Capítulo 43
Reconocí a Julián desde lejos, antes de que se levantase y clavase sus ojos en los míos. Era el joven que me dio el anuncio de alquiler de la habitación de Daniel. Estaba sentado frente a una mesa de madera de nogal maciza. Sobre su superficie había infinidad de papeles apilados en montones y alineados de izquierda a derecha. Todos tenían el mismo tamaño. A su derecha tenía un grupo de sobres de los que, deduje, iba sacando aquellos folios que, cuando nos aproximamos, pude comprobar eran las cartas de Salas.
—Este es Julián —dijo Reyes, señalando al joven desde el quicio de la puerta—. Aquí pasa la mayor parte del día, descifrando los escritos que mi padre le fue enviando a mi madre durante su permanencia en el convento. Una carta diaria en principio y, a medida que pasaron las semanas, como verás —dijo señalando los montones apilados—, el trabajo es más lento. Lleva investigando mucho tiempo.
Reyes sacó de su maletín la bolsa de terciopelo rojo y la abrió. Puso la abertura hacia abajo y desparramó sobre la superficie de la mesa las teclas que más tarde montamos en la estructura de la máquina de escribir que me enviaron las religiosas junto al extracto del Quijote y el dibujo del escarabajo.
Julián se levantó sonriendo irónico, con la misma expresión en su mirada que caracterizaba los ojos de Rosalía y que, por su profundidad, incomodaba. Estrechamos nuestras manos. Él, sin dejar de sonreír, y yo sin ocultar el desagrado que sentía ante aquella situación que una vez más me hacía estar fuera de contexto, perdido como lo estaría un payaso dentro de una obra de Shakespeare. Julián no mencionó nada sobre nuestro encuentro en la funeraria, pero la ironía que se reflejaba en sus ojos era más que suficiente para percibir que disfrutaba con mi desconcierto.
Daniel, Reyes y Rosalía abandonaron el estudio, no sin antes dar indicaciones de que el almuerzo estaría en una hora, tiempo suficiente, según estimó Daniel, para que Julián me pusiera al corriente del código utilizado por Salas para encriptar los mensajes y el contenido de los escritos descodificados.
Tomé algunas de las cartas, mientras Julián me miraba a la espera de que diese con la clave sin que él tuviera necesidad de intervenir. Me observó en silencio, durante unos minutos, sin que sus labios perdieran aquella sonrisa burlona que tanto me incomodaba. Tras unos instantes, en los que fue extrayendo varios folios que permanecían archivados en uno de los cajones del escritorio, agachado y mirándome de soslayo, dijo:
—Es más sencillo de lo que parece. Procura, si puedes, no leer ninguna palabra, solo míralas. Míralas todas, por separado y en conjunto. La forma en que lo estás haciendo es la misma que utilizó el confesor de Salas y la madre de Reyes y, de esa manera, jamás podrás ver nada más que lo que ellos vieron.
—¿A qué te refieres? —pregunté.
—Estás buscando un mensaje dentro del contexto y las palabras, dentro del código alfabético que has aprendido. Así no percibirás el error que todos los párrafos tienen, un error premeditado que esconde la clave que Salas utilizó de forma muy hábil para encerrar sus frases. Créeme, así solo conseguirás ver las cartas llenas de arrepentimiento por un amor que, evidentemente, Salas seguía sintiendo por la madre de Reyes y de Jana. Un amor del que, curiosamente, renegaba una y otra vez, como un demente.
—Es imposible —dije tras revisar los escritos varias veces—, estos textos no siguen ninguna pauta que yo conozca. Si no me adelantas nada, perderemos el tiempo. Y, además, no entiendo muy bien qué motivos tienes para no explicarme directamente el código.
Me miró con expresión de desconcierto y dijo:
—Creí que sería una manera de halagarte, una deferencia. Eres hijo de criptógrafo y, para nosotros, para los criptógrafos, lo más apasionante es encontrar el código y descifrarlo sin ayuda de terceros. No he pretendido ponerte nervioso ni hacer que te sintieras incómodo. Si ha sido así, debes aceptar mis disculpas —dijo, tomando los escritos y colocándolos sobre la superficie de la mesa como si fuesen cartas del tarot—. Aunque no estés de acuerdo con mi forma de actuar, prefiero que seas tú mismo quien, paso a paso, vaya dando con las claves. Comienza por mirar los textos. Busca coincidencias entre ellos. Todos tienen algo en común. Míralos con detenimiento y dime, ¿qué ves en ellos que constituya una falta grave en el lenguaje escrito? En un lenguaje que un hombre con la preparación de Salas debía poseer.
Miré una tras otra las cartas, siguiendo el orden en que él las había esparcido sobre la mesa. Cuando llegué al último párrafo del último folio, dije:
—No hay ni una sola letra mayúscula. Es increíble, no lo había percibido. Es cierto, Salas era demasiado culto como para no poner mayúsculas donde procediera. Está claro que su omisión es premeditada —concluí apasionado.
—Ahí está la primera de las claves —respondió señalando uno de los párrafos—. Lo primero que tuve en cuenta, si en realidad había encriptado algún tipo de mensaje en aquellos textos, fueron los medios que se habían utilizado para ocultarlo o, lo que es lo mismo, los materiales utilizados para esconder el mensaje. La tinta, el papel, la máquina de escribir y, por supuesto, el lenguaje utilizado. La máquina era una pieza clave. Pero no sabía de qué forma lo había hecho. Para ello podía haberse servido también de alguno de los materiales que componían las cartas. Analicé el papel y está limpio. El lenguaje, la lengua castellana, tampoco escondía ningún orden anormal que nos diera una clave numérica bajo la alfabética. No existen erratas tipográficas que construyan frase alguna; sencillamente, no hay erratas. ¿Conoces ese procedimiento?
—Mi padre me instruyó en ello —respondí—. Lo definía como erratas tipográficas premeditadas. Desde entonces no puedo leer un solo texto sin separar las erratas que voy encontrando en ellos. Para mi sorpresa, sigo encontrando frases increíbles, algunas escalofriantes.
—Como dice Daniel —sonrió—, no existen las casualidades. Yo también tengo varios textos que he ido extrayendo de obras clásicas. Mis estudios sobre ello son predicciones que a más de uno le pondrían los pelos de punta. El ser humano no es Dios y nunca llegará a serlo, pero puede sentarse a su derecha si sigue los pasos correctos para llegar hasta Él. Dios es el padre de la criptografía. Y la criptografía es más que una técnica para descifrar mensajes ocultos o para ocultarlos, es toda una disciplina con la que puedes llegar a lugares y sitios insospechados, aparentemente invisibles al ojo humano. Todos los códigos tienen varias dimensiones, y todos son utilizados para enviar mensajes, tanto orales, acústicos o visuales como táctiles o sensitivos. Solo hay que intentar descifrarlos, seguir su rastro. Ir descartando uno tras otro hasta llegar al correcto. Eso fue lo que hice para encontrar el código que Salas utilizó. Aun sabiendo que la máquina era una pieza clave, antes de revisar las teclas, que Reyes me entregó, en profundidad, di los pasos que ya te he explicado.
—Si no me equivoco, lo primero que percibiste fue la ausencia de mayúsculas.
—Exactamente. Después vino la tipografía incorrecta que tenían algunas de las vocales y las consonantes. Fallos que no siempre eran tales. Quiero decir que una misma grafía, por ejemplo esta —dijo señalando la letra a—, como ves aquí, tiene la parte superior incompleta, como si no se hubiera marcado en el papel por falta de presión o por un fallo de la cinta de la máquina. Sin embargo, más abajo, la misma grafía de la letra a está perfectamente marcada. Así sucede con todas las consonantes y las vocales. En un principio, el fallo no se aprecia, incluso se lee sin dificultad. Parece, a simple vista, una deficiencia de la cinta de la máquina que, evidentemente, podía tener la tinta gastada en parte de su recorrido.
—Las letras con fallos tipográficos forman palabras —dije uniendo varias de ellas instintivamente, mientras él hablaba.
—Coge todas las teclas y observa la parte inferior, donde deberían ir las grafías que corresponden a las mayúsculas. Puedes utilizar mi lupa —dijo entregándomela—. Como ves, están todas incompletas y su grabado es del mismo tamaño que el superior.
—No son mayúsculas. No hay ni una sola mayúscula grabada —respondí mirando todas.
—Las mayúsculas no se grabaron, se omitieron premeditadamente, al igual que las letras que tienen fallos. Estos fueron hechos deliberadamente. Debía de escribir los mensajes a mano y después, cuando los transcribía dentro de las cartas, con una simple y sencilla pulsación sobre la palanca que activaba el teclado para las mayúsculas, mayúsculas que, como sabemos, no existían, procedía a insertar la letra, la grafía con imperfección, el mensaje.
—Las teclas las restauró Hilario, el orfebre toledano. Entonces, él debía de conocer lo que Salas pretendía —dije sin levantar la vista de las teclas.
—Es probable, pero tal vez Salas no le dijera lo que pretendía. Creo que le quitó las teclas a la máquina y se las envió junto a las cartas a la madre de Reyes como parte de la misma estrategia. Salas quitó las teclas para no dejar rastro de su código y se las envió a la madre de Reyes con el claro propósito de que ella entendiera un envío que tenía la misma dosis rocambolesca que su cambio de sentimientos repentino. Pero cometió un fallo incalificable para una mente de su porte, no tuvo en cuenta lo vulnerables que son los sentimientos, lo grande que es la estupidez humana. Su amada no percibió los interlineados porque no estaba segura de su amor.
—¡Es increíble! —exclamé.
—Aún me quedan algunos textos por transcribir. Es una labor lenta, porque hay que ir letra por letra, palabra por palabra. Como verás, si observas con celo las cartas, no todas las oraciones tienen letras defectuosas. Se cuidó mucho de que los textos no llamaran la atención. A pesar del trabajo que queda por hacer, creo que en unos días tendremos los mensajes completos. Hasta ahora he extractado el que Reyes te ha transmitido y estos dos más que, en apariencia, no guardan sentido dentro de lo sucedido en el convento, y parecen, más bien, referirse a los textos que estaba transcribiendo sobre Loyola. Leyéndolos, la hipótesis de Daniel, sobre la vinculación de Loyola y su Peregrino, sobre Cervantes y su Quijote, parecen ir tomando fuerza.
—¿Por qué lo dices? —pregunté.
—Te mostraré los seriados de palabras que he entresacado —concluyó tendiéndome un folió—. Juzga tú mismo:
Primer seriado:
Llave - Trece - Cuadro - Heredero - Fonseca
Segundo seriado:
Aspas - Quijote - Loyola - Puertas - Solsticio
Tercer seriado:
Llave Pedro - Bautista Sol - Tablada