Capítulo 1
No hablé con mi madre de las circunstancias que acompañaron la muerte de mi padre, hasta un día que hubiera sido como otro cualquiera de no ser porque fue el último en que la vi con vida. Me contó que cuando lo encontraron estaba desnudo mostrando sus vergüenzas. Las vergüenzas a las que ella se refería no eran sus partes pudendas, sino unos extraños símbolos que cubrían su cuerpo. Las divisas del diablo, las llamó, al tiempo que se persignaba. Me explicó, con la mirada perdida en el pasado, cómo su pecho y espalda tenían aquellos extraños símbolos que él llamaba estigmas y que ella odiaba hasta el extremo de haberle denegado relaciones.
Lo encontraron dos días después de su desaparición, los mismos que su cuerpo pasó sumergido en aquella gran tinaja de vino tinto, en el sótano de la casa, bajo la alcoba marital. No llevaba encima ni tan siquiera el anillo de oro de compromiso y le habían afeitado el vello de los genitales, de las piernas, del pecho… Tenía las uñas cortadas por encima de lo conveniente, como si hubiera sido sometido a tortura o quisieran hacer desaparecer cualquier rastro inorgánico de ellas que el rojo alcohol no pudiera llevarse en su largo y oscuro reposo. En sus omóplatos llevaba puestas unas alas de cera atadas a su cuerpo con una soga gruesa de esparto que le rodeaba el torso y pasaba por sus axilas y que en el tórax se cruzaba formando una cruz.
Mi madre y yo salimos del pueblo a los pocos días de su muerte. Nunca más hablé con ella sobre lo sucedido. Era como si algo sobrenatural me impidiera hacerlo, como si un recuerdo extraviado en algún recóndito lugar de mi mente luchara por permanecer allí, encarcelado. Como si algo me dijera que el silencio que se mantuvo en el pueblo sobre lo ocurrido, que el mutismo de mi madre, la falta de lágrimas, la aparente ausencia de dolor, solo eran producto del instinto de supervivencia, un instinto que todos debíamos mantener.
De no haber recibido la carta, parte de aquellos recuerdos habrían seguido igual; ocultos, formando parte de las imágenes desdibujadas de mi infancia. Los pocos instantes que aún luchaban por mantenerse vivos, permanecerían indefinidamente moribundos, flotando entre el pasado y el presente, licuándose silenciosos e impotentes mientras mi reminiscencia infantil perdía verosimilitud con el paso del tiempo.
Dicen que la infancia marca nuestro carácter y este encamina parte de nuestro futuro. A mí me señaló de alguna forma lo sucedido. El intentar olvidar todo aquello, junto a la atracción visceral por los jeroglíficos que me inculcó mi padre, forjó mi carácter mortecino, solitario y ajado. Aquellos años inundaron mi mente de una inquietud tan visceral como irrefrenable hacia todo lo que se relacionase con la muerte, y de una fascinación que, irónicamente y a pesar de lo sucedido, aún hoy se mantiene viva en mí.
Recuerdo cómo a diario mi padre me hacía descifrar historias que entremezclaba entre los textos de varios cuentos. En cada una de ellas había insertado un mensaje en clave. La solución revelaba el lugar exacto en donde estaba escondido el último coleóptero que había disecado para mí. Aquella colección de coleópteros que su muerte me impidió terminar es lo único que conservo de él. La colección incompleta y el recuerdo de la idiosincrasia que tenía para construir un cuento con partes de otros cuentos. Historias de historias que, la mayoría de las veces, adquirían un significado escalofriante, como la realidad. Él lo llamaba los mensajes ocultos de los genios de las letras; las logias de la verdad.