Capítulo 27

Ezio regresó solo al centro de operaciones de los Asesinos en la isla Tiberina. Había tenido un buen día de trabajo al haber convertido a su causa, con discreción, a cierto número de ciudadanos resentidos. A excepción de los fieles guardias, que trabajaban vigilando el lugar, éste estaba desierto, y Ezio estaba deseando un poco de tranquilidad para pensar en un plan; pero conforme se acercaba, descubrió que tenía compañía. Era alguien que quería estar seguro de que no advirtieran su presencia y, por lo tanto, esperó hasta que el personal se hubo marchado a otra parte del edificio antes de anunciarse.

—¡Psst! ¡Ezio! ¡Aquí!

—¿Quién anda ahí?

Ezio se puso alerta al instante, aunque le parecía conocer la voz. Unos arbustos altos crecían a cada lado del camino que llevaba al cuartel general, que nadie conocía, salvo los miembros de la organización. Si por casualidad se había revelado el secreto…

—¡Ven aquí!

—¿Quién es?

—¡Soy yo!

Leonardo da Vinci, acicalado y extravagante como siempre, salió de su escondite hacia el sendero.

—¡Leo! ¡Dios mío!

Ezio, al recordar quién era ahora el nuevo señor de Leonardo, controló el impulso inicial de ir corriendo y abrazar a su viejo amigo.

Leonardo captó su reacción. Parecía un poco más viejo, pero no había perdido ni pizca de su ímpetu o de su vigoroso entusiasmo. Dio un paso hacia delante, pero mantuvo la cabeza agachada.

—No me sorprende que no muestres demasiado entusiasmo al volver a verme.

—Bueno, Leo, debo admitir que me has decepcionado.

Leonardo extendió las manos.

—Sabía que estabas detrás del allanamiento del Castel. Sólo podías haber sido tú. Así supe que seguías vivo.

—¿Estás seguro de que no han sido tus nuevos señores los que te han contado eso?

—No me cuentan nada. No soy más que un esclavo para ellos. —Se distinguió un ligero brillo en los ojos de Leonardo—. Pero tienen que confiar en mí.

—Mientras cumplas.

—Creo que soy lo bastante listo como para ir un paso por delante de ellos. —Leonardo dio otro paso hacia Ezio, con los brazos medio extendidos—. Me alegro de volver a verte, amigo mío.

—Has diseñado armas para ellos. Unas pistolas nuevas que nos cuesta igualar.

—Lo sé, pero si dejas que me explique…

—¿Y cómo has encontrado este lugar?

—Puedo explicarme…

Leonardo parecía muy arrepentido, muy desdichado y tan sincero que el corazón de Ezio se ablandó, a su pesar. También pensó que, al fin y al cabo, Leonardo había ido a verle y no cabía duda del peligro que había corrido. Y si buscaba un acercamiento, sería un líder muy tonto si rechazaba la amistad y el compañerismo de un hombre como aquél.

—¡Ven aquí! —gritó Ezio y extendió bien los brazos.

—¡Oh, Ezio!

Leonardo se acercó a él enseguida y los dos hombres se abrazaron con afecto.

Ezio condujo a su amigo al cuartel general de los Asesinos, donde se sentaron juntos. Ezio sabía que habían trasladado a Caterina a una habitación interior, donde podía acabar de recuperarse en paz y tranquilidad, y el médico había dado instrucciones de que no la molestaran. Estuvo tentado de desobedecer, pero ya habría tiempo de hablar con ella más tarde. Además, la aparición de Leonardo dictaba un cambio de prioridades.

Ezio hizo que les trajeran vino y pasteles.

—Cuéntamelo todo —dijo Ezio.

—Te lo contaré. Antes que nada, tienes que perdonarme. Los Borgia reclutaron mis servicios, pero bajo coacción. Si me hubiera negado a servirles, me habrían sometido a una muerte larga y dolorosa. Me describieron lo que iban a hacerme si me negaba a ayudarles. Incluso ahora no puedo pensar en ello sin temblar.

—Ahora estás totalmente a salvo.

Leonardo negó con la cabeza.

—¡No! Debo regresar. Te seré muchísimo más útil si creen que aún trabajo para ellos. Me he esforzado al máximo por crear el mínimo número posible de nuevos inventos para satisfacerlos. —Ezio estaba a punto de interrumpirle, pero Leonardo alzó una mano nerviosa—. Por favor, esto es una especie de confesión y me gustaría terminarla. Luego puedes juzgarme como creas conveniente.

—Nadie te está juzgando, Leonardo.

La actitud de Leonardo se hizo más intensa. Ignoró los refrigerios y se inclinó hacia delante.

—He dicho que he trabajado para ellos bajo coerción —continuó—, pero es algo más que eso. Sabes que me mantengo al margen de la política (no me gusta meterme en líos), pero los hombres que ansían el poder me buscan porque saben lo que puedo hacer por ellos.

—Eso ya lo sé.

—Coopero para mantenerme vivo. ¿Y por qué quiero seguir vivo? ¡Porque tengo mucho que hacer! —Cogió aire—. ¡Ni te imaginas, Ezio, lo lleno que tengo el cerebro! —Hizo un gesto que parecía indicar que lo abarcaba todo y a la vez que estaba desesperado—. ¡Queda mucho por descubrir!

Ezio estaba en silencio. Eso también lo sabía.

—Bueno —concluyó Leonardo—, ahora ya lo sabes.

—¿Por qué has venido hasta aquí?

—Para hacer las paces. Tenía que asegurarte que mi corazón no está con ellos.

—¿Y qué quieren de ti?

—Todo lo que puedan obtener. Las máquinas de guerra son lo principal. Saben de lo que soy capaz.

Leonardo sacó un paquete de papeles y se lo entregó.

—Aquí tienes algunos de los diseños que he hecho para ellos. Mira, aquí hay un vehículo armado capaz de moverse por todos los terrenos, si se construye correctamente, y los hombres escondidos en su interior pueden disparar armas, armas grandes, mientras están completamente protegidos de los ataques. Lo llamo «tanque».

Ezio palideció al echarle un vistazo a los dibujos.

—Y… ¿lo están construyendo?

Leonardo puso cara de astuto.

—He dicho si se construye correctamente. Por desgracia, tal y como está el diseño, esta cosa tan sólo gira sobre su propio eje.

—Ya veo.

Ezio sonrió.

—Y mira esto.

Ezio examinó el dibujo de un jinete que llevaba dos caballos con arreos a ambos lados. Pegados a su rastro, había unos largos postes horizontales, por delante y por detrás, con ruedas, y rotaban unos artefactos parecidos a una guadaña, que se usaban para cortar a cualquier enemigo con el que el jinete se encontrara.

—Es un artefacto diabólico —dijo.

—Sí, pero por desgracia el jinete está… está totalmente al descubierto.

Los ojos de Leonardo volvieron a brillar.

La sonrisa de Ezio se ensanchó y luego se desvaneció.

—¿Y qué hay de las pistolas que les has dado?

Leonardo se encogió de hombros.

—Hay que darle algo al enemigo para acallarlo —dijo—. Tenía que entregarles algo que les fuera útil o levantaría sospechas.

—Pero son pistolas muy eficaces.

—Claro que sí, pero no son ni la mitad de eficaces que aquella pistola que hice para ti una vez, hace años, basada en el diseño de la página del Códice. Una pena, la verdad. Me costó reprimirme.

Ezio pensó con tristeza en las armas del Códice que había perdido, pero volvería a por ellas.

—¿Qué más hay en el paquete de papeles?

Aunque estaban solos, Leonardo bajó la voz.

—He copiado los planos no sólo de las máquinas más grandes, sino también de las que usan en las batallas. —Extendió las manos con ironía—. Hala, así no deberían ser tan eficaces.

Ezio miró a su viejo amigo con admiración. Ese era el hombre que había diseñado un submarino para que los venecianos lo utilizaran en contra de las galeras turcas. Si hubiera decidido construir aquellos diseños sin defectos, no habrían tenido ninguna oportunidad contra los Borgia. Qué contento estaba de haber recibido así a Leonardo. Aquel hombre valía más que dos ejércitos.

—¡Por Dios santo, Leo, bebe al menos un vaso de vino! Sé que nunca podré recompensarte por todo esto.

Pero Leonardo rechazó el vaso que le ofrecía.

—Hay noticias más graves. ¿Sabes que tienen la Manzana?

—Claro.

—Me la han dado para que la estudie. Tú y yo ya sabemos algo del alcance de sus poderes. Rodrigo sabe un poco menos, pero tiene más inteligencia que Cesare, aunque Cesare es al que hay que vigilar.

—¿Cuánta información sobre la Manzana les has dado?

—La mínima posible, pero tengo que decirles algo. Por suerte, Cesare parece satisfecho, hasta ahora, con las aplicaciones limitadas que le he concedido. Pero Rodrigo sabe que hay más y su impaciencia aumenta. —Hizo una pausa—. Me he planteado varias maneras de robarla, pero la guardan bajo continua vigilancia y sólo me permiten acceder a ella bajo la más estricta supervisión. Aunque pude usar sus poderes para localizarte. Ya sabes que tiene esa facultad. ¡Fascinante!

—¿Y les enseñaste ese truco?

—¡Por supuesto que no! Lo único que quiero es devolvérsela a su legítimo dueño.

—No temas, Leo. La recuperaremos. Entretanto, retrásalos todo lo que puedas y, si es posible, mantenme informado de lo que les revelas.

—Lo haré.

Ezio hizo una pausa.

—Hay algo más.

—Dime.

—He perdido todas las armas del Códice que creaste para mí.

—Entiendo.

—Salvo la hoja oculta original. No tengo ni la pistola, ni la daga venenosa, ni la daga de doble filo, ni la muñequera milagrosa.

—Hmm —dijo Leonardo y luego sonrió—. Bueno, no será ningún problema volver a crearlas para ti.

—¿En serio?

Ezio apenas podía creérselo.

—Los diseños que me dejaste siguen en Florencia, bien escondidos con mis antiguos ayudantes Agniolo e Innocento. Los Borgia nunca los conseguirán. Si alguna vez toman Florencia, ¡Dios no lo quiera!, o incluso si lo hicieran los franceses, Agniolo tiene órdenes estrictas de destruirlos, y ni siquiera él e Innocento (y no es que no confíe en ellos completamente) serían capaces de reproducirlos sin mi presencia. Pero yo… nunca olvido un diseño. No obstante… —Vaciló, casi avergonzado—. Tendrás que pagarme las materias primas que necesite. Por adelantado.

Ezio estaba asombrado.

—¿De verdad? ¿No te pagan en il Vaticano?

Leonardo tosió.

—Muy… muy poco. Supongo que creen que mantenerme vivo ya es suficiente remuneración. Y no soy tan tonto como para pensar que en cuanto mis servicios sean… innecesarios, no me matarán como a un perro.

—Ya me imagino —dijo Ezio—. Preferirían que estuvieras muerto a que trabajaras para otra persona.

—Sí, he estado pensando lo mismo —afirmó Leonardo— y lo cierto es que no hay vía de escape. No es que no quiera. Quiero ver a los Borgia aplastados. Me acabo de meter en política al decir eso, pero mi querido Milán está en manos francesas —empezó a cavilar—. Tal vez… más tarde, cuando todo haya terminado…, puede que pruebe suerte en Francia. Dicen que es un país civilizado…

Era hora de traerle de vuelta a la realidad. Ezio fue hacia un arcón de hierro y de allí sacó una bolsa de piel, repleta de ducados. Se la dio a Leonardo.

—Aquí tienes el pago a cuenta por las armas del Códice —dijo con energía—. ¿Cuándo podrás tenerlas listas?

Leonardo se quedó reflexionando.

—No será tan fácil como la última vez —respondió—. Tengo que trabajar en secreto, y solo, puesto que no puedo confiar del todo en los ayudantes que trabajan para mí allí. —Hizo una pausa—. Me volveré a poner en contacto contigo. Tan pronto como sea posible, te lo prometo. —Sopesó la pesada bolsa que tenía en la mano—. Y quién sabe, por este dinero a lo mejor puedo incluir un par de armas nuevas. Serán un invento mío, claro, pero esta vez creo que lo encontrarás efectivo.

—Ganarás mi eterna gratitud y mi protección, estés donde estés, a cambio de lo que hagas para ayudarnos —declaró Ezio. Apuntó en su mente delegar a un puñado de nuevos reclutas, en cuanto acabaran su entrenamiento, para que le echaran un vistazo a Leonardo y le informaran con regularidad—. Bueno, ¿y cómo mantendremos contacto?

Leonardo contestó:

—Ya he pensado en eso.

Cogió un trozo de tiza y, sobre la mesa que había entre ambos, dibujó la mano derecha de un hombre, señalando.

—Qué bonito —dijo Ezio.

—Gracias. Es tan sólo un boceto de una parte de un dibujo que estoy pensando hacer, de San Juan Bautista. Si alguna vez tengo tiempo. Ve y siéntate donde apunta.

Ezio obedeció.

—Eso es —dijo Leonardo—. Dile a tus hombres que mantengan los ojos bien abiertos. Si ven uno de éstos (a los demás les parecerá tan sólo un graffiti), diles que te avisen y sigue la dirección que indique. Así es como nos encontraremos.

—Espléndido —dijo Ezio.

—No te preocupes, me aseguraré de que te avisen. En caso de que estés pensando en salir volando a una misión u otra.

—Gracias.

Leonardo se levantó.

—Debo irme, si no, me echarán en falta. Pero antes…

—¿Antes qué?

Leonardo sonrió abiertamente y agitó la bolsa de dinero.

—Antes me voy de compras.