Capítulo 11

De inmediato, la madre y la hermana de Ezio le vendaron correctamente la herida y le ayudaron a ponerse de pie. Después, Ezio le ordenó al sargento mayor que girara la palanca oculta que había dentro de la estatua del Maestro Asesino, Leonius, que estaba al lado de la repisa de una chimenea gigante en medio de la pared norte del santuario. La puerta secreta se abrió y reveló un pasillo por el que la gente podía escapar a la seguridad del campo a un kilómetro de los límites de la ciudad.

Claudia y María estaban junto a la entrada para ayudar a los ciudadanos a atravesarla. El sargento mayor había seguido adelante con un pelotón, con antorchas en las manos, para guiar y proteger a los refugiados mientras huían.

—¡Deprisa! —apremió Ezio a los ciudadanos mientras entraban por la oscura boca del túnel—. Tranquilos. Id rápido pero no corráis. No queremos una estampida en el túnel.

—¿Y nosotras? ¿Y Mario? —preguntó su madre.

—Mario… ¿Cómo os digo yo esto? A Mario le han matado. Quiero que Claudia y tú vayáis a nuestra casa en Florencia.

—¿Mario ha muerto? —gritó María.

—¿Qué tenemos en Florencia? —preguntó Claudia.

Ezio extendió las manos.

—Nuestro hogar. Lorenzo de Medici y su hijo se comprometieron a restaurar la mansión Auditore para nosotros, y son fieles a su palabra. Ahora la ciudad vuelve a estar bajo el control de la Signoria y sé que el gobernador Soderini la cuida bien. Id a casa. Poneos en manos de Paola y Annetta. Me reuniré con vosotras en cuanto pueda.

—¿Estás seguro? Hemos oído algo muy distinto de nuestra antigua casa. Messer Soderini llegó demasiado tarde para salvarla. De todos modos, queremos quedarnos contigo. Para ayudarte.

Los últimos ciudadanos que quedaban estaban entrando en el túnel en fila, cuando un gran estruendo de golpes cayó sobre la puerta que separaba el santuario del mundo exterior.

—¿Qué es eso?

—Son las tropas de los Borgia. ¡Deprisa! ¡Deprisa!

Condujo a su familia hacia el túnel y él la siguió con las pocas tropas Asesinas que quedaban vivas.

El trayecto del túnel fue duro y llevaban ya medio camino recorrido, cuando Ezio oyó un fuerte ruido al atravesar los Borgia la puerta del santuario. No tardarían en estar en el túnel. Metió prisa a los que tenía a su cargo y gritó a los más rezagados mientras oía las pisadas de los soldados armados que corrían por el túnel, detrás de ellos. Al pasar apresuradamente el grupo por la puerta que terminaba un tramo del pasadizo, Ezio agarró una palanca de la pared y, cuando la atravesó el último de los fugitivos Asesinos, tiró de ella con fuerza para soltar el rastrillo. Cuando cayó con gran estruendo, el primero de sus perseguidores lo había alcanzado y quedó clavado al suelo por los pesados herrajes de la puerta. Sus gritos de agonía inundaron el pasadizo. Ezio continuaba corriendo, seguro al saber que había ganado tiempo para que su gente pudiera escapar sin problemas.

Después de lo que parecieron horas, pero tan sólo podían haber sido minutos, la pendiente del pasadizo pareció cambiar, se niveló y luego subió un poco. El aire parecía menos viciado ahora que casi estaban fuera. Justo en ese momento oyeron un fuerte estruendo de constantes cañoneos. Los Borgia debían de haber soltado su arsenal sobre la ciudadela, un último acto de profanación. El pasadizo tembló y unos remolinos de polvo cayeron del techo; se oía el sonido de las piedras resquebrajándose, primero muy leve pero, de manera inquietante, cada vez más fuerte.

—Dio, ti prego, salvaci… ¡El techo se viene abajo! —exclamó entre sollozos una de las mujeres.

Los demás comenzaron a gritar cuando el temor de quedar enterrados en vida se extendió por la multitud.

De repente, el techo del túnel pareció abrirse y un torrente de escombros cayó en cascada. Los fugitivos echaron a correr para intentar escapar de las rocas que caían, pero Claudia reaccionó con demasiada lentitud y desapareció en una nube de polvo. Ezio se dio la vuelta, alarmado, al oír el grito de su hermana, pero fue incapaz de verla.

—¡Claudia! —gritó con pánico en la voz.

—¡Ezio! —se oyó que contestaba y cuando el polvo se despejó, Claudia comenzó a avanzar por entre los escombros.

—Gracias a Dios que estás bien. ¿Te ha caído algo encima? —preguntó.

—No, estoy bien. ¿Está nuestra madre bien?

—Estoy bien —contestó María.

Se sacudieron el polvo, dieron gracias a los dioses por haber sobrevivido hasta ahora y continuaron por el último tramo de su vía de escape. Por fin salieron al aire libre. El césped, incluso la tierra misma, nunca había olido tan dulce.

La boca del túnel estaba separada del campo por una serie de puentes de cuerda que oscilaban sobre un barranco. Había sido diseñado por Mario como parte de un plan maestro de huida. Monteriggioni sobreviviría a la profanación de los Borgia. En cuanto los Borgia la arrasaran, ya no les interesaría, pero Ezio volvería a tiempo para reconstruirla como la orgullosa fortaleza de los Asesinos que había sido en su día. Ezio estaba seguro de ello. Sería más que eso, se prometió a sí mismo: sería un monumento a su noble tío, al que habían asesinado despiadadamente.

Había tenido ya suficientes depredaciones en su familia causadas por una vileza sin sentido.

Ezio planeó cortar los puentes una vez atravesados, pero los ancianos y los heridos rezagados les hacían avanzar con lentitud. A sus espaldas, oyó los gritos y las pisadas de sus perseguidores que se aproximaban a toda velocidad. Apenas podía llevar a nadie a la espalda, pero se las arregló para echarse al hombro a una mujer a quien le fallaba la pierna, y continuó tambaleándose por el primer puente de cuerda, que se balanceaba peligrosamente bajo su peso.

—¡Vamos! —gritó para animar a la retaguardia sobre la que se cernían ya los soldados Borgia.

Esperó en el otro extremo hasta que el último de sus hombres llegó a buen puerto, pero un par de Borgia también había conseguido cruzar el puente. Ezio se interpuso en su camino y utilizó su brazo bueno para empuñar la espada y entablar combate con el enemigo. Incluso herido, Ezio era más que un rival para sus oponentes; su espada paraba los ataques en un borrón de acero y se enfrentaba a los dos a la vez. Se movió a un lado, se agachó ante el golpe de un hombre, mientras usaba su arma para cortarle en la articulación de la rodilla de su armadura. El soldado se inclinó al quedarle la pierna izquierda inútil. El otro atacante le embistió, al pensar que había perdido el equilibrio, pero Ezio rodó de lado, la hoja resonó en las rocas y algunas piedras salieron volando hacia el barranco. El hombre hizo una mueca cuando el golpe vibró en su espada y rebotó en los huesos de su mano y su brazo. Ezio vio su oportunidad, se incorporó, levantó la espada sobre el brazo que el enemigo había bajado y delante de su rostro. El hombre bajó aún más el brazo y con un único movimiento fluido, Ezio llevó su hoja a las cuerdas que sujetaban el puente. Se rompieron enseguida y golpearon violentamente hacia atrás por el barranco. El puente se separó de las rocas como un acordeón y los hombres de Borgia que habían empezado a cruzarlo gritaron mientras caían al abismo.

Ezio volvió la vista para mirar al otro lado del barranco y vio a Cesare. Junto a él estaba Caterina, todavía atada con cadenas, que la despiadada Lucrezia sujetaba. Juan Borgia, el cadavérico Micheletto y el sudoroso general francés Octavien estaban a su lado.

Cesare le estaba enseñando algo a Ezio.

—¡Tú eres el siguiente! —gritó, furioso.

Ezio vio que se trataba de la cabeza de su tío.