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El mundo es de las mujeres, pero a Rosa le parecía que desde ahora, el punto más favorable de su currículum sería la histerectomía que le acababan de practicar. «A todos los empleadores machistas del mundo: no tengo útero.» Lo pensaba con sarcasmo, recordando inevitablemente la entrevista de trabajo de hace tantos años ya, cuando buscaba su primer empleo. Entonces quería ser profesora de Lengua y Literatura, y el director de un colegio privado, tras repasar su currículum con aire distraído, empezó a lanzarle preguntas personales: ¿tienes hijos?, ¿piensas tenerlos?, ¿tienes pareja estable? Ante el estupor de Rosa, el hombre se sintió obligado a explicar el porqué de su curiosidad: para los alumnos es muy traumático cambiar de profesor a mitad de curso, tardan mucho en pillarle el truco a uno, así que hay que garantizar de antemano la normalidad en el desarrollo del año académico. Rosa se excusó dos veces, trató de razonar sus reservas, esos temas eran privados y no debían salir en una entrevista de trabajo. Pero el director del colegio no dio su brazo a torcer: era imprescindible conocer esos detalles. Ella tomó aire y dijo: «No tengo pareja estable, pero este año quiero tener trillizos. Así que estoy en plan promiscua buscando un padre; si sabe de alguien, me lo dice». Cuando el hombre acertó a iniciar un gesto para echarla del despacho, Rosa ya se había ido. Esa entrevista marcó su futuro, pues quedó tan escarmentada que ya no intentó buscar más colegios y nunca llegó a dar clases. A cambio se convirtió en lectora externa de editoriales y consiguió colaboraciones en revistas literarias, trabajos mal pagados que apenas le permitían llegar a fin de mes, pero que le gustaban mucho.

¿Dónde había quedado su rebeldía juvenil? Acababan de extirparle el útero, y en lugar de tomarse unos días de descanso estaba leyendo un manuscrito que le había mandado la editorial. El informe no debía demorarse mucho si no quería indisponerse con su jefa. También tenía que sacar tiempo para su reportaje sobre Virginia Woolf. Se acercaba el centenario de la fundación de la editorial Hogarth Press, y ella quería escribir una pieza para recordar ese momento. Virginia Woolf sí que era una mujer decidida en un entorno de hombres. Ella y su marido crearon esa editorial, con la que publicó sus mejores novelas. Un par de revistas literarias se habían interesado por el reportaje y, aunque no tenía un plazo de entrega comprometido, le aterraba, como a todo free lance, que alguien le pisara la idea.

Julio entró en el dormitorio.

—¿Qué tal estás? —preguntó.

—Ya me ves. Trabajando.

Rosa estaba sentada en una butaca, y tenía las piernas apoyadas en la cama. Dejó caer el manuscrito sobre su regazo y alargó una mano para recibir mejor el beso de Julio.

—¿Qué tal tú?

—He estado en la Brigada. Me acaban de traer a casa. Ahora quieren hablar contigo.

—¿Están aquí?

—Sí. Pero les he dicho que estabas descansando.

—No, puedo bajar —Rosa se puso en pie—. Cuanto antes hablen conmigo mejor.

El manuscrito fue a parar al suelo. Julio lo recogió. No pudo evitar fijarse en el título.

El marqués que ofrecía zumo de espinacas a sus visitas —leyó con asombro—. ¿Qué está pasando en este país?

—No es solo en este país. Es una tendencia planetaria.

—¿Ya no podemos titular una novela Desarraigo?

—Tú puedes titular como quieras, que te lo has ganado. Pero los demás tienen que llamar la atención, entiéndelo.

—Me da miedo que la frivolidad nos aplaste a todos.

—Pues el título es lo más serio de todo el manuscrito —dijo Rosa—. Hojéalo y verás. ¿Dónde has dejado a los policías?

—En el salón. Te acompaño.

Al bajar, encontraron a Sofía y Laura quietas en medio de la nada, muy modosas. Seguramente habían detenido la inspección del lugar al oír los pasos en la escalera. Rosa se acercó, renqueante.

—Creo que quieren hablar conmigo.

—Solo si se encuentra en condiciones. No teníamos la intención de hacerla bajar las escaleras.

Laura, siempre tan atenta, se había adelantado a Sofía a la hora de formular las frases educadas. Es verdad que Rosa tenía el aspecto de quien acaba de salir de un quirófano. Se movía arrastrando los pies, y se echaba la mano a un costado a cada tanto, como si sufriera latigazos regulares de dolor. La palidez asomaba bajo el maquillaje, que no lograba disimular del todo las ojeras producidas por la fatiga o por la falta de sueño. Aun así los ojos eran vivaces y comunicaban inteligencia y sentido del humor. En circunstancias más favorables, Rosa debía de ser una mujer muy atractiva.

—El médico me ha dicho que me viene bien pasear un poco. No quiero estar todo el día tumbada. ¿Nos sentamos?

Con un gesto las invitó a sentarse. Julio también lo hizo.

—¿Le importaría que habláramos con ella a solas? —dijo Sofía.

—Claro, no hay problema —Julio se levantó—. Me voy a preparar algo de comer. Estoy hambriento. ¿Quieren tomar algo?

—No, gracias —dijo Laura. Su respuesta incluía a Sofía, que una vez más lamentó su lentitud. Ella sí habría agradecido un café con galletas. Ahora que ya había confesado toda la verdad, le tendría que explicar a Laura que el tratamiento hormonal daba mucha hambre.

Cuando Julio se marchó, Sofía se preocupó por darle un cariz oficial a la conversación. Dijo sus nombres y explicó que estaban investigando la muerte de Jon. Era muy importante saber si el chico tenía algún enemigo.

—Es difícil saber esas cosas —contestó Rosa—. A mí no me contaba sus problemas, teníamos una relación cordial, incluso cariñosa, pero sin la menor intimidad.

—¿Se llevaba bien con él? —preguntó Laura.

—Tráteme de tú, por favor, que tengo treinta y seis años. Todavía me siento joven.

—Perdona. ¿Qué tal te llevabas con Jon?

—Bien, sobre todo teniendo en cuenta que yo era algo así como su madrastra. Qué mal suena esa palabra, ¿verdad?

—Suena mejor «la novia de su padre» —dijo Sofía.

—Sí, supongo que suena mejor. Aunque no sé si a Julio le gustará lo de novia. ¿Tú qué dices, cariño? —gritó hacia la cocina—. ¿Somos novios?

No hubo respuesta.

—No me oye. Bueno, de momento somos novios. Por poco tiempo, me parece, pero de momento lo somos.

—¿Por qué dices eso? —quiso saber Sofía.

—Porque las novias le duran tres años. Luego se cansa. Y llevamos dos años y medio juntos, así que no me queda mucho.

—¿Me has llamado? —dijo Julio asomando de pronto. Tenía en la mano un canapé de salchichón.

—Les contaba que las novias te duran tres años, que luego te cansas. ¿Cuánto calculas que me queda contigo?

—Yo creo que hasta el verano llegas —dijo Julio.

—Gracias, cariño. Eso pensaba yo.

—Si quieres algo más, estoy en la cocina.

Sofía admiró la complicidad que rezumaba esa pareja. ¿Hablarían siempre así, manejando ironías y despachando los temores a base de bromas y burlas? Jon llevaba muerto un día y ellos actuaban como si tal cosa.

—¿Cómo os conocisteis? —preguntó Laura, que parecía muy interesada por la historia personal de la pareja.

—En un taller literario. Yo iba de oyente y Julio lo impartía. Al acabar lo abordé, en plan groupie, y terminamos tomando un café. Y concederme un café a mí es caer rendido a mis pies. Mi encanto se abre paso, no hay quien lo pare.

Sofía y Laura tardaron unos segundos en formular la siguiente pregunta. Se quedaron embobadas, tratando de adivinar en qué momento de la conversación Rosa se había convertido en un personaje irreal.

—Antes nos estabas hablando de Jon —acertó a decir Sofía.

—Sí, a ver, nos llevábamos bien, teniendo en cuenta lo difícil que son estas relaciones con los hijos de tu pareja. Te pueden ver como una amenaza. Tengo amigas que cuentan historias terribles. Pero conmigo siempre se portó muy bien. Incluso me hizo un informe para una editorial, en plan negro. A mí no me daba tiempo, se lo pedí como favor y me lo hizo.

—¿Un informe?

Rosa explicó en qué consistía su trabajo para las editoriales. La lectura de manuscritos, la redacción de un informe aconsejando o no la publicación del libro.

—Miren, antes me preguntaban si Jon podía tener enemigos. Yo pongo la mano en el fuego: no los tenía. Es verdad que la gente guarda secretos, y que no lo podemos saber todo, pero hablo desde la intuición, por la imagen que transmitía. Era un chico maravilloso, sano, se hacía querer. Le gustaba estudiar, salir con su novia, estar en casa a su aire… Alguien así no tiene enemigos.

—¿Fue a verte al hospital algún día? —preguntó Laura.

A Sofía le pareció una buena pregunta. A su manera sutil, Rosa se estaba presentando como una madrastra ejemplar, pero ahora tocaba demostrar con hechos que su relación con Jon era de verdad cariñosa. Como prueba de que la pregunta era buena, Sofía creyó notar una crispación repentina en el gesto de la mujer. Los ojos vivaces se desorientaron un par de segundos, hubo un abismo fugaz en su mirada que dejó paso a una sonrisa de suficiencia; ya había encontrado una ironía a la que agarrarse.

—No, qué va a ir. Si no fue su padre, que es mi novio, ¿cómo iba a ir el hijo?

—¿Cuánto tiempo has estado ingresada? —siguió Laura.

—Cuatro días.

—¿Te parece normal que no fuesen a verte?

—Miren, a Julio ni siquiera le dejé que me acompañara al hospital el día que me ingresaban. Le conozco, sé que esas cosas le ponen malo. Las obligaciones, los asuntos de salud… Por ahí naufraga. Y ayer, cuando me dieron el alta, Julio estaba allí. Tampoco es un descastado sin remedio.

—¿Sabías dónde estaba Julio la noche del miércoles? —preguntó Sofía.

—Sí, hija, sí —contestó Rosa sin disimular su contrariedad—. Se fue a inaugurar un congreso de castillos. Una de esas tonterías a las que le invitan.

—Veo que no te gustaba nada el plan —dijo Sofía.

—Me parece que tiene que aprender a decir no. Le invitan a actos de todo tipo, cada semana llegan dos o tres invitaciones, y él dice que sí a todo. De verdad, a qué límites puede llegar la vanidad de este hombre. Cómo le gusta el aplauso, y dejarse ver, y que le rían las gracias. Con tanto acto no para en casa. Hay semanas que no le veo el pelo, porque por supuesto a esas cosas prefiere ir solo. Y no me gusta que coja el coche —se inclinó hacia ellas para hablar en voz más baja—. Ahora que no me oye, cada día está más despistado. Pero cualquiera le dice nada. Se pone como loco. Dice que le quito libertad. Los hombres son muy pesados con esto de la libertad, ¿no les parece?

Laura se encogió de hombros y Sofía sonrió. Ninguna de las dos dijo nada.

—Pero yo me cuido mucho de molestarle. Si no quiere ir al hospital, que no vaya. Y puede que gracias a eso me haya ganado una prórroga de seis meses. A lo mejor soy su novia hasta finales de año.

—A lo mejor toda la vida —dijo Laura.

—Eso no lo creo —contestó a la vez que soltaba una risotada. Pero al reírse así le entró un acceso de dolor y se puso una mano en la tripa.

—Perdonen, cuando me río me tiran los puntos.

—No te vamos a molestar más, Rosa —dijo Sofía—. Antes le hemos preguntado a Julio si podíamos entrar en el cuarto de Jon.

—¿Y qué ha dicho él?

—Que no había problema.

—Ahora llamo a Suni para que las acompañe. Y si quieren algo más, ya saben dónde estoy.

Se levantó con una mueca de dolor y se alejó por un pasillo llamando a Suni. Enseguida apareció la asistenta dominicana y las acompañó al cuarto de Jon, que estaba también en el piso de arriba. En la habitación imperaba el orden. Motitas de polvo flotaban en el aire, como sostenidas por los débiles rayos de sol que filtraba el estor. Llamaba la atención la cama de uno cincuenta, cubierta con un edredón nórdico verde. De una de las patas del cabecero de madera colgaba un sapito de peluche. En el escritorio se apilaban los folios con los apuntes de Jon: notas para la tesis doctoral. Alineados en un estante había varios libros de temática medieval. Que ese tema le gustaba a Jon quedaba muy claro viendo el mapa que tenía colgado en la pared: uno de las Cruzadas, con flechas que marcaban los avances hacia un lado y otro, y regiones sombreadas para señalar las zonas de influencia. A Sofía le impresionaba mucho habitar el cuarto de un muerto. Las señales de la vida interrumpida iban calando en su ánimo poco a poco. Un post-it pegado a la mesa decía: «Comprar cargador móvil». Otro post-it incluía un número de teléfono, sin indicaciones de a qué o quién correspondía. Laura tomó nota del número en su libreta. Al pie de la mesa, junto a una papelera, había una bolsa de papel con unos calzoncillos a los que no había tenido tiempo de quitarles la etiqueta. Una de las últimas actividades de Jon había sido comprar ropa interior, pensó Sofía con tristeza.

Abrió el armario y comprobó que a Jon le gustaban más las camisetas que las camisas, y que coleccionaba uniformes de equipos famosos de fútbol.

—No toquen nada, por favor —sonó de pronto la plañidera voz de Suni—. Me da tanta pena que hurguen aquí.

—Lo sentimos mucho, pero es nuestro trabajo —dijo Laura.

La asistenta se había quedado en el umbral, como si fuera la supervisora de la inspección. Ahora, con esa frase, se había incluido en la escena.

—¿Lo quería usted mucho? —preguntó Laura.

Suni asintió.

—La mesa del jardín estaba puesta para dos personas. ¿La dejó usted preparada?

Suni negó con la cabeza.

—¿Quién iba a cenar allí la noche del miércoles?

—Yo no lo sé. Ni el señor ni la señora, eso seguro. Y el chico me extraña…

—Entonces, ¿quién?

—No lo sé.

—¿Usted dónde estuvo la noche del miércoles?

—En casa de mi amiga Roberta. Es mi día libre. Aquí vivo interna. Solo necesito la noche de los miércoles, y una amiga de Santo Domingo me deja una cama.

—¿Dónde vive su amiga?

—En Alcorcón. Un poco lejos, ya.

—¿Estuvo con esa amiga el miércoles?

—Toda la tarde, sí señora. Jugamos a las cartas, vimos la tele, comimos un pollo criollo y nos acostamos prontito.

Las preguntas las formulaba Laura, porque Sofía estaba afanada en la inspección del armario.

—¿Me puede dejar el teléfono de su amiga? Es para hacer una simple comprobación.

—Sí, señora, yo se lo dejo ahorita.

—¿Tomaba Jon alguna medicación? —preguntó Sofía.

—No, señora. No, que yo sepa.

—Lo digo por esto.

Sofía mostró lo que había encontrado en el armario, sepultado bajo un montón de medias de fútbol: un talonario de recetas. Recetas del doctor Pablo Senovilla.