Capítulo 40

—¿Yo y mi padre? —inquirí.

—Sí —respondió tajante Reyes—. Y, si sigues las palabras, está claro que, sin lugar a dudas, se refiere al cuadro y a ti: su heredero. De igual modo, el mensaje de mi padre, el que dejó escrito en el folio que te entregó sor Laudelina con la máquina de escribir y el dibujo, también se refiere a lo mismo.

—Tú mismo —interrumpió Daniel— no tuviste problemas para relacionar el dibujo con el cuadro, era idéntico. Enseguida supiste que el dibujo de Salas se vinculaba con tu cuadro. Como verás, es evidente que el padre de Reyes dejó la llave y el plano en aquel cuadro que regaló a tu padre por algún motivo, que ambos podían conocer o que solo Salas conocía, caben las dos posibilidades.

—El cuadro no se lo regaló a mi padre, sino a mí —respondí—. Era mío. Dijo que el mejor vidriero lo había hecho para mí. Yo coleccionaba coleópteros, como mi padre, y siempre me han entusiasmado los prismas. Nunca, hasta que no tuve los objetos de Salas en mis manos, después de lo que le sucedió a mi esposa, pensé que aquel cuadro tuviera otro significado que el que siempre le di: el recuerdo de mi padre, el mejor de sus regalos. Un regalo que mi madre quiso quitarme cuando él murió, como otras muchas cosas de él, incluso su recuerdo y el orgullo de sentirme su hijo, el hijo del forense Fonseca. Ahora entiendo su actitud desmedida. Era como si estuviera enfadada con él por haberse dejado asesinar, como si le echara a él la culpa de lo sucedido.

—Tu madre debió de saber lo que significaba el cuadro después de la muerte de él y por eso te lo reclamó de aquella forma, quizás el calificativo de maldito viniera por ese motivo.

—Ahora disponemos de datos suficientes como para afirmar que mi padre intentaba sacar información encriptada del convento —dijo Reyes—, y que cuando se dio cuenta de que lo habían descubierto, que sabían de sus intenciones, no tuvo tiempo para mucho. Suponemos que el resto de las señales o advertencias que fue dejando solo eran pistas falsas al sentirse descubierto. En ellas incluimos los cuadros y el resto de las llaves, aunque es posible que nos equivoquemos y en esos cuadros también hubiera datos significativos de lo que allí se gestaba o hacía. Pistas que le harían ganar tiempo y distraer la atención lo suficiente como para poder encriptar los mensajes en las cartas que le enviaba a mi madre. Tu madre dijo que el cuadro había desaparecido. Que era mejor así porque estaba maldito.

—¿Hablaste con mi madre? —pregunté sorprendido.

—Sí. Antes de que Jana estableciera contacto contigo, hablamos con ella. No hubo que darle referencias concretas sobre él. Bastó con que le dijéramos que estábamos buscando un cuadro regalado por Salas, un cuadro con el marco de cristal, para que supiese a qué nos referíamos. Nos advirtió de que nuestra investigación era peligrosa y nos rogó que no te involucráramos en ella. Fue entonces cuando dimos por hecho que tú eras el único que podría entrar en el convento. Las religiosas no tenían por qué poner trabas a tu requerimiento. Pero te negabas insistentemente a recordar, a indagar.

»Daniel, con sus investigaciones, con sus hipótesis, que hicieron saltar todas las alarmas en el convento y en los círculos eclesiásticos, nos abrió el camino que tanto nos había costado despejar. Las religiosas estaban dispuestas a facilitarnos toda la información que necesitáramos para que esclareciéramos lo acontecido aquellos años, sin reticencias, sin vetos. Cuando te localizamos ya teníamos una biografía exacta y objetiva de ti, pero necesitábamos verificar que tú no tenías conocimiento de lo sucedido. Después, ya sabes lo que sucedió. Jana se enamoró de ti.

—¿Por qué motivo pintabais las grafías del número pi en las fachadas? ¿No hubiera sido más fácil decirme todo tal y como lo has hecho ahora?

—Jamás te habrías prestado a colaborar. Si nunca mostraste interés alguno por lo sucedido, treinta años después era casi inviable que nosotras lo consiguiéramos, como tú mismo dejaste claro. Ni el psiquiatra ha conseguido que lo hagas, que recuerdes tu pasado o te enfrentes con él.

»Aún nos quedan muchos textos por descifrar, pero entre sus líneas no parece haber ningún nombre. Todo indica que mi padre no tenía idea de quién era la persona que lo iba a asesinar, pero, irónicamente, parecía estar seguro de que eso sucedería tarde o temprano. Lo que a cualquiera le llevaría al mismo punto que nos ha llevado a nosotros: lo que mi padre descubrió debió de ser muy trascendental. Y pensamos que sigue siéndolo, más importante y grave de lo que en un principio pensábamos.

—¿Qué quieres decir con que es más importante de lo que pensabais?

—El misterio sigue manteniéndose. Han pasado más de tres décadas y aún hay gente encargada de que aquellos hechos no salgan a la luz pública, de que nadie remueva el pasado, y no me refiero a las religiosas —dijo mirando a Daniel, que sonrió—; a él o a ellos, quien o quienes sean, les sigue importando que el motivo de los crímenes y las desapariciones permanezca oculto. Les preocupa tanto como para haberte tenido vigilado toda tu vida. Como para amenazar a mi hermana cuando comenzó a investigar sobre tu padre, cuando acudió al convento a recabar información y las monjas la atendieron.

—¡Vigilado!, solo he estado vigilado por vosotros —dije en tono sarcástico.

—Por nosotras durante un tiempo, y toda tu vida por Josep. Él pertenecía a la misma organización de la que formaban parte nuestros padres y ese aspecto era conocido por ti. Creemos que se encargó de tenerte controlado. Se ganó tu confianza desde niño. No fue una coincidencia que tus castigos fueran la permanencia en casa del zapatero pegando suelas y remendando zapatos. Alguien decidió que así fuera. El padre Manuel era la única persona que nos podía haber dado esa información, pero desgraciadamente ya no está con nosotros. No olvides que la persona que más sabe de uno mismo es en la que depositamos nuestra confianza, nuestros temores, nuestras ilusiones. En tu caso esa persona era Josep. Él sabría en todo momento si recordabas algo que no debieras recordar o establecías contacto con alguien. ¿Quién crees que pintó la grafía en el fresco del palacete que estaba restaurando mi hermana? Dime, ¿quién crees que lo hizo?

—No lo sé —respondí.

—¿Quién conocía la entrada al palacete por el exterior? ¿Quién sabía con certeza que no había cámaras? El vigilante te dijo que esa entrada solo la conocía el dueño del palacete, mi hermana y él. ¿Es así? —inquirió mirando a Daniel, que asintió con la cabeza y encogió los hombros en un gesto de disculpa dirigido a mí—. ¿Quién podía dominar con exactitud el código que tu padre utilizaba y que tú no tuviste problemas para descifrar con facilidad a simple vista cuando viste el mensaje sobre la pintura?

—No lo sé —respondí—. ¿Cómo quieres que lo sepa?

—Solo Jana. Es evidente que solo pudo ser ella. Creemos que, por algún motivo, antes de dirigirse al aeropuerto fue al palacete y dejó el mensaje, un claro mensaje que estaba dirigido a ti y a nosotros. Ella sabía que en el momento que se descubriese la pintada, intentarían localizarla. Si algo le sucedía, al no poder dar con ella, te llamarían. Aquella pintada sobre el fresco no pasaría inadvertida para nadie, si tú no llegabas a verla lo haría yo. Al menos permanecería sobre el fresco varios días antes de ser eliminada. Josep podría visualizarla, pero, aunque pudiera descifrarla, como hizo, no podría limpiarla. Ese era su propósito, dejar un mensaje claro: Josep es una célula dormida. Dejarlo en un lugar en donde él o cualquiera de los miembros de la red a la que pertenece no pudiera imaginar. ¿Qué restaurador en su sano juicio va a hacer semejante atrocidad? El mismo vigilante os comentó la reacción que supuso que tendría mi hermana al ver aquel seriado sobre la pintura. Debía de estar acorralada, al menos así debía de sentirse para tomar la decisión de dejar el mensaje sobre el fresco. El nombre del medicamento solo le sirvió para despistar al zapatero y dejarnos claro en dónde estaba escondido el verdadero. Mi hermana era muy inteligente y muy astuta. El Serc lo utilizaban los dos, y Josep lo sabía. Él debió de pensar que, con el nombre del medicamento, el mensaje daba una indicación clara de que el seriado era de su autoría, como pensé yo en un primer momento, cuando Daniel me dijo lo que tú habías descifrado. Sin embargo, tú pensaste que la medicina tenía algo que ver en su estado y, aunque tal vez no estés equivocado del todo, lo que hemos encontrado en el bote indica que no es así —dijo, sacando del interior del envase una de las cápsulas, abriéndola, y depositando el contenido metálico en mi mano.

—¡Pero… esto es una grabadora como la que había en el interior de la libélula! —exclamé sorprendido.

—Exactamente. Esta no estaba en el interior del broche de Jana. Este aparato estaba preparado para ser colocado en uno de los pasadores del pelo que tenía Jana, uno muy especial.

—La libélula azul —dije—. La que tú le regalaste.

—Eso es. Era un broche que, a diferencia del prendedor, se podía abrir sin necesidad de tener que partir el cristal, pero que dejamos de utilizar cuando perdió una de las grabaciones que hizo en el convento, durante la primera charla con sor Vasallo. No lo encontró, debió de abrirse. Entonces decidimos hacernos con uno en el que la grabación pasara de un aparato a otro sin necesidad de tener que abrirlo. Un aparato que tuviese dos piezas. Más seguro.

—La hembra y el macho —respondí.

—De esa forma, si localizaban el aparato, era más complicado extraer la información. Desde el primer momento de nuestras investigaciones supimos que nos enfrentábamos a poderes muy peligrosos. Si los asesinatos de mi padre y el tuyo habían permanecido ocultos, si todo lo absurdo e ilegal que rodeaba las investigaciones no había sido esclarecido, era porque tras ello se escondía algo que por su importancia podía poner en peligro nuestra integridad física. La única forma de asegurar la información que se podía conseguir, si Jana o alguno de nosotros sufría cualquier percance, como desgraciadamente ha sucedido, era llevando consigo, durante las averiguaciones, una grabadora que registrara las conversaciones y los descubrimientos. Cuando comenzaron a amenazarnos, a intentar entrar en nuestras bases de datos, supimos que las grabadoras eran la única manera de demostrar lo que sucedía si las cosas se ponían más feas de lo que imaginábamos.

—¿Entonces el aparato que tenía la libélula que ella llevaba en el aeropuerto recogía la charla que supuestamente mantuvo con Josep durante su cita?

—Eso, como tú sabes, no podremos averiguarlo nunca. Tu querido amigo Josep lo destruyó y, con su acción, nos demostró que lo que decía el mensaje que más tarde visteis en el fresco era cierto. No sabemos si se volvió a ver con ella en el aeropuerto, en la terminal, o no lo hizo. Antes de continuar con la conversación, será mejor que escuches lo que esta grabadora recogió la noche antes de que mi hermana entrase en coma en el aeropuerto.