al puerto —dijo Ezio.

Maquiavelo asintió con denuedo.

—Cuando terminemos el trabajo, nos encontraremos en la esquina de la calle donde está el Lobo Solitario —dijo Ezio—. Creo que el Lobo Solitario será el centro de operaciones de Cesare. Una vez que haya empezado el caos, irá allí a reagruparse con su círculo más cercano. Intentaremos acorralarlos antes de que puedan escaparse de nuevo.

—Por una vez estoy de acuerdo con tu presentimiento. —Maquiavelo sonrió abiertamente—. Cesare es tan vanaglorioso que no habrá pensado en cambiar la guarida de los acérrimos de Borgia. Y es más discreta que un palazzo.

—Buena suerte, amigo.

—Ambos la necesitaremos.

Se estrecharon la mano y se separaron para ir a sus distintas misiones.

Ezio decidió dirigirse primero a los barcos de las tropas. Se mezcló con la muchedumbre y se abrió paso hasta el puerto. Una vez en el muelle, seleccionó su primer objetivo. Sacó la primera bomba mientras luchaba contra la duda insidiosa de que tal vez no funcionaba, y como sabía que debía darse prisa, levantó la anilla, contó hasta tres y la lanzó.

Estaba a poca distancia y tenía buena puntería. La bomba cayó con un repiqueteo en el vientre del barco. Durante unos instantes no sucedió nada y Ezio maldijo para sus adentros —¿y si el plan había fallado?—, pero entonces hubo una tremenda explosión, el mástil del barco se rompió y cayó, y la madera astillada salió volando por los aires.

Entre el caos que hubo a continuación, Ezio salió corriendo por el muelle, escogió otra embarcación y tiro la siguiente bomba. En varios casos, la primera explosión estuvo seguida por una aún mayor, puesto que algunos de los barcos ya se habían cargado de barriles de pólvora. En una ocasión, una de las naves, que explotó y que portaba pólvora, destruyó a sus dos vecinas.

Uno a uno, Ezio derribó los doce barcos, pero el caos y el pánico que hubo a continuación fueron igualmente útiles. A lo lejos oyó explosiones, gritos y alaridos mientras Maquiavelo también hacía su trabajo.

Ezio se dirigió al lugar de encuentro con la esperanza de que su amigo hubiera sobrevivido.

El caos reinaba en Valencia, pero Ezio se abrió camino entre el gentío y llegó en diez minutos a donde habían acordado. Maquiavelo no estaba allí, pero Ezio no tuvo que esperar mucho. Su compañero Asesino apareció corriendo, un poco desharrapado y con la cara tiznada.

—Que Dios se lo pague a Leonardo —dijo.

—¿Has tenido éxito?

—Nunca había visto un caos semejante —contestó Maquiavelo—. Los supervivientes están huyendo de la ciudad a toda prisa. Creo que muchos de ellos preferirán después de esto el arado a la espada.

—¡Bien! Pero aún tenemos trabajo que hacer.

Bajaron por la estrecha calle y al llegar a la puerta del Lobo Solitario, se la encontraron cerrada. Tan silenciosos como gatos, subieron al tejado. Era un edificio de una sola planta, más grande de lo que parecía desde la entrada, y cerca del punto más alto del tejado inclinado, había un tragaluz abierto. Se acercaron a él y con cautela se asomaron por el borde.

Era una habitación diferente de en la que les habían tendido la emboscada, y había dos hombres: Micheletto estaba junto a una mesa y enfrente, sentado, estaba Cesare Borgia. El que una vez había sido un hermoso rostro, ahora estaba lacerado por la Nueva Enfermedad y blanco de rabia.

—¡Han arruinado mis planes! ¡Malditos Asesinos! ¿Por qué no acabaste con ellos? ¿Por qué me fallaste?

Excellenza, yo…

Micheletto parecía un perro al que habían apaleado.

—Debo pensar bien mi huida. Iré a Viana, en Navarra, justo al otro lado de la frontera. Y entonces a ver si pueden capturarme. No me quedaré aquí esperando a que los hombres de Fernando vengan y me encierren de nuevo en La Mota. Mi cuñado es el rey de Navarra y seguro que me ayuda.

—Yo te ayudaré como siempre te he ayudado. Déjame acompañarte.

Los crueles labios de Cesare se torcieron.

—Sí, me sacaste de La Mota y me devolviste la esperanza. ¡Pero mira dónde me has metido!

—Señor, todos mis hombres están muertos. He hecho lo que he podido.

—¡Me has fallado!

Micheletto se puso blanco.

—¿Es ésta mi recompensa? ¿Por todos los años de leal servicio?

—Perro, sal de mi vista. ¡Me desentiendo de ti! Ve a buscar una alcantarilla donde morirte.

Con un grito de rabia, Micheletto se lanzó sobre Cesare y sus enormes manos de estrangulador se acercaron al cuello de su antiguo señor. Pero nunca lo alcanzaron. A la velocidad del rayo, Cesare cogió una de las dos pistolas que llevaba en su cinturón y disparó a quemarropa.

La cara de Micheletto quedó destrozada hasta el punto de no reconocerse. El resto del cuerpo se desplomó sobre la mesa. Cesare dio un salto hacia atrás, apartándose de su silla para evitar mancharse de sangre.

Ezio se había retirado para permanecer invisible, pero seguir oyendo lo que ocurría, y se estaba preparando para saltar del tejado y coger a Cesare, cuando éste saliera por la puerta delantera de la posada. Pero Maquiavelo se había estirado hacia delante para ver mejor la espantosa confrontación y sin querer soltó una teja, que puso en alerta a Cesare.

Cesare miró hacia arriba enseguida y empuñó su segunda pistola. Maquiavelo no tuvo tiempo de retirarse antes de que Cesare disparara, le dio en el hombro y le rompió la clavícula antes de huir.

Ezio pensó en seguirle, pero tan sólo por un instante. Había oído a Cesare decir que pretendía ir a Viana y le seguiría hasta allí, pero no antes de encargarse de la herida de su amigo.

Maquiavelo se disculpó mientras Ezio intentaba bajarlo del tejado. Al menos podía caminar, aunque la herida tenía muy mal aspecto.

En cuanto llegaron a la vía principal, Ezio abordó a un transeúnte y tuvo que detener al hombre a la fuerza mientras el caos reinaba a su alrededor.

—Necesito un médico —dijo con urgencia—. ¿Dónde puedo encontrarlo?

—¡Mucha gente necesita un médico! —contestó el hombre.

Ezio le sacudió.

—Mi amigo está muy malherido. ¿Dónde puedo encontrar un médico? ¡Ya!

—¡Suéltame! Puedes probar con el médico Acosta. Tiene la consulta justo en esta calle. Hay un cartel por fuera.

Ezio agarró a Maquiavelo que estaba a punto de desmayarse. Cogió el pañuelo de su túnica y con él vendó la herida lo mejor que pudo. Nicolás estaba perdiendo mucha sangre.

En cuanto vio la herida, Acosta sentó a Maquiavelo en una silla. Cogió una botella de alcohol, hisopo húmedo y la vendó con cuidado.

—La bala le ha atravesado el hombro —le explicó en un italiano malo—, así que al menos no tengo que sacarla. Es una herida limpia. Pero tendré que recolocar la clavícula. Espero que no tengáis planeado viajar pronto.

Ezio y Maquiavelo intercambiaron una mirada.

—He sido un tonto —repitió Maquiavelo y forzó una sonrisa.

—Cállate, Nicolás.

—Adelante. Ve a por él. Ya me las apañaré.

—Puede quedarse conmigo. Tengo un pequeño anexo donde cabe un paciente —dijo Acosta—, y cuando esté curado, te lo enviaré.

—¿Cuánto tardará en recuperarse?

—A lo mejor dos semanas, quizá más.

—Te veré en Roma —dijo Maquiavelo.

—Muy bien —contestó Ezio—. Cuídate, amigo.

—Mátalo por mí —dijo Maquiavelo—. Aunque al menos nos ha quitado de en medio a Micheletto.