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La llamada despertó a Sofía de la siesta. Los dolores habían remitido con los analgésicos y por fin había logrado cerrar los ojos y dejar que el sueño la invadiera lentamente, cuando sonó el teléfono. Era Mara. Estaba muy asustada. Su padre había vuelto y tenía miedo. Entre lágrimas, desgranó a su manera los últimos acontecimientos. Sofía entendió que su madre luchaba por su vida en un hospital y que Alejandra la había dejado sola en casa. No sabía a quién acudir.
Al levantarse de la cama, Sofía notó que le bailaba la costilla. El médico le había dicho que se soldaría sola en cuestión de semanas y que para evitar el dolor lo más eficaz era no respirar. Acompañó la broma con una risa despreocupada. Se vistió conteniendo la respiración y cogió el coche. Aparcó en la calle de Mara y la avisó de que ya estaba. Mara tardó dos minutos en salir. Le contó que su padre se había ido al hospital, pero ella tenía miedo de que regresara. Parecía nerviosa.
—Te invito a merendar —propuso Sofía.
Mara sonrió y subió al coche. Dijo que le apetecía comer tortitas con nata y con sirope de chocolate, que hacía mucho que no las comía. Fueron al Vips de Príncipe Pío. Sofía le explicó a Mara que el testimonio de su madre había sido la clave para que soltaran a su padre. Era fundamental convencerla de que denunciara las agresiones.
—Ya, pero es que ella no quiere —dijo Mara.
—Es normal. Tiene miedo, no ve cómo salir de esto.
—Yo ya me había imaginado que mi padre no iba a volver.
—Puedo intentar que tu madre hable con un asistente social. Ellos saben lo que hacen, están acostumbrados a tratar estos problemas. Si la convencen de que denuncie, todo se arreglará.
En medio de la conversación, sonó el teléfono de Sofía. Era Laura. Quería el número de Patricia Crory para hacer una comprobación. Sofía lo miró en su agenda y se lo dictó. Se preguntó para qué lo querría. ¿Habría surgido algún indicio que apuntaba a los Crory? Con la niña delante, se obligó a apartar de su mente esas punzadas de curiosidad.
Mara se comió las tortitas con avidez. Sofía probó una, pero también le dolía la costilla al masticar.
—¿Me puedo quedar contigo? —preguntó Mara de pronto.
—No puede ser, tesoro. Yo estoy hecha polvo, me duele la costilla y solo quiero meterme en la cama.
—Pues déjame en casa de los vecinos.
—Hacemos una cosa. Le pregunto a Suni si se puede quedar contigo un rato. Y tú me prometes que llamas a tu hermana y le dices dónde estás.
—Vale.
Durante el trayecto en coche, Mara miraba por la ventanilla con una extraña sonrisa melancólica. Sofía se preguntó si estaría asistiendo al punto de inflexión exacto, imperceptible, en que un niño abandona la infancia para ingresar en una vida llena de problemas. Llamaron al telefonillo y la niña empujó la puerta al oír el timbre y entró con decisión. Sofía se dio cuenta de que llegaban en mal momento. La ventana de la cocina estaba abierta y se oía la bronca que Rosa le estaba echando a la interna.
—¿No has visto que hoy tenía la cabeza del revés? ¿Es que no te has dado cuenta?
—Yo le he visto igual que siempre, señora.
—¡Pero si no sabía ni dónde estaba! ¡Y tú le dejas que coja el coche! De verdad, no lo entiendo, Suni.
—¡Hola, Suni! —dijo Mara alegremente.
Suni evitó devolverle el saludo. Deseó que la visita aliviara el enfado de Rosa. No fue así, pero sí sucedió que Rosa encontró otro frontón sobre el que rebotar su cabreo. Al ver a los recién llegados por la ventana se acercó a la entrada, abrió la puerta de la casa y se dirigió a Sofía.
—Inspectora, me alegro mucho de verla. ¿Usted sabe qué ha pasado en casa de los Crory?
—No tengo ni idea.
—Ha pasado algo muy grave. Julio ha cogido el coche y ha ido para allá.
—¿No te ha dicho qué es?
—Yo no estaba. Me lo ha contado Suni. Julio no está para conducir, lo digo en serio. Esta misma mañana ha sido el entierro de su hijo. Está muy despistado, no sabe ni en qué día vive.
Sofía miró a Sunilda para ver si ella ampliaba la información.
—Yo no sé más. Ha pasado algo muy gordo. Eso le han dicho por teléfono. El señor ha cogido las llaves del coche y se ha ido. ¿Yo qué podía hacer?
—Impedírselo, Suni —exclamó Rosa—. Y llamarme inmediatamente.
—No se me ocurrió, señora.
—No ha querido acompañarme al médico porque estaba muy desorientado. Pero le llama Raimundo y sale cagando leches.
—¿Quieres que llame a la Brigada a ver si ha ocurrido algo? —ofreció Sofía.
—Por favor.
Sofía marcó el número de Laura. Mientras esperaba, vio que Mara le decía algo a Suni al oído. Suni se ruborizó, miró a Rosa y le pidió a Mara calma con un gesto.
—No responde —dijo Sofía.
—Bueno, no importa. Ya me contará qué ha pasado. Eso si no se mata con el coche.
—Díselo —insistió Mara a Suni.
—Ahora se lo digo.
Pero no se atrevía a hablar con Rosa. Sofía decidió echarle un cable.
—Rosa, a Mara le gustaría quedarse aquí un par de horas. Ya sabes que en su casa…
—Siempre se queda, un día más no importa —dijo Rosa.
La mujer se metió en la casa. Sofía se intentó agachar para ponerse a la altura de Mara. Un latigazo de dolor se lo impidió.
—Pórtate bien —dijo.
Mara asintió.
Laura llamó cuando Sofía estaba conduciendo.
—No he podido cogerte, Sofía, estábamos en una reunión importante.
—¿Sabes si ha pasado algo en casa de los Crory?
—Que yo sepa no, ¿por qué?
—Raimundo ha llamado a Julio Senovilla para contarle que ha pasado algo muy grave. Pensé que a lo mejor sabíais qué era.
—Ni idea, pero tenemos novedades. La mancha en la ropa de Jon es de un antibiótico.
—¿La mancha de flúor?
—Sí, por lo visto muchos antibióticos tienen flúor, ¿sabías eso?
—No tenía ni idea. Pero si te enteras de uno que cure el dolor de costilla me lo dices. Me estoy muriendo.
—No exageres. Estamos preguntando en todos los hospitales si Jon entró por urgencias el día quince. A lo mejor le dieron un antibiótico y eso explica la mancha.
—Bien hecho, Laura. Estáis cerca de resolver el crimen, lo intuyo.
—Estamos. Tú no te excluyas, que el caso lo llevas tú.
Sofía se quedó en silencio, pensativa.
—¿Sigues ahí? —dijo Laura.
—La enfermera de Pablo Senovilla.
—Berta. ¿Qué pasa con ella?
—¿No dijo que la noche que murió Pablo estaba haciendo atención domiciliaria?
—Sí. Comprobé la coartada.
—En esos cuidados a domicilio, ¿llevan antibióticos encima?
Ahora fue Laura la que se quedó en silencio.
—¿Laura?
—Joder, Sofía, Berta pone antibióticos cuando hace atención domiciliaria.
—¿Tiene coartada para la noche de San Isidro?
—Lo voy a averiguar ahora mismo. Te tengo que dejar. Métete en la cama y descansa.
Colgó. Berta, la enfermera de Pablo Senovilla. La amante ocasional de Jon. La mujer que le suministraba recetas a escondidas. ¿Estaba enamorada de él y lo mató por despecho? El crimen más antiguo del mundo, todo podía ser. Sofía se sintió satisfecha. Su compañera, su gran amiga, su examante, la había llamado por su nombre femenino, y eso tenía que significar algo: la situación se iba normalizando. Estaba contenta. Le había dado a Laura un buen cabo del que tirar, un cabo que podría terminar en la resolución del caso. Le había gustado oír la voz de Laura, su vibración alegre, el entusiasmo febril del trabajo en cada nota. Métete en la cama y descansa, le había dicho. Sonrió con sarcasmo. Sí, lo mejor era meterse en la cama y descansar. Pero era tarde para eso. Estaba a cinco kilómetros de Toledo. Había decidido hacer una visita a los Crory.