Capítulo 30
Cuando el mensajero llamó a la puerta y me entregó el paquete, una extraña premonición se apoderó de mí paralizándome incluso el habla. El muchacho me miraba expectante con el bolígrafo en la mano. Me lo tendía a la espera de que le firmase la nota de entrega que tenía apoyada sobre el bulto, pero yo no reaccionaba. Mudo e inmóvil, miraba el remite, como si me hubiera dado un ataque de parálisis repentino. En él estaba el nombre de una orden de religiosas, la misma en la que mi madre había pasado media vida y en la que murió. Sin embargo la dirección no era la del convento en el que se estableció mi madre, ubicada en Francia, el paquete procedía de un convento ubicado en el norte de España que pertenecía a la misma orden. Daniel, que había observado desde el quicio de la puerta de una de las habitaciones mi reacción, se quitó el cigarrillo de los labios y dijo:
—¿Qué tiene ese paquete que te ha hecho temblar de esa forma? —Yo no contesté y seguí caminando en silencio hacia mi dormitorio—. Tenía razón, te lo dije. Ha vuelto a empezar, ¿verdad que lo ha hecho? Estamos otra vez en el punto de partida.
Entré y le cerré la puerta en las narices. Mientras colocaba el paquete sobre la cama sentí como Daniel se alejaba murmurando alguna maldición que no conseguí entender. Tras unos instantes, uno de los discos de Lluís Llach comenzó a sonar. Él siempre que se violentaba ponía a Lluís, era como si la música del catalán fuera una válvula de escape por donde se iba su furia. Permanecí varios minutos mirando el paquete, haciendo como hacía Daniel, intentando que la voz áspera y profunda de Llach se llevara mi malestar; hasta que tuve el valor suficiente para abrirlo. Dentro del paquete estaba la carta de sor Laudelina, los objetos que la hermana Vasallo había acordado entregarle a mi esposa después de que esta regresara de su viaje a Italia y la máquina de escribir.
Minutos más tarde llamé a Daniel. Le di la carta de la religiosa y la llave con forma de cruz de Ankh que había extraído del cuadro de mi padre momentos antes, y le señalé el anverso, indicándole el número y la grafía que había en él, justo donde la llave estaba pegada. También le entregué el dibujo que formaba parte del envío, en el que aparecía el escarabajo y la palabra añil.
Él se quedó estático, mirando fijamente el cuadro durante unos segundos, en los que el silencio fue casi total, a no ser por la música que llegaba desde el pasillo. Me miró, sin decir palabra, y yo le señalé las líneas que había trazado en la pared y el lugar de donde procedían los puntos azulados:
—Deberíamos haber intentado entrar en la casa del viejo. Quizás esas galerías estén allí. Ese sótano es extraño, demasiado oculto —dijo mirando la pared—. Te dije que esto continuaría. Ahora no ha sido el autor de las grafías el que te lo ha enviado. Han sido religiosas y no creo que ellas tengan más interés en el envío que el que dice la carta, que Jana lo recibiera como ellas le habían prometido. Está claro que no saben que ha fallecido. Imagino que ya no tendrás ningún tipo de duda al respecto. Tu mujer estaba investigando el pasado de tu padre. Es evidente que algo debió de descubrir, algo imprevisto pasó. Es hora de que dejes de lado tus miedos y tu indiferencia. Ese cuadro —dijo señalándolo—, ¿de quién es, vino también en el paquete que te han enviado las monjas?
—No, el cuadro lo tenía yo. Era de mi padre. Estaba guardado en la funda de mi violonchelo.
—¿Y sabías lo que tenía en su parte trasera y lo que formaban sus puntos? —preguntó.
—¡Por supuesto que no! Lo he abierto ahora, hace un momento. No tenía ni idea de lo que había en su anverso. Ha sido al ver el dibujo que me han mandado las monjas con la máquina de escribir y al leer la palabra añil cuando he pensado que era la misma representación del cuadro y he roto el papel que cubría su anverso —respondí frotándome los ojos, intentando aliviar el dolor de cabeza que sentía.
—Pues está claro. Al menos yo tengo claros varios puntos. Uno de ellos es que si el cuadro era de tu padre, él dejó esto ahí, escondido. Y lo hizo con algún fin muy concreto. La grafía del número pi. Ya sabemos lo que significa. Ahora, querido amigo forense, los muertos comienzan a hablar sobre el papel y este experto en lenguas «muertas» —enfatizó el adjetivo— te dirá cómo lo han hecho. ¿Dónde tienes la foto que encontraste en casa de Jana? —preguntó sin dejar de mirar la llave en forma de Ankh que yo había encontrado en el cuadro y que él tenía en sus manos.
Sin contestar, me dirigí a mi agenda y saqué la fotografía en la que mi padre aparecía rodeado de un grupo de hombres y se la entregué.
—Ves —dijo, señalando el cuello de los hombres que aparecían junto a mi padre—. Todos llevan esa cruz colgada y el cordón en apariencia es igual que este, el mismo —y levantó la cruz que yo había encontrado en el cuadro—, son las mismas, no hay duda; son idénticas. Pero hay algo más en la foto. Mírala con detenimiento y dime qué ves —me animó con un cierto aire de supremacía.
—Lo mismo que ves tú. Un grupo de hombres junto a mi padre.
—¿No ves nada más significativo? —volvió a preguntar.
—Pues no —respondí encogiéndome de hombros.
—Doce —dijo.
—¿Doce qué? —pregunté.
—Que son once los hombres que están retratados con tu padre…
—Y con mi padre hacen un total de doce —le interrumpí sorprendido por mi falta de memoria y observación.
—Exactamente. El mismo número que aparece en el envés del cuadro de tu padre. Todos llevan la misma llave en forma de cruz de Ankh. Y no hemos terminado, aún hay más.
—¿El qué? —pregunté, volviendo a observar la foto con detenimiento.
—Su colocación, no es una colocación lógica. Están formando líneas rectas de tres en tres, cuatro líneas independientes que, como ves, se juntan en un punto de confluencia —dijo, tomando mi lapicero y trazando líneas sobre sus figuras—. ¿Qué ves? ¿Qué te parece que forman?
—Una cruz —respondí.
—Yo diría que no es una cruz —dijo sonriendo, al tiempo que cogía la etiqueta que tenía la máquina de escribir colgada de su rodillo y dándomela—. Sin lugar a dudas se colocaron de tal forma que su ubicación formara las aspas de un molino de viento. Cervantes y su Quijote tienen mucho que ver en esta historia, no solo en la cita que transcribe esta etiqueta.
—Creo que siempre estuvieron ahí —asentí, quitándole la fotografía y recordando el texto que entresaqué de aquel manuscrito que mi padre descifró la última noche en que lo vi con vida.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
—Antes de que mi padre fuese asesinado descifré un mensaje codificado que daba la clave para llegar a un capítulo de un texto manuscrito que recogía los ocho primeros capítulos del Quijote. En él había una frase que nada tenía que ver con la obra de Cervantes.
—¿Tu padre utilizaba obras literarias para comunicarse e introducía párrafos que a su vez habían sido encriptados en seriados numéricos? Es impresionante, parecido a mis investigaciones sobre los mensajes de los periódicos, sobre los que son introducidos en las esquelas y en los anuncios.
—¿Pero tú no me habías dicho que tu trabajo de investigación se relacionaba con las casualidades entre unos acontecimientos y otros? —pregunté.
—Y es cierto, porque así llegué a encontrar algunos mensajes claros sobre asuntos muy turbios y espeluznantes. Llegué a ello de la forma más tonta, aplicando las matemáticas, ya sabes, mi línea de vida. Si te digo: soy y seré a todos definible, mi nombre tengo que daros, coincidente diametral siempre inmedible soy de los redondos aros. Tú, ¿en qué pensarías? —preguntó.
—¡Joder, Daniel! —exclamé—, ni que fuese tonto. En qué voy a pesar, y más conociéndote. Podías haber elegido un número menos significativo para mí de lo que lo es el pi. El mensaje es demasiado claro, no le veo ningún misterio.
—Te equivocas, es tan complicado como lo eran los juegos de tu padre. No hay un mensaje en esta definición; hay dos. Si cuentas las letras de cada palabra tendrás la mágica cifra que componen los veinte primeros números de pi. Es de lo más simple y sencillo, como bien has dicho, pero invisible. Y eso, su aparente invisibilidad, me llevó a muchos descubrimientos más, entre ellos algo relacionado con los textos bíblicos, motivo por el que tuve que abandonar el convento.
—¿Me estás diciendo que has encontrado mensajes en los textos bíblicos? —exclamé un tanto escéptico, ya que tenía conocimiento de aquellas hipótesis que no habían sido demostradas.
—Sí. Encontré muchos mensajes cifrados, pero no solo en los textos bíblicos, también en otros libros que tienen que ver con miembros relevantes de la Iglesia, y esos fueron los que me llevaron donde estoy. Sin embargo, prefiero no hablar sobre ello ahora. Más tarde, cuando todo esto se haya solventado, hablaremos sobre mis investigaciones, que, de seguro, te impresionarán.
—No creas que olvidaré lo que has dicho —dije sonriendo con malicia.
—Dime, ¿recuerdas qué ponía en ese texto? Me refiero al que descifraste del manuscrito que tenía tu padre, ¿lo recuerdas? —preguntó.
—Perfectamente, lo aprendí de memoria —y empecé a recitarlo—: De viento que no de piedra fueron hechos los molinos. Gigantes son, tal como el caballero andante dijo. No fueron los libros que leyó sino el ruido de sus aspas lo que llenó sus horas de dolor y desatino.
Me miró, y tomando la etiqueta que colgaba de la máquina la leyó en voz alta:
—Dichosa buscada y dichoso hallazgo —dijo a esta sazón Sancho Panza—, y más si mi amo es tan venturoso que deshaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando a ese hideputa de ese gigante que vuestra merced dice, que si matará si él le encuentra, si ya no fuese fantasma: que contra los fantasmas no tiene mi señor poder alguno… está claro, lo más probable es que tu padre dejara un mensaje en ambos textos. Creo que en este pide que deshagas el entuerto o lo que puede que sea lo mismo: que investigues lo que sucedió. Probablemente su homicidio. Ese es el significado de este párrafo que aparece transcrito en la etiqueta. Y el dolor del que habla el texto que tú entresacaste de esa copia manuscrita del Quijote debe de ser la información a la que tuvo acceso o las investigaciones que llevaban a cabo.
—Eso no tiene sentido —dije—. No lo tiene, porque la máquina de escribir no pertenecía a mi padre; según la carta de las monjas, era de Salas, su mentor. Y el manuscrito que tenía mi padre, del que saqué esa frase, tampoco era de él.
—¿Cómo estás tan seguro de ello?
—Porque él no sabía que yo estaba a su espalda copiando las claves, y cuando terminó de descifrar una de las series numéricas lanzó una maldición. Dijo: «¡Maldito sea!».
—Si no era de él, y era de Salas, entonces el topo era este —dijo, abriendo los ojos todo lo que pudo.
—Evidentemente —respondí.
—Y, según la carta de las monjas, Salas fue asesinado en las mismas circunstancias que tu padre, por lo que está claro que él intentaba que la información sobre la actividad que el grupo realizaba saliera a la luz, por eso también lo mataron. Quizás Salas avisó a tu padre en el texto de aquella obra manuscrita y él lanzó la maldición al enterarse. Pero ya los tenían localizados y los asesinaron. Creo que debemos ir al convento. Si las religiosas tenían estos objetos, debieron de mantener una relación estrecha con Salas y, por ende, sabrán muchas cosas que nosotros ignoramos y que nos pueden dar una idea más clara. Jana llegó al convento por algún motivo, algo debió de descubrir para que fuera allí —dijo mirándome.
—La foto —respondí—. Esta foto no era mía, nunca estuvo en mi poder. Es evidente que está hecha en el convento; no tienes más que ver que la pared frontal está cubierta de simbología católica. Claro que ese detalle no ha llamado tu atención, ni lo has percibido. Ves, todos tenemos fallos. Al estar tan acostumbrado a esos símbolos ni los has visto —dije irónico.
—Y la máquina de escribir, ¿tienes idea de por qué está sin teclas? —preguntó, sin contestar a mi provocación.
—No, pero dados todos los acontecimientos, lo más probable es que tenga un sentido preciso, aquí todo parece tenerlo, esto es como un gran jeroglífico.
—Es un laberinto, un auténtico laberinto en el que si no andamos con cuidado nos perderemos. No olvides que nuestras deducciones no son producto de datos concretos, solo suposiciones establecidas a través de una lógica tan limitada como nuestros conocimientos de lo sucedido. Quizás la foto se la hayan dado las religiosas del convento y llegó a ellas por otro camino. Por el momento, lo único que nos puede llevar a no equivocarnos, cuando tengamos que elegir un recorrido, es nuestra memoria, solo hay que tener memoria, nada más que memoria para ir hilvanando datos…