Capítulo 59
—La orden tenía previsto su regreso. Era evidente que tarde o temprano esto sucedería. Supimos que Salas sacó parte de la información del convento a través de las cartas que le enviaba a su amante —la sor caminaba sin mirarme, sin dejar de hablar, por el pasillo oscuro y frío del monasterio, mientras yo la seguía sorprendido por su reacción ante mi visita—. Sígame, le mostraré la biblioteca y allí iré explicándole todo lo que sabemos. Antes de aclararle sus dudas y controversias, todas sus preguntas, debe ver algo —hablaba con severidad y fuerza, marcando el ritmo de sus pasos con soltura y rapidez, sin aquel arrastre que mostró el día de nuestro primer encuentro. Yo casi corría tras ella—. Lo sucedido es como el diámetro de una circunferencia que cada día se hiciera más grande, y nosotras estamos ahí, expandiéndonos junto a él. Por ello hemos decidido cerrarlo. Esta es la biblioteca antigua, la que su padre y el resto de los forenses compartieron durante la investigación que desarrollaron aquí.
La biblioteca era un habitáculo de estructura cuadrada en el que las paredes, de arriba abajo, estaban recubiertas de estanterías de madera y estas a su vez, llenas de libros. En su centro había una gran mesa de madera y sobre ella varias lámparas destinadas por su forma y distribución a iluminar cada uno de los lugares de estudio. Rodeándola, sillas revestidas de cuero marrón en los reposabrazos, respaldos y asientos.
La sor caminaba apresurada hacia la mesa, como si sobre ella hubiera algo de extrema relevancia que fuera a desaparecer, como si el tiempo fuese un valor en alza en aquellos momentos que había que aprovechar. Pero la mesa estaba vacía. Ni tan siquiera exhibía decoración o grabado alguno, a excepción de las lámparas con sus tulipas verdes. Cuando estuvo junto a ella, se volvió y dijo mirándome:
—Hágame el favor de sujetar la mesa del otro extremo y tirar para sí —me indicó señalando la parte que daba a la ventana—, para mí es muy pesada, demasiado grande. Nunca he podido moverla sola.
Me situé frente a ella y tiré del tablero hacia mí hasta desplazarlo junto a la ventana, como la sor me había indicado. Ella se dirigió al ventanal y recogió la persiana. El sol entró, iluminando el suelo del habitáculo y sus paredes, dejando al descubierto el polvo que las estanterías acumulaban, claro indicio de que hacía tiempo que los textos no habían sido utilizados. Permanecí unos instantes mirando la infinidad de libros que poblaban los estantes de madera gruesa y ennegrecida. Pocos, pero los suficientes para que la sor se percatara de mi interés.
—No busque recuerdos aquí. La biblioteca dejó de ser utilizada después del asesinato de Salas. Los libros que hay en sus estanterías son técnicos, prácticamente todos versan sobre teología, sobre el análisis de la misma. El resto, los de interés para la comunidad religiosa, están en otra sala, y también los cuadros que adornaban esta pared —dijo, señalando el tabique en donde se encontraba la ventana—. Aquí fue donde se hizo la foto de los forenses colocados según la forma de las aspas de un molino. Los cuadros que estaban aquí fueron trasladados a la biblioteca particular, a la parte de clausura. Sin embargo, aunque la biblioteca es de interés para todo el que la ve, y esto es comprensible dado su valor teológico, no le he traído hasta aquí por los libros —dijo parándose frente a mí—, sino por esto —concluyó, señalando el suelo vacío en donde antes estaba situada la mesa.
En las losetas había un dibujo de unas aspas de un molino de viento. El espacio interior de estas estaba repleto de letras y números. Era un mosaico. Este estaba elaborado a mano, pieza a pieza, azulejo a azulejo. Con una precisión milimétrica.
—Es impresionante. ¿Es la caída de ícaro? —pregunté, y ella asintió con la cabeza—. ¿Quién hizo esta maravilla? —continué, al tiempo que iba tomando distancia y apreciando con ello una mayor perspectiva del dibujo.
—Es obra de Salas. Si se fija bien, podrá observar que es cerámica cristalizada. Un trabajo propio de un maestro vidriero, como lo era él. Y, si mira detrás de usted, verá algo mucho más interesante —dijo, señalando la ventana opuesta a la que había abierto y por la que entraban los rayos del sol que iluminaban el suelo—, retírese, deje que el sol haga el recorrido necesario y salga hacia el patio interior —concluyó apartándome de la trayectoria de la luz.
Me desplacé hacia atrás y observé cómo los rayos incidían sobre las aspas, sobre todo el dibujo, pero solo parte de los azulejos los reflectaban hacia fuera, hasta el patio interior del convento, proyectando sobre la fuente que había en él, la misma que nosotros habíamos deducido que escondía alguna clave de Salas, los primeros dígitos del PI: 3,1415, seguidos de la palabra «cítara».
La proyección dejó de verse tras unos instantes, cuando el sol se desplazó en el horizonte. En ese momento comprendí la prisa de la sor.
—Si se fija bien, verá que hay parte del mosaico que no es de azulejo, sino cristal de Murano —dijo agachándose y señalando varios cristales azules—. Y, si usted fuese observador, sabría lo que son —concluyó, retándome con aquella mirada de rapaz que no la abandonaba ni un solo instante.
Me agaché y observé el mosaico de cerca, los cristales que ella me había señalado. En aquel momento percibí que estaban superpuestos, encajados sobre otras piezas: los azulejos que había debajo.
—¿Puedo? —le pregunté haciendo ademán de coger uno de ellos.
—¡Adelante! —exclamó ella sonriendo—. Aunque no debería necesitar hacerlo para saber de qué se trata. Usted tiene en estos momentos más información que nosotras cuando los colocamos, cuando no sabíamos lo que significaban o lo que eran.
Al levantar uno de ellos fue cuando recordé el cementerio y los rosetones de las cruces que faltaban. Aquellos cristales azulones eran los rosetones que Salas había incrustado en las cruces de las hermanas fallecidas y que la religiosa me había dicho que habían sido robados.
—Usted me mintió —dije levantando el cristal en la mano—, estos son los rosetones de cristal que le faltan a las cruces del cementerio.
—No le mentí. No podía decirle lo que sucedió. La hermana Vasallo descubrió el significado del poema de Tablada, el epitafio que Salas pidió que se pusiera en su lápida. Al golpe del oro solar, estalla en astillas el vidrio del mar —dijo señalando la ventana y los cristales—. Como le comenté durante su primera visita, la hermana siempre afirmó que la vidriera de Salas… ¿recuerda la vidriera de la que le hablé? —inquirió.
—¡Por supuesto!
—Pues la representación, como ve, es la misma —dijo señalando el suelo—. Si quita los cristales de todas las aspas, verá que los azulejos donde han sido incrustados están más bajos que el resto. Justo lo necesario para que quepan los cristales. Pero no se deje llevar por la ilusión óptica. Los números no salen de los cristales, están en la fuente, siempre lo estuvieron, pero solo con el reflejo del cristal son perceptibles. ¿Cómo lo hizo? Aún no lo sabemos. Es un trabajo fantástico, digno del mejor criptógrafo. Un criptógrafo entre criptógrafos que es evidente que tenía que burlar a los suyos, a los que dominaban su misma técnica.
La religiosa volvió a indicarme que situara la mesa y los cristales que habíamos ido levantando en su sitio. Después tomamos asiento y, tras esperar a que una hermana de la orden que nos había servido limonada se retirara, continuó hablando:
—Sor Vasallo afirmaba que el señor Salas no le permitió que supiera nada con exactitud para mantenerla al margen y a salvo. Cuando la hermana dio con el mensaje del mosaico, lo ocultamos. Decidimos mantenerlo oculto por nuestra propia seguridad.