Capítulo 21

Ezio estuvo ocupado las siguientes semanas, consolidando las fuerzas restantes de la Hermandad que estaban reunidas en Roma, y decidiendo qué uso hacer de la información inicial que había obtenido de La Volpe y de los informes anteriores que le había enviado Bartolomeo. No podía esperar que la marea se estuviera volviendo ya contra los Borgia, pero podía ser que estuviera viendo el principio del fin. No obstante, recordaba el viejo dicho de que era más fácil enfrentarse a un león joven que acercarse a uno viejo con experiencia. En contra de su cauto optimismo estaba el hecho de que Cesare tenía bien cogida la Romaña, mientras que los franceses tenían Milán. Además, los franceses seguían apoyando al comandante papal. Años antes, el cardenal de San Pedro ad Vincula, Giuliano della Rovere, el gran enemigo del Papa, había intentado volver a los franceses en contra de los Borgia y derrocar a Alejandro, pero Alejandro le había burlado. ¿Cómo iba a tener éxito Ezio si della Rovere había fracasado? Por lo menos nadie había envenenado al cardenal —era demasiado poderoso para eso— y seguía siendo la mejor carta de Ezio.

Ezio también había decidido, aunque lo mantenía en secreto, que su misión debería ser animar a la Hermandad para que trasladara su sede permanentemente a Roma. Roma era el centro de los asuntos internacionales y de la corrupción. ¿Dónde iban a estar mejor, sobre todo ahora que Monteriggioni ya no era una opción viable? Ezio tenía planes para un centro de distribución de los fondos de la Hermandad, en respuesta a las misiones completadas con éxito de algunos Asesinos. Aquellos diamantes que les había quitado a los traficantes de esclavos habían venido muy bien y se habían convertido en un añadido a los fondos de la campaña.

Un día…

Pero para ese día aún quedaba mucho. La Hermandad seguía sin elegir a un líder, aunque por acuerdo común y por la efectividad de sus acciones, Maquiavelo y él se habían convertido en los jefes provisionales. Sin embargo, esto era sólo temporal y nada se había ratificado en un consejo formal.

Caterina todavía le preocupaba.

Había dejado que Claudia supervisara la renovación de La Rosa in Fiore sin ninguna intromisión. La había dejado que se hundiera o nadara en su propia confianza desmesurada. No sería culpa suya si no salía a flote. El burdel era un eslabón importante en su red, pero reconocía que si no hubiera tenido fe en su hermana, tal vez no habría aceptado su ayuda. Había llegado el momento de ponerla a prueba, de saber qué había conseguido.

Cuando regresó a La Rosa in Fiore, estaba tan sorprendido como satisfecho. Había resultado como sus otras transformaciones en la ciudad y en el cuartel de Bartolomeo, aunque era lo bastante modesto y realista para no llevarse todo el mérito. Escondió su deleite mientras disfrutaba de las suntuosas habitaciones en las que colgaban costosos tapices, donde había amplios sofás, suaves cojines de seda y vino blanco enfriado con hielo, un lujo caro.

Las chicas parecían damas, no putas, y por sus modales, no cabía duda de que alguien les había enseñado a comportarse de manera refinada. En cuanto a la clientela, lo poco que podía deducir era que el negocio estaba en auge, y aunque antes tenía sus reservas sobre la naturaleza de su reputación, ahora estaba claro. Echó un vistazo al salón central y vio al menos una docena de cardenales y senadores, así como algunos miembros de la Cámara Apostólica y otros oficiales de la Curia.

Todos estaban divirtiéndose, todos estaban relajados y esperaba que ninguno sospechara nada. Pero la prueba de que todo funcionaba bien recaería en el valor de la información que las cortesanas de Claudia pudieran extraer de aquella panda de vagos corruptos.

Vio a su hermana, vestida con pudor —lo que le alegró—, hablando demasiado cariñosamente a su parecer con Ascanio Sforza, el antiguo vicecanciller de la Curia, que ahora estaba en Roma de nuevo tras su breve desgracia, intentando volver a ganarse el favor papal. Cuando Claudia vio a Ezio, le cambió la expresión. Se excusó ante el cardenal y se acercó a él con una sonrisa crispada en la cara.

—Bienvenido a La Rosa in Fiore —dijo.

—Y que lo digas.

No sonrió.

—Como puedes ver, es el burdel más popular de Roma.

—La corrupción continúa siendo corrupción, aunque se vista de seda.

Su hermana se mordió el labio.

—Lo hemos hecho bien. No olvides por qué existe este lugar.

—Sí —contestó—. El dinero de la Hermandad parece que se ha invertido bien.

—Eso no es todo. Ven a mi despacho.

Para sorpresa de Ezio, se encontró allí a María, haciendo algo de papeleo con un contable. Madre e hijo se saludaron cautelosamente.

—Quiero enseñarte esto —dijo Claudia mientras sacaba un libro—. Aquí guardo una lista de todas las habilidades que les he enseñado a mis chicas.

—¿Tus chicas? —Ezio no pudo evitar el sarcasmo en su voz. Su hermana parecía nadar como pez en el agua.

—¿Por qué no? Echa un vistazo.

Su propia actitud se había vuelto más rígida.

Ezio hojeó el libro que le habían ofrecido.

—No les estás enseñando mucho.

—¿Crees que podrías hacerlo mejor? —respondió con sorna.

Nessun problema —dijo Ezio de forma desagradable.

Al notar el conflicto, María dejó a su contable y se acercó a ellos.

—Ezio —dijo—, los Borgia se lo han puesto muy difícil a las chicas de Claudia. No se han metido en líos, pero cuesta mucho no levantar sospechas. Hay varias cosas que podrías hacer para ayudarlas…

—Lo tendré en cuenta. Luego me lo apunto. —Ezio volvió su atención a Claudia—. ¿Algo más?

—No. —Hizo una pausa y luego añadió—: ¿Ezio?

—¿Qué?

—Nada.

Ezio se dio la vuelta para marcharse y después dijo:

—¿Has encontrado a Caterina?

—Estamos trabajando en ello —respondió con frialdad.

—Me alegro de saberlo. Bene. Ven a verme a la isola Tiberina en cuanto averigües exactamente dónde la retienen. —Inclinó la cabeza hacia las risas que venían del salón central—. Con todo lo que tenéis aquí para exprimir, no debería resultaros tan difícil.

Se marchó.

Fuera, en la calle, se sintió culpable por cómo se había comportado. Parecían estar haciendo un trabajo magnífico. Pero ¿sería capaz Claudia de defenderse?

Se encogió de hombros por dentro. Tuvo que reconocer una vez más que la verdadera fuente de su enfado residía en su propia preocupación por su capacidad para proteger a aquellos que más quería. Sabía que los necesitaba, pero era consciente de que el miedo por su seguridad le hacía vulnerable.