Capítulo 55

—No llegué al convento por pura coincidencia, tampoco a los textos de Loyola, me refiero a su estudio —comenzó a explicar Daniel mientras almorzábamos—. Ni relacioné al santo de inmediato con Cervantes. En aquellos días, cuando surgió mi interés por los supuestos contenidos ocultos de algunos textos, estaba inmerso en una teoría matemática de un anciano miembro de la orden religiosa de la que formé parte durante muchos años, la misma que me expulsó. El padre Fausto. Él me adoctrinaba en la que luego sería mi labor: el archivo y examen de textos inéditos, ocultos, incunables que la orden tenía almacenados e iba transcribiendo y traduciendo para su posterior clasificación. Muchos de ellos, una vez analizado su contenido con minuciosidad, y tras haber sido sometida su desclasificación, se daban a conocer o pasaban a engrosar una inmensa biblioteca que solo unos pocos elegidos podían consultar.

»El padre Fausto sostenía que, desde tiempos inmemoriales, las altas esferas de cualquier organización, los grupos de cualquier índole, gobiernos, religiones e incluso movimientos sectarios, habían utilizado los medios de comunicación para encriptar mensajes cifrados. Que estos mensajes, dependiendo de la época, del siglo, aparecían en la prensa escrita, en textos religiosos o de cualquier género literario e índole. No existía un patrón para encontrarlos. Quiero decir, que no se podía tener seguridad sobre un escrito, en cuanto a que este no contuviera un mensaje cifrado entre sus páginas que nos condujera a un texto diferente al que se leía.

—Algo similar a la película Siete monos —respondió Reyes.

—Es tan similar que si te confundes en la interpretación del mensaje, como le sucedió al protagonista de la película, el efecto de tu mala interpretación puede desencadenar una reacción opuesta a la que pretendías. Como os decía, el padre Fausto afirmaba que él no había descubierto gran cosa, que los mensajes en clave existían desde que el mundo fue creado por Dios y que Él, el Altísimo, había sido el primero en utilizarlos. Sus enseñanzas, sus hipótesis fueron convirtiéndose en tesis frente a mis ojos. Tomaron cuerpo sobre los cientos de papeles ajados y manuscritos que ambos íbamos descifrando sin descanso, poseídos por los contenidos ocultos de sus letras. Creedme, el misterio de todo lo que sucede hoy en día solo estriba en la interpretación de los símbolos, de los mensajes que Dios nos dejó.

—En realidad, el padre Fausto no estaba interesado en los textos que la Iglesia le daba para descodificar. Él buscaba respuestas, y había encontrado la llave del cofre del tesoro, ¿cierto? —pregunté.

—Murió sin llegar a donde yo llegué. La llave aún no la he encontrado y el cofre tampoco, aunque creo haber dado con su rastro. Cuando falleció, como estaba previsto por la orden y por las altas instancias eclesiásticas, yo le sustituí. Lo hice, en apariencia, siguiendo sus directrices. Solo en apariencia, porque él había dado con el rastro del cofre del tesoro hacía unos años. Pero el cofre era peligroso, tanto que podía tratarse de la mismísima caja de Pandora. Antes de morir me lo dio a mí, me encomendó que siguiera su rastro, que continuara con la labor.

—¿Cómo llegaste hasta el convento y a establecer la hipótesis de que Loyola había escrito esas cartas para luego relacionar su texto de El peregrino con el Quijote? —inquirí.

—El padre Fausto, antes de morir, me hizo entrega de unos textos manuscritos en los que había un mensaje encriptado. Eran textos que narraban el éxodo judío y en apariencia no parecían contener ningún mensaje en clave. Sin embargo, él estaba convencido de que tenían un mensaje codificado, por ello pasó media vida intentando encontrarlo.

Daniel se inclinó y descolgó su cartera de cuero, que permanecía prendida de uno de los brazos de la silla. La abrió y sacó de ella un texto manuscrito y una carpeta. Nos entregó los dos y dijo:

—Ahí están mis apuntes y fórmulas junto al mensaje encriptado, la descodificación —dijo, señalando la carpeta de plástico repleta de folios—, y ese es el manuscrito que me entregó el padre Fausto. Podéis comprobar que no miento.

Reyes y yo nos miramos asombrados.

—Creo que será mejor que pidamos más café —sugirió ella, tomando el manuscrito y aproximándolo hacia mí.

—Iré yo a la barra a pedirlos mientras vosotros indagáis en la documentación —dijo Daniel, levantándose y abandonando la mesa.

Apenas transcurrieron unos diez minutos cuando Daniel, que había salido al exterior, regresó.

—Le he dicho al camarero que ocuparíamos una de las mesas de la terraza, fuera se está mejor. El sol ha caído y la temperatura es muy agradable —sugirió levantando su mano en dirección a la calle.

Una vez instalados fuera fue Reyes la que le explicó:

—Si no fuese porque Enrique conoce bien la criptografía, no habría dado verosimilitud a tus traducciones, me refiero a los mensajes que has desencriptado de este texto —dijo señalándolo—, un texto que no sé de dónde puede proceder, porque su antigüedad es extraordinaria y el contenido desencriptado, impresionante y terrorífico. ¿Cómo podía saber el autor del mensaje encriptado las epidemias que iban a producirse, cómo podía conocer el Ebola, el sida, y el proceso de colonización de los virus, incluso esos cambios climáticos de los que habla con tanta precisión? Es escalofriante cómo los empareja con los versículos del Apocalipsis. En mi vida hubiera imaginado nada igual. Es como si todo estuviera escrito o predicho, como si alguien supiera que la caja de Pandora estaba abierta y avisara de sus peligros y de lo que iba a acontecer.