8
El informe de la autopsia situaba la hora de la muerte entre las diez y las once de la noche. Una sola puñalada había interesado la aorta abdominal y Jon se había desangrado en pocos minutos. Los resultados del análisis de tóxicos no estaban todavía. Sofía recibió esta información por teléfono, cuando iba por su tercer cambio de vestuario. Laura, que fue quien llamó para adelantarle las novedades, no podía ni imaginar el lío de ropa que había en la cama en esos momentos. Naturalmente, la decisión de qué ponerse en su primer día como mujer llevaba tomada mucho tiempo. Un traje sencillo de pantalón y chaqueta, con una camiseta blanca por debajo, zapatos negros y planos y unos pendientes dorados, con forma de media luna, que le había regalado Natalia. Pero cuando llegó la hora de la verdad, Sofía entró en un mar de dudas. Al verse así vestida le pareció que la elegancia discreta del atuendo era lo que peor le venía a su situación. Más valía aparecer con un aire campechano, como si llevara toda la vida vistiendo ropa de mujer y este fuera un día de tantos. Pensó en Laura. Ella vestía vaqueros, calzaba botas, usaba camisetas con estampados juveniles. ¿Por qué no imitar ese estilo? Se probó unos tejanos negros y los combinó con una camisa verde botella. Le pareció bien, pero al ponerse la peluca rubia torció el gesto: los brillos dorados resaltaban demasiado en un conjunto tan oscuro. Era esencial vestir algo blanco para compensar el efecto cromático de la peluca. Se probó unos pantalones blancos, volvió a los tejanos, consideró la posibilidad de ponerse la peluca marrón, que también se había comprado para postergar hasta el último instante la decisión de ser rubia o morena. Al final, se puso el traje de chaqueta y la camiseta blanca, y entonces declaró la guerra a los pendientes. ¿No era demasiado pronto para lucir atributos tan femeninos? ¿No era mejor establecer una transición suave desde su primer vestuario, ligeramente asexuado, hasta la conversión triunfal en mujer? Se quitó los pendientes, se peinó la peluca con cuidado y se aplicó una base muy tenue de maquillaje.
Según su estrategia, el pintalabios entraría más adelante en su vida. Miró el reloj, llegaba tarde. No estaba segura de acertar con la elección final, pero no tenía tiempo de iniciar una nueva ronda de probaturas. Asumió con resignación que la duda iba a formar parte de su día a día durante mucho tiempo. Se miró en el espejo y sonrió. Estaba guapa. Le daba pena no ponerse los pendientes de Natalia, pero ya habría otras oportunidades. Pensó en el informe preliminar de la autopsia. Por supuesto, Laura se había cuidado mucho de lanzar conjeturas precipitadas. Se había limitado a transmitir lo que decía el informe, con un tono de voz francamente frío. Aun así Sofía valoró el hecho de que hubiera llamado. Es verdad que solía hacerlo, pero estaba tan enfadada que muy bien podría haberse saltado ese paso e informarle de la autopsia cara a cara.
Tomó aire, se armó de valor y salió de casa. Al poco, volvió a entrar y se puso los pendientes.
—Así que iba en serio.
Estévez fue el primer compañero con el que se encontró al llegar a la Brigada. La miró con una mueca de sorna.
—Tenía la esperanza de que fuera una de tus bromas —siguió—, pero veo que no.
—¿Ha llegado Arnedo?
—Te está esperando. Que Dios te coja confesado.
Sofía se encaminó al despacho de Arnedo. Aunque se había prometido hacer oídos sordos si pescaba alguna burla, oyó una risita de mofa al cruzar la sala principal y se giró en redondo. Siete policías trabajaban en sus mesas, unos hablando por teléfono, otros enfrascados en el ordenador o en los papeles de algún informe. El oficial Moura levantó la cabeza de los papeles y la miró. ¿Había sido él el de la risa? No era su estilo, pero quién sabe. Moura enarcó las cejas al ver a Sofía vestida de mujer. El gesto servía para marcar sorpresa y también como saludo. Ella siguió andando hasta el despacho de Arnedo. El comisario apuró una taza de café y asintió en silencio antes de hablar.
—¿Ese es tu disfraz? ¿Es así como vas a venir a trabajar?
—¿Te gusta?
Arnedo la miró con más pena que enfado.
—Estás apartado del caso. Ahora lo lleva Estévez.
—¿Por qué motivo?
—He perdido la confianza en ti. Y ahora, si no te importa, tengo mucho trabajo —descolgó el auricular para ilustrar con una acción sus palabras—. Lucía, ponme con Gálvez, por favor. Es urgente.
La actitud de Arnedo excluía por completo a Sofía, pero ella seguía allí, mirándole, como si bastara con el silencio obstinado para que el otro cambiara de parecer.
—Luna, vete a trabajar. Seguro que tienes muchos informes que poner al día.
—No se puede discriminar a un trabajador por razones de edad, raza, religión, ideología o sexo.
—No es el caso. Ya te he dicho que he perdido la confianza en ti.
—Ayer mismo me diste tu confianza delante de todo el equipo. Hay muchos testigos.
Sonó el teléfono de Arnedo. Lo cogió y se echó hacia atrás en la silla.
—¡Gálvez! Me habían dicho que estabas reunido. Oye, ¿qué tal te has levantado? ¿Bien? A mí la cena me ha sentado regular. ¿A ti no? Perfecto, solo quería saber si nos habían envenenado… No, hombre, ya sé que allí dan bien de cenar. Pero nunca se sabe. No, no, estoy trabajando. Tampoco estoy tan mal. Tengo mucho que hacer, me ha surgido un problemilla bastante… peculiar. Venga, un abrazo.
Colgó. Sofía seguía mirándolo muy seria, los labios fruncidos en un gesto de orgullo. Lamentó no habérselos pintado de un rojo muy vivo para enfrentarse al comisario con toda la munición.
—¿Hablaste ayer con Gálvez de lo mío?
—No lo consideré necesario. Teníamos temas más importantes que tratar.
—Si me apartas de la investigación hablaré con la prensa.
—No digas gilipolleces.
—Considero que esto es discriminación por razones de sexo, y no me voy a quedar de brazos cruzados. Te lo prometo, Arnedo.
—Es un ejemplo de indisciplina. Yo te dije que no vinieras disfrazado. Has desobedecido la orden de un superior.
—Al contrario, la he obedecido. Me dijiste que no viniera disfrazada y es lo que he hecho. En mi caso, venir vestida de hombre sería venir disfrazada.
Sofía sacó de su cartera un expediente y lo puso en la mesa.
—¿Qué es eso?
—Me lo pediste ayer. Es mi informe médico. El diagnóstico de disforia de género firmado por el doctor Coll. El tratamiento hormonal conducido por la doctora Marín. La asignación de mi nuevo sexo firmada por la autoridad competente.
Arnedo entrelazó las manos con fuerza y apoyó la barbilla en ellas. Se quedó mirando a Sofía unos segundos.
—¿No lo vas a mirar?
—No.
—Yo espero.
—Vete, déjame solo.
—Hasta que no lo mires no me voy.
—¡Lo voy a mirar más tarde! Vete a trabajar. Hablamos al final del día.
—¿Sigo con el caso?
Arnedo se puso a resoplar, como un bisonte segundos antes de iniciar una arrancada.
—Solo hasta el final del día. ¿Me oyes? Y quiero resultados inmediatos. Si no los hay, te voy a echar del caso y no será por discriminación, será por tu incapacidad de resolver un homicidio. ¿Está claro?
—Sí. Gracias por tu comprensión, comisario. Sé que aceptar esta situación te supone un esfuerzo enorme.
—¡Fuera de mi despacho!
Sofía se marchó. Sintió la imperiosa necesidad de mirarse en el espejo y adecentar su aspecto, como si el enfrentamiento con Arnedo le pudiera haber descolocado la peluca o las pestañas. Pero no, todo estaba en su sitio. Al salir del cuarto de baño, se cruzó con Lanau.
—¿Qué haces en el baño de chicas?
—Soy una chica, Bárbara.
—Ya —dijo Bárbara, quedamente.
—¿Tienes algún problema con eso?
—No me siento cómoda, la verdad. Si un día me estoy cambiando, no me apetece que me veas. Lo entiendes, ¿verdad?
—Lo entiendo. Pero tendrás que acostumbrarte, ¿no?
—¿Y si no me apetece acostumbrarme?
—Vete a la mierda.
Sofía subió las escaleras hacia su despacho lamentando el exabrupto. Le había prometido al doctor Coll que no iba a entrar al trapo de las provocaciones (la reacción tantas veces ensayada incluía, como mucho, una mirada de indulgencia), y ahora se había salido del guion sin venir a cuento, pues el desencuentro con Bárbara era el caso más típico que había representado en las sesiones de terapia. No podía pillarla por sorpresa. Se dijo que la entrevista con el comisario Arnedo la había dejado agotada, y que era imprescindible hacer acopio de reservas para lo mucho que quedaba por afrontar.
En su despacho aguardaba Laura, con el gesto serio y el informe de la autopsia en la mano.
—Ya era hora. Llevo más de veinte minutos esperándote.
—Lo siento, Laura. Estaba con Arnedo. Es un día difícil para todos.
—Ya veo —dijo Laura, admirando la transformación de su compañero de tantos años.
—Si te vas a meter conmigo, hazlo ahora, voy empalmando una detrás de otra.
—Te ha cambiado la voz —dijo Laura.
—Sí. Voy al foniatra.
—Me suena rara.
—¿Rara?
—Como si la estuvieras forzando.
—Voy a cambiar de foniatra —se desesperó Sofía—. No estoy contenta con él.
—A lo mejor es cuestión de acostumbrarse.
—Es lo más difícil, ¿sabes?
—¿Acostumbrarse?
—La voz. La voz es lo más difícil de cambiar. Las hormonas ayudan muy poco. Me puedo operar, y quitarme un trocito de una cuerda vocal. Pero no siempre da resultado.
—Bueno, poco a poco.
Sofía asintió. De pronto comprendió que Laura estaba siendo de lo más tolerante y la miró con gratitud. Laura, avergonzada, bajó la vista.
—¿Me vas a dejar? —preguntó Sofía—. ¿Vas a pedir que te pongan con otro inspector?
—No lo sé. De momento me quedo contigo.
—¿De momento?
—Tengo que ver si me siento cómoda o no.
—Somos un buen equipo. Siempre lo hemos sido.
—No te emociones. Me quedo contigo porque ahora mismo no conviene cambiar. Hay un asesino suelto.
Caridad entró en el despacho.
—Está abajo. El escritor, Julio Senovilla. ¿Le habéis dicho que venga?
—Se ofreció él a venir —explicó Laura.
—Pues está en la calle —Caridad se acercó a la ventana de dos zancadas y miró hacia abajo—. Yo lo veo un poco despistado.
Sofía y Laura se asomaron también. Julio Senovilla estaba en la acera, quieto como un espantapájaros y con la mirada perdida en ninguna parte. De pronto caminó a pasos cortos hacia el parking, pero no tardó en volver a la posición que ocupaba. En efecto, parecía un poco desorientado.
—Caridad, sal a por él, anda —dijo Sofía—. Y le acompañas.
—Me encanta ese hombre —respondió la oficial corriendo hacia la escalera—. Me he leído todas sus novelas. Es un genio.
Sofía la detuvo.
—¡Caridad! —y cuando ella se giró—: ¿No me dices nada?
—Es que todavía no me he formado una opinión, si te soy sincera.
—Vale, pues cuando te la formes…
—Te la digo a ti la primera. Ya sabes que yo siempre digo lo que pienso. Si es que sí, sí. Y si es que no, pues también. ¿Que te hace gorda la ropa? Pues yo te lo digo. ¿Que la peluca te pone años? Te lo digo. ¿Que no estás acertando con el esmalte de uñas…?
—Caridad —intervino Laura—. Sube a Senovilla, por favor.
—Voy.
Caridad se fue.
—¿Dice algo más la autopsia? —preguntó Sofía.
—No hay señales de defensa, no hubo pelea, no se resistió. O le cogieron por sorpresa o estaba dormido —dijo alargándole el informe.
Sofía lo cogió.
—¿Dormido en el columpio?
—Puede ser. La lividez apunta a que el cadáver no ha sido desplazado.
—¿Qué te parece? —preguntó mientras lo hojeaba.
—Muerto de una sola puñalada. Raro, ¿no? En homicidios con arma blanca suele haber más.
—Sí. Parece que el asesino sabe de armas. Y de arterias. ¿Un médico, tal vez?
—No lo sé. Para mí hay algo más concluyente en el dato de la puñalada única.
—¿El qué?
—Lo conocía. No se quiso ensañar porque lo conocía. De alguna forma le daba pena matarlo.
—Eso encaja con la ausencia de trazas de violencia en la puerta.
—Y con que supiera que Jon esa noche estaba solo.
—En teoría había quedado a cenar con alguien.
—En teoría.
—A lo mejor estaba drogado y por eso se quedó dormido en el columpio —dijo Sofía tras un silencio.
—Cuando llegue el informe de tóxicos lo sabremos.
—Mañana mismo traigo todas mis novelas y me las dedica —Caridad entró en ese momento con el escritor.
—Eso está hecho. Me parece que voy a tener que venir aquí más de una vez.
La oficial le dedicó una amplia sonrisa antes de marcharse. Julio Senovilla traía el pelo despeinado y un evidente buen humor. Resultaba extraño verle así cuando su hijo había sido asesinado el día anterior. Saludó a Laura y se quedó perplejo al ver a Sofía. Sus ojos azules escudriñaban el rostro en busca de la explicación al misterio.
—Usted es…
—La misma persona que habló ayer con usted —aclaró Sofía—. Solo que ayer era el inspector Luna y hoy soy inspectora.
—¿Por alguna clase de chiste privado?
—He cambiado de sexo.
—¿De verdad? ¡Pero eso es magnífico! Todos deberíamos hacerlo alguna vez. Probar la vida desde el otro lado. Seguro que sería una experiencia refrescante. Y muy aleccionadora.
—Cuando lleve más tiempo se lo digo. Pero en mi caso no hay ninguna intención lúdica. Es un intento de corregir lo que la naturaleza había hecho mal.
—Estupendo. Cuenta usted con toda mi simpatía.
Laura carraspeó, impaciente.
—Señor Senovilla, siéntese, por favor.
—Llámeme Julio, que ya estoy muy mayor para estos tratos de cortesía.
—Julio, siéntese —insistió Laura—. ¿Qué tal ha pasado la noche?
—He dormido a pierna suelta. Y me siento un poco culpable, ¿sabe? Habría sido más decoroso sufrir la visita del insomnio. Pero nada, no tengo remedio. Siempre he dormido como un leño. El día que murió mi padre también. Todo el mundo llorando y yo durmiendo como un bendito.
—¿Dónde durmió la noche del miércoles? —preguntó Sofía.
—La noche de autos —dijo Senovilla, y se quedó pensativo—. Curiosa expresión, ¿verdad? La noche de autos. Supongo que es mejor decir eso que la noche que mataron a mi hijo. Los eufemismos están para algo.
Sofía y Laura asintieron sin saber qué decir.
—La noche de autos dormí en un castillo. Sé que esto suena muy medieval, pero es la pura verdad.
—¿En qué castillo? —preguntó Laura.
—En el castillo de Benagües. Está cerca de Olías del Rey, no sé si lo conocen.
Hizo una breve pausa para comprobar que no lo conocían.
—Es de unos amigos. Mediano, muy bien cuidado. Con todo el sabor de lo antiguo en sus paredes de piedra. En ese castillo se celebraba un congreso de heráldica, y fueron tan amables de pedirme que presentara yo las jornadas. No es que yo entienda mucho de ese tema, pero he sacado castillos en tres de mis novelas, y en este tipo de congresos que, entre nosotros, son muy aburridos, todos agradecen las ocurrencias de un viejo escritor.
Sofía se adelantó a Laura, que se movía inquieta en su silla, deseosa de hacer una pregunta.
—Así que usted presentó el congreso, y esa noche se quedó a dormir.
—Exacto. Quería hablar con Raimundo, el dueño del castillo, y necesitaba emplear la mañana del día siguiente. Me está ayudando con la documentación de mi novela.
—¿También ambientada en un castillo? —preguntó Laura.
—En concreto en ese de Benagües. Y con esa familia, los Crory. Quiero empaparme de la pasión que sienten por la genealogía y por la heráldica. Hay algo maravilloso en esa fascinación por el pasado. El pasado para ellos es la tradición, la memoria, la sangre. Son conceptos en desuso, pero ellos los encierran en urnas de cristal, los protegen del deterioro, del huracán de la modernidad. Les aconsejo que visiten el castillo, no les va a defraudar.
Sofía trató de encauzar la conversación.
—O sea que usted acudió el miércoles a Benagües para inaugurar un congreso de heráldica. Y se quedó a dormir porque al día siguiente iba a trabajar en la documentación de su nueva novela con el dueño del castillo. ¿Cómo ha dicho que se llama?
—Raimundo Crory.
Laura anotó el nombre en su libreta. Garabateó alguna cosa más. Senovilla miraba de reojo a la policía, como si quisiera espiar sus anotaciones.
—¿Quién le avisa de la tragedia, Julio?
—Mi hijo Pablo. Él sabía dónde estaba y tenía el teléfono del castillo. Me llamó a las diez de la mañana. Naturalmente, cancelé mi sesión de trabajo con Crory y volví a Madrid de inmediato.
—¿En su coche? —preguntó Laura.
—Sí. Me reuní con mi hijo Pablo en la puerta de la clínica y fuimos juntos al Anatómico Forense.
—Nos dijo usted ayer que ha perdido su teléfono móvil —observó Sofía.
—Sí. Soy un desastre, los pierdo todos. Rosa se queja mucho de eso, dice que lo hago aposta, para que no pueda localizarme.
—¿Cuándo lo perdió? —intervino Laura.
—El día del congreso. No sé si antes o durante. Pero el miércoles por la mañana concreté con Raimundo mi hora de llegada, y eso fue con el móvil. Debió de ser por la tarde, o a la hora de comer. No lo sé, sinceramente. De todas formas, aparecerá. Me llamarán del Alameda para decirme que está allí, o Crory para decirme que está en el castillo. No sé dónde tengo la cabeza.
—¿Qué es el Alameda? —preguntó Sofía.
—Un bar que hay al lado del hospital. Comía allí cuando iba a ver a mi novia. Pero ya está en casa, afortunadamente.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Laura.
—Sí, muy bien. Bueno, está cansada. Le han extirpado el útero, eso no es poco. Tiene que permanecer en reposo unos días, vida tranquila.
—Julio… —dijo Sofía, tratando de ser delicada—, me va a perdonar que plantee esta cuestión, pero es que me tiene muy intrigada. ¿Operan a su novia de una cosa seria, con anestesia general, y usted se va a dar una charla a un castillo?
—Sí, así sucedió. ¿Es un comportamiento muy monstruoso?
—Es raro —se apresuró a decir Laura.
—Para mí no lo es. No me entiendan mal, sé en qué mundo vivo y sé que este tipo de conductas se consideran anatema. Pero miren, mi novia no estaba desangrándose en una chabola o pariendo en un chiscón. Estaba en un hospital que cuenta con todos los avances en medicina, tiene un personal médico bien preparado, tiene mantas, antibióticos, anestesias, enfermeras muy solícitas y cirujanos abstemios. ¿Qué pinto yo ahí?
—¿Apoyo moral? —se atrevió a decir Laura.
—Rosa es mayorcita, por el amor de Dios. Y me conoce bien. Sabe que odio perder el tiempo. Y odio los convencionalismos. Mi compañía no le mitiga los dolores ni le quita un ápice del miedo a la anestesia. Desgraciadamente no tengo ese poder. Y yo creo que además a ella no le importa estar sola. No es agradable que tu novio te vea en una versión tan desmejorada. ¿No creen?
—Es una forma de verlo —zanjó Sofía.
—Es mi forma de verlo. Por supuesto acepto que otras personas sean diferentes. Yo prefiero hacer mi vida, visitarla, llamar al hospital para ver si todo va bien…
—¿Llamó el miércoles al hospital para ver qué tal iba todo?
—Me temo que con el lío del congreso me olvidé de llamar.
—Además, no tenía su móvil —puntualizó Sofía.
—Muy bien apuntado —sonrió Senovilla—. Pero podría haber llamado desde un fijo, o con el móvil de alguno de los que estaban allí. Les gusta la heráldica, pero les aseguro que usan teléfonos móviles. No, lo cierto es que me olvidé de llamar. No tengo excusas. ¿Por qué anota usted tantas cosas? —preguntó girándose hacia Laura.
Ella dejó de escribir.
—Son ideas que se me ocurren, no se preocupe.
Laura se ruborizó. A Sofía le gustaba mucho lo concienzuda que era su compañera con las notas. La imaginaba desgranando la última parrafada de Senovilla, escribiendo frases como «no llamó el miércoles al hospital», «preguntar a Rosa si le molesta esta desatención», «verificar con el hospital con qué frecuencia llamaba»… Sofía evitaba tomar notas en las declaraciones de testigos, le gustaba más construir una conversación fluida y dejaba de lado cualquier acto que pudiera estropear el ritmo natural de la charla. Fiaba a su memoria la transcripción posterior de los detalles interesantes. Pero con Laura no hacía falta: ella anotaba furiosamente cada pormenor que salía a la luz.
—Julio, le vamos a enseñar el cuchillo con el que mataron a su hijo. ¿De acuerdo?
Senovilla asintió. Sofía descolgó el auricular y pidió que le subieran la prueba. Mientras esperaban, le preguntó por su hijo Jon. ¿Cómo era? ¿Tenía enemigos? ¿Algún incidente que le hubiera llamado la atención?
—El único incidente reseñable lo tuvo conmigo —confesó el escritor—. Fue hace unos meses, cuando me dijo que quería hacer el doctorado en Historia Medieval. Me pareció un error, se lo dije y discutimos.
—¿Por qué le parecía un error? —quiso saber Laura.
—Yo no soy de esos padres castradores que les marcan el camino a sus hijos. Al contrario, les doy toda la libertad, siempre lo he hecho. Pero en este caso, no sé… Soy un escritor muy famoso. Escribo novela histórica, la mayoría de mis libros están ambientados en la Edad Media y me parecía que mi hijo debía buscar otro camino. Si se quedaba en ese, le iban a comparar conmigo toda la vida, y eso no es bueno.
—¿Cómo fue la discusión? ¿Fue muy áspera?
—No lo recuerdo, pero supongo que sí. En una discusión se dicen tonterías, se traspasan ciertos límites… Creo recordar que le acusé de querer aprovecharse de mi fama. Algo así. Él se ofendió, me dijo que mis libros le parecían una mierda y se fue dando un portazo. Así que le acepto el calificativo: fue muy áspera.
—Y después de aquello, ¿llegaron a hacer las paces? —preguntó Sofía.
—Sí, pero de esa manera imprecisa en que hacen las paces un padre y un hijo. Sin hablar del tema, simplemente respirando el mismo aire, rozándonos un poco cada día, dejando que las heridas se restañen solas. ¿Ustedes tienen hijos?
Laura meneó la cabeza. Sofía se sintió apelada y no tuvo más remedio que asentir. Notó un hormigueo de intranquilidad al ver el brillo curioso en la mirada del escritor.
—Entonces sabrá de lo que le hablo. ¿Cuántos años tiene su hijo?
—Diecisiete.
—¿Cómo se ha tomado el cambio de sexo de su padre? —preguntó—. ¿Lo acepta? Que tu padre cambie de sexo debe de ser un terremoto.
—Si no le importa, preferiría que centráramos el tema en su hijo.
—Sentía curiosidad de escritor. Lo siento.
Sofía descolgó el auricular en un gesto nervioso y reclamó la prueba que había pedido, disimulando su mal humor. Laura retomó la conversación.
—Julio, ¿cómo describiría a su hijo Jon?
—Difícil contestar a eso… Me hace usted una pregunta muy difícil.
—No le pido una descripción profunda. Digo en general. ¿Era sociable?, ¿era reservado? ¿Salía mucho? ¿Era más bien hogareño?
—Mire, yo he creado más de cien personajes en mis novelas. Y los describo. Ya no está de moda describir en detalle a los personajes, pero yo lo sigo haciendo. Me gusta. En muchos de esos personajes he puesto cosas de mi hijo. Eso lo hago bien, descomponer su personalidad en trocitos que voy pegando aquí y allá. Un poco de su sensibilidad, un poco de su valentía, un poco de su complejo de inferioridad. Una anécdota de su infancia se la pongo a un personaje, y a otro le pongo un tic nervioso de mi hijo. Pero no sé describirle entero y de un plumazo, como usted me pide. Y tampoco quiero hacer el panegírico habitual de los padres. Era un chico maravilloso, una gran persona, bla, bla, bla. Odio esos lugares comunes. Mi hijo era complejo. Generoso y egoísta, humilde y orgulloso, alegre y profundamente depresivo. Un ser humano.
Había algo raro en la respuesta del escritor, que sí había elogiado sin reservas a su hijo en el Anatómico Forense. Pero a Sofía no le dio tiempo a señalarle la contradicción, porque un funcionario llamó a la puerta y entró con unas fotografías del arma del crimen.
—Lo siento, teníamos un pequeño lío.
—Gracias, Jesús —dijo Sofía.
Sofía le enseñó las fotos a Senovilla. Se veían muy bien la empuñadura de nácar, las incrustaciones y el filo curvo, de cuchillo árabe de la Edad Media.
—Julio, a su hijo lo mataron con esto. ¿Lo había visto alguna vez?
El escritor estudió las fotografías con interés y con algo parecido al asombro.
—Podría haber salido de una de mis novelas —musitó.
—¿Le resulta familiar?
—He visto cuchillos de este tipo. En ilustraciones, en libros, en museos… He podido tenerlo en mis manos, no este en concreto, pero sí alguno muy similar.
—Pero este en concreto…
Senovilla le devolvió las fotos a Sofía. De pronto tenía los ojos húmedos y el pulso tembloroso. No quedaba nada de la arrogancia de antes; ahora parecía un anciano desvalido.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó—. ¿Por qué le han clavado a mi hijo un cuchillo medieval?
—No lo sabemos, Julio —contestó Sofía, intentando poner calidez en su tono de voz, y advirtió que el falsete ensayado con el foniatra para que la voz resultara más femenina no admitía bien los registros compasivos.
—¿Es un crimen ritual? —preguntó Senovilla—. ¿O alguna clase de venganza contra mí?
—¿Se le ocurre alguien de su entorno que pudiera querer vengarse de usted por algo en concreto? —preguntó Laura.
—No. Yo no tengo enemigos. Más allá de los que te trae la envidia.
—O vengarse de Jon… —insistió Laura.
Senovilla meneó la cabeza. Laura y Sofía cambiaron una mirada rápida. Fue Sofía la que recogió el guante.
—En la sala de autopsias, cuando le enseñaron el cadáver de su hijo, usted dijo algo que el médico forense escuchó. Dijo «justicia poética».
La expresión de horror que había ido adquiriendo el rostro de Senovilla al ver el cuchillo se vio matizada ahora por una sombra de confusión.
—¿Por qué dijo usted eso?
—¿Por qué dije el qué?
—Justicia poética.
—Justicia poética —repitió Senovilla.
—Es como si pensara que la muerte de Jon restablecía la justicia de alguna manera —dijo Sofía.
—¿A usted le parece que una muerte así puede ser justa? —preguntó Senovilla, las pupilas de pronto dilatadas.
—Solo intento comprender por qué pudo decir algo semejante…
—La muerte es la mayor de las injusticias en este mundo —proclamó el escritor—. Todo lo que hacemos, cada uno de los errores que cometemos, se deriva de la rabia que sentimos por esa injusticia. La impotencia de saber que nos vamos a morir.
La mirada de Senovilla no se detenía en Laura ni en Sofía. Vagaba por la habitación como un espíritu libre.
—¿Dijo usted «justicia poética»?
—Pablo, vámonos. Estoy cansado.
—¿Qué Pablo? —preguntó Laura—. ¿Se refiere usted a su hijo?
—Que me lleve a casa. Estoy cansado, dígaselo.
—Su hijo Pablo no está aquí.
Senovilla miró a su alrededor. Se frotó los ojos con una mano y se despeinó, como si así pudiera salir de su repentino embotamiento.
—Ya lo sé —dijo, de pronto más sereno—. He venido paseando. Mi hijo está en la clínica, trabaja hasta muy tarde.
—¿Quiere que le llevemos a casa? —propuso Sofía.
—Sí, por favor. Seguimos otro día.