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Julio Senovilla tenía setenta años y se movía con una especie de elegancia altanera, como si se hubiese convertido en un personaje de alguna de sus novelas medievales. Recorrió el pasillo del Instituto Anatómico Forense acompañado de su hijo Pablo, que se cubría los ojos con unas gafas de sol y parecía el más afectado de los dos por la desgracia. Julio tenía los ojos de un azul muy claro. No rehuía la mirada de nadie. Más bien parecía disfrutar de la fama. Se comportaba en todo momento con la coquetería del que se sabe observado: ni siquiera el luto atenúa ciertas vanidades. Sofía y Laura les indicaron la habitación en la que se encontraba su hijo. Esperaron en el pasillo para dejarles un poco de intimidad. Vieron que el forense descubría la sábana y que Pablo se agarraba al brazo de su padre, como si necesitara un punto de referencia para no perder el equilibrio.

—Es él —dijo Julio al salir de la habitación.

—Lo siento mucho —dijo Sofía.

Laura se sumó al pésame. Añadió una disculpa que le servía para intentar averiguar algo.

—Sentimos haberle avisado tan tarde, pero es que no le localizábamos en el teléfono móvil.

—No es culpa suya. Lo he perdido. Los pierdo todos. Pero mi hijo tenía el número del castillo. Y Suni también.

—¿Suni?

Pablo intervino por primera vez para aclararlo:

—Sunilda. La asistenta.

—Fue ella quien encontró el cuerpo de Jon —dijo Sofía—. Por la noche no dormía nadie en su casa, ¿verdad?

—Solo Jon. Suni trabaja de interna, pero los miércoles libra.

—Señores, seguramente ahora lo que quieren es estar tranquilos; solo me gustaría hacerles una pregunta: ¿tienen idea de quién ha podido hacerle esto a su hijo?

Julio se quedó pensativo, como si un carrusel de sospechosos estuviera pasando por su cabeza.

—No lo sabemos —dijo Pablo.

—¿Tenía enemigos? —preguntó Sofía.

—Jon era maravilloso —contestó Julio—. Un chico sano, honesto hasta la médula, lleno de vida.

La frase era clara, rotunda e improbable. Sofía pensó que no hay nadie honesto hasta la médula, que la vida te pone muchas veces en la obligación de engañar, de fingir, de ocultar… Incluso de traicionar. Julio y Pablo no hacían el menor amago de enfilar la salida, y la inspectora se dijo que podía deslizar otro par de preguntas, poniendo el respeto por delante. Laura se adelantó:

—No les molestamos más, estarán deseando descansar un poco.

Laura era siempre así. Le incomodaba mucho interrogar a los familiares de un muerto con el cuerpo todavía caliente. Sofía entendía a su compañera, pero ese respeto pudoroso casaba muy mal con la urgencia de una investigación criminal. Las primeras preguntas, las dudas más abrasadoras y la comprobación de las coartadas no podían esperar veinticuatro o cuarenta y ocho horas, el tiempo que necesitaran los familiares para enterrar a su ser querido y colocar mínimamente la tragedia. Era muy difícil, casi un arte en sí, pero valía la pena intentar despejar los primeros interrogantes y a la vez esgrimir el respeto más profundo por los afectados. Sin embargo ya era tarde. Laura había cancelado el interrogatorio de golpe. Y el más decepcionado parecía ser Julio.

—Muchas gracias, inspectora. Muy atenta. Me imagino que querrán hablar conmigo un poco más. Si les parece, mañana me paso a verlos a las once o así, sin madrugar mucho. Me temo que tenemos un día largo por delante.

—A las once es perfecto —se apresuró a decir Sofía. Le daba miedo que Laura extendiera su sentido del decoro hasta el sábado.

—Pues allí estaré. Siempre y cuando mi novia se encuentre bien. Hoy le daban el alta y tengo que mimarla un poco, que he estado fuera unos días.

Ahora sí, Pablo dio muestras de impaciencia y tiró del brazo de su padre hacia la salida. Se despidió con un gesto breve y se alejaron los dos. Sofía y Laura entraron a hablar con el forense. Era prioritario tener los resultados de la autopsia. El forense prometió darse prisa.

—He estado a punto de pedirle un autógrafo.

—Si te atreves a pedírselo, te arranco los ojos —dijo Laura.

—He leído sus novelas. Es muy bueno.

—Un poco frío, ¿no? —dijo Sofía.

—Y tanto. ¿Sabéis lo que ha dicho cuando le he enseñado el cadáver de su hijo?

—¿Qué ha dicho?

—«Justicia poética.» Primero ha mirado el cuerpo unos segundos y luego ha dicho eso.

—¿Justicia poética?

—Eso ha dicho.

Laura, muy aplicada, sacó su libreta y anotó la frase: justicia poética. Luego trazó un círculo, como para evitar que la frase se escapara. Sofía se dio cuenta otra vez de que estaba perdiendo reflejos. Ella también debería haber reaccionado así, con esa diligencia profesional. Pero le pareció tarde para sacar su libreta y hacer la misma anotación. No quería ir a rebufo de Laura.

 

 

—¿Qué te han parecido los Senovilla? —preguntó Sofía.

Estaban en el coche volviendo a la Brigada. Conducía Laura.

—No sé. Él estaba muy entero. Como si no hubiera aterrizado todavía.

—A lo mejor estaba actuando.

—¿Actuando?

—No digo que esté ocultando algo. Digo que estaba actuando para la galería. Es un personaje público. La gente famosa hace eso.

—Y el hermano estaba en shock. Es muy difícil sacar conclusiones.

—Si me hubieras dejado preguntarles más cosas, a lo mejor tendríamos una impresión más clara.

—Estás muy raro.

—¿Yo?

—Sí, Carlos. No me coges el teléfono, llegas tarde, te emocionas al ver el cadáver, y ahora quieres que interroguemos a los familiares delante del cuerpo de su hijo. No te entiendo.

Sofía reaccionó con incomodidad al oír que la llamaban Carlos. Ese había sido su nombre hasta hace unas pocas horas, pero le parecía el recuerdo de un pasado muy remoto.

—Y llevas meses rehuyéndome. ¿Qué te he hecho?

Comprendió que era el momento de confesárselo. La miró unos segundos, tomó aire, le sonrió.

—Tengo que contarte algo muy importante. Te vas a quedar alucinada. Y creo que te vas a enfadar conmigo.

Laura lo miró con prevención.

—¿Te has liado con otra? ¿Con Bárbara?

—No, no me he liado con otra. No me gusta Bárbara.

—¿Vas a volver con tu mujer?

El coche se detuvo en un semáforo y Sofía aprovechó para sacar su carné de identidad. Se lo tendió a Laura. Ella no entendía nada.

—¿De quién es?

—¿Cómo que de quién es? Mira la foto. Mira el nombre.

—Sofía Luna González —se quedó examinando la foto, con asombro creciente. Miró a Sofía—. ¿Eres tú?

Ella ni siquiera se molestó en asentir. Permaneció mirando a Laura con una media sonrisa. Pero su compañera seguía sin entender.

—Todos estos cambios que has notado…, la somnolencia, las lloreras, los bajones de tristeza…, son por un tratamiento hormonal que sigo desde hace dos años.

—¿Te has cambiado de sexo?

—Sí. ¿Te acuerdas de que un día te conté los problemas que tenía en mi adolescencia?

—Me contaste que te sentías mujer, no que estuvieras pensando en cambiarte de sexo.

—Te conté que no estaba cómodo con mi sexo.

—En la adolescencia. Yo a los quince años me lie con una amiga. Por experimentar. Todo el mundo hace esas cosas en la adolescencia.

—Lo mío era más serio.

—Me contaste que eso te pasaba cuando eras un mico, no que te siguiera pasando a los cuarenta.

—No sabía cómo contártelo.

—Joder… Llevas casi un año evitándome. ¿Es por esto?

—Desde luego, no es por falta de ganas.

—Vete a la mierda.

Laura metió primera y reanudó la marcha con brusquedad.

—Laura, para mí es muy importante que me apoyes.

—¿Me estás diciendo que eres transexual?

Sofía asintió.

—¿Y qué haces vestido así? ¿Por qué no vistes como una tía?

—Mañana voy a venir vestida de mujer.

—Pero ¿tú estás loco?

—Loca.

—No, loco. Tú eres Carlos. Para mí eres Carlos, no eres Sofía.

—Me llamo Sofía. Soy mujer. Me han dado el cambio de sexo. Por fin, Laura. Llevo años esperando este momento.

—¿Se lo has dicho a Arnedo?

—Se lo voy a decir esta tarde.

—Te va a dar una patada en los huevos. Porque huevos tienes todavía, ¿no? ¿O te has operado?

—Tengo huevos. Estoy esperando a que me den fecha para la reasignación quirúrgica.

—¿Nadie lo sabe?

—Nadie. Solo Natalia y ahora tú.

—Eres un hijo de puta. Llevas dos años tratándote y no me has dicho nada. Se supone que soy tu mejor amiga.

—No sabía cómo decírtelo.

Laura asintió mecánicamente. Ya no dijeron nada más hasta llegar al parking de la Brigada de la Policía Judicial.

—Yo no quiero formar pareja con un policía transexual —dijo Laura al bajar del coche—. Así que búscate otro compañero.

Se dirigió al edificio caminando a buen paso. Sofía se quedó apoyada en el coche. Pensó en llamar al doctor Coll para contarle que estaba en uno de los escenarios previstos en los ensayos: el del rechazo más brutal. Bueno, podía vivir con eso, aunque la espantada de Laura le había dejado sin fuerzas. Consideró por unos segundos la posibilidad de no vestirse de mujer hasta que el caso estuviera resuelto. Pero vino en su ayuda un acceso de soberbia y decidió que no iba a cambiar de planes: al día siguiente acudiría al trabajo vestida como la mujer que era. Eso sí, tendría la deferencia de avisar a sus superiores y compañeros de lo que se proponía hacer, para evitarles la sorpresa. Le gustó su resolución, y se le pasó un poco el disgusto. Entonces decidió aprovechar esa corriente de energía para llamar a su hijo.

—Dani, esta noche voy a buscarte al entrenamiento.

—No hace falta, papá —dijo Dani al otro lado—. He quedado con Lorena.

—Vaya, tenía pensado invitarte a una pizza.

—Otro día me invitas.

—Es que quiero contarte una cosa. Una cosa importante.

—No jodas, papá. ¿Te casas?

—No, hijo, no me caso. ¿Con quién me iba a casar?

—¿Voy a tener un hermano?

—¡No! No hay hermanos. No. Es otra cosa.

—¿No puede esperar? Lorena quiere que la ayude en matemáticas. Iba a pasar por su casa.

—Pues ve, te da tiempo. Quedamos a las diez, si quieres. En el italiano de siempre.

—Bueno, vale. Adelántame algo, que me has asustado.

—Te lo cuento a las diez. Con una pizza delante.

—¿Te han amenazado de muerte? ¿Ha salido de la cárcel un chungo al que tú pillaste?

—Nos vemos a las diez.

Oyó las carcajadas de Dani al otro lado del teléfono.

—Adiós, papá.

Colgó. Le puso un wasap a Natalia para contarle que por fin había dado el paso de hablar con Dani. Si quería tomarse un vino con él, tendría que ser otro día. Después se encaminó al edificio notando un extraño optimismo. Le había sentado bien oír la voz de su hijo.