Capítulo 16

La habían asistido los servicios de emergencia médica en el aeropuerto. Estaba embarcando rumbo a Italia cuando se desplomó inconsciente. Las pruebas a las que había sido sometida cuando llegué al hospital indicaban que había sufrido un accidente cardiovascular, un derrame cerebral. El tiempo que podía permanecer en estado de coma era imprevisible, así como su recuperación. El aneurisma que le había provocado el derrame era, como suele ser habitual en esos casos, de difícil diagnóstico previo por su carencia de sintomatología. Yo conocía los estudios existentes sobre aquel tipo de patología; su evolución, posibles causas, progresión y desenlace. Por ello, las esperanzas que me dio el especialista ni tan siquiera me sirvieron de consuelo. La recuperación era casi imposible y, en todo caso, tendría secuelas irreversibles; de hecho, estaba seguro de que, lo más probable, era que ya las hubiera sufrido.

A pesar de su distanciamiento, de nuestra separación, ella seguía llevando mi número de teléfono en la documentación que indicaba a quién se debía llamar en caso de que sufriera un accidente, ambos lo llevábamos junto al documento de identidad. Apenas permanecí con ella una hora, en la que no pude articular ni una sola palabra, solo acariciar sus mejillas pálidas y sujetar su mano izquierda entre las mías. Tampoco lloré. El profundo vació que sentía en mi corazón, la sensación de vértigo e impotencia, me impedía manifestar el dolor que experimenté al verla allí; nívea, inmóvil, monitorizada y con respiración asistida. Sumergida en una espiral que la mantenía viva y muerta al tiempo. Una circunferencia infinita en donde el comienzo y el fin coincidían formando un espacio indefinido; una nada y un todo a la vez. Una especie de ironía nefasta que emparentaba su estado de forma macabra con el mensaje que había recibido encriptado y con la definición que en él se daba de la circunferencia.

Daniel tomó la decisión de acompañarme, llevado por el estado de ansiedad en el que entré después de recibir la llamada. Ni tan siquiera me di cuenta de lo que él hacía cuando levantó el teléfono y reservó dos billetes en el puente aéreo. Su voz me llegaba distorsionada y lejana, como si en vez de estar allí, a su lado, me encontrara a cientos de kilómetros. Me sentía preso en un limbo donde los recuerdos se mezclaban con el presente como si ambos tiempos fuesen uno.

Cuando el médico me comunicó a través de la línea telefónica el estado de gravedad máxima de mi esposa y el hospital al que se dirigía la ambulancia, tiré el teléfono móvil contra la puerta de la habitación y me metí en la ducha vestido. El agua comenzó a empapar mis ropas. Ausente, llevado por un ataque de ira, golpeé con mis nudillos los azulejos que revestían la pared frontal de la bañera. Daniel estaba en la cocina y corrió alertado por mis porrazos. Cerró el grifo y como si yo fuese un crío chico que se hubiera dejado llevar por una repentina rabieta, tendió sus manos hacia mí y me sacó sin decir palabra. Los zapatos de tafilete chorreaban produciendo un ruido acuoso a cada uno de mis pasos. El líquido resbaló por el suelo de madera vieja y sin pulir hasta los pies de la cama, en donde Daniel me sentó como a un muñeco sin vida, dejado a su voluntad. No recuerdo si me desvestí mientras él hablaba con el hospital por teléfono, o fue él quien me quitó la ropa empapada que se adhería a mi piel. Solo sé que mientras hablaba me quitó los zapatos y dejó caer el agua de dentro de ellos al suelo. Tampoco sé precisar qué le conté cuando entró en el baño, pero debí de decirle lo que había pasado, debí de hacerlo, porque él supo adónde llamar y qué hacer exactamente. Recuerdo que grité el nombre de mi mujer al mismo tiempo que golpeaba con el puño la pared, y que la sangre que brotaba de mis nudillos resbalaba por los azulejos blancos, tiñéndolos de un rojo claro que se disipaba pared abajo hasta desaparecer por el desagüe.

Mientras permanecí con ella, Daniel estuvo en el pasillo, esperando en silencio, semiinclinado, con la espalda apoyada en la pared y mirando al suelo fijamente, mientras se pasaba la mano derecha por el pelo una y otra vez, en actitud de preocupación. En la otra mano sujetaba la bolsa que me habían entregado, hacía unos instantes, con los objetos personales de Jana. Entre ellos estaba su alianza. La llevaba puesta cuando la ingresaron. No sé bien cómo definir la sensación que me produjo su hallazgo. En aquel momento comprendí que había cometido el mayor de los errores, la falta de observación. Cuando encontré la alianza en el sobre, di por hecho que pertenecía a Jana, que era la de nuestra boda. Llevado por mis sentimientos solo miré el interior de la circunferencia y ni tan siquiera aprecié que estaba impecable, lo que hacía poco probable que fuese la misma sortija.