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Por la mañana, al verse en el espejo, se asustó de su aspecto. Tenía la cara hinchada, un corte debajo del ojo y un hematoma muy feo en el costado. Lo peor de todo era que los dolores no habían remitido. Al anticipar los comentarios en la Brigada, echó de menos su vida masculina. Un policía con moretones y heridas se ha podido meter en una pelea en acto de servicio; una policía con ese mismo aspecto es una mujer maltratada. Con estos tristes pensamientos machistas se dirigió a la cocina. Laura había preparado el desayuno. Sofía disimuló el asco que le daba el olor del café.
—Buenos días, ¿qué tal has dormido? —dijo Laura con una sonrisa.
—Mejor que tú. El sofá del salón es muy incómodo.
—No hace falta que lo jures.
—¿Por qué no te has ido a casa? No necesitaba una canguro.
—No me pareció que estuvieras muy bien. Tienes una pinta espantosa.
—Gracias por los ánimos.
Se sentó a la mesa y dejó escapar un lamento de dolor.
—¿Te duele?
—Creo que tengo un par de costillas rotas.
—Pues ahora mismo nos vamos a urgencias.
—Tenemos reunión a las diez, no te olvides. Luego voy.
—¿Sigues desayunando pan con aceite y jamón?
—Laura, muchas gracias por todo. Pero no quiero nada. No me encuentro bien. Lo mejor es que nos vayamos cuanto antes a la Brigada.
—¿Puedo desayunar yo, o estoy castigada?
A las diez en punto estaban en la sala de reuniones. Sofía explicó con vaguedad lo que le había pasado, un encuentro con Nico y sus amigos de ultraderecha. Su cara de dolor y la seriedad de su rostro disuadieron a los demás de preguntar por los detalles.
Estévez abrió una carpeta que tenía sobre la mesa. Eran los resultados de la Policía Científica sobre el ADN de Alejandra: no coincidía con la uña ni con el pelo encontrados en el cadáver de Jon. Esto no la absolvía de culpa, pero desde luego no la señalaba con el dedo, como Estévez había esperado. La subinspectora Lanau aportó otro indicio absolutorio.
—Ayer denunció a su padre, y lo hizo con toda tranquilidad. Eso indica que no le preocupaba mucho si Jon lo denunciaba o no.
—Eso no lo podemos saber —dijo Moura.
Estévez se volvió hacia él.
—Moura, te aseguro que esa chica estaba muy convencida de lo que hacía.
—Solo digo que eso no demuestra nada. La gente puede empezar viendo un problema con mucha angustia y asimilarlo poco a poco según pasan los días hasta tomárselo como un problema normal.
Tal vez Moura tuviese razón, pero a Sofía le faltaba paciencia para asistir a una discusión construida a base de sutilezas. Antes de que la cosa pasara a mayores, tomó las riendas de la conversación.
—Moura, ¿has averiguado algo sobre Sunilda?
Las pesquisas de Moura confirmaban lo que Laura había sabido por boca de la dominicana. En efecto, había llegado a España hacía siete años y la conocía el dueño del locutorio de Ventura Rodríguez, lugar al que ella acudía con frecuencia para hablar con su hija adolescente. Caridad había avanzado un poco más en la inspección del correo electrónico de Jon, pero ahora iba a empezar a hacer el barrido del móvil de Mara, el que usaba Jon la noche de su muerte. De la correspondencia de Jon no había extraído ninguna información relevante, pero quiso leerles un mensaje que ilustraba bien la manera de pensar del joven.
—«Según pasa el tiempo me agota más y más el mundo de los adultos —leyó Caridad—. Tengo la impresión de que la personalidad del hombre se va haciendo más compleja, pero en un sentido negativo, y su camino más tortuoso a medida que se aleja de la inocencia de la infancia. Empiezo a pensar que la inteligencia no tiene nada que hacer en el combate contra el encanto y la ingenuidad. Para mí, esas cualidades son puras y hablan de la belleza de la vida, mientras que la inteligencia habla de la oscuridad, de la ambición y de cosas feas».
—Conmovedor —dijo Estévez cuando Caridad levantó la vista del papel—. ¿Para qué coño nos sirve este texto que nos has endilgado?
—Me ha parecido interesante.
Laura decidió echarle un cable a Caridad.
—Lo es, Estévez. Todo lo que nos ayude a entender cómo era Jon está muy bien.
Tenía ganas de añadir que en ese mail se hallaba la explicación del amor de Jon hacia Mara, buena encarnación de esa inocencia que él echaba de menos en el mundo. Pero no se atrevió a tanto. Aun así, explicó que el misterio de la cena para dos estaba resuelto.
Sofía tenía sobre la mesa el informe de la autopsia de Pablo, que apuntaba a la posibilidad del suicidio. Los cortes en la muñeca y en el cuello describían una trayectoria de izquierda a derecha. No había señales defensivas en el muerto, lo que excluía un ataque por sorpresa. Tampoco había indicios de que el doctor Senovilla hubiera sido sedado para anular su resistencia. El análisis de tóxicos daría una información más exhaustiva. Podría ser que el hombre estuviera bajo los efectos del alcohol o de las drogas, y en ese caso se podría considerar nuevamente la posible acción de una tercera persona. Pero el análisis de las pupilas invitaba al forense a descartar esa hipótesis. La Policía Científica aún estaba trabajando en las huellas del cuchillo, y Laura no daba por cerrada la búsqueda de testigos que pudieran haber visto algo. Esa noche se pasaría por el bar que frecuentaba el médico.
Sofía, cada vez más dolorida, expuso sus sospechas sobre Nico. Pidió a Bárbara que investigara las actividades de ese grupo de ultraderecha. Fue la última orden que dio sobre el caso Senovilla, porque a los pocos segundos el comisario Arnedo interrumpió la reunión para pedirles a Sofía y a Estévez que lo acompañaran a su despacho. Nico había presentado una denuncia contra Sofía Luna por agresiones.
—¿Quieres que te enseñe las marcas de las suyas? —dijo Sofía.
—No, no quiero.
Giró la pantalla del ordenador para que los dos inspectores pudieran ver los titulares de un periódico digital. «El policía transexual agrede a un testigo del caso Senovilla.»
—Por supuesto, no dice que me provocaron.
—Lo peor no es que hayas salido en prensa —dijo Arnedo—. Lo peor son las redes sociales. Ahora mismo eres trending topic en Twitter. ¿Quieres saber cuál es el hashtag?
—Me lo puedo imaginar.
—Brutalidad policial.
—¿Qué hiciste anoche, Luna? —preguntó Estévez—. ¿Duplicaste la ración de hormonas?
—Eran cuatro fachas atacándome por ser transexual. Fue un momento espantoso, os lo puedo asegurar. Una vecina es testigo de lo que pasó.
—¿Por qué ibas de hombre? —preguntó Arnedo.
Sofía lo miró sin entender la importancia de la cuestión.
—Te leo un tuit —siguió Arnedo, y bajó con el ratón hasta encontrarlo—. «El poli trans se viste de hombre para dar hostias y de mujer para sacar información.» «Mete-hostias y Mata-hari.» Eso va en otro tuit. Retuiteado trescientas veces.
—¿Ibas vestida de hombre? —preguntó Estévez.
—¡Qué más da si iba de hombre o de mujer! —dijo Sofía levantándose—. ¡Eso es asunto mío, cojones!
—Siéntate, Luna, que esto es serio —pidió Arnedo.
—¡A ese puto niñato le tenía que haber arrancado la cabeza!
—No hacía falta —respondió Arnedo—. Solo con lo que has hecho a Gálvez le parece ya lo suficientemente grave.
—¿Me va a castigar?
—Gálvez no castiga, no se rebaja hasta ese punto. Solo da su opinión.
—Esa distancia es muy sana, díselo de mi parte —opinó Estévez.
—Pero yo sí castigo.
Sofía lo miró largamente. Arnedo estaba serio y parecía cansado, como si llevara varios días durmiendo mal.
—Siéntate, Luna, que esto no es fácil para mí.
Ella se sentó para esperar su condena.
—Puede que esté grabada la pelea. Hay una sucursal de Bankia al lado de tu portal.
—Lo sé, pero no creo que se vea bien. Me arrinconaron en mi portal.
—¿Es posible que se vean las provocaciones previas?
—Puede. Estaban esperando a que llegara. Y pintaron mi buzón con insultos.
—Haz una foto de esas pintadas.
—Las he limpiado —lamentó Sofía.
—Muy cívica —dijo Estévez—. Y muy poco práctica.
—Soy gilipollas.
—No pasa nada —dijo Arnedo. Vamos a pedir esa grabación. Con total secretismo, claro está. Lo último que nos faltaba sería que alguien filtrara las imágenes a YouTube.
—Me gustaría estar presente cuando lleguen.
—Eso no sé si va a ser posible.
—Es una denuncia contra mí. Me gustaría poder defenderme.
—Trae a esa vecina. Esa testigo es fundamental.
—Ahora mismo la llamo.
—Luna, estos procesos son largos, no podemos esperar a que un juez se pronuncie.
—¿Qué quieres decir con eso?
—El escándalo está en la prensa y en las redes sociales y Gálvez quiere una reacción inmediata por mi parte.
—¿Me suspendes de empleo y sueldo?
—Tres días. Gálvez quiere más, quiere sangre. Pero le voy a convencer de lo siguiente: te pongo una falta leve, eso son tres días. Es lo mínimo que puedo hacer. En prensa pueden sacar el titular de que el policía transexual está suspendido. A lo mejor con eso Gálvez se calma.
—Lo de que soy transexual sobra por completo, ¿no te parece?
—Eso explícaselo a los periodistas —dijo Arnedo.
—Bueno, déjalo. Tres días. ¿Y luego qué?
—Vamos a ver esas imágenes y hablaremos con la testigo. En función de eso, veremos si se queda en falta leve o si tenemos que considerarlo una falta grave.
—¿Cuándo se hace efectiva la suspensión?
—Ya. El caso Senovilla lo va a coger el inspector Estévez.
—Estupendo, pues me voy a urgencias. Creo que esos animales me han roto un par de costillas.
—Si eso es así, trae el informe médico. Te servirá de ayuda.
Sofía se levantó. Puso una mano en el hombro de Estévez.
—Suerte.
—Para ti también.
Sofía le contó a Laura las novedades. Su compañera no daba crédito.
—Esos cabrones te tienen enfilada. Te estaban esperando.
Podía ser. Mientras aguardaba en el hospital a que le dieran las radiografías, Sofía prefirió pensar que no estaba siendo víctima de una persecución. Había agredido a una persona y merecía el castigo. Eso era así. Se podía escudar en la injusticia de que un ciudadano normal tiene la sartén por el mango en el enfrentamiento con un policía. Ella, como representante de la autoridad, quedaba sujeta a ciertas normas de conducta. El castigo era justo y Arnedo había sido un buen compañero. Tenía que evitar caer en el victimismo por su condición de transexual. No podía vivir en un estado constante de susceptibilidad. Se consoló al imaginar al doctor Coll admirando su resolución. También Natalia estaría orgullosa de ella. El médico le dio las radiografías. Tenía una costilla rota, lo mejor era el reposo. Le pidió un informe al médico pensando en el juicio que tendría que afrontar. Cayó en la cuenta de que era urgente hablar con la vecina. La intentaría localizar al llegar a casa. O quizá mejor por la tarde. Ahora solo quería tomarse dos analgésicos fuertes y meterse en la cama.