Capítulo 4

Con la carta entre mis manos me dirigí al altillo del armario en donde guardaba el violonchelo. En aquel momento Daniel estaba en su dormitorio escuchando a Lluís Llach. Tiré del asa de la funda y lo bajé. Dentro estaba la caja de madera en donde conservaba la colección de coleópteros. Aquella colección de doce escarabajos a los que mi padre apodaba como «los arcanos» y entre los cuales se encontraba uno igual al que se representaba en el cuadro que mi madre calificaba de maldito.

El cuadro aún estaba intacto, como si el tiempo no hubiera trascurrido, con el mismo brillo cristalizado de antaño. Lo puse sobre la cama y su marco atrapó la luz que entraba por el gran ventanal, proyectando aquellos fascinantes reflejos azules sobre el techo. Durante un largo periodo de tiempo, con la mirada fija en los reflejos que se proyectaban sobre la cubierta del dormitorio, intenté buscar un nexo de unión entre aquellos objetos y los acontecimientos que habían sucedido días antes. Necesitaba hallar una clave que uniese cada una de las cosas que la religiosa me había enviado. Buscaba una razón que diera sentido a las investigaciones que ella, mi esposa, había realizado a mis espaldas. Deseaba entender los motivos que Jana tuvo para indagar en mi pasado, sabiendo que yo nunca se lo perdonaría, porque las consecuencias podían ser nefastas.

Sumergido en mis divagaciones coloqué el cuadro de cara a la pared y los reflejos azules volvieron a proyectarse como lo hacían entonces, cuando era un niño de diez años. Sin embargo, en aquel momento, los vi de diferente forma a como los recordaba. Ya no eran simples destellos azulados que se proyectaban de forma aleatoria. Apoyé el cuadro en el piecero para que la luz del sol, que entraba por la ventana, le diera directamente, haciendo que los reflejos se proyectaran sobre la pared, y tomé un lápiz. Atrapado por lo que estaba contemplando, sin perder de vista los puntos azulados, me dirigí al tabique y tracé una línea que fue uniendo cada uno de los reflejos hasta tener todos enlazados entre sí. Tras unos instantes, en los que el tiempo pareció detenerse, me senté en la cama, atónito ante lo que estaba contemplando. La unión de los puntos azules había formado un plano de una especie de galerías. Sin pensarlo, di la vuelta al cuadro y lo desmonté, seguro de que en su interior encontraría una explicación. En el envés había una llave y, escritos a pluma, un número y un símbolo numérico.

El número 12 y el símbolo que me había perseguido desde que mi padre fue asesinado: la grafía del número pi.