Capítulo 46
El cónclave seguía sin decidirse. A pesar de los esfuerzos del cardenal della Rovere por burlarlo, Cesare sin duda seguía teniendo bastante influencia para controlarlo. Los cardenales seguían vacilando ya fuera por el miedo o por puro interés. Maquiavelo suponía lo que intentaban hacer: encontrarían un candidato que no durara demasiado, pero que fuera aceptado por todas las partes. Un Papa provisional, por así decirlo, hasta que el equilibro del poder se resolviera.
Con esta idea en mente, Ezio se alegró cuando, tras semanas de atascamiento, Claudia llevó noticias a la isla Tiberina.
—El cardenal de Rouen, un francés llamado Georges d'Amboise, ha revelado bajo… coacción… que Cesare ha planeado una reunión con los partidarios de los Templarios en el campo, fuera de Roma. El cardenal mismo va a asistir.
—¿Cuándo tendrá lugar?
—Esta noche.
—¿Dónde?
—La ubicación se mantendrá en secreto hasta el último minuto.
—Entonces iré a la residencia del cardenal y le seguiré cuando se marche.
—Han elegido a un nuevo Papa —dijo Maquiavelo que llegó corriendo—. Tu cardenal francés, Claudia, recibirá la noticia por boca de Cesare esta noche. De hecho, una pequeña delegación, que aún es amiga de los Borgia, le va a acompañar.
—¿Quién es el nuevo Papa? —preguntó Ezio.
Maquiavelo sonrió.
—Es quien yo había pensado —respondió—. El cardenal Piccolomini. No es un anciano, tiene sesenta y cuatro años, pero no está muy bien de salud. Lo han elegido para que se le conozca como Pío III.
—¿Con quién está él?
—Todavía no lo sabemos, pero todos los embajadores extranjeros han presionado a Cesare para que se marche de Roma durante la elección. Della Rovere está furioso, pero sabe cómo esperar.
Ezio pasó el resto del día hablando con Bartolomeo y entre los dos reunieron un grupo conjunto de reclutas y condottieri lo bastante fuerte para enfrentarse a cualquier batalla que pudiera haber con Cesare en un futuro próximo.
—Menos mal que no mataste a Cesare en su palazzo —dijo Bartolomeo—. De este modo, atraerá a todos sus seguidores y podremos acabar con todos a la vez. —Miró a Ezio—. Tengo que reconocértelo, amigo mío. Mejor que ni habiéndolo planeado.
Ezio sonrió y volvió a su alojamiento, donde se guardó la pistola y puso la daga de doble filo en la cartera de su cinturón.
Con un pequeño grupo de hombres cuidadosamente seleccionados, Ezio preparó la avanzadilla y dejó que los demás les siguieran. Cuando el cardenal Rouen salió a última hora de la tarde con sus compañeros y su séquito, Ezio y sus jinetes les siguieron a una distancia prudencial. No recorrieron mucho camino antes de que el cardenal se detuviera en una gran finca en el campo cuya mansión estaba situada tras unos muros fortificados, cerca de la orilla del lago Bracciano.
Ezio escaló los muros de la mansión solo y siguió de cerca a la delegación de cardenales mientras se dirigían al Gran Salón para mezclarse con unos cien oficiales de Borgia importantes. Había presentes muchas más personas de otros países, que Ezio no reconocía, pero sabía que debían de ser miembros de la Orden Templaría. Cesare, que ya estaba totalmente recuperado, estaba sobre una tarima en medio del salón atestado de gente. Las antorchas titilaban en los apliques de las paredes de piedra y hacían que las sombras saltaran, lo que daba al congreso el aspecto de un aquelarre más que de una reunión de fuerzas militares.
Afuera, los soldados de Borgia se reunían en cantidades que sorprendieron a Ezio, que no había olvidado el comentario de Cesare sobre el regreso de Micheletto con las tropas que quedaban en las provincias. Le preocupaba que incluso con los hombres de Bartolomeo y sus propios reclutas, que se habían acercado a unos doscientos metros de la mansión, pudieran encontrar un auténtico rival en aquella reunión. Pero ahora era demasiado tarde.
Ezio observó cómo las filas apretadas del salón abrían un camino para que los cardenales se acercaran a la tarima.
—Uníos a mí y Roma será nuestra —declamó Cesare cuando el cardenal de Rouen apareció junto a sus compañeros prelados. Al verles, dejó de hablar.
—¿Cuáles son las noticias del cónclave? —preguntó.
El cardenal de Rouen vaciló.
—Son buenas noticias… y malas —dijo.
—¡Suéltalo ya!
—Hemos elegido a Piccolomini.
Cesare lo consideró.
—¡Bueno, al menos no a ese hijo de pescador, della Rovere! —Se volvió hacia el cardenal—. Pero aun así no es el hombre que yo quería. Yo quería a un títere. Piccolomini puede que tenga un pie en la tumba, pero todavía puede perjudicarme mucho. Pagué por tu puesto. ¿Así es como me lo agradeces?
—Della Rovere es un enemigo poderoso. —El cardenal volvió a dudar—. Y Roma ya no es la que era. El dinero de los Borgia está contaminado.
Cesare le miró con frialdad.
—Te arrepentirás de esta decisión —dijo fríamente.
El cardenal agachó la cabeza y se dio la vuelta para marcharse, pero mientras lo hacía, vio a Ezio, que se había acercado más para verlo todo con más claridad.
—¡El Asesino! —chilló—. Su hermana me hizo un interrogatorio. Así es como ha llegado hasta aquí. ¡Corred! ¡Nos matará a todos!
Los cardenales salieron a toda velocidad entre el pánico generalizado. Ezio los siguió y, una vez fuera, disparó su pistola. El sonido le llegó a su avanzadilla, que estaba situada al otro lado de los muros, y como respuesta dispararon los mosquetes, la señal de ataque de Bartolomeo. Llegaron justo cuando las puertas de los muros estaban abiertas para permitir que los cardenales huyeran. Los defensores no tuvieron tiempo de cerrarlas antes de que pudiera con ellos la avanzadilla, que logró mantener la puerta abierta hasta que Bartolomeo, blandiendo a Bianca por encima de su cabeza y con un grito de guerra, apareció con las principales fuerzas asesinas. Ezio disparó su segundo tiro a la barriga de un guardia de los Borgia, que se acercó a él gritando, agitando una maza de aspecto diabólico, pero no tuvo tiempo de recargar. De todos modos, para la lucha a poca distancia, la daga de doble filo era el arma perfecta. Encontró un hueco en la pared, se refugió allí y, con su mano experta, cambió la pistola por la daga. Luego corrió de nuevo hacia el salón para buscar a Cesare.
La batalla en la mansión, y en la zona dentro de sus muros circundantes, fue breve y sangrienta. Los Borgia y las tropas templarías no estaban preparados para un ataque de aquella magnitud y quedaron atrapados dentro de los muros. Lucharon sin tregua y muchos de los condottieri y los reclutas Asesinos yacían muertos al terminar. Aunque los Asesinos tenían la ventaja de ir sobre sus monturas, unos cuantos soldados de Borgia pudieron subirse a sus caballos antes de que los mataran.
Ya era tarde cuando pasó la tormenta. Ezio, que sangraba por una herida reciente en el pecho, la había emprendido a golpes con la daga de doble filo con tanta furia que se había atravesado su propio guante hasta hacerse un corte profundo en la mano. A su alrededor había una gran cantidad de cadáveres, tal vez la mitad de la asamblea, aquellos que no habían sido capaces de huir o de salir cabalgando hacia al norte en la noche.
Aunque Cesare tampoco estaba entre ellos. Desgraciadamente también había escapado.